El norte

Frankenstein y otros fracasos

La tragedia imaginada por Mary Shelley comparte ecos con el mito de los hombres de madera del 'Popol Vuh' y con el destino de cuantos aventureros insensatos han pagado con la vida su osadía.

/ El norte / Eugenio Fuentes /

Hacia finales de junio de 1816, Mary Shelley llevaba varios días buscando sin éxito una historia para un relato de fantasmas. Solo tenía un propósito claro: alejar de su pluma la imaginería gótica. Lo que perseguía era que una imagen terrorífica se apoderase de ella para luego moldearla con palabras e imaginación. En aquellos desapacibles días de lluvia y viento, los del año sin verano, la hija de Mary Wollstonecraft, de diecinueve años, el poeta Percy Shelley, con quien se había fugado de Inglaterra, Lord Byron y un par de allegados más compartían las estancias de Villa Diodati, mansión próxima a Ginebra. Y ahí, a orillas del lago Lemán, entre lecturas de historias de fantasmas, Byron lanzó un recordado guante a sus invitados: componer la historia más terrorífica. Un desafío tan fértil que consagraría la velada de Villa Diodati como un emblema de fecundidad literaria.

Sin embargo, esos mismos días hubo otra velada si cabe más crucial. Aquella en la que, según recordaba la propia Mary Shelley en un prólogo de 1831, asistió en silencio a una charla de Byron y Shelley sobre la posibilidad de reanimar cadáveres humanos mediante un proceso de galvanización. Una técnica experimental que incluso permitiría ensamblar despojos de cuerpos diversos en una nueva criatura. Esa madrugada, en la imaginación de una insomne Mary Shelley se fijaron con febril nitidez la figura de un joven aprendiz de brujo y la imagen espectral de un hombre, tumbado, que iba cobrando vida con toda la torpeza. Ya tenía su imagen. Un golpe de imaginación directo a las simas del miedo humano. Terrorífico y nunca visto. Su reto era conseguir que les helase la sangre a todos, que aquella imagen los golpease como la estaba golpeando a ella.

Y así fue como nació Frankenstein (1818, retocado en 1831), un éxito inmediato, anónimo en su primera edición, pieza teatral tres años después. Y con la Criatura, se sostiene con cierta alegría, nació la ciencia ficción. De modo que el mayor vivero de ideas de la civilización científico-técnica tendría su raíz en un monstruo cadavérico, aunque, en realidad, la base científica de la historia se limitase al empleo de «algún poderoso artilugio». En cualquier caso, el parto de Villa Diodati fue doble. El médico de Byron, John Polidori, también recogió el guante y acabó escribiendo El vampiro (1819): una novela que cristaliza el viejo mito eslavo del chupasangres fotófobo y abre el camino al Drácula de Bram Stoker. Conviene recordar, no obstante, que Polidori trabajó a partir de la tentativa inacabada del propio Byron. Según Mary Shelley, la idea original del doctor era pobre y lo había embarrancado en un callejón sin salida.

Expuestas la génesis, el proceso creativo y la recepción de la obra, toca preguntarse por sus mimbres pasionales, por los sentimientos encontrados que entretejió la romántica Mary Shelley para dar cuerpo magistral a Frankenstein o el moderno Prometeo. Un clásico que en la magnífica edición de Libros del Zorro Rojo ahora publicada se enriquece con inquietantes ilustraciones de David Plunkert. Mago estadounidense del collage, Plunkert ha aplicado su talento a indagar en la vivencia primaria del horror experimentada por Mary Shelley cuando alumbró la novela que, pese a algunas ingenuidades narrativas, la unge como reina del romanticismo inglés.

Para Percy Shelley, autor del prefacio anónimo que abría la primera edición, es la radical novedad de la situación que alimenta Frankenstein la que permite alcanzar un punto de vista sobre las pasiones humanas más amplio y autorizado que el de un relato costumbrista. A decir verdad, esa novedad es doble. Y contradictoria. Porque al éxito en el empeño de resucitar un cadáver se suma un grotesco fracaso: la criatura ensamblada por el joven Victor Frankenstein es un monstruoso gigante que dispara en quienes lo ven la ineludible necesidad de matarlo y que responde a las persecuciones con el asesinato. El intento humano de emular al Creador se resuelve así en una sangrienta burla.

