/ por Emma Hager /
Originalmente publicado en The Drift el 1 de noviembre de 2022, y traducido por Pablo Batalla Cueto
Fotografía de portada de Romain Guy
Bajo el tórrido sol de agosto, me senté con mi familia y amigos en el porche de una vieja cabaña del suroeste de Nuevo México, donde charlamos, como de costumbre, sobre el fuego y el agua en el Oeste estadounidense. Puesto que a mediados de junio habían llegado las lluvias, el río Gila —cuyo cauce, para entonces, era demasiado profundo para que lo cruzaran siquiera las camionetas de suspensión elevada— dificultaba nuestros planes de reunión, pero decidimos de todos modos tratar de vadearlo a fin de alcanzar a pie nuestros alojamientos. De una orilla a otra, trasladamos maletas y botellas de bourbon, varios kilos de carne de alce, un bebé y una olla de barro.
En medio de una sequía implacable como la que padecemos, una buena temporada de monzones se antoja poco menos que un acto de misericordia. Muchos de nosotros veníamos de California y otros estados resecos a fin de contemplar el espectáculo. Habíamos concluido que cualquier obstáculo logístico que presentara el río desbordado valdría la pena a cambio de presenciar la transformación de la vegetación, normalmente marrón y escasa, en una exuberancia imposible y temporal: gruesas enredaderas que trepan por cuantas laderas pueden, parcelas pedregosas que se convierten en praderas aptas para el pastoreo, flores silvestres que estallan en una sinfonía de morado, rojo y marfil, el terreno árido que —con el chasquido constante de las cigarras y olor a tierra mojada— se disfraza de la verde prodigalidad de un verano del Este.
Unos meses antes, cuando la sequedad parecía insoportable, el albergue y los ranchos vecinos se encontraban en la trayectoria del Black Fire, que ya había devorado más de trescientos mil sedientos acres al este. Las llamas se alimentaban de madera y matorrales cuyos niveles de humedad eran prácticamente nulos. De no ser por un temprano diluvio y un afortunado cambio del viento, aquellas estructuras podrían haber sido arrasadas por el fuego, sin importar los esfuerzos de los bomberos. «He aquí —nos dijo un vigilante de incendios que había bajado de su torre para unírsenos en el porche aquella tarde— una mala política de prevención de incendios en acción».
Un efecto perdurable de esa «mala política de prevención de incendios» —en referencia a la misión del Servicio Forestal, durante gran parte del siglo XX, de suprimir todas las llamas— es una acumulación excesiva de vida vegetal que alimenta las conflagraciones actuales. La tendencia a la aridificación del Oeste, favorecida por las emisiones, tampoco ayuda, y tiene su propio origen en yerros burocráticos. No hay más que ver el fracaso continuo de siete estados (Colorado, Wyoming, Utah, Nuevo México, Arizona, Nevada y California) para llegar a un acuerdo que permita ahorrar millones de acres-pies de agua del Colorado. Este río en vías de desaparición, que abastece de agua a cuarenta millones de personas y riega grandes extensiones de tierras agrícolas productivas, lleva mucho tiempo abandonado al capricho político. Su caudal se reparte mediante un sistema anticuado de derechos hidrográficos, supuestamente irreformable, que permite a los usuarios prioritarios —entre ellos, un puñado de gigantes agrícolas respaldados por Arabia y Wall Street— desviar cantidades masivas, independientemente del declive del río. Se estima, por ejemplo, que 7,5 millones de acres-pies de agua (algunos de ellos procedentes, sin duda, del Colorado) fueron despilfarrados para producir 1300 millones de libras de frívolas almendras para la exportación que, en julio, estaban atascadas en el puerto de Oakland y sus alrededores, debido, en parte, a los cuellos de botella de la cadena de suministro.
¿Repercusiones? En California, al menos, no hay prácticamente ninguna, ya que el flujo de agua cuenta con el favor legal. Incluso la administración del gobernador Gavin Newsom —que se presenta como progresista en materia climática y promete reducir las emisiones mediante la eliminación progresiva de los coches de gasolina— ha respondido a la sequía con una imprudente desregulación. En una carta de julio de dimisión de su puesto en la Junta Estatal de Control de Recursos Hídricos (SWRCB), el organismo que preside la asignación de agua a una miríada de entidades y partes interesadas, Max Gomberg escribió que era «desgarrador» ser testigo de «la casi evisceración», por Newsom y su entorno, «de la capacidad de la agencia para abordar grandes desafíos».
Cuando asumió el cargo en 2019, Newsom decidió no volver a nombrar a Felicia Marcus, la elegida por su predecesor Jerry Brown para presidir la SWRCB, quien, en medio de la anterior sequía, había defendido y promulgado cortes de agua obligatorios para las ciudades y los distritos de riego de todo el estado. A pesar de los récords climáticos batidos y de las pésimas previsiones sobre el futuro del agua en California, Newsom sigue desestimando las feroces peticiones de reinstaurar esas restricciones universales. En vez de eso, el gobernador ha trasladado la responsabilidad a unas cuatrocientas agencias locales del agua —cada una con sus propias reticencias a la hora de incentivar los recortes por parte de los clientes que pagan—, al tiempo que despliega su habitual palabrería de tintes disruptivos («integración de los desafíos») sobre eventuales actualizaciones de las infraestructuras.
Sin embargo, una nueva presa o una sofisticada planta de reciclaje de agua no pueden hacer mucho cuando el agua misma es irremediablemente escasa. Quizá la herramienta más eficaz sea también la más sencilla: exigir una reducción drástica del uso del agua, sobre todo por parte de su mayor consumidor: el sector agrícola. Tales restricciones transformadoras requerirían que un Newsom poco dispuesto y políticamente astuto se enfrentara a un lobby agrícola cuyos beneficios e influencia se sustentan en el aumento de la sobreabundancia. Pero a este ritmo, es más probable que veamos uno de los nebulosos planes de desalinización o de túneles controvertidos del gobernador antes de que se produzca un recorte significativo del uso excesivo de la Gran Agricultura.
En el viaje de vuelta de nuestra reunión en Nuevo México, vimos cómo el denso verde se había reducido a dispersas manchas de ocotillo y saguaro antes de abrirse, justo después de Yuma (Arizona) a las imponentes dunas del Valle Imperial. La colosal fragilidad de nuestra situación hídrica es más evidente allí, donde el estrecho canal All-American atraviesa kilómetros de arena para hacer posible el espejismo de la abundancia. Al pasar por el canal esta vez —un borrón serpenteante por la ventanilla del coche— me quedé quieta, maldiciendo en silencio los almendros y la alfalfa y los campos de golf, y luego incliné la cabeza para rezar por la lluvia.
Emma Hager es asistente de edición en City Lights Books y redactora, entre otras, de las revistas The Baffler, The Nation y N+1.
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