Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (46)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago el maullido de un gato negro de irreales ojos amarillos o la escayola de la nieve en las montañas distantes.

textos de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez

Durante el viaje comienza a verse la nieve escayolando todo. Primero la vertiente norte de algunas montañas, luego ya laderas inmediatas y cunetas ocupadas por esta secreción que poco a poco lo va dominando todo con la herida de su resplandor. En el puerto de Pajares el escenario es ya muy fuerte, casi inaguantable, con el exceso mortal de lo que supera la resistencia de la mirada. Así entró marzo, cargado de úlceras blancas y orillas ocultas bajo el dulzor sin nombre de lo sobrevenido.


El cuartel fue en su día palacio que oyó una vez quejarse a un rey del mundo. Queda aún ese patio, donde conversan armas exhibidas en las paredes, y largos pasadizos de bóvedas capaces de aplastar el aliento menor de nuestros apellidos mientras los atravesamos. Ese es el lugar elegido por alguien para presentar un libro de clínica literaria. Allá que fuimos a escuchar. Cuando le toca el turno, el escritor se apresura a mostrar su ilusa complacencia porque la sala está llena. Flanqueado por tribunos universitarios y militares con graduación, eso dice una y otra vez con voz segura. No sabe qué lejos está toda esa liturgia del acto ensimismado y lleno de pobreza que es leer. Pocas experiencias de intimidad como la de la lectura. En cambio, estos actos de atrezzo rutilante solo sirven para dilapidar la verdad de la pasión lectora. Terminado el acto, todavía oí hablar por teléfono al conspicuo autor: «¿Te fijaste? La sala estaba llena, ni una silla vacía». Hay escritores así. No permiten que nadie lea su libro a espaldas suyas. Necesitan tener a sus lectores acuartelados durante un rato delante de ellos. Pasan revista mentalmente para ver quién falta. Exigen que se les hagan preguntas que inflen un poco más su pechuga literaria. Preguntan al final cuántos ejemplares se han vendido. Son los autores locales.


Mientras dura la noche, todos los seres descansan de su nombre.


El guante —alguien lo puso así— resiste erguido como un muñón en el antepecho de un escaparate. Vacío de su mano, parece administrar un saludo fallido o una súplica muerta a cuantos pasan a su lado sin detenerse. Me pregunto dónde hará lo mismo su gemelo, en la ignorada simetría de las dislocaciones de la vida.



Solo por unos minutos, en estas últimas tardes del invierno, una luz rosa enciende y templa las ramas del árbol que se ve desde el ventanal. Árbol aún desdentado; tan solo una alambrada todavía. Pero por unos instantes cada tarde con el brillo rosa de las encías desnudas de los niños.


En algunas esquinas de las ciudades suceden cosas. Hay que acertar con ellas para sentirse recibido del todo como un habitante natural del lugar. Se debe preguntar a los que ya andaban por aquí antes que uno. ¿Qué ocurrió aquí, qué se pudo ver justo en este ángulo entre dos fachadas desentendidas? Vendedores de lotería voceada, hombres grasientos que salen de sus talleres para conversar fumando ahí mismo, buhoneros de quisicosas oscuramente adquiridas, ancianos puestos al sol para mitigar el sabor de las últimas desolaciones… Un almanaque de palabras y gestos contrarios a la dirección oficial de la ciudad en que suceden. Apenas nadie los advierte. Pero son estos seres quienes fundan las certezas secretas sobre las que nunca se apoyarán los vértices de las detestables crónicas de lo local.



Dos predisposiciones radicalmente opuestas. La diferencia entre el ritual de ir al cine a ver una película o hacerlo en casa, convirtiéndolo en una operación doméstica más. En el cine hay indefensión y azar; oscuridad y el respingo de coincidir fuera de sitio con seres vagamente desconocidos; también hay —no siempre, no del todo— una anuencia unánime: no hablar, no molestar, renunciar a las imposiciones de la vida inmediata, desaparecer: solo ha de existir aquello que sucede en la pantalla. Así, desvinculados del todo del mundo social, asistimos a la historia que se nos cuenta con la amenaza tácita de quedarnos prendidos de ella y no regresar ya a nuestra existencia anterior. Lo real está ahora en la pantalla; lo exterior ha perdido certeza y contorno. Pero en casa, en nuestro mundo seguro, con el olor aún flotando a la tortilla de la cena reciente, entre ceniceros llenos, facturas abandonadas sobre una mesa y cachivaches a medio arreglar que nos esperan, la realidad de la historia que empezamos a ver en la televisión se abarata, se desvanece enseguida. El entorno doméstico se impone, nos recuerda que aquello que se está viendo no es más que un simulacro ocasional que se ha entrometido en nuestro orden de vida pero sin molestar demasiado; incluso podemos sujetar su tiempo a nuestro antojo para asegurarnos de que somos nosotros los dueños de eso que estamos viendo. Y entonces detenemos la historia porque nos vamos a levantar a comer algo, atendemos una llamada de teléfono, vamos al baño… Pretextos para no abandonar los vendajes de la vida diaria. Nada que ver con sumergirse a ciegas en una sala oscurecida y perder pie y  mirada para todo menos para lo que se nos quiere contar en el universo de la pantalla: lo único que existe. Qué bien entendí de siempre a Jorge Praga, incapaz de aceptar una película fuera de esa disidencia que es entrar en el cine como quien sabe que siempre le está esperando un abismo «a costa de la quiebra de las convenciones sociales», como dice el autor asturiano en La belleza del afuera.


