Narrativa

Últimos días de Adonay en la ciudad menguante

Mariano Martín Isabel reseña un libro de Mariano Fuente Blanco, bella historia escrita con amor a la lengua, ambientada perfectamente en el siglo XV y el cataclismo sefardí.

/ una reseña de Mariano Martín Isabel /

Mariano Fuente Blanco ha sido profesor de lengua y literatura. Su amor por la literatura le ha hecho tejer una bella historia; su amor por la lengua, ambientarla perfectamente en el siglo XV (pues sus personajes hablan y piensan con las palabras y giros de la época). El resultado es Últimos días de Adonay en la ciudad menguante: Adonay es el dios de los judíos, pero representa aquí al pueblo judío que vive en Sefarad; la ciudad menguante (que es Segovia) es aquella que «abandona a su suerte a un tercio de sus hijos» y por eso no merece «las hermosas palabras de madre o de patria» (p. 198); y los últimos días se refieren a la ruptura de la convivencia en un mundo donde, para apuntalar su poder, la reina católica decide expulsar a los judíos sirviéndose del hacer implacable de la Inquisición.

La gestación del libro

Abraham de Cárdaba toma su nombre de un pueblecito cercano a la tierra de la que el autor es oriundo: Valtiendas. Es el protagonista de esta historia. El autor, aconsejado por Bonifacio Bartolomé Herrero (encargado del archivo de la catedral de Segovia), ha buscado en el Fontes iudaeorum regni castellae, especialmente en su tercer tomo, para empaparse literalmente, como si de una inmersión lingüística se tratara, del hablar de la época descartando las voces que estuvieran documentadas con posterioridad al siglo XV; por ejemplo, se ha visto obligado a usar «sino» en lugar de «destino»; el diccionario de Corominas, sí, pero también La Celestina, el Lazarillo y el Quijote le han servido para sumergirse, aunque sea a contrapié, en el universo de voces, giros, exclamaciones y pensamientos que retratan la España del siglo XV.

El manuscrito tiene cuatro partes y sesenta y un capítulos; capítulos que el autor, siguiendo la estela de El lazarillo de Tormes, llama «tratados». La primera parte cuenta la vida de Abraham de Cárdaba desde su nacimiento hasta la coronación de Isabel la Católica; la segunda, desde ese momento hasta que culmina la estrategia terrorífica orquestada por la Santa Inquisición; la tercera, la expulsión de los judíos; y la última contiene la justificación del proceder del protagonista desde su propia forma de ver la vida. Todo el texto es una lenta decadencia hacia las sombras donde poco a poco, de manera inexorable, se van soltando los hilos de la convivencia. La tercera parte está interrumpida por unas páginas impresas en tinta roja donde el desgarramiento de la ciudad está encarnado en el propio desgarramiento del personaje.

También ha recurrido el autor a fuentes históricas para restituir urbanísticamente la Segovia de los Reyes Católicos; unos nombres, como si fueran estratos lingüísticos, que aparecen debajo de otros descubriendo lo que estaba oculto para llegar a hacer elocuente el silencio. Precisamente el capítulo 1 habla de los nombres. Unas veces los nombres son indiferentes y no tienen influencia sobre las personas; otras (Vladi, Boris, Angustias, Kevin, Jonathan o Rebeca) son proyecciones de los padres en los hijos y hacen de los hijos espejos de las obsesiones de sus padres; y otras son escudos de protección frente a agresiones exteriores como cuando Abraham Seneor acaba llamándose Fernán Pérez Coronel: simplemente para que las sospechas y delaciones no den con él en los calabozos de la Inquisición, por judaizante; aparte de que el cambio de nombre era también una imposición del poder opresivo.

La historia

Ahora Abraham de Cárdaba se llama Fernán Pérez. Es un pendolista, un escribiente a las órdenes de Abraham Seneor, y acaba de violar una de las reglas de la oficina donde trabaja: la que le prohíbe precisamente escribir fuera de la oficina. Pero eso es lo que más le gusta y Abraham Cárdaba escribirá ya todas las noches, porque (p. 186) «es necesario contar la verdad» (p. 14); «que la oigan los sordos, la vean los ciegos y la sepan hasta los niños». El resultado es un manuscrito que empezó a escribirse en 1496, cayó en olvido durante cuatrocientos años y reapareció en 1937; para perderse otra vez y volver a aparecer, esta vez para siempre, en 2018. ¿Qué verdad es esa que es preciso contar? La historia de la expulsión de los judíos.

