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Diversa sobriedad en las mesas monacales

Francisco Abad escribe sobre los usos culinarios en distintas órdenes, desde san Pacomio hasta los templarios.

/ por Francisco Abad Alegría /

En portada, castillo templario de Monzón

Las bases

Parece axiomático que el monacato, anterior a la aparición de las órdenes sin estabilidad conventual desde el siglo XIII (franciscanos y dominicos), además de hacer hincapié en la oración personal y comunitaria (denominada opus Dei) y el trabajo, practicaban la mortificación tanto mediante la maceración corporal individual como, sobre todo, la restricción en la calidad y cantidad de los alimentos. El primer monje conocido, san Pacomio (mediados del siglo IV, Egipto), egresado del ejército romano, organiza la dura regla de vida monástica sustituyendo las extintas persecuciones imperiales por una forma de vida tan dura y reglamentada que hacía aún más deseable la perdurable tras la muerte. A la escasez de la comida, modo penitencial que buscaba tanto el sacrificio por amor del Crucificado como la huida de la concupiscencia carnal que se favorece por la hartura y el bienestar, se unía en distinta medida la renuncia a los alimentos cárnicos, gustosos y sobre todo indicadores de nivel social, de modo que la abstinencia carnal era continuo recuerdo de la autohumillación del monje, que renuncia a ser uno más entre los poderosos de la sociedad;1 aunque ya sabemos que el poder puede manifestarse de otros modos.

Corrientes monásticas y tiempos

La tradición pacomiana. Arraiga de un modo bastante anárquico en el Oriente cristiano y se difunde después por los territorios del Imperio romano. Surgen agrupaciones monacales de pequeña cuantía y dispersa localización. En la España visigótica primitiva también existen tales piadosas organizaciones, algunas de las cuales llegan a confederarse en cierto modo, dando origen a normas mínimas conservadas por escrito, como la Regla de los Abades, a veces contaminadas de tendencias heréticas (pelagianismo, monofisismo, gnosticismo), aunque globalmente ortodoxas. Destaca en la llamada Tebaida leonesa, el Bierzo, abundante en vida eremítica y cenobítica, la figura de un monje extraordinario: san Fructuoso (siglo VII). Noble visigodo, emparentado con el rey Sisenando, se entrega a la vida contemplativa, sistematizando y ampliando aspectos de las reglas de convivencia monacal ya referidas. Al cabo del tiempo, Fructuoso se asienta en los páramos de Compludo y es requerido y consagrado como obispo de Braga, extendiendo su influencia tanto monacal como episcopal por gran parte de Portugal, León y Galicia.2

La regla de san Fructuoso prescribe una alimentación escasa y durísima de seguir. En primer lugar, solo se come una vez al día (monofagia). Las comidas tienen como base los potajes de berzas y habas, un trozo de pan y tres sorbos de vino. En fiestas y solemnidades, se añade algo de pescado y se dobla la ración de vino, de por sí escasa. La carne estaba absolutamente prohibida, salvo para algunos enfermos y visitantes o peregrinos, y únicamente era de caza o aves de corral. Fructuoso explica que la carne se prohíbe por motivos penitenciales, no por ser mala en sí misma, alejando así toda sospecha de priscilianismo (hay quien sostiene que el sepulcro de Santiago en Compostela acoge el cuerpo de Prisciliano, degollado en Zaragoza por hereje con la aquiescencia del papa, y no el del apóstol). La transgresión de las normas alimentarias podía penarse hasta con seis meses de encierro en celda de aislamiento a pan y agua y sin ventanas al exterior. Comer o beber, incluso agua, fuera de las horas de refectorio, era duramente castigado, hasta con la expulsión de la Comunidad, salvo extrema necesidad y con autorización del abad.  No obstante, se podía servir un asado de carne de vacuno cuando estaba de visita el rey o el obispo diocesano. Nunca se hablaba durante la comida y, si algo era requerido, se indicaba con gestos. Durante la refección, un monje leía en pie algún texto piadoso. Para acabar de mortificar los placeres de la comida, durante Cuaresma y Adviento no se servía vino ni se empleaba aceite de oliva en la cocina. En resumen, parecería que la comida monacal había sido diseñada por el director de Auschwitz, aunque con otra intención, claro.