Filósofo natural y aprendiz de brujo, Frankenstein se sentía exultante regidor de las fronteras entre la vida y la muerte cuando estaba a punto de culminar su hazaña. Pero fue el primero en hundirse en el horror al comprobar el resultado de su delirante desvelo. El científico que de niño leía a Cornelio Agripa, Paracelso y Alberto Magno había vuelto a los orígenes tras sus años de estudio y la había pifiado sin remedio. El Monstruo distaba de ser uno de aquellos entes felices y maravillosos que él imaginaba robarle a la muerte. Aunque carecía de los grimosos bornes que le añadió el cine, Frankenstein lo había dotado de una estatura descomunal, ocho pies, para facilitar su ensamblaje. Su apariencia era deforme y tosca: «Tenía extendida una inmensa mano, del color y la textura de una momia. […] Jamás he visto nada tan horrendo como su rostro, de una fealdad repugnante y terrible», relatará el explorador ártico encargado de transmitir al lector la larga confesión de Frankenstein. El testimonio del aventurero es el último eslabón de un rechazo que, claro, no se había limitado al padre. Nadie reacciona con bondad o, al menos, con curiosidad pacífica ante la aparición de un gigante nauseabundo con pinta de mecano fúnebre.

«No hay paz posible para los culpables», admitirá con insufrible remordimiento un Frankenstein perseguido por el Monstruo y refugiado en la soledad para proteger a sus seres amados. A partir de ahí, su obsesión por devolver la vida a los muertos se vuelve empeño inagotable en arrebatársela a su criatura. Repudiado y perseguido, el bonancible monstruo solo implora a Frankenstein la ayuda que le debe un creador en sus primeros pasos. Pero las negativas del joven científico se irán traduciendo en las sucesivas muertes de sus allegados. Frankenstein, atormentado, soberbio y ciego, desplaza su culpa creciente hacia su engendro, por quien no siente el menor atisbo de piedad. No duda en buscarlo hasta en los hielos boreales mientras defiende su nula responsabilidad en la cadena de muertes. Y para mayor burla creadora, tras prometerle una compañera, resuelve destruirla en su presencia por temor a que la pareja inunde el mundo de bestias. La suerte de Frankenstein quedaba sellada.

Pero ese dista de ser todo el entramado pasional dispuesto por la joven autora. Porque lo cierto es que, de modo especular, el fracaso y los remordimientos también anidan en la criatura. Su deformidad, que le impide acceder al cariño o, acaso, a la comprensión de los seres humanos, lo condena a la soledad y lo transforma en otro fracasado. Un ser fallido a quien remuerde la incapacidad para impedir que su bondad primigenia degenere en un ilimitado miedo destructor de lo hermoso, lo inocente y lo indefenso. Igual que le remuerde su impotencia para frenar la ruina en la que el odio ha sumido los días de su, pese a todo, idolatrado padre.

Fracaso y culpa hermanan, pues, a los dos entes y los encarcelan en una relación de mutua esclavitud que solo la muerte puede romper. Pero mientras el horrorizado científico se muestra ayuno de razón, la bestia deforme, que a duras penas desbroza el camino del entendimiento, no se engaña: «Todos los hombres odian a los desgraciados». No ha requerido mucho tiempo para descubrir que el rechazo al diferente envilece al rechazado y le veda cualquier atisbo de benevolencia. Se queja, con sentido dolor, de ser injustamente atacado, y lo hace con ecos calderonianos propios de una experta en el Siglo de Oro como era Shelley: «¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí?». Su lucidez se mantendrá incluso en los compases finales de la obra, cuando reproche a lo que queda de Frankenstein su vengativo y fracasado empeño en acabar con su vida. La venganza mayor, le recrimina, hubiera sido dejarle vivir, ya que la muerte, verdugo de sus remordimientos, habría sido su liberación. Y el final de su fracaso. Y un nuevo fracaso de su atolondrado creador.

Frankenstein o el moderno Prometeo
Mary Shelley
Libros del Zorro Rojo, 2022
256 páginas
28,90 €

Los dioses también se equivocan

Victor Frankenstein no fue el único creador que metió la pata con su criatura. Los dioses formadores de los quichés tuvieron que intentarlo tres veces hasta dar con hombres que les gustasen. Primero los hicieron de barro, pero la arcilla los volvía frágiles, torpes, inestables y ciegos, además de desagradecidos, pues ni los invocaban ni los alababan. Así que los labraron en madera y consiguieron que se moviesen y hasta se reprodujesen a mansalva, aunque su piel era reseca, su color amarillento y sus hijos no pasaban de muñecos tontos. Maltrataban a todos los demás seres y tampoco ellos alababan a los dioses. De modo que fueron exterminados mediante un diluvio de resina y si alguno sobrevivió se convirtió en mono. La tercera tentativa, la buena, empezó con cuatro hombres hechos de maíz. Tenían curiosidad, alababan a los dioses y su inteligencia y sabiduría eran extraordinarias. Tanto que las deidades, temerosas de que tamaña excelencia acarrease un nuevo fracaso, su destronamiento por ejemplo, les empañaron los ojos para que solo viesen lo inmediato y no comprendiesen más que lo evidente.