Abraham de Cárdaba nace en Segovia y nunca fue «amigo de frecuentar las sinagogas» (p. 22). De las dos escuelas a las que fue, recuerda que en el midrás había «un maestro demasiado riguroso en un lugar demasiado oscuro para un niño demasiado pequeño» (p. 25), mientras que en la escuela donde aprendió a escribir con Abraham Seneor le llamó la atención «la claridad que reinaba en aquella estancia» (p. 37). A los catorce años conoce a Sara, con la que se casará tres años más tarde y con la que tendrá dos hijos: Simón y Ana; de Samuel le sorprende que se aficionara tan pronto «a ir a la sinagoga más de lo que (él mismo) podía comprender» (p. 61).

Abraham de Cárdaba recuerda que la ciudad de Segovia tenía similitudes con Jerusalén (entre ellas, la de estar «rodeada por dos ríos hondos y escasos» (p. 32). En 1467 Segovia es saqueada y martirizada en las luchas entre el infante Alfonso y el rey Enrique IV; Isabel, a la muerte de su hermano, se coronará reina de Castilla; a partir de ese momento ya «la mentira se ha apoderado del reino […]. Doña Isabel», dice Abraham, «es la mentira mayor. Ella, una usurpadora» (p. 67). Luego empieza la campaña de Granada.

Después, las Cortes se reúnen en Toledo y aprueban el Edicto de Apartamiento de los judíos: en adelante los judíos deberán vivir apartados de los cristianos, la judería será marcada con señales y sus habitantes llevarán un redondel bermejo sobre el pecho. En 1484 se establece en Segovia el tribunal de la Inquisición (p. 84) y empieza una cadena de hechos cada vez más inquietantes para Abraham: en Ávila se quema a unos sospechosos en un auto de fe, en Sevilla la judería es arrasada por las turbas, y finalmente Isabel acaba firmando «un edicto que nos hacía extranjeros en nuestra propia tierra» (p. 116): todos los judíos deberán abandonar Castilla en el plazo de cuatro meses a menos que se bauticen. Abraham Cárdaba acaba convirtiéndose, pero antes ya se había convertido Abraham Seneor.

Es aquí donde el manuscrito incluye dos páginas escritas con tinta roja: en ellas se da cuenta la marcha de los que se van y la despedida de los que se quedan; entre los primeros, Samuel reniega de su padre, que a sus ojos se ha convertido en un traidor. Cuando el manuscrito reanuda el relato con tinta negra lo primero que cuenta es el destino de Sara, que hace de su muerte un último acto de rebeldía: se pone las ropas prohibidas, no se pone el redondel bermejo, «mostrando su orgullo de mujer digna, sabedora de que rompía todas las ordenanzas impuestas a los judíos» (pp. 142-143). Su envenenamiento voluntario trae como consecuencia la pérdida del derecho a los honores fúnebres que los rabinos reservan para todos los judíos.

Después Abraham de Cárdaba cuenta los momentos de su conversión: aprende las oraciones de los cristianos, asiste a las ceremonias de Semana Santa, los oficios de tinieblas, y concluye con resignación (p. 152): «fue así como pasé a ser otra persona sin dejar de ser la que había sido siempre», convirtiéndose en «un cuerpo sin alma, un ser inacabado, un gólem» igual que el que aparece en los salmos (p. 169). Al alejarse del judaísmo, Abraham recuerda que nunca había estado demasiado cerca de él, poco amigo de las sinagogas y poco amigo de la kipá, que nunca llevó con agrado y que no le desagradó quemar cuando tuvo la necesidad de quemar (y esto sí que le había dolido mucho) sus libros.