La tradición romana. San Benito de Nursia (siglos V-VI), de familia burguesa e ilustrada romana, es el promotor del gran movimiento monástico que transformó la Europa postromana a través de la vida religiosa e intelectual del Occidente. Tras retirarse al lugar del Lacio denominado Subiaco («Bajo el Lago»), siendo muy joven, acaba uniéndose a otros monjes en un cenobio que le piden que dirija, aunque su mentalidad sistemática y estricta le obliga a retirarse de nuevo a la soledad tras un intento de envenenamiento por tales monjes, demasiado mundanos. Largos años de vida religiosa lo acaban llevando a fundar la abadía de Montecassino, para la que redacta una Regla (año 516), mucho más equilibrada que las diversas Reglas de inspiración pacomiana y sedimento del pensamiento clásico propio de su cultura latina.3 Tal Regla se ha reeditado muchísimas veces, por su influencia en la sociedad occidental y equilibrio y casi siempre en formato muy pequeño (el equivalente de media octavilla), de modo que incluso gentes analfabetas la llevaban en un estuche, colgada al cuello, a modo de amuleto contra los males espirituales y temporales, denominándose por su autoridad moral la Dómina.

El capítulo XXXIX de la Regla se concentra en las refecciones de los monjes, que se basan en dos frugales comidas diarias, a mediodía y al atardecer, de base vegetal (frutas, hortalizas o legumbres), con un complemento proteico si fuera menester. Estas comidas se completan con algo de pan. También se proscribe la carne de cuadrúpedos, pero no de otros animales, ni pescado o huevos. Una moderada ración de vino se considera tan alimento como el resto de productos. Siempre todo con moderación y, en caso de duda, siguiendo el criterio del superior, lo que sirve tanto para sanos como para enfermos, y con proscripción de tomar alimentos o bebidas fuera de las horas reguladas. Las comidas se hacen en silencio, con o sin lectura piadosa de un encargado al respecto.

Con el tiempo, la acumulación de riquezas por donaciones y trabajo de ciudadanos dependientes de los territorios de la orden benedictina llegó a su culmen en Cluny (Francia), relajándose la observancia monástica, y san Roberto de Molesmes decide restituir el espíritu benedictino original en la abadía de Cîteaux (Císter) modificando incluso el color del hábito y la cogulla, haciéndolos blancos, y retornando al espíritu de san Benito. La reforma cisterciense toma impulso decisivo con san Bernardo, abad de Clairvaux (Claraval), que desde el primer tercio del siglo XII es el auténtico guía de la reforma cisterciense. La revuelta religiosa monástica cisterciense es netamente francesa, y francés el espíritu de la Segunda Cruzada que impulsa Bernardo para eliminar la opresión musulmana de los Santos Lugares. También el implacable paso del tiempo relaja la reforma y se instaura la praxis de los Cistercienses de la Estricta Observancia (trapenses), igualmente franceses en su origen, que retoman las normas alimentarias del primer Císter.4

Está prohibido comer fuera del refectorio o la enfermería sin permiso del abad. Quedan proscritos la carne, el pescado y los huevos y las elaboraciones se hacen con mantequilla o aceite de oliva, salvo en días penitenciales en que únicamente se permite el aceite. En el refectorio se sirven alimentos elaborados con leche, arroz, pasta, verduras y legumbres. El queso se permite, pero queda restringido en días penitenciales. Se añade algo de pan y algún tubérculo (tardíamente patatas). Se toma una cantidad moderada de la bebida propia del país, vino donde lo hay y cerveza donde no hay abasto de él. Pueden tomarse algunas frutas, crudas o cocidas, como postre. Siguen haciéndose dos comidas al día, a mediodía y al atardecer. La dieta de pan y agua únicamente es habitual en la segunda mitad de la Cuaresma. La comida se hace en silencio de los comensales, mientras un monje lee en voz alta algún texto teológico o piadoso. Quienes se encuentren especialmente débiles, convalecientes o muy gastados por la edad, pueden recibir en el refectorio un alivio, de leche y huevos, a juicio del abad.

