/ un relato de Fernando Prado Eirin /
Un estallido se produjo cuando Félix pinchó la bandeja con la punta del cuchillo. Rasgó el plástico, extrajo la pieza de pollo y la colocó estirada sobre la tabla de cortar. Estaba fría aún y cubierta por un líquido viscoso, una mezcla de agua y fluidos propios del animal muerto y preparado para el consumo humano. Palpó la carne con los dedos de la mano izquierda, examinándola, hasta encontrar el lugar exacto donde se unía el muslo con el contramuslo y a continuación hizo un corte rápido y preciso. La lista de reproducción Número 3 (yellow days) fue interrumpida súbitamente por uno de esos anuncios con voces insoportables, chirriantes y vulgares que sugieren una suscripción a un precio inmejorable, anuncios fabricados expresamente, estaba convencido, para colmar la paciencia del usuario y conseguir nuevas altas (¿quién sabe la cantidad de personas que, hartas de las impertinentes interrupciones acaban pulsando el dichoso banner y suscribiéndose a la web, ahora sí, libre de anuncios y aprovechando, en un acto de desesperación, la oferta por tiempo limitado?). Félix resopló y apagó el altavoz, dejándolo pringado con restos de la baba del pollo, huellas líquidas y brillantes en la negra superficie del aparato cilíndrico, lo cual terminó de ponerlo furioso. «Luego lo limpio», masculló. En cualquier caso, la música no le estaba resultando agradable a pesar de que había sido previamente seleccionada por él mismo para la lista en cuestión; y estaba siendo un día soleado, sí, pero aquello que debía animarlo —la experiencia musical como catarsis, la liberación y la purificación a través de las ondas sonoras— lo estaba más bien, agobiando. Le inquietaba la certeza de que en cualquier momento saltaría la publicidad cercenando a lo bestia cualquier extremidad tentacular susceptible de establecer contacto con un sentir oculto entre las ondas sonoras que pudiera motivar un cambio en su ánimo; una interrupción imperdonable tras un vertiginoso presto, o inmediatamente después del último acorde de un poderoso concierto para piano de un maníaco ruso.
Félix separó la piel de la carne y la tiró al cubo de la basura. Se enjuagó las manos y las envolvió en el trapo de cocina que desprendía un olor sospechoso. Había estado toda la mañana trabajando infructuosamente en un nuevo proyecto. En realidad, llevaba más de tres semanas sumido en una apatía creativa sin precedentes que le había despertado una rampante e incómoda preocupación, por otra parte, razonable, y que en los últimos días se había convertido en algo parecido al pánico. De hecho, llevaba varias noches sin apenas dormir y lo que menos necesitaba era entrar en un ciclo de insomnio. Lo de la apatía creativa, pensó mientras salpimentaba el pollo, se venía gestando con toda probabilidad desde el inicio del año. Independientemente de los proyectos que le iban surgiendo y que en la mayoría de los casos resolvía de forma rápida y satisfactoria —fiel a su reconocible estilo y con una indudable calidad conceptual y técnica—, Félix siempre había producido una ingente cantidad de obra personal. De ahí, de esa inexplicable escasez, brotaba la tensión que le agarrotaba las cervicales, la angustia que le presionaba el pecho de madrugada y el aire irritante que le inflaba el estómago. Pero todo cambiaría porque había decidido implantar algunos ajustes en su rutina y en su alimentación con el fin de evitar, en primer lugar, un insomnio prolongado; y, en segundo lugar, que todo se fuera al traste. Aquella situación le aterraba, no tanto por la posibilidad de que la crisis se hiciera crónica, sino porque le era desconocida y, por lo tanto, carecía de referencias y de instrumentos para medir su alcance o determinar su gravedad.
