texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez
De todo lo que me sigue asombrando de la vida, nada como el canto de los pájaros en el anochecer, esa manera suya de expresar la existencia en un idioma bárbaro entre el espanto y el consuelo. Decía Pasolini que el canto de los pájaros le sugería a la vez el pensamiento de la muerte y el infinito. Y algo así puede ocurrirme ahora a mí con estos pájaros de invierno agarrados a ramas mondas, que cantan contra la luz ya tan magullada de la tarde: una ceremonia que invita a confiar en la escasez.
Ideas borrosas que vienen y van, aún sin el espesor de las fermentaciones; palabras sueltas y errabundas, con el temblor indefenso de los vislumbres… Todo va vaciándose en el pensamiento así, en una indefinición transeúnte. El orden de las cosas se tambalea y una extraña ferocidad puebla la vida interior de los sentidos. ¿Qué está ocurriendo? Es un poema que llega y ya está ocupando con sus primeros barruntos un rato en el mundo.

Ese barrio cacereño que tenía las calles con nombres de escritores hispanoamericanos: Onetti, Rulfo, Octavio Paz… También hay por allí una urbanización con menciones a obras de García Márquez en su interior. Qué diferencia de los callejeros de esta tierra mía, dominados por cardenales, generales y obispos a los que hay que pisar y sobrepasar para llegar a nuestros destinos.
Es un muñeco, un pequeño muñeco que ella ha comprado por cinco euros en el mercadillo de los domingos. Viene de aquella infancia de hace más de cincuenta años, cuando los juguetes eran una prolongación inmediata de las manos, sin el alejamiento de artilugios sofisticados que les permitían autonomía pero hacían perder la relación corporal con ellos. Aquellos niños no querían que los juguetes no dependiesen de ellos. Necesitaban el apego del tacto, y así arrastraban camiones simulando rugidos de motor (Álex lo hace aún) o acunaban muñecas entre los brazos. ¿Será lo que ahora busca ella? ¿Llegar hasta su infancia por este inverso pasadizo de un muñeco al que mira ahora con ojos desconcertados, como si se sorprendiese de tocar una piel que aún la estaba esperando? La piel de su propia infancia.
A veces sucede. Y ni te enteras cómo. Por más que abres los ojos solo consigues comerciar con la intemperie. No encuentras relieve en nada. Ni siquiera alcanzas a dar con los intestinos de las cosas pequeñas: miras y no ves; ves pero no miras. Estás perdido. ¿Qué hacer entonces para recuperar la intensidad de la contemplación? Cuando la realidad se niegue a entregarte su profundidad, tú cierra los ojos. Verás por fin algo claro.
En los cimientos residuales de una muralla de mi ciudad, alguien ralla cada mañana pan para los gorriones. Lo deja esparcido entre hiedra pública y hasta allí bajan los pájaros en comité urgente, a hacerse cargo de esas migas. Da gusto ver la escena tan ajena al tráfago urbano de la calle, que sigue con su vértigo y sus niveles inauditos de estridencia. Pero pase lo que pase lo único importante en ella es esa reunión de pájaros vivarachos picoteando el pan molido de espaldas al mundo.