Segovia ya es una ciudad menguante. Una ciudad que disminuye de tamaño expulsando de su seno a un tercio de sus hijos (p. 198). «En los buenos tiempos», dice Abraham de Cárdaba, «invitábamos a nuestros amigos de las otras leyes y todo era gozo» (p. 183). Ahora, en cuestión de fe, nadie tiene por qué hacerle comulgar con ruedas de molino. «Creo únicamente lo que ven mis ojos, lo que se ordena en mi cabeza y lo que siente mi corazón» (187).Y no tiene la sensación de cambiar de religión, «más que de religión» ha cambiado «de ceremonias y de costumbres. Dios y Adonay no son tan distintos como quieren hacernos creer los curas […], los rabís […] y los alfaquís» (p. 204). «Yo soy mi propia ley» (p. 205) y su ley es «la fidelidad a las certezas que brotan de mi corazón, único fundamento» (p. 223). Y cuando se acuerda de sus hijos, que lo habían borrado de sus mentes, él siempre les contestó: «os recordaré cada instante de mi vida» (p. 136). Ahora, que se acuerda de ellos, ya lejos, piensa: «espero que en Flandes y en Constantinopla descubran que saberse miembro del pueblo elegido no te da privilegios ni superioridad sobre los otros […] Yo nunca he pensado así y nunca les transmití esa enseñanza». Todo lo resume en un aforismo del sabio rabí Hillel: «cualquier cosa que te sea odiosa, no se la hagas a tu prójimo: ésta es toda la Ley; y el resto es simple comentario» (pp. 220-221). Frente a la vista corta de quienes no ven más allá de su religión, Abraham de Cárdaba recuerda que su dios Adonay es precisamente «El Que Ve Más Allá» (p. 137).

El destierro

La novela es a la vez sencilla y densa, tan sencilla que todo el mundo la puede entender pues que se expresa en el lenguaje de la gente llana, y tan densa que uno tiene la impresión de que en ella caben todos los temas, que todo es importante: la vida, la escritura, la historia, la tolerancia, las leyendas (sobre todo de origen bíblico), la ética, la crítica a la religión… La historia sencilla de un hombre sencillo, exenta de peripecias, contiene la más recóndita complejidad de la vida como toda la física cuántica cabe en la insignificancia de un átomo; ya advertía Bécquer que, cuando se está enamorado, un libro cabe en un verso. El clamor del destierro nos trae, más que ecos bíblicos, el impresionante coro del Nabucco de Verdi: «cuando me disponía a volver a la ciudad empezaron a rezar. Un estremecedor clamor se elevó de la boca de los gimientes […] Era el último destello de nuestra presencia en Segovia. Nos estábamos apagando» (p. 164); después (p. 167) «la ciudad se quedó suspendida en el silencio […] Como si hubiera pasado un ángel sordo vertiendo cera en los oídos de los vivos y de los muertos».
Algunas leyendas (el ángel exterminador, la cena del rey Baltasar, el gólem) proceden del judaísmo que se contiene en el Antiguo Testamento; otras (como asistir al entierro de sí mismo) no pueden dejar de recordar al Espronceda de El estudiante de Salamanca; la cerca de la judería («esta cerca de ocho arcos […] que nos convertirá en sombras», p. 80) tiene reminiscencias, involuntarias o no, del Hades del mundo griego; en fin, la leyenda del Corpus da pie a un conato de crítica religiosa cuando el autor pone en boca de su personaje la más atinada de las consideraciones: «el escándalo –milagro lo llaman los cristianos-», dice (pp. 190-191). Todo el libro se resume en dos palabras que se necesitan como el anverso y el reverso de una medalla: una infinita compasión por el sufrimiento causado en la gente humilde por quienes mandan, y una llamada a la razón como abanderada del corazón para curar, y si es posible prevenir, los infortunios que recaen sobre los inocentes; en más de un lugar el autor identifica la razón con la justicia, como solía ocurrir en el Renacimiento, y aclara, por si fuera preciso (p. 212), que «la justicia está más allá de las leyes».

