Narrativa

Decir lo que uno quiera

Juan José Prior reseña 'Maneras de perderse', de Íñigo Larroque, una novela que trata sobre el paso de la juventud a la madurez.

/ una reseña de Juan José Prior /

Este es un libro de apariencia simple, escritura clara y un gran mar de fondo. Podemos interpretarlo, de acuerdo con su título, como una suerte de novela de caballerías. El protagonista abandona su tierra y su vida anterior para salir en busca de su particular Grial, que habrá de proporcionarle una pareja y (como si fuesen el mismo logro) una conciencia clara de sí mismo. En este tipo de aventuras es esencial tomar distancia, así que este joven vasco se va nada menos que a Polonia: «Mi última quimera, el Este de Europa: extraer alguna idea, cultivar una sensibilidad, acumular una reserva de poesía para los tiempos difíciles». Pero todo bajo la figura de una mujer llamada Pola: «Me inspiró una mujer oscura y misteriosa». Al caballero se le ofrecen, tentadoras, diversas aventuras, cargadas todas ellas de algún instante de peligro. Nunca tiene éxito en ninguna, así que escribe sobre sus derrotas, pero es posible que el hecho de narrarlas ahora (muchos años después; desde la madurez con que Íñigo Larroque contempla a ese álter ego que es Martín Kortabentura) sea una forma inesperada de logro; quizá sí que ha conseguido su propósito: no sólo no se ha casado con nada ni con nadie, sino que ha encontrado y ha compuesto su relato.

Este es, en verdad, una mezcla de muchas cosas. Tiene algo de memorial de experiencias, bastante de anecdotario personal, mucho de apuntes de paseante solitario. Y no deja de ser un ensayo, de ideas y de incertidumbres, a la vez que un examen de la propia personalidad y una íntima crítica de costumbres. Se describe una relación, que desde el principio sabemos que salió mal, pese a que hubo un esfuerzo serio por sacarla adelante, pero también un proyecto de escritura, que puntea siempre el relato. Los hechos no son sólo el fondo de la novela, sino la manera misma de «impulsar la novela de mi vida». Y en ese ir y venir desde la reflexión interior a la observación cotidiana, se le paga el tributo debido al maestro Montaigne, «mi buen amigo del siglo XVI», cuya obra en marcha se presenta como un ideal de libertad y de autorrealización: «un hombre escribiendo largo sobre tantas y diversas cosas sin asomo de mala conciencia». Liberado de prejuicios y a salvo de cualquier ideología.

No hay un gran plan narrativo porque la vida carece de plan. Se explica mejor en breves episodios. En cada uno de ellos está el protagonista, que es también el que narra; y el que narra no solo inventa, sino que también comenta. En ese comentario, reflexivo, hay también una presencia constante, esencial: la literatura. Quizá es la mayor, si no la única, certeza de este libro: un amor sin fisuras por la literatura.

Y así, mientras el proceso de conocimiento del otro, ese saber al fin con quién estamos (que no es con quien nos imaginábamos estar), se transforma cada vez más en el final de la historia (de la que solo se contará, pues, su lenta desaparición), se abre a cambio la posibilidad futura de escribir («Algún día escribiría un cuento, dos cuentos, tres cuentos de cómo mi princesa estuvo a punto de convertirme en…»). Siempre ronda esta posibilidad, esta necesidad. No es que se esté viviendo una relación literaria; es que nuestro protagonista la vive siempre desde sus referentes previos, que a veces comparte con Pola, y que son siempre literarios. «Se respiraban ecos de novela romántica del XIX, acaso nuestra historia valiese algo». Una de las primeras peleas nace de una disputa en torno a una novela de Nabokov. ¿La vida imita al arte? Es como si la literatura actuase por contagio; la pareja está junta, en la cama, leyendo un cuento de Singer que a ambos les gusta; se besan. ¿Hasta qué punto el bienestar de esta pareja se mezcla hasta confundirse con el placer de un buen cuento? Luego, la pareja decae, pero sentimos que en el cuento no ha quedado marca, que su belleza sigue siendo indudable.