La poesía: ese lugar de donde nunca se vuelve. Qué bien lo sabía decir Miguel Marinas.
Entre el pensar y el soñar, la risa. Ese vibrante pasadizo sin norma. El desguace del rostro mientras reímos, la clínica incontenible de las emisiones guturales, la desobediencia muscular… todo nos aparta —como cuando dormimos— hacia una región donde somos ocupados sin permiso por algo que no hemos decidido nosotros. La risa como estado intermedio: antesala del sueño; afueras de la razón. «La risa es otra forma de pensar», digo a Mario Gonzalo sin saber muy bien el alcance de estas palabras. Pero sí. Endurecido por la exigencia de las cavilaciones, el peso del pensamiento se ablanda en el acto de reír, un acto ya impropio del equilibrio facial. Cuando nos reímos, estamos avisando al cuerpo de que aún podemos abrir del todo las compuertas para soñar. María Zambrano lo decía así: «Al entrar en el sueño el hombre deja cuanto es posible de ser persona para volverse criatura».
¿De dónde salen esos harapos que brotan sin porqué en el mapa indeciso de la memoria? Ayer, en un autobús, se me apareció de golpe y porrazo la alineación del Real Zaragoza en los años sesenta: Yarza, Irusquieta, Santamaría, Reija… Luego todo se oscureció, volvió a las bodegas insondables del pensamiento. ¿Hasta cuándo?
Entre las numerosas fotografías que en 1926 tomó la americana Ruth M. Anderson en su viaje a Zamora llaman la atención las de una representación de la pasión de Cristo en Villalcampo. La llevan a cabo los campesinos del propio pueblo, vestidos pobremente si hacen de figuras santas; en cambio, los que hacen de judíos aparecen con atuendos llamativos, ricos en adornos como para contrastar contundentemente el Bien (la pobreza) y el Mal (la opulencia). Uno de ellos lleva bordado en las polainas el alfabeto entero (pedagogía textil, diría hoy uno de esos pedantes que utilizan ese vocablo —pedagogía— como quien tira una piedra a la cabeza de quien escucha). Pero quien verdaderamente nos impresiona es ese otro hombre, también un judío, que lleva en la cabeza simplemente unas cuantas espigas pimpantes como las plumas de un indio comanche. Posa serio y de frente para la fotógrafa, sin indicios de jocosidad ni de estar tocado ridículamente. De inmediato, la fotografía me lleva al mundo griego antiguo, el culto a Deméter en aquellos misterios de Eleusis. O, quizás aún más lejos, es un resto de algún rito arcaico ibérico de fertilidad cereal. No lo sé. En todo caso, es una de esas sobrevivencias del mundo pagano que deja su impronta entre las fisuras de la ortodoxia religiosa impuesta. El mundo popular se ayudaba en ocasiones de la sabiduría de la ingenuidad para no perder sus propias nociones de lo sagrado. Por no hablar de su deliciosa manera de sobresaltar sin prejuicios el guion de lo representado. Mi tío Tomás nos contó alguna vez que en su juventud él vio en Alcañices, en aquel profundo Aliste del poniente zamorano, al personaje que interpretaba en el Auto de Navidad al rey Herodes con traje, corbata y una gorra marinera de plato donde se leía «Júpiter». Para que luego se hagan lenguas los clérigos literarios sobre la importancia de la transgresión en las obras de teatro.

Vagamente, envejecen los espejos. ¿O es que somos nosotros los magullados al esforzarnos ante ellos en ser copiados como ya no somos? Sobre nuestro corazón va cayendo el peso muerto de los cumpleaños. Es el tuyo, hijo mío: cuarenta años. Ya conoces la cifra de la vida; sabes de la extensión de la alegría y del estremecimiento que a veces deja la insolvencia de vivir a tientas. Pero sigamos hacia adelante. En medio de una tempestad de nombres, siguen brillando los nuestros. A ellos nos agarramos. Felicidades.
La de febrero, qué luz más informal. Da en las ventanas matinales, aún sucias de sueño. Golpea más tarde contra los huesos fríos de los árboles, pelados por el mordisco del invierno. Entra en casa un momento y rebota sin orden por esquinas de muebles que se encienden y enseguida decaen hacia la oscuridad vegetal de sus colores. Como un picoteo nervioso, por todas partes entra y sale el lametón breve del sol ensayando gamas del resplandor sobre la superficie de las cosas. Y todo es indeciso, todo provisional. Voy haciendo lo que puedo, parece decir la animosa luz de finales de invierno.
LA GRAN HELADA
Revienta el día.
¿Y esta fritura blanca?
Caligrafía.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
0 comments on “Los cuadernos pálidos (45)”