Esta suma de tropiezos creadores es uno de los ejes que vertebra el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, que ahora presenta Errata Naturae en nueva traducción del quiché y con sutiles ilustraciones en las que Francisco França reproduce motivos de la iconografía de esa etnia maya. En realidad, el Popol Vuh, considerada una de las cosmogonías más bellas, es también un curioso engendro. Lo conocemos a través de un volumen bilingüe compuesto a principios del siglo XVIII por el dominico Francisco Ximénez, quien habría copiado y traducido un texto salido a mediados del siglo XVI de la pluma de un sacerdote maya que, se supone, quería preservar una tradición de relatos orales y pictográficos. Sin embargo, ciertas concomitancias con la Biblia permiten sospechar que la labor de Ximénez desbordó la del copista y traductor.

Creaciones de truchimán al margen, el Popol Vuh, mezcla de mitología y relato historizante que alcanza los días de la Conquista, ofrece al lector un sorprendente fresco de las creencias religiosas, astrológicas, mitológicas y morales de los quichés. Y, junto a ellas, el también llamado Libro del Consejo refleja una profunda atención y respeto a los demás seres vivos y a la materia inerte, concebidos como partes de un todo interrelacionado al que, desde hace algunos años, los ecólogos prestan atención científica. Animales, plantas y hasta objetos se dieron cita en su momento para herir y despedazar a los hombres de palo atrapados por los dioses en el diluvio de resina. Una asamblea vengadora que ha vuelto a ser concitada, en tiempos como los actuales, para alertar de un nuevo fracaso: el de los hombres sabios convertidos una vez más en orgullosos maltratadores.

Popol Vuh: el libro sagrado de los mayas
Errata Naturae, 2022
176 páginas
23,90 €

Las derrotas del aventurero

Harto de ver aventureros de piel curtida pavonearse en televisión, el francés Bruno Léandri (1951) se aprestó a vengarse. Los aventureros, se dijo, no solo lidian con tormentas, domeñan fieras o ponen tierras a sus pies. A menudo meten la pata, fracasan estrepitosamente. Claro que esas horas bajas, esas vergüenzas inconfesables nunca están presentes en sus relatos heroicos. Es corriente que antes de triunfar se haya fracasado, pero la parte oscura de la empresa no conquista admiración ni donaciones, así que, si no se ha resuelto en muerte, queda arrumbada en un desván.

Léandri se ha aplicado a coleccionar las cáscaras de plátano en las que han resbalado tantos osados amantes del riesgo y la incertidumbre. El resultado es Los fracasados de la aventura, un volumen hipnótico, instructivo y entretenido, realzado con ilustraciones de David Sánchez, en el que se alojan las historias más descabelladas, los errores más infantiles y el triste final de algunos sueños quiméricos, casi siempre a cargo de personajes hasta ahora olvidados. Ya no.

Conozcan el trágico destino de John Chau, el joven fanático estadounidense que en 2018 decidió ir a predicar a las islas Andamán, en el Índico, cuyos habitantes, había oído decir, viven como en el Neolítico y desconocen la palabra de Dios. O sigan la peripecia del sastre austriaco Franz Reichelt, quien en 1912, en plena fiebre pionera de la aviación, se lanzó con un estrafalario paracaídas de hombre murciélago desde la primera planta de la torre Eiffel, sesenta metros. Los incipientes noticieros cinematográficos captaron la inutilidad del artefacto, el choque mortal y la profundidad del boquete abierto en el suelo: quince centímetros. Son solo dos ejemplos de la treintena de exploradores perdidos, aviadores alicortos, calenturientos buscadores de polos, alpinistas sin cima, científicos extraviados, marinos desnortados y estrellas televisivas de brillo perdido que se alojan en el volumen. Por cierto, la terrible caída de Reichelt está disponible en internet.

Los fracasados de la aventura
Bruno Léandri
Errata Naturae, 2022
248 páginas
24,90 €

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.

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