Una filosofía del pueblo

Con todo el pensamiento que se desgrana hoja por hoja se podría reconstruir una filosofía; y hasta muchas filosofías contradictorias. Está (Marx) la alienación de «defender aquello en lo que no se cree» (p. 132); la distorsión de las personalidades múltiples, patología bien conocida de los psicólogos, que desgarran al paciente entre vivencias inauténticas («¿cómo se puede ser cristiano de día […] y judío de noche […]? Nadie puede vivir a la vez dos vidas sin enloquecer»: p. 132). Está la huella indeleble de Don Quijote (p. 205: «yo soy mi propia ley», que nos remite a Kant: pues «propia» en griego es «autos» y «ley» se dice «nomos»: autonomía, la clave de bóveda de todo el edificio kantiano que Cervantes resume nietzscheanamente: «sus fueros, sus bríos»). Está Sócrates («no contradigo a nadie hasta que no oigo sus razones», p. 220), está Aristóteles (p. 222: «yo soy la tierra en que vivo»), Nietzsche reivindicando el dolor como estimulante de la voluntad frente a un hedonismo indolente («faltó la costumbre de luchar, porque mi vida era demasiado complaciente»: p. 219). Y todo es una llamada a la tolerancia: «Cristo dice verdades que yo creía antes de creer en él», p. 203; «lo importante es la ley, no sus ministros» (p. 203); o «Dios y Adonay no son tan distintos» (p. 204); lo que nos recuerda a Andrés Laguna clamando contra las guerras de religión, donde la gente combate por la misma cruz pintada de distinto color en todas las banderas. Todo es un alegato contra las tribus en aras del cosmopolitismo: porque lo mismo que «lo monstruoso y lo aborrecible medran en cualquier ley, cualquier tierra y en cualquier clima» (p. 206), igual podemos decir que «entre los judíos, como entre los cristianos, también hay inocentes» (p. 216). Al final todo se resuelve en el imperativo categórico y volvemos a Kant: «Don Justo», dice el protagonista, «me trató tan bien como yo le hubiera tratado a él» (p. 148); esto es lo mismo que predica el judaísmo: «no hace falta estudiar para saber que tienes que tratar a los demás como quieres que te traten a ti […]. Ésta es la única ley: lo demás es comentario» (pp. 220-221). El cristianismo defiende lo mismo, p. 223: «la ley del sabio Hillel es la del amor al prójimo que predicó el Cristo y que, en versión laica, es idéntica al imperativo kantiano y a la voz de la conciencia que reivindicaba Sócrates: «la de las certezas que brotan de mi corazón».

Cuando no se respeta ese sencillo principio, todos los edificios, laicos y religiosos, se desmoronan: entonces la sociedad se disuelve como la madera bajo la carcoma, se rompe la convivencia y el individuo se queda aislado, perseguido y condenado al silencio; así le pasa al protagonista de 1974, vigilado hasta cuando escribe y cuando piensa; por eso escribir, como leer, es un acto de rebeldía. «Todo el Reino es un edificio tan carcomido como yo mismo […] Una presencia sin alma si sus mejores hombres y […] mujeres están paralizados por el miedo, […] la tristeza, […] el abuso» (p. 197). La sociedad se atomiza cuando el pueblo se transforma en populacho, que el autor caracteriza como presencia de «los resentidos, los envidiosos, los más humillados y embrutecidos» (pp. 118-119), y su efecto es doble: por un lado es vida sin alma (p. 151) y por otro «Maldad» que sale «victoriosa contra la Razón y la Justicia» (p. 52), de donde se deduce que la Bondad (así, con mayúscula) es la Razón. Hay un sesgo platónico en la afirmación de una Justicia ideal por encima de todas las justicias que encontramos en la realidad; esta diferencia entre lo puro y lo impuro se caracteriza, respectivamente, igual que lo encontramos en Platón, con la mayúscula y la minúscula.

La intolerancia de los otros y la de los nuestros

Eso le pasa a la sociedad. A las personas les pasa que, como el Nosferratu de Bram Stoker (qué coincidencia que Bram, diminutivo de Abraham, sea también el nombre del protagonista de nuestra novela), sean a la vez seres que han muerto como personas pero siguen viviendo como individuos; como dice Mariano Fuente, «morir nuestra amada» (p. 146) es lo mismo que «ser uno más»; sus propios hijos, sobre todo Samuel, empiezan a ser corroídos por la carcoma de la intolerancia (en este caso no de la Inquisición, sino de la sinagoga) cuando borran a su padre de sus vidas por haberse convertido; porque no saben que «el amor está por encima de las creencias» (p. 136); y no pueden comprender que, si Segovia es para ellos Jerusalén (como lo siente su padre), quedarse es seguir siendo judío (p. 126); y no han descubierto todavía que, si la ley de Dios es la misma que la de Adonay, convertirse no es traicionarse, sino reencontrarse auténticamente consigo mismo por encima de los ritos, de los templos y las apariencias. Quienes no lo entienden así condenan a quienes se convierten a convertirse en no-muertos, hoy diríamos, más que en muertos en vida, en «muertos vivientes»; o, como dicen los judíos, «gólems». «Y fue así como pasé a ser otra persona sin dejar de ser la que había sido siempre» (p. 1452): un ser alienado, como diría Marx. o un ser inauténtico como diría Heidegger. «Fue un tiempo muy largo y oscuro. Todos los días eran idénticos al anterior y al posterior, sin sol ni luna. Algunos de ellos los pasaba deseando la muerte para salir de aquella modorra vana en que se había convertido mi vida» (p. 169).