Las peculiaridades de los Templarios. A principios del siglo XII, un pequeño grupo de voluntarios dirigidos por Hugo de Payns permanece en Jerusalén, protegiendo a los peregrinos cristianos que llegan a los Santos Lugares que vivieron la predicación, muerte y resurrección del Salvador Jesucristo. Se rigen en una vida comunitaria semirregulada por la Regla de san Agustín y crecen en número a la vez que los peregrinos y la agresividad anticristiana de los conquistadores musulmanes. Sometidos voluntariamente a las directrices del Patriarca de Jerusalén, tras la conquista de la ciudad por los cruzados franceses, reciben como reconocimiento del rey Balduino II el Templo del monte de Jerusalén, como sede estable. Pero con el tiempo advierten que, además de carecer de un orden religioso estable pleno, han acabado sirviendo como guardia pretoriana propia del Patriarca y recurren al influyente pariente del maestre del momento: el abad san Bernardo de Claraval. Así, se celebra el llamado Concilio de Troyes (1128), que retoca aspectos de su Regla tras estudio de algunos legados papales, obispos y el propio san Bernardo. Para evitar ser guardia privada del Patriarca jerosolimitano, recurren de nuevo a san Bernardo, que no oculta su simpatía por la nueva orden de caballeros (por ejemplo, en la carta de 1125 que envía al conde Hugo de Champaña, en la que alaba que haya dejado su alta posición social para ser uno más entre los Pobres Caballeros de Cristo, es decir, templario).5 Por bula del papa Honorio II, Omne Datum Optimum (1139), la Orden del Templo queda bajo la exclusiva dependencia jerárquica del obispo de Roma. Ya que los templarios no luchan por dominios territoriales ni riquezas, sino por defender los territorios y derechos del Señor Jesucristo, son autorizados a emplear la fuerza de las armas, sin que eso suponga daño punible: son el brazo armado de la Cristiandad. Muy pronto aumenta el número de templarios, que pronuncian los tres votos propios de todas las órdenes religiosas además de ofrecer su vida hasta la última gota de sangre por el Reino de Cristo. Acumularon riquezas inmensas, que transferían por todo el orbe mediterráneo y europeo en forma de documentos fidedignos, de modo que son los auténticos creadores de las letras de pago. Era tal su honradez, que el rey de Francia confiaba la custodia de sus bienes a la Encomienda de Francia, donde convivían, sin mezcla ni merma los doblones reales con los templarios, en la misma fortaleza interna de París, hoy desaparecida.

Su honradez y ofrecimiento de la vida total a la defensa de la Cristiandad fueron su perdición. El rey francés Felipe IV el Hermoso se percató de que podía quedarse con todo el oro acumulado por el Temple, para apoyo a las numerosas Encomiendas y peregrinos acosados, unido al propio. Lanzó una campaña de infundios sobre actividades sodomíticas y prácticas heréticas de la orden, que tentó a la rapiña al débil y avaro papa Clemente V, que extinguió el Temple (1312, viernes y trece, en que el último Gran Maestre Jacques de Molay maldice desde la hoguera por su villanía a papa y rey, que murieron en menos de un año). Los dos personajes roban todos los bienes templarios, salvo alguna limosnilla dejada a los Caballeros de Montesa, retaguardia del implacable e incorruptible Temple.

Los distintos estamentos de templarios tenían funciones e incluso vestimenta diferente. Los Caballeros portaban una amplia capa blanca sobre la que se situaba una gran cruz roja patada (de brazos ancorados), que únicamente se quitaban para dormir y cuando la naturaleza les apremiaba por necesidad, y que para el invierno estaba forrada en el interior con piel de cordero. También existía un cuerpo de Sargentos, de función subordinada a los Caballeros, los Escuderos y los Especialistas en reparaciones y cuidado de la impedimenta, que tenían vestimenta negra o parda, además de un pequeño número de Caballeros presbíteros, que se encargaban de la administración de los sacramentos  en cada Encomienda.  

