Poéticas

25-33

Eugenio Rivera reseña el último libro de Santiago López Navia, poemario de poemas rítmicos y musicales, con reminiscencias numerológicas.

/ una reseña de Eugenio Rivera /

Nos llega el último poemario de Santiago López Navia —cervantista y profesor, amén de reconocido poeta— bajo un críptico título, 25-33, que bien pudiera esconder un valor simbólico o incluso arcano bajo esos guarismos, quizá cabalísticos. Cabe al lector averiguar si así es. Este, aguzado por la intriga —circunstancial sabueso en pos de su urgencia ya en forma de suspense— no tendrá más remedio que abismarse en sus versos para dar cumplida cuenta de las sospechas.

No tiene que buscar demasiado: ya el poema III le da la clave del misterio, poniendo fin por el momento a sus breves pesquisas detectivescas: «Desfallecidos/ y felicísimos,/ bañados en sudor y en alegría,/ subimos la escalera/ de cinco plantas/ (calle Lesaca, bloque 25,/ vivienda 33)/ …». Aunque, en un primer momento, el resultado de la investigación parece haber defraudado las expectativas iniciales del curioso lector —las señas de una dirección postal stricto sensu—, cuando avance en la lectura se irá percatando de que su apresurado juicio ha errado el tiro porque, como irá viendo, sus instintivas presunciones no solo se han colmado sino que han sido excedidas sobremanera, al ir comprobando que tras el enigmático título se esconden asimismo las claves poéticas del relato mismo, mítico viaje iniciático ya sin duda: «Cuando llegó el momento/ emprendí mi aventura/ con esa seriedad con la que un niño/ inicia cada cosa/…», con carácter de temprana prueba de paso: «como en un ritual propiciatorio».

Así que, por fin, ya sabe que el doblete numérico de resonancias herméticas, ese inquietante 25-33, encabeza casi una alegoría, arcana por supuesto, y anticipa en su conjura de sortilegio de novela de caballerías el tono general de la obra, por cuanto el poeta se sumerge en el topos de su propia niñez, dotándola de tintes épicos y legendarios, haciendo suya la creencia de Rilke de que «la verdadera patria del hombre es la infancia». Sin embargo, si el austríaco, bajo la máscara del protagonista de su única novela, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, deambulaba por las calles de París sin poder evitar la angustia que le provoca profundos sentimientos de alienación, certificándonos así la condición de coto cerrado para la infancia —hortus conclusus—, López Navia, en cambio, nos viene a defender lo contrario: que esta Arcadia feliz es imperecedera —como si el tiempo no existiera o no hubiera hecho mella en su biografía—, a la par que experiencia totalizadora, y como tal ese territorio se extiende hasta el aquí/ahora —abandonando su restringida existencia pretérita, para traspasar sus límites naturales— hasta invadir emocionalmente el actual ámbito espaciotemporal del autor. Esto tiene mucho de sublimación lírica, con su apreciación líquida del tiempo en clara oposición a la cronología de los relojes, apoyando la valoración subjetiva que Bergson atribuía al concepto de la durée, como desprenden los hermosos versos finales del poemario: «Y todo late,/ todo llama y pervive./ Todo vuelve», en un guiño al Eterno Retorno nietzscheano, que, aunque corrigen los versos del poema VIII: «…/ la promesa del día que empezaba,/ el gran reloj del mundo/ que en su latido/ marcaba el tiempo justo,/ el compás adecuado, la hora exacta», el poema XI se encarga de restituir a lo inmutable, con una afortunada imagen: «en mi mano la cuerda y en mi alma/ todos los cielos eran ese cielo:/ la tarde,/ el viento,/ un niño;/ una cometa».

De este modo, los recuerdos, sin un ápice de nostalgia —etimológicamente del griego nóstos (regreso) y álgos (dolor)—, no están impregnados de ningún sentimiento de orfandad ni de pena, sino que se revisten con la aureola de un atributo mayestático del que se complace el poeta.

