/ por Josemanuel Ferrández Verdú /
Serían las diez cuando llamaron a la puerta. Ella salió a abrir en bata. Era domingo y acababa de desayunar. Su marido estaba aún en la cama soñando.
—Buenos días.
—Hola, ¿qué se les ofrece?
—Venimos por lo de su contrato.
—¿Qué contrato, además hoy domingo?
—Es el mejor día. Si nos deja pasar, hablaremos con usted tranquilamente.
—Adelante —dijo ella con cierto recelo: no parecía gente peligrosa. Tomaron asiento en un sofá, y ella en una butaca frente a la pareja.
—Permítame presentarme. Yo soy Joaquín; y ella, Elisa, empleados de la compañía El Gran Viaje.
—No conozco a esa compañía de nada.
—Posiblemente lo haya olvidado, pero hace cinco años firmó un contrato justo para hoy. Veníamos a ponerle la inyección y despedirla en compañía de las personas que usted haya elegido.
—No pensaba ir a ninguna parte, ni ponerme ninguna inyección —dijo ella.
—Usted acordó con nosotros, o sea, con El Gran Viaje, que dejaría este mundo asistida por nuestros servicios, que son de una calidad que podrá usted misma comprobar.
Ella los miró perpleja. Lo había olvidado del todo. ¿Qué había pasado para que no recordara nada…? Sin embargo, como un mazazo, de pronto le vino la imagen del día que, en efecto, había acudido a las oficinas de aquella gente para firmar un contrato de suicidio asistido.
—Es increíble.
—¿Qué es increíble?
—Lo había olvidado. Pero ya no quiero suicidarme. Eso fue un día que estaba malísima.
—Todo está preparado y, si volvemos a la oficina sin terminar el trabajo seguro que nos echan a la calle, y como usted sabe, es muy difícil encontrar otro.
—No pueden matarme sin mi consentimiento, eso no estaría bien visto.
El hombre extrajo de su carpeta un papel.
—Aquí está lo que firmó y que nos autoriza a matarla con una inyección. ¿Cómo es posible olvidar esto?
—Ah, ahora recuerdo. Claro. Ya sé lo que pasó. Lo hice por consejo de mi amiga, Claudia, quien me convenció de que lo que yo quería conseguir en la vida era bastante estúpido, por no decir imposible, y que, incluso aunque lo consiguiera, no me serviría de nada, porque nada de lo que se logra nos hace felices. Me dijo que yo era idiota y que haría bien en suicidarme, y como yo tenía una total confianza en mi amiga, pues fui un día a verlos a ustedes.
—Pero decidió esperar cinco años en lugar de arreglar el asunto de inmediato.
—Eso fue lo que me aconsejó ella.
—¿Y podríamos hablar nosotros con ella?
—¿Para qué? Eso ya no es posible. Perdimos la amistad.
—Pues casi mejor. ¿Y cómo fue?
—Por una discusión acerca de Saturno. Ella se empeñó en que el anillo que rodea ese planeta está formado por gases y yo sostenía que no era un anillo gaseoso, sino de trozos de roca de muchos tamaños. Pero la discusión se enconó demasiado y perdimos las amistades.
—Eso es ahora irrelevante, ya que firmó para detener su vida con nuestras técnicas inofensivas.
—No tan inofensivas.
Teresa leyó el larguísimo texto escrito con letras casi microscópicas, sin lograr entender nada de lo que contenía, y con el corazón agobiado por aquel estúpido contratiempo. Su marido apareció en pijama y bostezando por la puerta, y al ver a los desconocidos saludó con total confianza.
—Hola, ¿quién es esta gente? —preguntó a su mujer.
—Hemos venido a hablar con su esposa.
—Ah, muy bien. Pues los dejo hablando mientras me visto —y se retiró apareciendo al cabo de unos minutos ya vestido.
Al ver la cara de su mujer le preguntó qué le pasaba.
—Mira —le dijo ella dándole los papeles.
—¿Qué es esto?
—Léelo y te enterarás.
—Y ¿no podrías decírmelo tú? Aquí hay muchas cosas escritas; esto parece un testamento.
—Algo parecido —dijo Elisa.
—¿Es que ha ocurrido algo?
—¡Ay, Dios mío, cariño! Estos señores han venido a matarme.
—¿A matarte? Pero ¿qué dices?
—Lo que oye —dijo Joaquín—. Su esposa firmó un contrato de suicidio asistido hace cinco años. Pagó una gran suma de dinero para que hoy fuera conducida por nuestros servicios hasta el más allá.
El marido puso cara de no comprender, miraba hacia el gran ventanal del salón por donde entraba un sol invernal verdaderamente agradable. Hacía un día espléndido si no fuera por la presencia de aquellos personajes y sus intenciones.
Antes de que tuviera tiempo de decir nada, llamaron al timbre de la puerta, pero se quedó allí de pie intentando entender algo. En la puerta estaba Rita, una amiga de Teresa, acompañada de un chiquillo de unos cinco años. El la miró sin verla.
—Hola —dijo.
—Hola, cariño, hemos venido a haceros una visita porque llevábamos mucho tiempo sin veros.
—Adelante, adelante —dijo él medio ofuscado aún, y la amiga entró acompañada por el chico, que tenía un aspecto extraño y entró por el pasillo danto patadas a la pared y contorsionándose como si fuera un artista del circo. Después de saludar a la concurrencia, y con gran dificultad, logró sentarse en una silla mientras mantenía agarrado al niño, que no intentaba más que desasirse de sus manos para hacer Dios sabe qué. No paraba de forcejear hasta que en un momento se libró de ella y corriendo hasta una mesa baja tomó un cenicero y lo arrojó contra el cristal de la ventana, haciéndolo añicos y convirtiendo el salón en un campo de batalla. Todos se abalanzaron sobre el pequeño que era un torbellino diabólico y lograron sujetarlo. Luego la amiga lo tomó en su regazo y logró inmovilizarlo con sus brazos para evitar que se volviera a soltar, pero el niño le dio un mordisco y se escabulló de nuevo.
Esta vez fue rápidamente reducido por Joaquín, que lo colocó boca abajo sobre el sofá y se sentó encima de él mientras berreaba como un berraco.
Así estuvieron un rato hasta que el pequeño monstruo se calmó y se quedó dormido. Joaquín se levantó y le echó una manta por encima, tomando asiento en una silla.
—Cariño, ¿cómo estás? —dijo Rita.
—Mal. Estoy en un momento de mi vida inexplicable.
—¿Por qué?
—Me quieren matar —y le explicó los pormenores del asunto mientras el marido asistía atónito aún a la exposición de unos hechos que desconocía.
—Nunca me hablaste de eso.
—No lo recordaba ya, y al principio no quise alarmarte.
Rita se levantó de la silla y se dirigió directamente al dormitorio del matrimonio, donde abrió un armario y extrajo tres vestidos de Teresa, echándolos en una bolsa de papel que llevaba plegada, y salió de nuevo al salón.
Allí la conversación se había animado de nuevo. El chiquillo se despertó y lo dejaron sentarse en el sofá sin moverse, pero mostraba signos de querer hacer alguna otra travesura de las que cuestan caras a los dueños de la casa, pero el marido de Teresa se había sentado junto a él y con una voz meliflua y gestos que querían ser cariñosos y resultaban ridículos le hablaba de unos sobrinos que tenía en Gibraltar y que solían comportarse tan bien en su casa y en las casas ajenas que sus padres habían tenido que enviarlos a un internado inglés para que adquiriesen todas la malicia que suelen aprender en tales sitios.
Al ver de nuevo a su amiga con la bolsa y los tres vestidos suyos, Teresa se quedó de piedra.
—¿Adónde vas con esos vestidos?
—Me los llevo, reina, porque tú no te los pones.
—Ah…
El chico se abalanzó sobre Teresa y comenzó a tirarle de los pelos hasta hacerla llorar. Luego comenzó a correr alrededor de una mesa de cristal que había al fondo.
Los visitantes estaban escandalizados ante aquéllos hechos cuyo carácter anómalo no dejaba lugar a dudas acerca de la necesidad de acabar con la vida de aquélla desgraciada, de manera que tomaron al crío y lo ataron a una silla para que no pudiera moverse hasta que a Teresa se le pasó completamente el ataque de pánico. Entonces se puso a reír de un modo histérico y se revolcaba por el sofá.
—Por qué te ríes de esa manera —le preguntó su marido cogiéndola por el cuello y apretando hasta que tuvo que dejar de reírse.
—No lo sé.
—Pues no creo que la cosa tenga tanta gracia —dijo Rita.
—Sí que la tiene. Lo que pasa es que tú ignoras la causa de mi risa y no pienso contártelo… En cuanto a mis vestidos, son horribles.
—Por eso les he cogido cariño, ¿o es que no me conoces?
—Claro que te conozco. ¿De dónde has sacado a esa criatura? —dijo señalando al niño que en aquel momento estaba debajo de la mesa, intentando levantar una de las patas.
—El mes pasado llegó mi hijo acompañado del crío y me pidió que lo cuidara. Lo ha adoptado, pero él se ha ido a Islandia con una joven a pasar un par de años. Por lo visto a ella le ha salido un trabajo allí y se han ido dejándome a mí con el pequeño.
El niño se había puesto a berrear de nuevo y Rita, aprovechando que todos se volvieron a mirarlo a ver qué le pasaba ahora, se largó y cerró la puerta al salir.
—A eso lo llamo yo saber irse a tiempo —dijo Joaquín cuando se dio cuenta de la desaparición de Rita.
—No trate de desviar la conversación —expresó Teresa—. Aquí la cuestión está en que yo no estoy ahora para suicidarme.
—Rescindir el contrato le costaría ahora una suma de varios dígitos.
—Y ¿no podríamos negociar algo de manera que yo les obsequiara con algo para compensar?
—A ver.
En el fondo del salón había un gran cuadro en el que se podía apreciar un extenso paisaje, y en él se hallaban pintados un grupo de caballos a una cierta distancia y otro caballo solitario más lejos.
—¿Qué les parece el cuadro? —dijo Teresa, señalándolo.
Ellos lo miraron y estuvieron unos minutos en silencio,
—¿Podemos verlo más de cerca?
—Sí.
Se levantaron y, acercándose hasta la pared, lo observaron con detenimiento. Luego volvieron a sentarse en el sofá mientras entre ellos hablaban en voz baja, de manera que ni Teresa ni su marido pudieron oír lo que decían.
—De manera que usted valora su vida tanto como el cuadro que muestra aquéllos caballos y aquel otro caballo.
—Sí —dijo ella—. Era de mi madre y lo heredé por cuidarla hasta el día de su muerte. Creo que vale lo que piden.
El chiquillo salió de debajo de la mesa y, tomando en sus manos una especie de copa de cristal que había a su lado en una mesita, la arrojó contra el cuadro, dañándolo hasta el punto de que ya no podría ser canjeado por la vida de la mujer.
—Hijo mío, ¿qué has hecho? —dijo Elisa echándose de nuevo sobre él, quien intentó arañarle la cara y morderle en una oreja. Luego intervinieron Joaquín y Luis Manuel y entre todos lo redujeron y envolvieron con una sábana y lo ataron con una cuerda bien fuerte, fabricando así una especie de ser larvario que solo tenía al descubierto la cabeza y los pies. El chiquillo bufaba y lloraba del mal trato recibido, pero se había convertido en un verdadero peligro para la civilización moderna.
—En fin —dijo Joaquín—. Estábamos dispuestos a aceptar el obsequio a cambio de su vida, pero después del destrozo provocado por este demonio de chiquillo, ya no va a ser posible.
A continuación, Elisa extrajo de su bolso una especie de estuche con la inyección letal y se acercó a Teresa para introducir la aguja en su brazo.

José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes, admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.
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