/ un relato de Fernando Prado Eirin /
La madrugada es un rugido venido a menos, un murmullo constante, pero también un grito, un golpe, un ladrido, un sobresalto tras otro en la vigilia neurótica. La luz verdosa que entra por la ventana dibuja sombras en las paredes desnudas. Abrazado a un grumoso cojín te resignas a pensar que a esa hora todo es confuso y puede prestarse a malinterpretaciones, a juicios difusos; la realidad se convierte en una incertidumbre acuosa que se escapa entre los dedos. Acostado en posición fetal con el cojín en el regazo, la cabeza casi te cuelga del sofá; miras fijamente al suelo, los ojos como platos, como si buscaras una explicación entre las vetas del parqué. No la hay. No hay una explicación para lo absurdo. Las cosas simplemente ocurren y lo que hasta hace un segundo tenía sentido de pronto ya no lo tiene y la vida se derrama como el contenido de un vaso golpeado con un gesto sin intención durante la cena, y luego la danza de brazos y manos inquietas desplegando servilletas entre risas tratando de contener lo inevitable, y el líquido cae finalmente por el borde de la mesa. Tanto esfuerzo por el orden y la contención y en un instante todo se va al carajo.
«La precariedad no es tener la nevera vacía», reflexionas. Empieza mucho antes. Primero te cambias de compañía telefónica, te das de baja de uno de los servicios de televisión en streaming, enciendes menos luces y reduces el tiempo de las duchas, utilizas programas más cortos para lavar la ropa, utilizas menos el coche. Después reduces el consumo de carnes rojas y pescado, dejas de comprar huevos ecológicos, optas por arroces y pastas de marcas blancas —haces lo mismo con los productos de limpieza—, prescindes de la crema hidratante, alargas la vida de las prendas de vestir. Te convences de que no necesitas tanto, o de que necesitas menos, y que, además, esos pequeños cambios son beneficiosos para tu salud y el medioambiente. Es lo más racional, te dices. Entonces empiezas a poner excusas para evitar las tapas y los vinos con los amigos el viernes por la noche, eludes los compromisos sociales, te borras del gimnasio —total, ya casi no vas—. Te estableces una lista de prioridades y te instalas en un estado de eterna postergación: los zapatos el próximo mes, el abrigo el año que viene, el cambio de neumáticos con la paga extra —¿no sería mejor vender el coche?—. Un día te comes un plato de macarrones o de arroz blanco con dos cucharadas de tomate frito por encima, y ese día se repite una y otra vez. Cincuenta y tres años. Deslocalizan la empresa y te despiden. Una indemnización de risa y una prestación por desempleo cada vez más exigua. Llevas dos meses sin ingresar el alquiler y más de una semana sin electricidad por impago. Lo de la calefacción no te preocupa porque no será el primer invierno que pases sin encenderla, pero lo de no poder cocinar ni un puñado de pasta no lo llevas tan bien. Separado. Sin hijos ni familiares vivos. A los amigos, búscalos. Cada vez comes menos y fumas más. Afortunadamente tienes el Lorazepam. «Soy una piedra rodando por la ladera», sentencias.
Bajas las escaleras, el cuerpo entumecido, las piernas como palos. Una pesadez aplastante se manifiesta y el hastío se pronuncia en forma de resoplido. Te cuesta moverte, sientes que ocupas un cuerpo que no es el tuyo; una idea ridícula, desde luego, pero en ocasiones la imaginación se dispara. Ya en la acera enciendes un cigarrillo y das una fuerte calada que te quema la garganta; miras a ambos lados mientras expulsas el humo por la boca y la nariz y emprendes la marcha hacia ninguna parte. Las calles están sucias y pobladas por individuos a la fuga, sombras alargadas que se mueven bajo la tétrica luz de las farolas esquivando las máquinas limpiadoras conducidas por operarios somnolientos de cuyos labios cuelga un cigarrillo que se consume —«¿por qué fuma todo dios?»—. Hay cierta pulsión suicida en los habitantes de la madrugada, reflexionas, en los trabajadores que limpian y producen y engrasan los engranajes del mundo mientras los demás duermen.
Un olor a descomposición te arruga el rostro, te remueve las entrañas y aparece de repente un inquietante impulso de vomitar que controlas escondiendo la nariz en la vieja sudadera. Unos pies violáceos y anónimos asoman por debajo de una pila de mantas mugrientas, los pies de un cuerpo que se fermenta sobre los húmedos cartones que lo separan del suelo. Todas las miserias humanas están ahí, en ese portal de puertas acristaladas y videoportero. «¿Está vivo?», te preguntas. Podría estar muerto, llevar horas muerto y nadie se enteraría. En el portal de enfrente han depositado una plasta de mierda que brilla bajo una luz que no se apaga. Al lado del posible cadáver hay una bolsa de la tienda de la esquina con varias latas de cervezas chafadas y un tetrabrik de vino arrugado. «Durmiendo estamos a salvo», te dices.