Sobre el estilo

Todas estas consideraciones convierten a Últimos días de Adonay en la ciudad menguante en algo muy parecido a un evangelio: cuenta una historia sencilla, sin peripecias rocambolescas, y al mismo tiempo transmite una doctrina (sobre todo en su segunda mitad). Y lo hace utilizando analogías, como las parábolas. La escuela de la intolerancia está en manos del «rabí de mozos […] seco como la mojama que no dudaba en golpearnos» (p. 26); y que era, expresándolo en anáforas, «un maestro demasiado riguroso en un lugar demasiado oscuro, para un niño demasiado pequeño» (p. 26). La carcoma se expresa con yuxtaposiciones en forma de asíndeton: «multiplicando las discordias, vecinos contra vecinos, familias contra familias, padres contra hijos, marido contra mujer» (p. 81); porque aparece como un fulgor vertiginoso que nos condena a la lentitud desesperante que expresa el polisíndeton: «apenas comía ni dormía pero no me importaba porque no sentía el cansancio ni la sed ni el hambre ni el sueño ni ningún placer ni ningún dolor aparte de su ausencia insoportable» (p. 170); entre la causa y sus efectos se incrusta una gradación destructora («con los tormentos», p. 108, «cada uno habrá declarado contra sí mismo, luego unos contra otros y al final todos contra todos»). La mayor parte de los recursos son analogías, imágenes, ya en forma de símiles, ya de metáforas: «mi vida se derrumbó de repente como una casa carcomida» (p. 147); «la comitiva» (estamos hablando del destierro) «comenzó a moverse lentamente como una yunta de bueyes que cabecean bajo el yugo» (p. 166); «soy uno que se mantiene en pie cuando la mayoría besa los pies de La Bestia» (p. 171); «miro mi cara en los espejos arrumbados: como raíces venenosas las arrugas se van extendiendo por mi rostro» (p. 185); a veces una prosopopeya (p. 199: «la ruina avanza sobre la ciudad como una maldición o una peste»), una hipérbole («Doña Isabel» -se refiere, p. 112, a la reina Católica- «presumía de que ni las hojas de los árboles se movían sin su consentimiento»). Una sinestesia («en la casa había un silencio espeso que me aterraba», p. 139). Como Ossian, como Pascual Duarte, como el Quijote, el libro está construido sobre el recurso del manuscrito encontrado; y el autor nos engaña doblemente, pues en los agradecimientos menciona a Bonifacio Bartolomé Herrero, encargado del archivo de la catedral de Segovia, lo que nos hace creer que el manuscrito encontrado existe; y lo que en realidad está agradeciendo son los documentos recomendados para aprender a dominar el lenguaje del Renacimiento en un manuscrito que el autor se ha inventado; podríamos concluir diciendo que la historia no es verdadera pero sí auténtica; el texto no fue escrito en el siglo XV, pero es un texto del siglo XV hasta el tuétano de los huesos.

No hay que dejar de destacar una curiosa coincidencia: cómo el expolio se constituye, sin querer, en imagen negativa de la razón poética; «yo mismo compré sin buscarlas», dice uno de los personajes (p. 158), «cosas que los desesperados me ofrecieron por la calle al precio que me pidieron»; la razón que se construye en María Zambrano también consiste en encontrar sin buscar, es un don que se posee con independencia del mérito; «escribir como yo lo hacía», dice el protagonista, «no era un mérito mío del que sentirme ufano sino un don que debía regalar a los demás» (p. 188); esta feliz coincidencia en la ciudad de Segovia, escuela, si no cuna, de Zambrano, entronca sin duda con el sentir del propio personaje (y también del autor) que se descubre tocado por la musa; y consciente de que es un don, que le ha sido dado por la naturaleza, deja claro que la misión del escritor no es presumir de él y regodearse en la pedantería, sino regalárselo a quienes han nacido sin ese don. Eso nos remite al último de los temas que evocaremos aquí: la necesidad de hablar por los que no tienen voz.

