Narrativa

Haz y envés de Antonio Toribios

Alberto R. Torices reseña el libro de cuentos 'El envés de los días: hojas de almanaque': 365 relatos en los que se despliega una cartografía homérica de personajes asombrosos.

/ por Alberto R. Torices /

«Lo suyo eran las distancias cortas, el microcuento sorprendente, el pensamiento breve, el fogonazo urgente de un momento de lucidez. Cosas, en fin, más aptas para servir de relleno en los almanaques que para constituir un superventas» (26.10).

Amansar al tiempo

En alguna ocasión Antonio Toribios me ha comentado que ya de niño le agobiaba la conciencia del paso del tiempo. Al parecer, este ha sido para él un motivo de interés y aun de tribulación siempre, no solo —como nos ocurre a la mayoría— desde que se transformó en una «persona mayor», esto es, cuando creció y comprobó que el tiempo es algo que ‘corre’ e incluso que ‘vuela’; que pasa y no vuelve, y que se pierde, se gasta, se termina. Por lo que nos ha contado, ya el niño Antonio, en esa época de plenitud que se supone que es la infancia, sufría la desazón que causa una de las principales sustancias sobre las que opera y se erige la literatura, como es el curso exiguo o caudaloso, plácido o abrupto de ese río inmaterial que, por gobernarlo un poco, nos gusta ver ordenado en días, semanas, meses y años.

El tiempo y sus misterios, su naturaleza, su sentido… es también el tormento de muchos de los personajes que pueblan el gran mosaico que acaba siendo El envés de los días. Hojas de almanaque (Marciano Sonoro Ediciones, 2022), donde cada cuento y cada día del año son tesela de una escena cuya contemplación requiere cierta distancia por parte del observador. Y no resulta extraño que el esfuerzo literario más largo y sostenido de nuestro autor haya tenido que ver precisamente con el deshojar imparable y minucioso de los días. Quizá haya consistido, en el fondo, en un intento de detener tan poderoso arrastre, de atrapar y fijar lo que tan fácil y rápidamente discurre ante nuestros ojos o se escurre entre nuestros dedos. La literatura existe para hacer posible lo que no lo es fuera de su ámbito; de ella esperamos todo y nada menos que todo lo que se nos niega en otras esferas, y en efecto Antonio ha conseguido aquí, en su libro y con su arte, algo que no es posible de otro modo ni en otro sitio, algo que ansían sus criaturas y ansía cualquiera, y que no es sino «poder parar el tiempo a voluntad», «retener la hebras del tiempo entre las manos» (02.01). Entomólogo de pequeñas o no tan pequeñas historias, Toribios atrapa y fija el tiempo en su calendario y lo dispone de manera que podamos deleitarnos cuanto queramos en la contemplación sostenida de lo fugaz; aquí sí es posible revivir, rebobinar, hacer que el tiempo discurra como nosotros queramos, y no al revés. A Longinos, «hijo único de un relojero», «[…] la consciencia permanente del transcurso del tiempo se le hacía insoportable» (21.07); Delfín «ha dedicado toda su vida a construir sucesivos muros para retener el tiempo», «[…] un propósito absurdo que le acompaña desde la infancia» (24.12); para Cundo, «el de Anastasia», «era prioritario inventar algo que amansara al tiempo» (15.04), pues nada le molestaba más que su paso antojadizo y desigual. Así es para todos nosotros y por eso lo primero que inventamos, en cuanto le brotó un átomo de conciencia a nuestra especie, fue una máquina prodigiosa que sigue siendo tan fascinante y útil como el primer día: la vieja, la nueva, la eterna fantasía. La ficción, la «literatura». Es la respuesta más lógica y práctica que puede dar una mente obligada a enfrentarse a lo desconocido, a lo imposible: fabular. Y conlleva además el arrobo y la delicia de hoy y de siempre ante una historia bien contada. Las criaturas que pueblan los libros, lo sabemos, no envejecen aunque envejezcan, no mueren aunque mueran, muy al contrario: el paso del tiempo los inmortaliza, y no en la inmovilidad sino en el ‘movimiento perpetuo’ del que hablaba otro risueño cuentista, mientras que autores y lectores —nosotros sí— vamos discurriendo, envejeciendo y dejando sitio a otros autores y lectores. Es nuestro sino y es justo y necesario asumirlo, como lo es para los hombres y mujeres que habitan el pequeño gran orbe que Antonio Toribios ha creado y que seguirá rodando con el mismo vigor que el primer día cuando de nosotros no queden ni las migas.