Con una destreza inaudita, Félix cortó una cebolleta en juliana y un diente de ajo en mitades, laminó champiñones, peló y cortó una zanahoria en rodajas; añadió media taza de arroz al agua que ya hervía y bajó el fuego; puso a calentar una sartén en la que vertió un chorro de aceite de oliva. Podía dar la impresión de que se desenvolvía con naturalidad, pero era su manera de comportarse cuando estaba bajo presión; es decir, por alguna razón incomprensible su cuerpo se convertía en una máquina perfectamente funcional capaz de llevar a cabo de forma óptima cualquier actividad física o manual. Félix tiró la cebolleta y el ajo a la sartén y se levantó un olor dulzón que le despertó al instante un hambre atroz; solo se había tomado un té verde y 2 galletas de avena a eso de las siete. Lo de sustituir el café por el té (tenía que ser específicamente té verde, por sus propiedades antioxidantes y porque aumentaba la concentración, según decían) era contraproducente porque lo ponía de mal humor y le despertaba el característico mono del adicto a la cafeína. ¿Quién tomaba té, esa insípida infusión que olía a productos de limpieza, pudiendo tomar café, un brebaje más gustoso y aromático, que, además, insuflaba animosidad, empuje, te despertaba, vaya, y te ponía a andar? «Rhys», pensó al tiempo que daba un golpe de mango a la sartén y luego colocaba el pollo en ella. Se lo imaginó, a Rhys: un tipo altísimo y algo jorobado encerrado en su diminuta casa de techos combados y asfixiantes en medio del campo, es decir, de la nada, durante un asqueroso día gris de lluvia perfecto para el suicidio; sentado con un codo apoyado sobre la mesa, tocándose la barba hirsuta y acompañado por la tibia lumbre que irradiaba de una lámpara de aceite, Rhys bebía de una taza de té humeante mientras escribía. ¿Pero qué hacía pensando en Rhys? Cogió entre sus manos ahuecadas los champiñones laminados y las rodajas de zanahoria y los agregó a la sartén. Removió con la cuchara de madera.
Una pequeña editorial de reciente creación le había encargado la portada para un volumen con toda la obra poética de un escritor británico. El objetivo de la editorial era publicar a escritores poco conocidos que habían caído injustamente en el olvido a pesar del valor de su obra. Rhys Fernsby Lloyd (1898-1951), ese era el nombre rimbombante y de difícil pronunciación del autor. La editorial le había enviado el archivo con los poemas de Rhys, y Félix lo había imprimido —para tenerlo al alcance de la mano, se decía, como si no pudiera acceder a él en todo momento desde cualquier dispositivo electrónico— convirtiéndolo en un montón de hojas apiladas con las esquinas arrugadas que yacía en la mesa del estudio. Ya se lo había leído varias veces y había hecho numerosas anotaciones que hacían referencia a plantas, animales, objetos —por el tema de los fetiches— y todo tipo de cosas que pudieran establecerse como símbolos; también había llenado el marco del monitor de pósits en los que había escrito códigos de colores RGB asociados a rasgos de la personalidad, estados de ánimo y sentimientos del autor, quien, desde su punto de vista, había permanecido hundido en una profunda depresión durante toda su vida adulta que lo condujo al alcoholismo y a una muerte temprana. Eran conjeturas, claro, pues en realidad al tipo no lo conoció nadie, apenas publicó unos cuantos poemas en una revista literaria de Sheffield y, además, la información disponible sobre su vida y obra era sumamente escasa (la editorial le había adjuntado una pequeña nota biografía que no aportaba gran cosa). En fin, que a Félix no le quedaba más remedio que intentar conocer a Fernsby única y exclusivamente por su obra, y no por el análisis de esta desde un punto de vista objetivo (Félix no era un crítico literario, obvio, ni siquiera podía decirse que fuera un lector habitual)m sino más bien por la interpretación que haría de ella basándose en lo que le provocaba su lectura. La cuestión es que la obra de Rhys, exceptuando unos cuantos poemas, era un verdadero coñazo con una clarísima tendencia al circunloquio y a la autocompasión. Una cosa sí había que reconocerle y era la precisión con la que describía la climatología, cómo conseguía transmitir a la perfección el frío y la humedad, cómo explicaba sin dejar lugar a dudas los diferentes tipos de lluvias y de vientos, cómo describía la incidencia de la luz en el lúgubre paisaje invernal. Ahí era donde brillaba Rhys, donde su poesía trascendía.
