textos de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Encarna Mozas
No se cansa el otoño de poner y poner cucharadas de sangrienta dulzura en todos los alrededores. Levantar la vista es ver esa sesión continua de hermosa y turbia escolta vegetal. Antes de que llegue el invierno con sus aboliciones, los árboles sujetan su propia debilidad y la arrojan sobre nosotros sin pudor como el enfermo que exhibe sus llagas para dejar compasión y morbosidad en el ejercicio de la contemplación. Noviembre se ha puesto en pie.

Agitó el cubilete y arrojó los cuatro dados a la intemperie del tablero. Pero en vez de puntos aparecieron letras. Una en cada dado. Él supo que el nombre que formaban le estaba aguardando en alguna parte. No preguntó más y fue en su busca. Nadie supo dónde. Jamás se volvió a saber de él.
(palabras públicas)
1
«¿A qué se dedica usted?», le preguntan. «Soy jubilado». «Lo siento, pero eso no es una profesión», le replican. «Ponga entonces: inspector de lo sobrante», dice con soltura imprevista. «Eso no puede ponerse aquí», vuelve a la carga la funcionaria intimidante mirándolo por encima de las gafas, encaballadas sobre la punta de la nariz. «Pues entonces ponga: inútil». Y ella siguió cumplimentando el documento tras dejar la casilla vacía. Estos individuos ni siquiera le dan gusto administrativo a las carencias de uno.
2
Un letrero en la sala del dentista: «Mantenga la distancia entre personas de al menos 2 metros». Caray. Al parecer, el contagio del virus se propaga entre la clase alta.
3
Me cuentan de aquel hombre de sencillez insobornable, un campesino de mi tierra, que cuando veía multitudes en la televisión decía perplejo: «Pero ¿quién masa para toda esta gente?».
4
En la carnicería, la mujer toma la palabra en cuanto puede para hablar solo de sí misma. «Ahora estoy muy disgustada porque mi hijo se ha separado». Entonces se la intenta consolar por otras mujeres que han vivido casos similares. Pero a la mujer eso no le vale; escucha impaciente y vuelve a la carga: «Ya, pero es que yo soy diabética…». Sí: la imperiosa necesidad de existir entre los demás, de hacerse escuchar como sea y no permitir que alguien llegue al mismo nivel de desdicha que el propio. Mientras tanto, el carnicero levanta de cuando en cuando la vista y luego sigue a lo suyo entre vísceras palpitantes y tajazos con enormes cuchillos glaciales.
5
«Las mejores y las peores ideas de mi vida me han venido siempre mientras hacía ahí adentro las tortillas de patata», confiesa hoy el dueño de El Olvido, el bar del barrio desde hace más de treinta años. Pienso en la relación entre pensamiento y tortilla. Todo un proceso mental a favor de ese acabado circular y prodigioso que es una tortilla de patata, a condición, claro está, de que esté poco cuajada…
Lluviosas carreteras alemanas. Selva Negra. Bosques de profundidad apabullante y pueblos dormidos, todos en torno a negocios de la madera. Entramos en uno de ellos: Schiltach. Apenas gente por sus calles retorcidas, que mantienen su fisonomía medieval. La fantasía de las fachadas lleva al corazón hasta los cuentos de la infancia. Es como si el convite de la vida para pertenecer al mundo real se hubiese detenido justo aquí. Nos dirían que ni siquiera la vejez o el dolor pueden entrar en Schiltach y nos lo creeríamos. Viaje con Marta, Ana, Paco. Días felices. Gracias, gracias.
Un ser singular de ese viaje centroeuropeo: el hombre español de Triberg. Trabajaba en un comercio de relojes de cuco. Docenas, cientos. Se movía entre ellos con mucho tiento pero nos oyó hablar en español y entonces fue a abordarnos suavemente. Poco a poco contó su peripecia: hijo de emigrantes andaluces, había echado su vida allí, en Alemania, pero conservaba la querencia a los orígenes. Reservó dos confesiones para el final: su pasión era el euskera («Estoy deseando jubilarme para perfeccionarlo») y dos años antes se había enamorado («Entonces no sé ni cómo pero me puse a escribir poesía»). Al poco, Marta y Paco volvieron al comercio pero ya no lo encontraron por parte ninguna. Quizás fuera un pájaro que dimitió por un rato de su labor puntual y luego volvió al escondite de su reloj a dar las horas. No lo descartemos.