Tu nombre y todos los nombres

No siempre o no del todo inevitable, el destino es justamente uno de los ejes que vertebran esta gran summa de historias. Presente de un modo u otro en todos o casi todos los relatos, casi podría decirse que es un personaje común a todos ellos, el zumbido de fondo o el aire que pesa sobre el conjunto. Antonio ha orquestado una vastísima galería de personajes y todos comparten, como si se tratase de un gen, de un oscuro parentesco, la fatalidad de verse sometidos a dictados superiores que los llevan y los traen, los lanzan o los detienen y, en suma, gobiernan o desgobiernan sus vidas sin que ellos puedan hacer gran cosa por apartarse de lo establecido. Como los héroes griegos, en efecto.

Ese destino, que en verdad no siempre es inamovible ni siempre aciago, pues excepcionalmente puede esquivarse y puede ser hasta feliz algunas veces, tiene en muchas de estas vidas, acaso en la mayoría, una forma precisa y suficiente, identificable y sucinta, que no es otra que el nombre que les cae en suerte a todas estas criaturas y que planea sobre su futuro como un augurio.

Ya en el primer libro de Antonio Toribios, titulado Tu nombre y otros nombres (La bolsa de pipas, 2004), quedaba patente lo que el nombre tenía de condicionamiento trágico, o más bien tragicómico, para sus portadores. Este santoral profano lleva al extremo aquella condición fatal atribuida a la onomástica. El nombre es aquí, en este libro que no deja de ser una larga relación de nombres, la primera carga que ha de soportar aquel o aquella a quien se le endosa, la primera condena o la primera faena que se nos hace, de la cual derivarán en cadena todas las que vendrán después. Por obra u omisión, por acatamiento o rebeldía contra sus dictados, el nombre marca, dispone y fuerza como si fuera parte de nuestro ADN, cuyos dictados son, si no ineludibles, al menos bastante gravosos, cosa que se confirma en esos pocos relatos en los que un personaje logra dar esquinazo a su destino justamente cambiándose el nombre.

«Igual lo de ser raro le viene por el nombre» (30.08), concede el narrador, haciéndose el inocente, a propósito de una de sus víctimas, y admite también que «Hay casos en que un nombre es toda una declaración de intenciones» (31.08). En efecto, si te han puesto Agatopo o Fiacre, parece difícil que puedas ser una persona digamos normal, del mismo modo que si te ha caído en suerte Poncio, Aquiles o Adán, o Viridiana, Fortunata o Mesalina, seguramente tu vida tendrá algo, mucho o todo de recreación, de versión o remake de lo que la historia, la literatura, la tradición o la leyenda han hecho recaer sobre nombres tan señalados.

Escapistas de la vida

El destino «siempre cobra su tributo» (02.02) y «tiene muchas artimañas para confundirnos» (12.06), advierte ladino el narrador. Y nos recuerda también, culto y avisado como gusta de mostrarse, que los dioses —«tan aficionados a las chanzas» (27.12)—, «son a menudo caprichosos y mangonean en el porvenir de los hombres por mera diversión» (12.12). Ciertamente sobrevuela muchas de estas fábulas algo como un hado que ha de cumplirse y se cumplirá, lo quiera o no el pobre hombre o la pobre mujer de turno que será el instrumento de su ejecución, por mucho que se distraiga y que tarde en enfilar la vía que se le ha asignado. Y sin embargo, abundan en este desfile los personajes que ni se conforman ni se pliegan dócilmente a su suerte. Son mujeres y hombres que resisten, que lidian y se las apañan. Criaturas que se rebelan ante el acoso de la mala fortuna, o ante el cerco cada día más estrecho y asfixiante de la rutina; empeñadas en burlar su suerte, pugnan y tratan de apartarse del camino que les espera y que a menudo no es otro que la planicie inane de una vida roma, repetitiva y mustia. Son personajes «que sienten la necesidad de vivir otras vidas» (14.01) y un día desaparecen, se fugan del campo triste y gris a la ciudad soñada y luminosa, o de la ciudad provinciana y aburrida a otra ciudad más grande y mejor ventilada, o del país retrasado y lúgubre a otros países y mundos posibles. Son los soñadores, los valientes, los ilusos; los que se mueven al ritmo de «una música interior» (15.01), «esos seres que no están nunca donde se encuentran» (13.12), las muy toribianas criaturas acuciadas por «la necesidad del ensimismamiento […], de estar consigo en comunión secreta» (19.07). Escapistas de la vida a los que, a veces, hasta les va bien, o al menos se nos permite concebir la posibilidad de que les haya ido más o menos bien, de que hayan sido un poco felices… A la postre, sin embargo, nos parece que algo tiene este almanaque de muestrario de derrotas, de vidas frustradas o descalabradas y de resignaciones que llegan antes o después a zanjar cualquier empeño, pues todo afán es vano y a menudo ridículo, tal podría ser la lección moral y ejemplarizante de muchas de las peripecias de un santoral que «no está escrito para el solaz, sino para el aleccionamiento de las gentes» (19.05), según se nos recuerda, por si acaso.