Las comidas eran moderadas en cantidad, incluyendo pan, agua, pescado, carne y hortalizas. Tomadas en el refectorio común, con la prohibición absoluta de tomar bocados o bebida extra sin permiso del Maestre. Llama la atención que el vino se sirviese ocasionalmente y, sobre todo, la adición sistemática de productos proteicos (pescado, volatería, cuadrúpedos), lo que se explica bien si recordamos el ejercicio de las armas. Dureza extraordinaria tenía la vida monacal. Eran muchísimos los padrenuestros que el templario recitaba en toda ocasión, antes y después de las comidas, dedicados a Jesucristo y la Virgen, en las horas canónicas, antes de acostarse y con ocasión del fallecimiento de algún peregrino, conocido de la orden o hermano. Guardar para uso privado aún una mínima porción de alimento, como el pan, o alguna monedilla o incluso un arma excesivamente decorada ofrecida como obsequio, sin el permiso del Maestre, se castigaba con prolongados ayunos a pan y agua o incluso el encarcelamiento en soledad durante meses, para luego sufrir la expulsión de la orden. Hasta el hallazgo entre los bienes personales del caballero ya fallecido de algo de lo prohibido llevaba a su expulsión póstuma de la Orden, borrándose su nombre del registro de profesos. Parquedad en las comidas y pobreza absoluta (los templarios administran, que no poseen, los bienes del Reino de Cristo en la tierra), alimentación enriquecida sistemáticamente con proteínas (no como signo de poder sino para mantener dispuesto y fuerte el cuerpo para el combate incluso hasta la muerte) y trato exquisito entre todos los profesos (modos de expresión suaves y gentiles, ausencia de chocarrerías, chistes y conversaciones largas o innecesarias) tejen la vida de quienes, en una visión de la vida religiosa que ahora nos resulta difícil de entender, unen el monacato más exigente con el empleo de las armas, en lo que resultaban implacablemente eficaces y envidiablemente organizados.6


1 C. Sánchez Aliseda: Las órdenes religiosas, Barcelona: Seix Barral, 1952, pp 18-20.

2 F-A Díaz, J. Rodríguez, F. Roa, A. Viñayo: San Fructuoso y su tiempo, León: Imprenta Provincial, 1966, pp. 227-233.

3 Regla de San Benito (5.ª ed.), Burgos: Abadía de Sto. Domingo de Silos, 1965, pp. 99-104.

4 Usos de la Orden de los cistercienses de la estrecha observancia. Capítulo General de 1926, Westmalle, 1928, pp. 250-255.

5 San Bernardo Abad de Claraval: Obras completas (5 vols., trad. J. Pons S.J.), Barcelona: Casulleras, 1929. Tomo V, p. 100.

6 G. Bordonove: La vie quotidienne des templiers au XIIIe siècle, París: Hachette,1975,  pp. 82-84.


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Francisco Abad Alegría (Pamplona, 1950; pero residente en Zaragoza) es especialista en neurología, neurofisiología y psiquiatría. Se doctoró en medicina por la Universidad de Navarra en 1976 y fue jefe de servicio de Neurofisiología del Hospital Clínico de Zaragoza desde 1977 hasta 2015 y profesor asociado de psicología y medicina del sueño en la Facultad de Medicina de Zaragoza desde 1977 a 2013, así como profesor colaborador del Instituto de Teología de Zaragoza entre los años 1996 y 2015. Paralelamente a su especialidad científica, con dos centenares de artículos y una decena de monografías, ha publicado, además de numerosos artículos periodísticos, los siguientes libros sobre gastronomía: Cocinar en Navarra (con R. Ruiz, 1986), Cocinando a lo silvestre (1988), Nuestras verduras (con R. Ruiz, 1990), Microondas y cocina tradicional (1994), Tradiciones en el fogón (1999), Cus-cus, recetas e historias del alcuzcuz magrebí-andalusí (2000), Migas: un clásico popular de remoto origen árabe (2005), Embutidos y curados del Valle del Ebro (2005), Pimientos, guindillas y pimentón: una sinfonía en rojo (2008), Líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2009), Nuevas líneas maestras de la gastronomía y culinaria españolas del siglo XX (2011), La cocina cristiana de España de la A a la Z (2014), Cocina tradicional para jóvenes (2017) y En busca de lo auténtico: raíces de nuestra cocina tradicional (2017).

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