El cigarro se consume hasta el filtro y te deshaces de él. Un individuo vomita con la cabeza apoyada en la reja de una tienda de sombreros, se tambalea, las piernas temblorosas y ligeramente flexionadas. «¿Quién compra sombreros hoy en día?». Abundan en el barrio ese tipo de tiendas de productos innecesarios cuya supervivencia es poco menos que un milagro. Escuchas gemidos provenientes de una habitación con las ventanas abiertas de par en par y las cortinas descorridas, y los golpes rítmicos del cabezal de la cama contra la pared. «Al menos alguien folla». Durante el día, el barrio está invadido por los turistas que visitan las tiendas y museos, compran cosas inútiles y acuden a exposiciones pensadas y programadas para hacer caja; es el barrio de moda recomendado en las guías de viajes. Sin embargo, al caer la tarde el barrio recupera su esencia y vuelve a ser lo que es, un gueto de edificios ruinosos de fachadas lúgubres, callejones oscuros donde se chuta la escoria, apartamentos destrozados en los que las putas sarnosas se esnifan hasta el polvo que cubre los muebles y son violadas sistemáticamente, o en los que viven hacinados migrantes que duermen en colchones plagados de chinches. Al otro lado de la catedral, el barrio cambia drásticamente: mismo trazado, misma arquitectura, mismas tiendas y museos, pero la mayoría de los edificios se han restaurado y los apartamentos reformados han adquirido precios inalcanzables. Allí vive otro tipo de gente, personas de apariencia más luminosa, culturetas, progres, artistas —la nueva bohemia, les llaman—, intelectualoides; allí van los turistas a zamparse menús de degustación en los restaurantes galardonados, a hacer la digestión ante obras incomprensibles en las galerías de arte, a tomarse un café de origen preparado por la mejor barista del continente.
En eso aparece Luis como salido de la nada. Casi os tropezáis.
—¡Jorge! ¡Pero bueno, qué alegría! ¿Qué haces por aquí a estas horas?
Tardas dos segundos en reconocerlo, pero sí, es él; miras el reloj, son las 5:47. Es él quien está fuera de lugar, caminando antes del amanecer por aquel barrio degradado y venido a menos.
—¿Qué pasa con la hora? —balbuceas finalmente.
Luis arquea las cejas, sorprendido por la reacción.
—No es la hora, es el día —te replica. Choque de manos, palmada en el hombro—. Vamos a tomar un café. Tengo poco tiempo, pero conversamos un ratito—te sugiere.
No entiendes qué quiere decir con eso de «es el día», pero aceptas a pesar de que la invitación interrumpe tu plan de deambular por el barrio hasta cansarte o acabarte el paquete de tabaco. No es que te apetezca charlar con Luis después de tanto tiempo; además nunca te cayó demasiado bien y no tienes nada en común, pero quizás esa inesperada ruptura con la monotonía te aporte algo de aire fresco.
Entráis en el Versalles. Es un local demasiado pequeño y cutre para llevar ese nombre, piensas; apenas cuatro mesas redondas y una barra de un par de metros con tres taburetes. El camarero saca tazas del lavavajillas y las coloca ruidosamente sobre la cafetera. Os quedáis de pie entre los taburetes de la barra. Pedís 2 espressos.
—Entonces, Jorge, ¿qué hay de tu vida? —pregunta Luis con una sonrisa de presentador de televisión.
Luis siempre había sido el guapo de la clase, el ligón del instituto, el galán de la universidad —¿se habría convertido ahora en el acosador de la oficina?—; un tipo con don de gentes que se mostraba cercano y comprensivo, una de esas personas a la que todos querían tener cerca. Con el pelo engominado, la raya a la derecha y la frente amplia y despejada tiene cierto parecido con Paul Newman.
—Pues muy bien, como siempre —mientes—. Creo que no ha cambiado nada desde la última vez que nos vimos —continúas con las manos en los bolsillos.
—¡Pero si eso fue hace por lo menos tres años! —exclama Luis apoyado sobre el codo izquierdo en la barra.
Te encoges de hombros y te das cuenta de que no debiste aceptar la propuesta de Luis, pero te tranquilizas al recordar que el encuentro será breve, brevísimo, con un poco de suerte. Casi tenéis que gritar para escucharos por encima del ruido que produce el molino de café.
—No sé. Tengo el mismo trabajo, vivo en el mismo apartamento —dices mirando hacia la calle.
El rostro de Luis sigue petrificado en una sonrisa perenne. Parpadea sin parar, muy rápido, como si tuviera un tic nervioso.
—Te noto cansado —observa.