CUATRO, CINCO MANOTAZOS CONTRA EL AGUA

I

Es poner la primera palabra en el papel y entrar ya en él la niebla. A tientas empezar una travesía, colocar ciegamente palabras como tablas de un puente donde apoyarse a duras penas. Seguir hasta el final tanteando, hasta que el camino queda cortado. Entonces volver la cara y comprobar que ya no se puede regresar; no hay otro remedio que seguir picando en la oscuridad hacia cualquier parte. La brújula del poema es la desorientación.

II

El milagro no es el poema que ha aparecido ahí —¿cómo?— y permanece a ojos vista; el milagro es seguir uno vivo, tambaleante, húmedo y extraño tras la experiencia de perturbar el mundo de las palabras. ¿Qué más puede hacerse ahora? Saltar a lavarse las manos al reino de la mudez; si alguien te tendiese la mano, ¿te atreverías?

III

En todo esfuerzo de escritura ha de haber algo parecido a una conminación, algo como una llamada poderosa en el silencio de la noche. Si no es así, todo queda en mero ejercicio de decoración, en «crema verbal batida» como alguna vez dijo Poe.

IV

Todo poeta, si lo es, tiene que sentir que cuando el poema avanza, el lenguaje se va perdonando a sí mismo mientras es evacuado hasta los límites del papel.

y V

No, el poeta nunca es un invitado del lenguaje. Es más bien un intruso. Entra furtivamente en la entraña de las palabras y husmea por allí sin permiso, llega a tocarlas torpemente hasta amortiguar su luz. Está más cerca del voyeur o del manazas que de un oficiante lleno de solvencia. Solo por eso, debería huir de esa presunción de presentarse ante el mundo acreditado con un oficio de resonancia social. No hay oficio sino destino y pasión, una pasión que tiene que ver más con el pudor que con el orgullo; su currículo, desplegado en solapas y en flamantes notas biográficas, debería estar más cerca de ser una ficha policial o un historial clínico nefasto que una panoplia con méritos de estirpe.



La noche y sus ventanas encendidas. La respiración de la ciudad parece subsistir en ellas, que garantizan de manera vicaria que todo sigue ahí a pesar del colapso de la luz («Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche», escribió Lorca). En el regreso tranquilo a casa me voy deteniendo a veces frente a ellas. Al trasluz de los visillos cruzan siluetas veloces sobre la fosforescencia entrevista de las televisiones. En la negrura de las fachadas, la tromba amarillenta de las ventanas encendidas da confianza, muda tranquilidad en el repelús de la oscuridad irremediable.



Lavar un coche justo el día que empieza la primavera. Otro signo de resurrección para creer en lo nuevo. El hombre tranquilo de la gorra es quien se encarga de todo. En cinco o seis galpones, con resignación de animales estabulados, permanecen automóviles abiertos, a punto de ser enjabonados y abrillantados («agua osmotizada», advierte un letrero) por hombres y mujeres que meten monedas y dan manguerazos a diestro y siniestro como quien traza sobre las carrocerías el garabato de una absolución. Nuestras posesiones nos prolongan, así que abrillantar nuestras máquinas es también una labor de limpieza de nosotros mismos. Así nos perdonamos. Eso creemos.


En Fasgar, pueblo perdido en el Camino Olvidado de Santiago, hay rótulos numerosos con nombres de calles desiertas (Calle el Medio, Calle la Fuente, Calle el Canalón, Plaza de la Constitución). En nuestro paseo de media tarde no nos cruzamos con nadie. Tan solo un gato negro de irreales ojos amarillos nos acompaña un rato maullando sin compás. En una fachada hay un cajetín de madera para anunciar las esquelas pero está lleno de roña y muy astillado por el frío y las lluvias. En el pueblo no hay ni siquiera muertos. O es que lo están todos, como en Comala, y ya no queda nadie que pueda anunciar nada. Para qué. Todo anuncio implica un futuro y aquí no lo hay. El triunfo sobre la muerte a veces se logra así, evitando nombrarla. Nos marchamos. Y solo quedaba flotando en todo la flor seca del abandono.



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Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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