Las oportunas citas elegidas para abrir el poemario, de César Vallejo y Gabriel Aresti, destacan desde el principio el papel protagónico que el Yo lírico les otorgará a sus progenitores en el espacio poético del «discurso narrativo autobiográfico» que va a escribir en primera persona (nótese el contraste temático con el locus eremus de la novela picaresca): en un prolongado plano subjetivo, si empleamos el argot cinematográfico, a través de un monólogo dual: la mirada del niño y la palabra del adulto —voz en off—, en una simbiosis perfecta. En este orden de cosas, es natural que tanto al padre como a la madre los dote de unos poderes taumatúrgicos: ambos son guarnecidos por el poeta con la impronta mítica de los héroes épicos, bajo epítetos propios de nuestros ancestros culturales: el padre será de la estirpe de los vaqueros duros y solitarios del western Alan Ladd o Terence Hill— de las películas del madrileño Cine Luchana: «guardián de la justicia del oeste», para ser también, según la ocasión, «la voz de hechicero», «mano avezada de druida», «guardián de los secretos», «mago de la luz» o «nigromante», en tanto que la madre será ensalzada con metáforas de igual carácter, en unos versos que comienzan con un atinado oxímoron: «roca tierna,/ muralla inexpugnable ante lo incierto,/ sanadora de todas las heridas,/ domadora de arcángeles rebeldes», a las que se añaden otras: «porteadora de bolsas», «hada de luz» o «prestidigitadora,/ perita en invenciones imposibles».

Al hilo de las hazañas paternas se transmitirá miméticamente el contagio por herencia feérica de sus propiedades mágicas al vástago actante desde su perspectiva infantil y así se autoproclamará, en clara identificación familiar en el poema VI: «y yo, rey de mi casa en soledad,/ señor de sus rincones,/ notario de sus ecos,/ cronista del silencio y de la ausencia,/…», si bien en la categoría de deuteragonista, bajo «los ojos que [le] miraban desde arriba», «para probar mi temple de escudero».

Todo ello viene a dar al libro una dimensión de epopeya personal o, si se quiere, doméstica, que en los versos del poema X es patente: «y mi llegada/ se convirtió en un canto,/ una epopeya/ al héroe victorioso/ que no perdió su escudo en la batalla». Si como dice Dulce Chacón: «Somos víctimas del silencio de nuestros padres y responsables de la ignorancia de nuestros hijos», López Navia —de igual opinión— le da la vuelta al calcetín, desde valores netamente positivos.

No es extraño que el poeta, preclaro cervantista como ya queda dicho, se nutra de una tradición que conoce muy bien y que se amplía en alusión al ciclo artúrico que late en el tono crepuscular del Quijote: «Aquella caja,/ aquel primer grial de mi niñez…», del poema VII, donde magnifica —como lo hacen los niños— las capacidades de sus padres hasta lo ilimitado. Todo lo que les rodea a estos se inunda de elementos maravillosos, pues, como en un gabinete de curiosidades, desde el «laboratorio de alquimista» de su padre al «mar calmo» de «ese torrente vivo de palabras» de la madre que, como precursora del lenguaje, enlaza con el «hechizo azul de sus canciones», como evidente función sagrada, que se perpetúa en la palabra poética.

Los objetos a su vez también son humanizados en audaces prosopopeyas, como en el poema III: «Con aquel patinete siempre a cuestas,/ como quien lleva a hombros/ un héroe, un campeón, un compañero/ leal en la batalla, infatigable». López Navia, con Walt Whitman, nos recuerda que todo lo que rodea la niñez se transmuta —por la intervención de nuestra inocencia— en fetiches, igual que en los rituales antropofágicos chamánicos, y deviene mito y magia como ponen de relieve los célebres versos del norteamericano: «Había un niño que salía cada día,/ y lo primero que miraba, en eso se convertía,/ y eso formaba parte de él por aquel día o parte de aquel día,/ o por muchos años o sucesivos ciclos de años».

Como contra-historia, el acentuado tono providencial del texto contará por oposición con las infancias desgraciadas de los padres (de nuevo, ¿la novela picaresca?), marcadas por la guerra civil —en uno con «sus afanes de niño laminados/ por el cuchillo atroz de aquella guerra» y en la otra «… tan niña / (años treinta, Galicia, España en guerra)/…»—, que contrastarán con la niñez plácida del pequeño López Navia que vivirá inocentemente bajo la paz de los cementerios franquistas sin percatarse entonces del lúgubre matiz que ocultaba aquella larga tregua. Las carencias aparejadas a aquella situación no serán obstáculo para que el futuro poeta disfrute con plenitud aquellos años de alegría y de formación.