Hay que decir enseguida, no obstante, que no hay pesadumbre en este libro, y no la hay porque la prosa de Antonio Toribios, pese a haber sido o seguir siendo el niño que fue, es impermeable a ella casi siempre… Sus lectores ya sabíamos que uno de los rasgos más personales de su escritura es justamente el humor, no en su estado más puro, si es que existen estados puros en lo que a humores se refiere, sino modulado y comedido por una u otra forma de la melancolía, de la ternura o de la piedad, ceñido por el lazo de algún pesar. Tampoco abusa Toribios del sarcasmo o de la mordacidad, si en algún caso llega a hacer uso de esas armas, las más hirientes que tiene a su disposición el escritor (que no es el soldado más noble, aunque lo quiera parecer). Hay ironía en estas prosas, desde luego, hasta se podría decir que la ironía es un ingrediente principal en esta gastronomía, pero usada de forma somera y tangencial, leve, amable, ligada a la ternura y a una pizca de invencible pesimismo; pinceladas y colores habituales en la paleta toribiana: esa mano cuidadosa, buena, que presenta y acompaña, que se conduele en la media distancia, ante lo que no tiene remedio. Ironía, pues, sin saña; piedad también, pero sin dramatismo; y la habilidad precisa para glosar tanto humano trajín manteniendo la holgura justa para que se desenvuelvan sin agobios, si no los personajes, al menos los entregados lectores.

Por el lado del alma

En este fresco numeroso y pormenorizado, el autor no ha querido señalar explícitamente las coordenadas que fijarían los relatos a una geografía y una época determinadas. Ha preferido no detallar tiempos y lugares, y así nos parece mucho mejor, sin duda. Referencias y alusiones de todo tipo bastan para saber que nos hallamos casi siempre ante un tiempo no muy lejano ni del todo agotado, en el que también tuvimos un pie nosotros; sobrentendemos igualmente que estas estampas ejemplares nos sitúan ante el retrato de unas gentes, de un país, de una ciudad y unos pueblos, de un barrio y una calle que nada nos cuesta reconocer, pues son exactamente los nuestros. Un tiempo y un país de mercerías y ferroviarios, de viajantes, de porteras, de agrios burócratas y eternos opositores, de cines de barrio y cotrosas tabernas, de borrachines, de criadas, de señoritos, de artistas del hambre, de muchachas que venían de los pueblos para «servir», y para encontrar marido o malograrse, de chupatintas y azotacalles, de imperdonables donjuanes, de viudas antediluvianas y archisabidos poetas de provincia, de reclutas, de sacristanes, de buscavidas y trapisondistas de toda laña, de bodeguillas, de circos ambulantes, de ropavejerías; de este país y estos paisanos, en fin, que nos son tan íntimos, tan propios, que quizá constituyan más un estado perenne del alma nacional que un pasado reciente y común.

