/ una reseña de Manuel Fernández Labrada /
Hoy en día, con los ordenadores y la realidad virtual a la vuelta de la esquina, puede resultar difícil hacerse una idea de lo que representaban en el pasado las atracciones de los parques feriales. Aunque todavía subsisten ―al igual que el circo o la ópera―, su relevancia en la cultura popular se ha visto bastante disminuida. En el cuento maravilloso La caja mágica (Die Kukkasten, 1817), de La Motte Fouqué, un diablo disfrazado de feriante se valía de un cajón de dioramas para camelar y raptar a un niño curioso, de manera similar a como el célebre flautista de los Grimm se servía de la música para vaciar de gente menuda las calles de Hamelín. En la actualidad, la seducción más peligrosa nos acecha en móviles y ordenadores, y los artesanales dioramas de antaño, que nos permitían ver escenas del mundo entero, modeladas en relieve, han sido ampliamente sobrepasados por las posibilidades de Google Maps, una herramienta virtual tan pedestre como práctica. La poesía de estos entretenimientos populares, su valor simbólico y testimonial, siguen, sin embargo, latentes para quien sepa apreciarlos. El bello libro que acaba de publicar WunderKammer, Ferias y atracciones, de Juan Eduardo Cirlot (1916-1973), es una invitación a sumergirnos en ese mundo de maravillas y evasión que constituían las ferias y parques de atracciones de hace más de medio siglo: un pasado que, por muy remoto que nos parezca, no ha perdido un ápice de su poder de fascinación. Casas de la risa, grutas mágicas, caballitos, brujas y demonios, domadoras de pulgas, autómatas, adivinos y otras varias especies «en peligro de extinción» pueblan sus páginas. El placer del lector, joven o más adulto, está asegurado. Porque este librito de Cirlot es también un parque de atracciones, un gabinete de sorpresas y curiosidades, un carrusel que dibuja su propio recorrido circular y del que nos dolerá apearnos en el último capítulo.
Ferias y atracciones (1950) fue publicado originariamente por la editorial barcelonesa Argos en una colección titulada Esto es España. Rotulada como Biblioteca gráfica de la vida, arte y costumbres de nuestro país, la serie atendía a un amplio muestrario de temas: miniaturas medievales, monumentos romanos de Hispania, títeres y marionetas, tabernas, las Fallas… El título de Cirlot entraba de lleno en ese ámbito de divulgación y/o de atención a la cultura popular que definía a la colección, no exenta de profundidad y rigor. Las minuciosas clasificaciones y descripciones de las atracciones feriales que nos brinda Cirlot tienen parecido carácter al de aquellas que los folcloristas dedicaban a fenómenos populares en vías de extinción que resultaba urgente conservar. El autor del Diccionario de símbolos pretendía descubrir, además, bajo su corteza aparentemente modesta y trivial, un significado trascendente. Su palpable fascinación por el ferial la compartía Cirlot con otros muchos escritores, filósofos, artistas plásticos, músicos o mitólogos, cuyas citas enriquecen muy oportunamente Ferias y atracciones. A este respecto, merece una especial mención el prólogo escrito por Enrique Granell para la presente edición, Un lugar infernal: un magnífico estudio preliminar que hace justicia a la profundidad e interés del texto de Cirlot. Acompañado de sus particulares fotografías e ilustraciones (complementarias a las del propio libro), el ensayo de Granell analiza tanto el texto de Cirlot como sus antecedentes, fuentes artísticas y literarias, así como el contexto cultural en el que se gestó. Tampoco se olvida de pintarnos el ambiente de los feriales que visitó el poeta (Apolo y Tibidabo), informarnos de los filmes que pudieron influirle, darnos detalles de la primera edición del libro o, incluso, comentarnos algunas de sus ilustraciones. Todo lo necesario, en suma, para adentrarnos con garantías en ese intrincado «jardín demoníaco» ―así lo define Granell― que dibuja el libro.
Para Cirlot las ferias y recintos feriales eran una auténtica tierra de maravillas al alcance de todos; un abanico de vivencias virtuales avant la lettre, con trampa y cartón, que nos permitían montar en avión, navegar en barco o viajar en tren por un módico precio; hacer turismo por el mundo entero sin salir de la ciudad o vivir aventuras terroríficas sin correr riesgo alguno. Esta atractiva y multiforme feria urbana era para Cirlot un fenómeno popular que hundía sus raíces en un triple sustrato: los espectáculos de ilusionismo, el circo y las antiguas ferias rurales. Un mundo de excepción regido por la diosa titular de la rueda, el símbolo por antonomasia del eterno retorno, omnipresente tanto en el recorrido circular de muchas de sus atracciones como en la propia herramienta de locomoción. El movimiento continuo y circular se traducía, además, en una suerte de inmovilidad dinámica que delimitaba un espacio donde el tiempo transcurría de manera diferente, cargado de una mayor intensidad; potenciado en ocasiones por el pandemónium cacofónico de esas cien músicas diferentes que se escuchan a la vez y nos provocan un estado casi de trance, y que al autor de Ferias y atracciones le recordaban las composiciones politonales de un Stravinski o las máquinas ruidistas de los futuristas, como aquella que Richard Strauss incluía en su Don Quijote. En el pensamiento de Cirlot, lo culto y lo popular se ilustran mutuamente.