«Debo empezar por ahí», zanjó. El problema, creía Félix, era que no tenía ni la más remota idea de cómo ilustrar la obra de un escritor cuyo carácter y personalidad habían sido cincelados por un clima horrible y una vida de mierda; cómo extraer del pozo oscuro desde el que Rhys escribía el barro con el que dar forma a algo valioso pero oculto; cómo componer una imagen poderosa y atractiva que definiera su obra y la hiciera sugerente sin necesidad de leerla. Porque la experiencia le había hecho aceptar —por extraño que le resultara— que las portadas también vendían libros. Desde hacía casi un mes Félix se sentaba durante horas y jugaba con el lápiz 2H haciéndolo girar entre sus dedos, garabateaba cualquier cosa sobre el papel, caminaba de un lado a otro del pasillo leyendo, pegaba otro pósit en el monitor, pero era incapaz de encontrar nada que funcionara como punto de partida, el trazo inicial de una idea que desarrollar hasta hacerla boceto —y luego obra, transferencia bancaria, likes—. Se sirvió la comida y se llevó el plato a la mesa. Encendió el televisor y lo apagó enseguida al escuchar a dos tertulianos que discutían ininteligiblemente mientras sus compañeros de mesa observaban como hienas y el presentador intentaba moderar el debate sin éxito. En el intervalo que se producía entre un bocado y otro, Félix desviaba la mirada del plato y observaba el lento paso de las nubes. «Estoy seco», diagnosticó; los síntomas eran evidentes. En el comedor había un cuerpo disminuido cubierto de un pellejo hecho jirones cuyo cerebro había sido exprimido, como una naranja, hasta la última gota. Su padre le decía que eso de las crisis de creatividad eran «tonterías de artista» —pronunciaba la palabra artista poniendo en cada sílaba un énfasis que sugería cierto menosprecio—. Julio, un ebanista de manos enormes que desprendía un inconfundible olor a serrín y tabaco negro, sostenía que la madera no se esculpía sola, que la única manera de hacerlo era trabajándola. Félix, en cierto modo, aplicaba ese precepto a su profesión —¿de verdad lo suyo era una profesión?— readaptándolo a las circunstancias y, hasta el momento, creía que le había funcionado; pero no estaba de acuerdo en equiparar un trabajo creativo con uno mecánico, ni siquiera con uno más artesanal como podía ser el de ebanista. Le cabreaba (esa era la palabra que utilizaba cuando salía el tema) que se romantizaran peyorativamente los procesos creativos, que existiera esa tendencia generalizada a pensar que los artistas permanecen flotando en una especie de líquido amniótico aislados de la realidad (son unos vagos, unos vividores) hasta que encuentran la inspiración (entonces pintan cuadritos, escriben novelitas, hacen ese tipo de cosas). Pues no. «¡Los procesos creativos son una mierda!», sentenció Félix en voz alta, irritado. No había nada de romántico en ellos, ni de elevado: eso venía después, cuando el resultado, si es que lo había, se acercaba a esa cosa tan difusa a la que se suele llamar arte. Eran una mierda porque en ocasiones se acercaban a la autolesión, a la mutilación, a la extirpación y demás torturas imaginables. Para él, crear era escarbar pacientemente en la carne, hurgar en el músculo, apartar arterias y venas y tendones como si fueran las ramas de un matorral y llegar al hueso; crear era picar en el hueso hasta alcanzar el gelatinoso tuétano con la intención de encontrar la quintaesencia de un algo, una cosa, que no era más que el propio ego. Crear, pensaba Félix, era fabricar un exoesqueleto, el sostén necesario para la eficacia de la vida del artista. Pero el artista, continuó reflexionando Félix, no es necesariamente una persona diferente, especial, loca, egocéntrica, narcisista, obsesiva, traumatizada, friki —tópicos absurdos que estaban inoculados en el pensamiento colectivo—. Chorradas. El artista es solo alguien que ha adquirido ciertos conocimientos y desarrollado las habilidades técnicas que le permiten pintar un cuadro, moldear una escultura, danzar como si no existiera la gravedad o componer un cuarteto de cuerda. «Otra cosa es el talento», afirmó mientras dejaba el plato, los cubiertos y el vaso en el fregadero haciendo un ruido descomunal. «El talento se tiene o no se tiene; en cualquier caso, no se puede adquirir», Vertió unas gotas de lavavajillas, el espeso líquido verde se esparció sobre la áspera superficie del estropajo. Con las manos llenas de espuma imaginó a Fernsby siguiendo el lánguido curso del río, recopilando bajo la lluvia palabras para hilvanarlas hasta formar versos; ¿qué haría cuando no conseguía nombrar todo lo que le rodeaba, cuando no hallaba la manera de explicar el mundo una y otra vez de mil maneras diferentes a pesar de su aparente inmutabilidad?