Si se ha dicho que acabamos siendo exiliados del territorio de esa añorada patria rilkeana, auténtico paraíso perdido, López Navia nos viene sin embargo a demostrar que los fogonazos —a través de los sabores; los olores; los ruidos de calle, en sus vendedores ambulantes que son también divinizados, como el afilador en su metonímica flauta de pan; el tacto; la luz de entonces— no se han desvanecido y forman parte y memoria viva de sus días y sus noches en una recreación de la infancia ya en la edad adulta.

Y es que, aunque la vida se nos escape porque nos vamos alejando de la infancia y con ello nos acercamos inexorablemente a la muerte, conviene recordar que el propio Walt Whitman manifestaba que «no creía en la muerte porque siempre que salgo a la calle me encuentro niños jugando». Y ese juego de la niñez se hace gozosa existencia renovada, fuego perpetuo, por obra y gracia de la poética, atinada y precisa, de este 25-33, en elque se desmiente el paso del tiempo y el poeta hace suya la intemporalidad en su tránsito dichoso por los recuerdos familiares en un barrio del desarrollismo en el extrarradio de la capital, el de Orcasitas —«dédalo verde de descampados», «por esa periferia misteriosa/ que era Madrid al sur»—, que ahora —más allá de sus coordenadas espaciotemporales y geográficas— deviene lugar mítico, con venerables antecedentes literarios reconocibles: lugar natural idealizado, seguro y tranquilo, con connotaciones edénicas que, por tanto, está emparentado con el tópico literario del locus amoenus, al que el poeta Ángel González definía como un «lugar propicio para el amor», para el disfrute, para el gozo, y por consecuencia, en sentido lato, nos traslada a los «laberintos de amor», que popularizara Boccaccio y de los que se hizo eco el mismo Cervantes.

El último poema del libro, al que ya hemos aludido, donde López Navia vuelve a apelar al título en una suerte de bordón, reactualiza sus primeros años de vida en abierta ósmosis con el presente (el poeta cambia el tiempo verbal en pasado, que gobierna todo el poemario): «La casa duerme/ en la memoria firme de los árboles./ Calle Lesaca, bloque 25,/ vivienda 33, y todo late,/ todo llama y pervive. Todo vuelve», en franco contrapunto a los versos de Pepe Hierro: «Esta casa no es la que era./ Compasivamente, en la noche,/ sigue acunándonos».

Todas las composiciones del poemario mantienen un pronunciado acento narrativo sin caer en lo prosaico, lo que viene a conectar lo lírico —a través de su temática— con el subgénero del Bildungsroman mediante las referencias a los aprendizajes del niño en contacto con sus padres: «a mí me parecía/ que aquel gesto sencillo, rutinario/ era como un programa, un manual/ para poder moverse por la vida»; «allí supe del nombre/ del berbiquí, la lezna y la garlopa,/ palabras que enunciaban/ identidades raras y recónditas»; «yo no sabía qué era una cometa/ hasta que aquella tarde/ de primavera y viento/ mi padre me hizo una»; «y entonces comprendía/ las leyes de la física, el espacio»… Pero, sin duda, la instrucción que adquiere más valor, a pesar de su aparente ingenuidad, es la de aprender a atarse los cordones de los zapatos porque en el candor de los versos se trasluce una conquista mucho más elevada, como trascendente ideario de vida: «caminar alzando la mirada/ anclada hasta ese día en mis zapatos».

La estructura de los poemas — rítmicos y musicales en versos libres de sílabas impares con reminiscencias numerológicas— se apoya en un desarrollo paralelo/especular en el que López Navia alterna los cantos al padre y a la madre por separado y los une cíclicamente en el poema 1 del segundo apartado: «Desde mi habitación, por las mañanas,/ atento y desvelado,/ sentía las señales/ de las primeras horas de mis padres:/…», y en el 4: «Algunas noches/ yo miraba a mis padres/ mientras doblaban juntos una sábana/…», donde se reconocen ecos de La casa encendida de Rosales en los versos finales del poema: «La casa estaba llena,/ el día colmado».

25-33 viene a confirmar que el estro lírico del poeta Santiago López Navia sigue volando a gran altura —como en sus poemarios precedentes Arte nuevo (entre tantas asperezas) o Tregua— para disfrute de ese incansable lector que, cuando lo requiere el caso, no duda en pertrecharse con la lupa, la pipa y la deerstalker del sagaz Sherlock Holmes, para seguir buscando el arma cargada de futuro de Celaya.

¡Elemental, querido Santiago!


25-33
Santiago A. López Navia
Visor, 2022
60 páginas
12 €

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