Los que no tienen voz

Todo el relato se entiende desde la prohibición de escribir que establece la Inquisición. La escritura (ya en la página 19) nos restituye nuestra integridad, y toda la novela es el relato sereno que el protagonista hace de su propia vida; lo hace desde una triple profesión, el empirismo, el racionalismo y el emotivismo, en los que se aúnan las figuras de Hume, Descartes y San Agustín: «creo únicamente lo que ven mis ojos, lo que se ordena en mi cabeza y lo que siente mi corazón. Y no siempre» (p. 187); porque la verdad es correspondencia (Aristóteles), coherencia (Euclides) y amor (Don Quijote y San Agustín). ¿Y cómo se transmiten las verdades? Recurriendo a los tres grados en los que se presenta el conocimiento: lo que sé, lo que deducimos y la interpretación del interlocutor (Ortega); «lo más indicado es que cuente por menudo lo que sé, que exponga lo que Sara y yo dedujimos y que deje a la interpretación del lector lo que no sabemos» (p. 95); el empirismo y el racionalismo se deben completar con el perspectivismo.

Todo desemboca en una metodología muy parecida a lo que fueron las confesiones de San Agustín. «¿Por qué escribo a la luz de un candil?» (p. 216), se pregunta el protagonista, y se contesta así mismo (p. 218): «éste es el tiempo para repasar los buenos y malos pasos de mi vida […] ahora ese es el momento en que hablo con estas páginas». Lo mueve un triple propósito: contar las cosas, llegar a las causas y luchar por la causa; describir, explicar y prescribir; «cuando comencé a escribir sólo quería referir ciertos momentos de mi vida […] pero los renglones y los días me han llevado de una cosa a otra hasta descubrir la causa por la que […] agarraba la pluma y el tintero con la pasión con que un caminante sediento se inclina sobre una fuente»; luego «supe que mis palabras me habían llevado […] más allá de mi propia historia», hasta el libro de los Proverbios: «abre tu boca, juzga con justicia, y defiende la causa del pobre y del menesteroso» (p. 222); por eso descubre que «era necesario ejercer sin pérdida de tiempo el único talento con que nací» (p. 223). Es una época (pp. 178-180) en que arden los libros, esos tesoros escritos, y por culpa de los incendiarios se extiende, con el resplandor de los libros, el olor del pergamino. Una época marcada por el crimen de leer, donde hasta La Biblia ardía si no era la Vulgata. La vida es ignorancia si crece en medio del crimen de leer. Y… sí: cuando el soporte desaparece es cuando el mensaje brilla más, porque los libros resplandecen, mal que pese a quien los quema, allí donde los pergaminos se hacen polvo y desaparecen en la nada.

En conclusión

El personaje es un pendolista. Un artesano encargado de escribir con letras artísticas. Pero cuando la prohibición de leer se abate sobre las personas, surge inesperadamente una nueva dimensión de la escritura, más allá de la belleza de los significantes: la transmisión, igualmente bella, de significados, escindidos en ideas y sentimientos; la denuncia; el interés por el mensaje que transportan los signos; el interés por el significado se transfiere entonces a sus significantes, y ahí es donde el fuego quema las letras pero alumbra las palabras con su resplandor. En fin, todas las filosofías, hasta las más complicadas y aunque sean contradictorias unas con otras, están de modo intuitivo en las expresiones más sencillas (quizá por eso más contundentes) de la gente llana, pobre y anónima. Uno acaba con la sensación de estar un peldaño por encima de las cosas vanas; con Adonay tendremos que contar, si Dios no lo remedia, de aquí en adelante; una sensación que hace imposible no acordarse de José Antonio Abella, que en Yuda nos ha hablado de quienes se fueron cuando Mariano Blanco nos habla de quienes se quedan, en el aciago día en que los judíos fueron expulsados de Segovia. Quizá por eso, y tal vez a modo de homenaje, uno de sus personajes se llama precisamente Yuda.


Últimos días de Adonay en la ciudad menguante
Mariano Fuente Blanco
Derviche, 2019
204 páginas
14,50 €

LagunaDeLibros | Biblioteca IES Andrés Laguna

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).

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1 comment on “Últimos días de Adonay en la ciudad menguante

  1. Gracias por un comentario tan detallado y extenso del libro, parece interesantísimo. Si tengo ocasión lo leeré. Gracias!

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