Pero la relación, mucho menos cierta, ¿qué nos propone? El personaje se lo pregunta una y otra vez. Mantiene la distancia, observa (se fija en lo pequeño), considera su vida y lo que podría ser. Parece, a veces, que ha aprendido mucho; otras, que aprender no le ha servido de nada. Echa de menos a su polaca, que era una bruja. Su olor, su cuerpo claro… Y sin embargo, persiste la sensación: «Me había encamado con mi enemiga íntima».

A lo largo de la escritura surgen continuas reflexiones, mínimas pero agudas, sobre qué es el amor, siempre midiendo la distancia entre el debe y el haber de la experiencia. Quizá es más fácil hacer examen cuando uno está fuera de sitio, cuando está viviendo una experiencia extranjera. «¿qué podemos hacer si siento que Pola media entre la tristeza del siglo XX y yo?… Voy sedimentando una tristeza centroeuropea». En esa mediación salen a relucir conceptos renovados; qué significa estar enamorado de una polaca en relación con la belleza, el lujo, la historia de Europa, el catolicismo, el antisemitismo, la frivolidad, la glotonería, la patria… Pero no nos equivoquemos: Pola es también una mujer de carne y hueso. Deliciosa, apasionada. Y, ay, «entre nosotros dos, ella es la que tiene el fuerte poder de la hermosura».

La relación es complicada y el mundo es ruidoso. Nuestro caballero se ve continuamente asaltado por algo contra lo que no se digna, contra lo que sabe que no puede luchar: el ruido. Una civilización de máquinas ruidosas, de conciertos estruendosos, de móviles que suenan en mitad de un aria, de bares insufribles, de turistas que zumban mientras se hacen fotografías, de cámaras, pantallas, multitudes… y siempre ruido. No quiere perderse, sino dejar claro que él necesita mirar la realidad de otro modo. En el fondo es un poeta. Percibe el instante, es feliz con sensaciones puntuales, concretas, se fija en los pájaros… Y ya se sabe: toda esta visión del mundo, de lo que le gusta y de lo que lo aparta del mundo, tenía que estar aquí, en este recuento necesario de sí mismo: «el poeta vive así, movilizándolo todo. No es el asunto sino la sensibilidad del poeta la que tiende a unificar; en eso confío».

Nuestro personaje es, pues, escritor por carácter. Y por eso mismo, parece desde el principio llamado a observar, a distanciarse. El libro parece una larga batalla librada, en silencio, en soledad, por conservar algo todavía más valioso que la lucidez: la independencia. El único refugio seguro de la autoestima. El único Grial verdadero donde se funden todas las experiencias en un único yo reforzado. Así lo hizo con respecto a su padre; así también en todo lo que tiene que ver con el nacionalismo (un peso enorme en el País Vasco). Por cierto, que también aquí hay una elección primordial: la lengua en la que va a escribir. Una vez elegida, una vez enamorado de ella, ¿va a uno a traicionarla? Si es la que uno ha elegido y quiere… Porque al final lo que cuenta, lo que para el personaje no es negociable, ya lo hemos dicho, es el derecho a actuar libremente: callar, decir lo que te venga en gana, «decir lo contrario de lo que se espera de uno».

Y quizá por eso, porque uno acaba por hacer lo que no esperaba, la aventura de amor con una polaca acaba… en la cita con una rusa (de una rusa, además, nacida en un pueblo de Zamora). Pero eso ya es otra historia; aunque el caballero está mejor preparado. No ha encontrado el Grial, pero ahora, al menos, ya sabe exactamente qué es lo que andaba buscando. Y a lo mejor ya está muy cerca.


Maneras de perderse
Íñigo Larroque Aranguren
Libros del Aire, 2022
188 páginas
18 €

Juan José Prior (Santomera, 1967) se formó en la filología clásica y se doctoró en la especialidad de filología hispánica con un estudio sobre la retórica española en lengua latina. Como poeta publicó en su juventud la plaquette Mester de soledad (1996). Ha publicado diversos artículos relacionados con la teoría de la literatura y ha impartido clases y charlas sobre temas literarios. Ha publicado dos libros de poesía: Los sujetos del bosque (2019) y Figuras particulares (2021).

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