Otra cumbre más del clima (cumbres borrascosas), ahora en Egipto. Docenas de aviones privados aterrizando allí para convencernos de usar la bicicleta a fin de no manchar más el aire. Los países más contaminadores no asisten, por si acaso; así que hay que concluir ya, antes de que todo termine, que el planeta va a seguir desangrándose mortalmente. De momento, la única decisión ha sido indemnizar a los países más perjudicados por cataclismos provenientes de lo desaforado (ciclones, sequías, inundaciones…). El dinero que se les dará a estas naciones procederá sin duda de las ganancias de los países ricos merced a una productividad que seguirá siendo ilimitada y no habrá tenido en cuenta la necesidad de restricciones progresivas. Es decir: se le paga al enfermo mientras se le sigue envenenando la casa. No, no hay ninguna voluntad de cambiar el ritmo de una economía de mercado que acabará por provocar más sufrimiento del que cree paliarse con estos gestos de caridad nauseabunda. Adiós, Naturaleza; adiós, Humanidad.
Tímidas, asustadas de sus propios resplandores, las nieves iniciales han llegado esta noche a migar las peladas crestadas de las montañas, que ahora ya son lechosas.
Cuando me alejo de casa por un tiempo, pienso inevitablemente en lo que allí dentro estará ocurriendo. Una actividad amortiguada. Los objetos se van enfriando solos. Las campanadas del reloj de pesas sonarán inútilmente; el motor del frigorífico seguirá con su estertor secreto; las plantas no se estremecerán, pues no oyen voces pasar a su lado, y crecerán de otra manera. A pesar de la quietud, sé que hay también vida propia en el territorio de los domicilios abandonados.
Frente al desánimo ontológico que provoca la desmemoria (¿quién soy? ¿quién fui? ¿qué hice? ¿qué sé?), obstinación de seguir amando a ciegas a la vida.

Un sueño recurrente y de trabajosa explicación: es una plaza de arena, desolada y vacía como una capital sin nombre. Y en ella una mujer se va haciendo pequeña y más pequeña cada vez que la miras. No sé cómo interpretarlo. Pienso en frutos que basculan oscilantes en ramas muy altas y no se dejan coger, pienso en los nombres impuros de la lejanía, pienso en lo incuestionable de la fijeza del pasado. Pienso en la enigmática expresión a destiempo. Pienso en lo inalcanzable y su sabor a madera no usada.
Ante la tentación de detenerse en cualquier punto central, pasar de largo y acogerse a la gloria del rincón. Apoyarse en el aire para decirlo todo. Recado de amor, escritura que huye de tener alcance. Poesía.

La muchacha se queja de lo lento que va su teléfono móvil. La miro furtivamente desde el asiento de atrás del tren. El caso es que se trata de solo unos segundos pero ella se crispa en su pequeña, dolorosa eternidad y se impacienta cada vez más. No concibe entregarse al vacío de la espera o dejarse llevar por la contemplación del paisaje que atravesamos (el alto páramo burgalés, descarnado como un hueso seco) mientras le llega a la pantalla lo que está esperando. Y protesta airadamente contra el mundo entero: «El mundo está contra mí», le dice llena de exasperación a su amiga. Esta generación ha sido educada para la inmediatez y no concibe la emocionada tregua del deseo, la efervescencia de la espera. El tiempo es ya para ellos una magnitud que ha encogido. Ahora, ya, inmediatamente son los únicos adverbios temporales que manejan.
Sí, la belleza: el último simporqué.


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
Muy bueno. Lindas fotos. ¿Cuándo aparece otra vez? Felices fiestas.