Félix pasó la cucharilla por el interior del recipiente plástico y los restos de yogur se fueron acumulando en la cabeza cóncava del utensilio. De pie, frente a la nevera, repasó las notas que estaban pegadas en la puerta del electrodoméstico —la fecha para la renovación del carnet de conducir, algún número de teléfono, el importe de las facturas de la electricidad y el gas, los gastos del mes, la lista de la compra—. Tenía la costumbre, más propia de alguien de la era analógica que de su generación, de anotarlo todo. En papel. El sol entraba de lleno en la cocina haciéndola parecer más grande. La intensidad de la luz y el efecto que producía en el espacio le hizo pensar que tal vez sería buena idea imaginarse la obra de Rhys como un exuberante jardín. Pisó el pedal del cubo de la basura, la tapa amarilla se abrió al instante y el recipiente vacío del yogur desapareció en su interior. «Un jardín que crece, desbordante, sin que nadie lo vea, invisible», continuó Félix, que había introducido una mano por debajo de la camiseta y se hurgaba el ombligo. Fernsby fue un tipo atribulado, un poeta alcohólico y huraño que subsistió encadenando trabajos esporádicos y precarios; sin embargo, todo parecía indicar —dado el volumen de su obra— que poseía una voluntad férrea para escribir. O más que voluntad, debía tratarse de necesidad. La escritura como método depurativo, exorcizador, hábito irrenunciable, dependencia autodestructiva. Arquitectura de lo inútil. Porque ¿qué sentido tiene vomitar versos a diario, llenar compases de notas, manchar un lienzo con óleo si —como el jardín que imaginaba Félix— nadie lee los poemas, nadie interpreta ni escucha la música, nadie contempla el cuadro terminado? ¿O era el arte convertido en producto de consumo, en transacción, en código de barras y PVP lo que carecía de sentido? Félix tenía asumido que vivía en una especie de zona de exclusión, un limbo estúpido en el que no estaba bien visto que un ilustrador tuviera pretensiones de pintor, o que un pintor se vendiera a la ilustración comercial. Complejos y traumas de neopijos ofendidos para los que existían fronteras bien definidas, territorios perfectamente acotados, subdivisiones infinitas del pastel artístico. Para Félix la disociación era imposible porque era sinónimo de desmembramiento.
Estaba mordiéndose las uñas —lo que quedaba de ellas— cuando una fuerza incontrolable lo arrastró al estudio y él se dejó llevar como un animal cogido por el pescuezo. Dispuso mecánicamente sobre la mesa los lápices, el bloc de bocetos, el cuaderno de notas. Trabajó sin interrupciones durante toda la tarde intercambiando los lápices, arrancando hojas del bloc y tirándolas al suelo, leyendo por enésima vez las notas del cuaderno y los pósits del monitor, gugleando. Dibujó, dibujó y dibujó. Dibujó flores carnosas de pétalos enormes, estambres y pistilos erectos, hojas de formas retorcidas, tallos vigorosos, ramas que crecían como dedos ansiosos; y en el centro de toda esa turbadora exuberancia una figura humana andrógina, un cuerpo rodeado por una hiedra constrictora que imposibilitaba el movimiento, un cuerpo rendido, sumiso, resignado a algún tipo de embriagadora fatalidad. Rhys. Al terminar se impulsó hacia atrás en la silla, que se movió sobre las ruedas, y se golpeó la cabeza contra la pared. Se levantó con los brazos en alto, estirando la espalda y se escuchó un crujido de huesos anquilosados. Sintió que le faltaba el aire, como si se hubiera olvidado de respirar durante horas; abrió la ventana, sacó la cabeza e inspiró profundamente. La tarde se fundía en una luz rosácea, como de helado de frambuesa. El cansancio apareció de pronto. Caminó arrastrando los pies hasta la cocina y abrió una cerveza con las manos temblorosas. Dio un largo trago a la botella verde y solo entonces fue consciente de que tenía algo, un boceto al fin, después de una larga travesía por el desierto. Estuvo tentado de volver al estudio para verlo, pero se contuvo; sabía que si lo hacía comenzaría a cambiar cosas, a prescindir de esto o añadir aquello, a cuestionar un trazo, un volumen, una proporción. No, ni hablar. Lo haría al día siguiente, habiendo tomado la distancia necesaria para tener un punto de vista más objetivo.