Al igual que la singladura de Eneas a las tierras infernales se vio precedida por la consulta a la adivina de Cumas, Juan Eduardo Cirlot inicia la suya visitando las sibilas de cartón piedra y las máquinas expendedoras de pronósticos que vaticinan el futuro apretando un botón. Y sin embargo, ¡qué lejos estamos del siniestro dramatismo de los augurios de Cesare, el esclavo sonámbulo del doctor Caligari! La cita de un impagable folleto de adivinación dirigido a un varón ―cargado del rancio machismo que caracterizaba la época― mueve a Cirlot a insertar a continuación, con cierta malicia, unos versos de La Tierra Baldía de Eliot (los referidos a la tarotista Madame Sosostris, en el poema El entierro de los muertos). El humorístico contraste entre el exquisito poema y el chusco vaticinio define a la perfección el alcance de un texto en el que la sabiduría del hombre culto traza un contrapunto continuo al espectáculo popular. No muy alejadas de las artes adivinatorias encontramos aquellas otras atracciones basadas en el ilusionismo y la magia. Es el espeluznante dominio de las cabezas parlantes (como también, de las cabezas sin cuerpo) y las inescrutables manipulaciones de los prestidigitadores. La trágica figura de la ayudante del mago, que resucita tras morir atravesada por las espadas cruzadas, le vale a Cirlot como símbolo del eterno retorno, a la par que hace aflorar en su imaginación a la pálida y dubitativa sombra de Hamlet, perdida entre el ser y el no ser.
Las atracciones que más han sufrido el paso de los años son, qué duda cabe, las que se fundamentaban en los dioramas en movimiento y vistas fijas: escenarios que, a modo de belenes profanos, se disfrutaban aplicando el rostro a un estrecho visor que se encendía introduciendo una ficha. Cada diorama poseía un título particular, ambicioso y rimbombante, que hoy en día nos hace sonreír: Los secretos del mar, La grandiosa tempestad, Bellezas femeninas… Entretenimientos añejos ya para la época en que los describía Cirlot, que se deja llevar por una suave ironía al detallar sus vetustos escenarios, tan ingenuos como inquietantes, decolorados por el paso del tiempo, candidatos ya a ocupar un honroso lugar en museos y colecciones junto con las linternas mágicas y los kinetoscopios. La serie de los autómatas primitivos pertenece también a ese mismo pasado ya extinto, no por ello menos sugerente: bailarinas, payasos (como el Autoclown), adivinos, la Cenicienta, Pierrot, Maurice Chevalier… Muñecos mecánicos imbuidos del carácter siniestro que Freud señalaba en algunos cuentos de Hoffmann, gran aficionado a dar entrada, en sus relatos más inquietantes, a toda clase de autómatas. Cirlot subraya el lado oscuro de estos seres sin alma atrapados en cajas de madera o cartón, detentadores de una vida intermitente y ciega, a los que compara en desventaja con los más libres y artísticos títeres y marionetas. Otro testimonio de este mismo pasado sin posible retorno es el valioso conjunto de fotografías ―algunas en color― que enriquecen el libro, expresamente realizadas y reunidas para la edición de 1950 por Agustí Centelles. Ilustraciones que el transcurso del tiempo ha impregnado de un ingenuo aroma vintage que no les resta interés documental, como tampoco una suerte de encanto primitivo y popular.
Entre los numerosos y variopintos entretenimientos que colman el ferial, aquellos en los que se manifiesta de manera más evidente el reinado de la rueda son, obviamente, los que dibujan un recorrido circular o la emplean como herramienta de locomoción: ruedas aéreas y norias, caballitos, olas, montañas rusas… Atracciones mecánicas bien conocidas por todos, que han resistido el paso del tiempo y continúan muy vivas en la actualidad. Relacionadas con ellas, aunque formando un grupo aparte, sitúa Cirlot a aquellas otras que «implican cierta agresividad optimista», y que «más que para soñadores están hechas para una pequeña lucha». Es el mundo de los autos de choque, grandes columpios y barcas con motor que navegan por estanques poco profundos. Pero existe en la feria una tercera categoría de atracciones mucho más imaginativas, quizás las preferidas de Cirlot. Tanto si las recorremos a pie como montados sobre un vehículo provisto de ruedas, disponen de un escenario propio y fantasioso, en ocasiones laberíntico, siempre lleno de sorpresas, aparentes peligros y sobresaltos. Son las denominadas casas de la risa, grutas mágicas y el autovía. Su denominador común es el derroche de imaginación y fantasía con que han sido concebidas. Estamos en el mismo corazón de la feria, en su centro más significativo, sobre todo en lo que concierne a las denominadas grutas mágicas, entretenimiento que configura para Cirlot un verdadero viaje iniciático a través de los cuatro elementos: un «mundo draconífero» preñado de simulacros terroríficos e imbuido de una atmósfera cercana al Nibelheim germánico o al Inferno dantesco.