El camarero deja las tazas con brusquedad sobre la barra y el café se desborda manchando los platos y mojando los sobres de azúcar. Lo miras con los ojos vidriosos mientras aprietas los dientes; lo cogerías de las orejas y le estamparías la cabeza contra la barra. Luego harías lo mismo con Luis. De repente sientes que liarte a hostias te proporcionaría cierto placer y tal algo de paz.
—Estoy cansado, sí. Pasé la noche en vela y como no podía dormir bajé a dar un paseo-, dices irritado.
Luis remueve el café haciendo tintinear la cucharilla en la taza.
—Ya —contesta.
—Y tú ¿qué haces por el barrio? —preguntas sin mucho interés. Luego te bebes el café hirviendo de un solo trago echando la cabeza hacia atrás; el cuello emite un crujido inquietante, como si fuera una vasija envuelta en papel que se rompe al recibir un golpe. Saber que Luis es carnaza paseándose ante un montón de depredadores nocturnos.
Luis chupa la cucharilla y la deja en el plato.
—Una amiga vive por aquí —se acerca la taza a la boca y sopla antes de beber.
—Veo que tú tampoco has cambiado —dices sin poder disimular el fastidio. Te sientes como si estuvieras rodando una escena de una película dirigida por un aficionado.
—Qué va, es solo una amiga —aclara Luis y se bebe el café en pequeños sorbos—. Oye, ¿cómo está Nora? —pregunta.
—¿Nora? —te sorprende la pregunta, pero enseguida recuerdas que Luis nunca prestaba ni la más mínima atención a la vida de los demás.
—Sí, coño. Nora —replica Luis. Deja la taza colocada de mala manera en el plato, pisando la cucharilla.
—Querrás decir Norma —puntualizas, incómodo.
—Bueno, sí. Norma —Luis gesticula en el aire como si estuviera espantando una mosca.
—Hace seis años que nos separamos —miras al camarero, que está absorto viendo el canal de noticias veinticuatro horas sintonizado en el televisor que cuelga de la pared.
—¡Cierto! No lo recordaba —se excusa Luis, mostrando otra de sus sonrisas. Consulta la hora rápidamente y deja un billete de cinco euros en la barra—. Me voy o perderé el vuelo. Otro día me invitas tú —el camarero sale del letargo, coge el billete arrugado y guarda el cambio en una hucha que hay al lado de la caja registradora.
Salís del Versalles y os despedís. Respiras aliviado por la brevedad del encuentro. Apretón de manos. Luis se va caminando calle abajo acomodándose la mochila de piel en la espalda de nadador y desaparece al doblar la esquina. Enciendes un cigarro y decides volver a casa. El cielo empieza a clarear. Personas con perros sustituyen a borrachos e insomnes. Un hombre camina detrás de un bulldog francés; camisa recién planchada, pantalones de vestir y zapatillas de andar por casa. Guante de látex azul en una mano y bolsa de plástico en la otra, el tipo espera a que el perro —que emite una especie de ronquido constante— defeque para recoger la mierda caliente y depositarla en una papelera. No se te ocurre otro comportamiento más estúpido que el de ir detrás de un perro malcriado recogiendo mojones.
El bulto que hay debajo de las mantas se mueve y tras mucho esfuerzo asoma una cabeza. El cabello encrespado y la barba forman una misma maraña roñosa, dejando al descubierto un rostro curtido de nariz enrojecida y ojos hundidos en el pozo sin fondo de las oscuras ojeras. Se apoya sobre un codo e intenta incorporarse; gruñe, cada movimiento parece impedido por un tejido metálico. Se aparta las pesadas mantas ayudándose con las piernas y se levanta apoyándose en la pared. Camina arrastrando los pies y se detiene en medio de la estrecha calle peatonal. Es un hombre alto y corpulento cubierto de harapos. Lo observas de cerca arrimado al escaparate de una tienda de cerámica artesanal; fumas, sueltas el humo por la boca y lo vuelves a absorber por la nariz. El hombre separa las piernas, se desabrocha el pantalón y se saca el pene; un fuerte chorro de orina sale disparado a presión directo a la alcantarilla salpicando sus pies descalzos de uñas amarillas. Sientes asco. La miseria, la inmundicia, la deshumanización. Lo que de verdad te resulta asqueroso es reconocerte en aquel mendigo, en aquel paria, en aquel desecho, hombre residuo, basura animal, muerto viviente. Es despreciable. Después de mear el hombre intenta regresar al portal, pero se desploma súbitamente; el cráneo se golpea contra el suelo y de su boca apestosa se escapa un gemido. Ahí se queda, inmóvil; los brazos extendidos, las piernas flexionadas, los pies girados, la boca abierta con los dientes podridos, los ojos en blanco. Un hilo de sangre espesa corre despacio sobre las gastadas piedras rumbo a la alcantarilla. «Podría estar muerto y nadie se daría cuenta», piensas. Miras ambos lados de la calle. No hay nadie. Entonces te vas, huyes de ti mismo.
La madrugada es un silencio hiriente.
Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.
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