Félix durmió toda la noche. Después de la impostergable primera micción del día se dirigió al estudio. Allí, de pie ante la mesa, observó el boceto durante varios minutos. Félix era sumamente crítico y exigente con su trabajo, pero esta vez no encontró nada que objetar al boceto, nada que modificar o añadir, nada de lo que prescindir. Podía pasar entonces, a la siguiente fase, que era la de diseñar la paleta de colores. Satisfecho y aliviado, se preparó el desayuno. Estaba mordisqueando una tostada untada con mermelada de arándanos y deslizando el pulgar sobre la pantalla del móvil cuando entró un correo. Lo abrió de inmediato. La editorial le comunicaba, sin especificar los motivos, que se cancelaba de manera definitiva la publicación del libro de Rhys Fernsby Lloyd. El mundo se arrugó como una hoja de papel estrujada violentamente por un puño. Dejó la tostada en el plato y, chupándose el dedo índice manchado de mermelada volvió a leer el correo con los ojos aún legañosos. «Cancelación». «Definitiva». Sintió que algo se revolvía en su estómago y se abría paso en su interior, ascendiendo por el esófago hasta salir: un grito de ira, incontenible, animal, que reverberó en la cocina. Soltó el teléfono sobre la encimera como si se desprendiera de un objeto que le quemaba la mano. Un descomunal abatimiento se apoderó de él. Había superado una crisis creativa sin precedentes y ahora la editorial cancelaba definitivamente la publicación. Era la primera vez que le pasaba todo aquello. La rabia le duró unos segundos y fue sustituida por la decepción, una sustancia viscosa excretada a través de todos y cada uno de sus poros que desprendía un insoportable olor acre. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Desechar el boceto, romperlo? Félix no concebía un trabajo como algo que se puede moldear y utilizar —o para ser más precisos, reutilizar— con diferentes fines. Es decir, aquel boceto era Rhys y su obra; no podía ser otra cosa.
Se preparó un café cargado —a la mierda el té y el insomnio y la editorial y todo dios—. De los lienzos que tenía preparados escogió el que le pareció más adecuado y lo colocó en el caballete. Utilizó lápices, pinceles, brochas, espátulas, sus manos, sus dedos y sus uñas; trabajó hasta la madrugada deteniéndose solo para ir al lavabo, comer fruta, galletas de avena, chocolate y beber más café. Rhys, reflexionó Félix, había sido una persona casi inútil para todo lo que no fuera escribir. A pesar de las duras circunstancias, los frecuentes cambios laborales, la inestabilidad y la precariedad, el alcoholismo, su tendencia al aislamiento social y su corta vida Rhys había escrito una obra voluminosa que se había preservado milagrosamente y que incluía algunos poemas, en su opinión, virtuosos. Félix se sintió un impostor. Las clases particulares desde niño, la universidad, el título, la rápida aceptación de su obra, el perfecto encaje de esta en el mundo editorial y la posterior diversificación de las propuestas, las cada vez más frecuentes exposiciones de su obra personal, la tendencia, la moda, el circuito, el nombre, el prestigio, la fama, los miles de seguidores en las redes sociales; en fin, el ascenso imparable de una carrera envidiable. Tenía talento, eso era evidente, pero ¿cuánto? ¿No habría sido, además, o, sobre todo, haber dado con las personas adecuadas y encontrado las llaves que abrían las puertas que otros jamás abrirían? Todo había sido fácil para él, como un juego. ¿Por qué se sentía culpable?
Durante los próximos días no hizo prácticamente otra cosa que pintar. Cuando terminó el cuadro limpió los pinceles, espátulas y demás instrumentos utilizados, recogió y ordenó la mesa, despegó uno a uno los pósits que rodeaban el monitor. Entonces, rajó el lienzo con un cuchillo. El jardín, se dijo, debía seguir siendo invisible.
Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.
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