«A veces el destino se equivoca y es aún peor» (14.09), nos avisa el narrador. Pero admite también que no faltan, en el otro platillo de una balanza que tiende a inclinarse siempre hacia el mismo lado, las ocasiones en que «la vida se compadece de sus víctimas» (04.05); no es lo más habitual, queremos decir, pero en este populoso retablo español, lleno de hombres y mujeres insatisfechos que calladamente desean ser otros y «tener distinto oficio, otra familia, vivir en otro sitio» (17.06), no faltan los personajes dichosos, más o menos, las vidas que podríamos dar por atinadas y plenas, aproximadamente, o al menos no del todo vacías, no del todo banales. También esas vidas nos conmueven, pero acaso no tanto como las más inútiles, la frustradas, las íntegramente desperdiciadas; hay, es verdad, personajes conspicuos, excepcionales, pero simpatizamos mejor con los caracteres mediocres, con los hombres y mujeres grises por fuera y/o por dentro, con esos héroes patéticos condenados a patéticos naufragios, a tristísimos desengaños y renuncias. Criaturas y aventuras con las que uno, quizá, podría llegar a reírse, como nos reíamos con los pobres héroes de los tebeos que iluminaron nuestra niñez, es decir, con una risa muy triste que no es sino risa de uno mismo y superación de la propia desgracia. Tampoco escasean, al contrario, los raros de un modo u otro, los maniáticos, los tarados, los viciosos… Nos parece, de hecho, que algo tiene este almanaque no solo de surtido muestrario de derrotas, sino también de elenco de humanas desviaciones, de manías y rarezas, y aun de animada parada de los monstruos, pues cada criatura aquí reunida y expuesta a la contemplación pública tiene su excentricidad o vicio, su particular deformación anímica o sentimental. Cabe decir, al fin, que la rareza es la norma, y el abanico es lo bastante amplio para que todos podamos vernos reflejados aquí y allá, como si desfiláramos ante los espejos deformantes del callejón del Gato. El montante total es este retrato sumativo de un país, de una hispana humanidad siempre anhelante y contrariada, marcada por la pobreza física, moral e intelectual, por todas la limitaciones de la carne, de la mente y del espíritu.

«Un chiquilicuatro que presumía de escritor» (28.10)

Merece quizá una mirada especial, entre toda esta fauna, un tipo o un colectivo que nos resulta entrañable y patético como pocos, tan ridículo como fácilmente indultable. Nos conmueve y nos regocija de forma singular porque nos sabemos parte de él, porque somos uno de ellos. Me refiero al subtipo que forman, en este recuento de perdedores, los amigos o amantes de las letras, los tiernos aspirantes a novelistas o poetas, los laureados cronistas y vates y demás glorias locales, los que sin duda estarán alumbrando ahora mismo la gran novela del siglo, los cuentistas sin editor —por supuesto—, los que se creen personajes de novela e incluso algún que otro paródico y delicioso remedo del autor, como el que protagoniza el microrrelatista y bloguero Aptonio (26.10), kafkiana criatura sumida en la pesadilla de los plagiadores, un pobre hombre que elude la locura cuando decide dejarse de cuentos y dar por fin ‘el salto a la novela’. Todas esas «gentes de porvenir por resolver» (13.12), esa legión de letraheridos de una u otra condición y gravedad, que acudieron ilusionados a la llamada y no fueron elegidos nunca, o nunca lo suficiente para su mérito; mujeres pero sobre todo hombres grimosos, turbios, húmedos, con el aire y la mirada de los perros sin dueño que husmean por las esquinas en busca de alguna golosina extraviada… Somos, en efecto, uno de ellos y ellos son de los nuestros, y sin duda nos merecemos el largo purgatorio de nuestra desazón, esa sarna que nos rascamos con insano gusto. Y muy próxima a nuestra hoguera, de hecho superpuesta y confundida en buena medida con ella, otra subsección de anhelantes, la de los condenados a padecer, erre que erre, las negaciones de la carne, ay, pobre carne, apasionada y deseante igual que el alma, y como ella incomprendida y negada una y mil veces.

A este nutrido escaparate, que recuerda al de esos establecimientos tristísimos donde se amontonan los más heteróclitos objetos en espera de un nuevo dueño y una nueva vida, le precede o se añade un primer o último personaje, el único que no tiene nombre, precisamente, podríamos decir invisible aunque no deje de hacerse presente con sus requiebros, sus admoniciones y el resto de las libertades que se toma. Es el personaje que los entendidos consideran más importante en cualquier ficción, aquel de cuyo desempeño dependen todos los demás. Hablamos, en efecto, del narrador, y aunque no sea necesario recordarlo ante un público ilustrado, insistiremos en que no ha de confundírsele con el autor, por mucho que se nos parezcan… Quizá habría que hablar aquí más bien de narradores, y de alguna narradora también; una voz aficionada (cómo no) al falsete y al transformismo, que reconoce que «no es mero cronista y tiene […] cierta querencia por la lírica» (06.11), que incluso declara que «tengo veleidades de psicólogo y poeta, coyunda que hace posible cualquier juicio sobre lo real, incluido el más estrafalario» (10.10); hombre, mujer o ángel sin sexo y sin malicia, apenas, es muy dado a abandonar el plano superior de la omnisciencia para intervenir y opinar, reclamando su parte de nuestra atención, haciéndose notar y valer, y recordándonos la tradición de la que, como hagiógrafo, es epígono y a la que nutre y prolonga… o remata definitivamente, como remató Cervantes a las novelas de caballerías. Fiel a su género, más o menos, pero sobre todo a sus propias inclinaciones, el contador apela, remite o se escuda en fuentes reales o supuestas en las que ha bebido, o a lo mejor no; a crónicas, registros, iconografías y testimonios que, si queremos, podrían dar algún pábulo a lo contado. Es parte del juego y nos parece en el fondo Antonio nos está invitando a jugar, y a que nos tomemos el juego muy en serio.