En el amplio inventario que recoge Ferias y atracciones no faltan tampoco las barracas consagradas a la exhibición de las habilidades del público, que fluctúan entre las del que dispara con buena puntería a un blanco, fijo o en movimiento, y las del que arroja o golpea con la fuerza ciega de su brazo. Entretenimientos no exentos de una cierta brutalidad atávica, en los que resulta posible hallar restos de un racismo felizmente superado (como ese vergonzante tiro al negro descrito por Cirlot). El parque de atracciones anda lejos de ser un espectáculo cerrado o estático. La rueda divina que lo rige siempre está a tiempo de incorporar, por así decir, radios nuevos: hombres orquesta, domadoras de pulgas, perros matemáticos… También, quizás, de desechar otros. A la atenta mirada de Cirlot no se le escapa nada, ni tan siquiera la modesta poesía de los premios de barraca, que en su forzosa pobreza poseen un gran poder de evocación. Depositarios de una emotividad especial, «acuñan en sí la modalidad anímico-material del ambiente», resumiendo, a modo de tótem o fetiche, toda la poética del universo ferial en el que han sido concebidos. Un poder de sugestión que comparten con este bello y profundo libro que tantas vueltas ha dado en nuestras manos y cuyas páginas vamos a cerrar ya. Transcurridos más de setenta años desde su fecha de publicación, Ferias y atracciones tendrá para muchos de sus lectores el valor de un billete de ida y vuelta: el que suma al recuerdo de una experiencia de infancia la sabia y atenta mirada de un poeta como Cirlot. Un retorno al pasado que no se fragua tanto en nostalgia como en un reconocimiento más sutil.
Extractos del libro:
«En algunas grutas, el paralelismo alcanza regiones más hondas. Se ha expresado sucesivamente la presencia de cada uno de los reinos y de los elementos. Parece como si se profesara un evolucionismo a lo Scheler. El viaje aéreo equivale al elemento aire; jardines orientales con profusión de fuentes, al agua; las grutas rocosas, castillos y otras edificaciones, a la tierra; hogueras, visiones del infierno, al fuego. Finalmente, después de vegetales y animales, se llega a la habitación luminosa en la que todo se transfigura.»
«Protagonistas de algunos dioramas unas veces, encerrados otras en urnas que contienen, sin escenario, sus cuerpos articulados y severos, los muñecos mecánicos son una tribu emparentada con títeres y marionetas, pero que se distingue de ellos por su tristeza y por la gravedad de su destino. Si los títeres y marionetas tienen voz, aunque prestada y pueden moverse libremente, aunque bajo la presión de las manos humanas y, sobre todo, viven al aire libre, los muñecos mecánicos están, como momias, guardados en sus cajas verticales, en sus pequeños teatros de una sola escena, y muy breve por cierto. El contraste tragicómico de títeres y marionetas desaparece en ellos para llegar a ser tragedia pura, hecha de feroz determinismo.»
«Entre las cosas que suele presentar el ilusionismo ninguna más emotiva que la cabeza parlante. Cervantes habla de ella en Don Quijote y, a su propósito y con razón, de encantamientos. Todos los que hemos visto esos mágicos bustos, o esas cabezas que terminan secamente en donde algunas damas ponen cintas en lugar de collares, recordamos esa emoción incierta como algo que no sabemos si fue de veras visto o solamente soñado. El tema ha interesado a muchos artistas: Max Ernst se ha preocupado de esos seres que, a pesar de la similitud física, nada tienen que ver con los angelitos de Murillo, cuyas alas nacen en el extirpado cuello, sino que se relacionan mejor con las trágicas quimeras griegas, con las sirenas de Böcklin, siempre ahítas de humedad, locas a fuerza de padecer dualismo.»

Juan Eduardo Cirlot
Wunderkammer, 2023
136 páginas
21,90 €

Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica. Ha colaborado con la Universidad de Granada en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Es autor de diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro. Entre sus últimos libros de narrativa publicados figuran: Elrefugio (2014), La mano de nieve (2015), Ciervos en África (Trea, 2018) y Al brillar un relámpago escribimos (Trea, 2022). También escribe en su blog de literatura, Saltus Altus (http://saltusaltus.com).
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