Narrativa

Arenas movedizas

Fermín Herrero reseña 'La promesa', de Damon Galgut, una novela sobre la evolución y transformación sudafricana.

/ una reseña de Fermín Herrero /

Por más que intentamos leer y leer sin parar quienes tenemos este vicio inveterado, a tal punto que es un peligro para la convivencia con los allegados, no conseguimos siquiera mitigar la sensación de que no hacemos sino aumentar nuestra ignorancia. Salvo alguna narración de los Nobel Gordimer y Coetzee, desconozco por completo la literatura sudafricana. Por eso, he visto ocasión de reparar mínimamente esa laguna con La promesa, novela de Damon Galgut que obtuvo el prestigioso premio Booker el año pasado, otro descubrimiento, y van…, de la editorial Libros del Asteroide, dueña de un catálogo de narrativa extranjera tan amplio como ejemplar.

La promesa se divide en cuatro capítulos, titulados con el nombre de los personajes que mueren en sus páginas. Por tanto, se estructura en torno a otros tantos funerales, con sus duelos respectivos, muy distintos entre sí, desde los ritos judíos hasta la ausencia total de ceremonias por expreso deseo de uno de los fallecidos, pasando por la tradición fúnebre católica o la de raíz calvinista. Los saltos temporales inherentes a cada deceso posibilitan la ensambladura de las peripecias particulares con el devenir histórico del país, un tanto a la manera galdosiana, aunque sin el paralelismo a rajatabla que don Benito aplicó a alguna de sus obras más emblemáticas.

Asistimos, como trasfondo, a la evolución y transformación de la situación política de «la nación del arcoíris», que siempre ha basculado entre el Edén y la región de Nod, de tal forma que la narración bien puede considerarse un «diorama de la Sudáfrica blanca», fundamentalmente de los afrikáneres o bóeres, grupo étnico del que desciende la familia que desmenuza el argumento, o un fresco sociológico de la «Sudáfrica soleada», trazado sin aspavientos ni maniqueísmos, pero también sin poner nunca paños calientes.

Al principio, con el apartheid aún vigente de facto, las noticias censuradas y el «ánimo electrizado en todos lados», persisten, entre detenciones y condenas sin juicio, los disturbios en los distritos segregados: «disturbios en todos los distritos, se masculla en todas partes, incluso con el estado de emergencia que se cierne sobre la tierra como un nubarrón negro», y Amor, la niña sincera, rarilla, comenta: «no me vieron, para ellos yo era como una mujer negra». Al final, tras sucesivas crisis, cortes energéticos y corrupción flagrante de la clase gobernante, que huye del país con el parné afanado, a la altura de 2018, dimite (aún se encuentra en líos con la justicia y arrestado por fraude, lavado de dinero y crimen organizado, entre otros cargos) el cuarto presidente, Jacob Zuma, nacido en Zululandia y dirigente del Congreso Nacional Africano, que alcanzó el poder tras diez años de prisión y posterior exilio.

Con este panorama no es de extrañar que uno de los personajes, metido a novelista frustrado, se queje, respecto a la idea de la nación en su proyecto inacabado, de que sea «imposible hablar en este país por nadie más que por ti mismo, incluso entonces…». La única salida parece, ahora y siempre, como en casi todas partes, por otro lado, «aguantar, resistir, una antigua solución sudafricana». Y el único cemento social, el rugby. Cuando los Springboks, las gacelas saltarinas, ganaron el mundial a los All Blacks neozelandeses y Nelson Mandela, «el religioso», entregó el trofeo al capitán de la selección Francois Pienaar, el narrador apostilla con cierta sorna: «el bóer fornido y el viejo terrorista se estrechan la mano. Quién lo iba a decir».

Entre medias, la ilusionante e increíble («de la celda al trono, jamás pensé que vería algo así») llegada al poder de Mandela, que compartió cárcel en Robben Island con Zuma. O la presidencia de su sucesor Mbeki, durante cuyo mandato se dice del socio del segundo marido de Astrid, hermana mayor de Amor, que es «un tipo popular, poderoso y negro, obviamente, que es lo que cuenta hoy en día». Sin duda el panorama ha cambiado sustancialmente, aunque no la violencia, de continuo desbordada, pese a los afanes pacíficos representados por el Día de la Reconciliación. En cierta manera, el ambiente que se respira en algunos momentos, salvando las distancias, me ha recordado a los dimes y diretes, apaños y descosidos, de nuestra Transición.

Pero en realidad, más allá de lo sociopolítico, La promesa aborda el espinoso asunto de la familia, sus «arenas movedizas», con una crudeza y complejidad que se agradece, en consonancia con la cita de Coetzee, que sirve de colofón a la edición: «Un libro debería ser el hacha con la que abrir de cuajo el helado mar de nuestro interior». Bucea en las zonas oscuras, para mostrarnos en última instancia «los tormentos de la condición humana». En este sentido, es muy autocrítico con los sudafricanos blancos, frente a los que se erige, en segundo plano, la figura de la fiel y bondadosa criada negra de la familia, Salome, si bien su hijo Lukas, condenado a subsistir en la granja a expensas de su madre, se degrada como el resto. Galut disecciona con bisturí «una atmósfera envenenada y enferma». Al cabo, como fijase de manera proverbial el inicio de Ana Karenina, cada familia infeliz lo es a su manera y la que muestra con destreza el novelista es una de ellas.

Otro de los méritos indudables de la novela es la capacidad de Galut para modelar los personajes, tanto los padres, más difuminados, sobrepasados por las circunstancias, refugiados en sus extrañezas, con el espíritu de los pioneros (los voortrekkers con sus carretas de bueyes avanzando hacia el interior como los colonos del Oeste) transmitido de generación en generación arrasado de todas, como los tres hijos: Astrid, la mayor, bulímica, descontenta consigo misma y con el mundo, insegura y, sin embargo, valiente para entregarse al adulterio con un negro; Anton, desertor de la mili, terco e impetuoso como todos los jóvenes, enemigo radical de la hipocresía que cohesiona la sociedad («puedo lidiar con la tragedia pero lo que no aguanto es la farsa»), tratando de escapar en vano del fracaso, incluso a través de un conato de novela medio autobiográfica; y, sobre todo, la pequeña, la mentada Amor, el inolvidable personaje central, «apartada y distante» desde su infancia, cuando la tienen por «un bulto gordo e inútil», en constante huida de sí misma y de los suyos por las ciudades, que aun así defiende, tenaz, la promesa del título, y representa, por su apego leal hacia Salome, «una de las extrañas y simples fusiones que mantienen cohesionado a este país. A veces a duras penas».

El paisaje fijo que los personajes contemplan de vez en cuando, estupefactos, el que seguramente a fin de cuentas los determina, es el del Alto Veld, las praderas interminables del norte del país, con sus extensiones de hierba parda hasta los confines, una especie de infinito reductor, «la distancia amarilla» fruto de la pertinaz sequía y sus días «largos, blancos y vidriosos». De ahí que, hacia el final de la novela, la lluvia se torne salvífica, «símbolo de redención», capaz de borrar, además, hasta las tragedias con su poder igualatorio, incluso para los muertos, ya que «cae por igual sobre ricos y pobres, felices e infelices. Cae, imparcial, sobre chabolas de lata y sobre la opulencia».

En medio de la llanura, la loma cercana a la casucha de la criada y a la casa de la granja en la que le cayó un rayo a Amor cuando tenía seis años, chamuscándole los pies y tal vez la vida para siempre, como si Dios la hubiese señalado. Su lugar de desgracia convertido en su lugar en el mundo, del que no puede escapar por mucho que deambule desarraigada por las ciudades, huyendo de su identidad. El sitio y su significado axial en la novela me ha recordado a la colina con una carrasca en lo alto que fue lo primero que la cineasta Mercedes Álvarez vio del mundo y que constituye un leitmotiv fundamental de su magistral película El cielo gira.

En estos tiempos, en los que prima y se estila la bagatela de una autoficción somera y de una levedad insoportable, es un placer encontrarse con una novela, de un realismo feroz que no le hace ascos a lo sobrenatural, sostenida por un cañamazo argumental sólido, soporte de un universo narrativo en el que se adensa la vida, tanto desde el interior de los individuos como hacia la coyuntura social. Galut lo consigue mediante un manejo espléndido del tiempo psicológico o la simultaneidad temporal, del monólogo interior o el estilo indirecto libre, y del punto de vista, alternando con habilidad las tres personas verbales, como si el narrador merodease en torno a todos los personajes y fuera cayendo sucesivamente sobre ellos para fijar, como con una especie de cámara subjetiva, sus pensamientos, deseos y frustraciones. Que nos estremecen, porque en definitiva apenas distan, pese a la distancia geográfica y cultural, de los nuestros.


La promesa
Damon Galgut
Libros del Asteroide, 2022
328 páginas
20,95 €

Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica) y Alrededores (2019). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos y Fuera de campo.

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