*

Toribios, acabemos ya, rinde su homenaje sentido y fabuloso, entrañable, humorístico, a la modestísima y popular infraliteratura vertida en los almanaques de cocina ilustrados con dibujos de santos, de vírgenes y mártires de Cristo, de ángeles protectores del hogar y patronos de todos los oficios; calendarios ‘de taco’ de los que cada día se desprendía una hoja, provisores de mensajes edificantes para toda la familia. Podemos imaginar que aquellas vidas de santos estuvieron entre la primeras lecturas de nuestro amigo, quizá aquella fue la levadura madre que esponjó e hizo crecer su fantasía y «el secreto deseo de contar» (14.01) días y destinos; quizá de ahí toma hechuras y patrones, como las toma sin duda de todo un sinfín de referencias de su rico mundo literario y cinematográfico, logrando esta personalísima aleación de alta y baja cultura con la que ha confeccionado su santoral y su mejor libro. Podría ser así y también podría suceder que todos estos retratos no sean, en rigor, sino autorretratos, esto es, una forma de conocimiento que empieza por uno mismo, pues todo autor se mira con atención en el espejo de cada uno de sus personajes, y por eso dijo Flaubert, con plena razón y sinceridad —y si no lo dijo, podría o debería haberlo dicho— que «Madame Bovary soy yo»; igualmente Toribios podría o debería decir, y quizá lo haya hecho, que él es Longinos, y Anonimata, y Baetano, y Matilde, y el mismísimo Alberto, muerto ridículo y cornudo póstumo, y todas y todos los demás, como lo somos cada uno de sus lectores cuando nos colocamos ante esos sufridos azogues; sería así, me parece, y tanto o más, podría ser que Antonio Toribios estuviera rindiendo su tributo a una constelación de hombres y mujeres que formaron parte de su infancia y de su juventud, de su ciudad, de su barrio, de su calle, de su portal o de su mismísima familia, pero que también son entraña de nuestra niñez, de los mundos minúsculos e inagotables en los que nacimos y crecimos sus lectores. Gentes, barrios, pueblos que aún no ha aplastado del todo la suela de esta España cada día más presuntuosa y palurda, más ignorante y gregaria, la España moderna o posmoderna o lo que sea, y que nos siguen explicando qué pueblo somos y qué país hemos formado, siempre un poco iluso, un poco bárbaro, un poco lerdo y un poco, o del todo, incorregible. Tributo literario, polifacético autorretrato, radiografía de una ciudad o un país entero: tales podrían ser algunos de los dibujos que veríamos contemplando el mosaico a la distancia apropiada. Un humano solar sobre el que vierte Antonio Toribios su mirada y su invencible buen humor, su bondad y sus mejores cuidados. Y espera uno que no todo sea ingratitud a cambio, aunque tratándose de nosotros, mejor no hacerse ilusiones…


El envés de los días: hojas de almanaque
Antonio Toribios
Marciano Sonoro, 2022
430 páginas
20 €

Alberto Rodríguez Torices (Guernica [Vizcaya], 1972) ha publicado los libros de cuentos Yo, el monstruo (2002), Los sueños apócrifos (2009), Trata de olvidarlas (2017) y El trabajo está hecho (2021), y las novelas Piel todavía muy blanca (Premio Tierras de León, 2004), Sacrificio (Premio Fundación MonteLeón, 2015) y Como un perro en la tumba de un cruzado (Trea, 2019). Ha recibido asimismo el Premio de Narración Breve UNED (2009) y el Premio de Relatos La Puerta de Tannhäuser (2017), entre otros. Fue miembro del equipo editor de las revistas Otras Voces y The Children’s Book of American Birds. Reside en Valdefresno (León) y se dedica a tareas de preimpresión y diseño editorial.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

0 comments on “Haz y envés de Antonio Toribios

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: