/ una reseña de Mariano Martín Isabel /
El autor
Alfonso Santistevan ha sido director, autor y actor, por ese orden. Entra en el TUC, el teatro de la universidad católica de Lima, pero lo que le interesa no es tanto la actuación como la dirección; por eso busca a los directores para llevarles el café mientras ve cómo trabajan. Después, a raíz de El caballo del Libertador, descubre la escritura de creación colectiva antes de comprender, de la mano de José Sanchis Sinisterra, que «un autor tiene la obligación de pensar escribiendo»; porque el teatro, aunque sea trabajo del cuerpo, ha sido antes trabajo del texto. La vuelta a la actuación se produce cuando Alfonso pierde a Maritza.
Conoce a Maritza Gutti en 1980. Maritza se convierte en su musa, su compañera de aventuras y su pareja, hasta su muerte en 2002; hay que esperar a 2009 para verle volver a escribir porque escribir para él había sido siempre trabajar con Maritza. Martiza fue, según sus propias palabras, «una inspiración», siempre significó «un mundo poético que me nutrió y abrió mi sensibilidad». Concibió La puerta del cielo cuando ella aún vivía; y la tuvo bailando en su mente, gestándose a fuego lento, hasta que la terminó de escribir casi diez años después de su muerte. Desde entonces decidió que iba a escribir más y actuar menos. Pero Maritza nunca ha dejado de ser la referencia de su vida.
Juntos desarrollaron proyectos pedagógicos, reflexionando conjuntamente sobre la pedagogía teatral. Maritza fue actriz en El caballo del Libertador, Pequeños héroes, Vladimir, entre 1986 y 1992. Desde 1972, durante veinte años, Alfonso Santistevan vivió, o más bien malvivió, del teatro; también enseñó dramaturgia. Acudamos a su propio testimonio: «hice varias cosas en ese tiempo: enseñé, escribí para la televisión y, por supuesto, hice teatro comercial, como actor y como director. Hice todo eso. Y me di cuenta de que no era lo que yo había soñado cuando empecé a hacer teatro. No, no era eso». Entre 1999 y 2005 escribe dos teleseries para televisión. Después, para ganarse la vida, empezó a trabajar en publicidad.
Entretanto descubrió que lo que de verdad le interesaba era todo lo que tenía que ver con lo peruano. No «los temas folklóricos ni patrioteros», no le interesaba el Perú, sino los peruanos: no las construcciones simbólicas de la sociedad, sino, como diría Unamuno, la gente de carne y hueso.
El caballo del Libertador
Un día Maritza Gutti le propone que la observe mientras entrena; y era un tiempo en que observar el entrenamiento de los actores formaba parte de los intereses de «Cuatrotablas», la compañía en la que ambos colaboraban; Maritza trabajaba con el cuerpo sobre un poema que hablaba de los caballos y Alfonso lo apuntaba todo en una libreta. Un día escribe la frase «El caballo del Libertador» sin saber qué significa, ni a cuento de qué viene, pero esa frase, o más bien esa imagen, captura su mente; atapado por ella se pone a investigar sobre simón Bolívar.
Paralelamente quiere romper la barrera que se ha venido levantando entre «el teatro de texto y el teatro de no-texto»: inmediatamente convoca a José Enrique Mavila, actor que viene del teatro de texto, y a Maritza Gutti, que es más bien una actriz del teatro del cuerpo. Entonces empiezan a investigar, Alfonso escribe un relato, se lo da a leer y los emplaza a trabajar sobre él, a ver qué sale. Cada uno elige los colores, las imágenes y los objetos que cree que son de su personaje, alquilan un espacio en el local de Cuatrotablas en Barranco y empiezan a improvisar: de esa primera improvisación sale la primera escena de El caballo del Libertador.
Las fases de la creación se encadenan inmediatamente: improvisación con Alfonso tomando notas; al día siguiente Alfonso prepara el texto; un día más tarde montan la escena a partir de lo que han improvisado; luego vuelven a improvisar y preparan la siguiente escena. En dos meses estaba montada. El impacto en el público (corría el año 1986) fue enorme.
Vladimir
Vladimir fue la última obra que escribió antes de trabajar en publicidad. Surgió en 1992, a raíz de la invitación para participar en Barcelona en el taller de José Sanchis Sinisterra. Empezó a escribir sin saber de qué, simplemente sentarse a escribir y «a ver qué sale». Como en El caballo del Libertador, todo surgió de una imagen: «Surgió de un muchacho que está viendo su zapato, y otro le dice: Qué pasa. No, no está roto. Y lo empieza a amarrar. A mí me encantó, porque me pareció muy beckettiano. Y lo dejé ahí. A todo esto, yo había dirigido en el Teatro Nacional Popular Esperando a Godot. Yo amaba a Beckett».
«A mí me pareció fantástico ese chico al que se le rompe el zapato […]Al día siguiente retomé la escena y empecé a darme cuenta de que había ahí unos personajes. Ese chico tenía una madre, la madre tenía un problema […]un día, sin yo darme cuenta, tenía escritas unas veinte páginas […]le digo a Maritza: Lee esto. Lo leyó y al terminar tenía lágrimas en los ojos. Yo me quedé impactado, muy impactado […]me di cuenta de que tenía una obra y fijé la fecha del estreno». Causó mucho impacto en Perú. Vladimir fue publicada en la revista «Textos de teatro peruano» y se representó en Lima, Arequipa, Huancayo, Cuzco y también en la universidad. Durante dieciocho años Alfonso Santistevan ha sido profesor de teatro en la Escuela de Teatro en la Universidad Católica y en la facultad de Ciencias de la Comunicación. Vladimir representa una transición fundamental en la obra de Alfonso Santistevan: el momento en que se introduce el desencanto en la idea romántica de la Revolución; una idea a la que muchos habían entregado, acaso ingenuamente, lo mejor de sus vidas.
La obra
Estamos en presencia de una obra en donde el personaje (¿quizá también el autor?) ajusta cuentas con el pasado. Lo dice la protagonista buscando las fotografías que mejor resumen su vida: «las fotos más importantes son las que quedan acá. (Se toca el lugar del corazón). ¿O acá? (Se toca la frente)». Vladimir no es un drama brechtiano; apela al sentimiento, pero no hasta el extremo de perder la cabeza: Vladimir no es una telenovela, y lo suyo es buscar qué ha pasado con la maraña de hilos que entretejen el pasado, ahí está su dimensión trágica: «buscar, no encontrar».
También flota sobre los personajes, como un destino, el fantasma de la Idea; ser joven en esa época era poco menos que estar predestinado a ser marxista. Pero hay, frente a este ambiente trágico, una búsqueda de futuro donde los personajes quieren ser libres. Esta obra, antes que tragedia, es un drama; los personajes no saben qué será de ellos pero saben que, sea lo que sea, será lo que decidan; no lo que decida la época.
Como un Hermes bifronte, el protagonista es un continuo de madre e hijo que, lejos de ser figuras complementarias, son apariencias de la misma figura. La síntesis de estos dos personajes nos da un personaje único que lucha contra el destino, que es el verdadero antagonista; y el destino es la Revolución por la que viven, pero también la realidad alienante en la que viven.
También el antagonista es un Hermes bifronte: el Che Guevara y el viejo Ancieta (el casero, que les cobra un alquiler desorbitado), que encarnan, como las dos caras de una moneda, la presencia antagónica de la realidad. Los gringos son las prolongaciones del viejo Ancieta; las canciones de lucha y el propio nombre del protagonista son las prolongaciones del Ché: que es la prolongación, a su vez, del padre de Vladimir. El protagonista vive el desgarramiento entre dos mundos, el futuro en que se creía se ha roto y con él se rompe la vida; y con la vida, también, se rompe la persona: como unas zapatillas viejas.
Cuatro temas podrían articular la obra: la realidad rota, el caos, la fe y el desengaño; el cuerpo lo constituyen un prólogo y un único acto en el que se pueden identificar las transiciones entre escenas. El resultado es un canto escenográfico a la sencillez máxima, porque en ese cuerpo desnudo se visten y desvisten, con su complejidad enrevesada, los ropajes del alma.
La realidad rota
«Ya se me cagó la taba. Estos gringos de mierda hacen las zapatillas para que se rompan y uno se joda». Inmediatamente surge el símil que lo vertebra todo: «¿qué pasa si te rompes como mi zapatilla?» El tambor roto; cuando su madre le reprocha que se vaya a llevar un tambor roto porque no sirve, Vladimir le contesta: «por eso me gusta. Porque está roto y no sirve». «Quedará el hombre», dice el Che; «o tal vez algún día él también se rompa»; entonces rompe el plato y Vladimir recoge los pedazos. Vladimir había rechazado antes cualquier determinismo biológico, cualquier darwinismo social: «no sólo los pobres, loco. La gente, la gente en general se rompe. A algunos se lo notas en los zapatos rotos, o en la ropa. Pero también en la cara. Están rotos». Dos metáforas aparecen después en las indicaciones escénicas. En una aparece la mamá «bastante descompuesta»; en otra está «recomponiéndose»; Lucho le toma una foto; la madre, entonces, «se recompone» (para salir bien) en el momento mismo en que su hijo contempla los pedazos rotos de la foto que está juntando: hermosa metáfora. La inutilidad de las vanidades queda patente cuando se descubre que la cámara no tiene carrete. ¿Cuál es el carrete («el rollo») donde se retratan las cosas del alma?
La obra habría podido titularse Las zapatillas rotas. En estas páginas se muestra un simbolismo que calza perfectamente con la condición de clase que tienen las personas: el proletariado (las zapatillas), la burguesía (los zapatos negros), y, como un hacha de guerra, la revolución (o sea las botas del Che).
El caos
La madre teme que la situación empeore, por eso remacha con mucho énfasis: «el fin del caos»; es una silepsis que hace referencia al caos de la casa donde están embalando las cosas para emprender un largo viaje, pero también al caos de sus vidas. El éxito personal de su madre es su fracaso social: ha triunfado (puesto que ha sido siempre auténtica) porque ha fracasado (no se ha vendido al sistema). En la odisea de la madre de Vladimir la revolución no es el nacimiento de la vida, sino que la vida está ya en el camino que conduce a la revolución; por eso el fracaso de la doctrina no supone el fracaso de la vida; no se ha conquistado la idea, pero se ha vivido el ideal. La madre grita desesperada, como intentando convencerse a sí misma: «no hemos fracasado, no hemos fracasado, no hemos fracasado».
El revolucionario se forja una identidad pero un día se rompe, como una máscara, y sólo queda el caos; para salir del caos hay que buscar el sentido de las cosas. «¿Por qué me llamo Vladimir?» Entonces descubre que, al igual que él es hijo de la revolución de su madre, su madre es hija de las telenovelas de su abuela. «¿Tú has oído hablar de El derecho de nacer? […] ¿Cómo se llamaba la protagonista? María Elena». Entonces comprende el hijo. «¿Y por eso te pusieron María Elena?» El único fracaso de la madre ha sido ponerle a su hijo el nombre de sus ideales, condenándolo a vivir con los mismos ideales que ella.
Entonces aparece la figura de Lucho, el amigo de Vladimir, que no ha encontrado el sentido de su vida porque tampoco lo ha buscado; se ha aturdido en el alcohol, el dinero, las mujeres, y las que él creía conquistas eran mujeres de pago. Lucho se rompe.
La fe
En el principio de todo está la fe, y cuando la fe falta todo se desmorona. El caos surge cuando ya no creemos, y es vida alienada; llevar una existencia alienada (en «Gringolandia») es como llevar unos zapatos que no calzan en nuestros pies; pero perder una vida auténtica es como el Che real, que también está ausente porque ha dejado de creer en la revolución. Sólo nos quedan los sueños: «conocer Disneylandia», dice la madre; buscar un final feliz, pero ficticio. Hemos convertido en renuncia nuestro compromiso.
La fe es lo mismo que la voluntad, y creer en un ideal no es lo miso que creer en Disneylandia; la fe robusta, voluntariosa, devuelve el sentido a la vida y ya no se trata de sobrevivir, sino de vivir; lo primero es fracasar; lo segundo, realizarse. No se trata de creer en evasiones, sino en compromisos, y el ideal es hermoso; pero lo hermoso es duro, porque la realidad de la que surge es dura. «Son tiempos duros», dice el hombre; «y también hermosos», responde la mujer. Eso decían cuando estaban juntos. Ahora, que se han separado, dice la madre al hijo: «vamos a resistir»; pero para que no nos rompamos nosotros, no para que no se rompa la revolución. Vladimir sueña con participar en un concurso de fotografía pero para eso necesita doscientos soles que no tiene; mas si cree que va a ganar, ganará.
¿Y si «hemos ensayado toda la vida una obra heroica y al final nos toca hacer esta telenovela?» ¿Y si creíamos que estábamos resistiendo y no hacíamos más que huir? Alfonso Santistevan concluye que agotarse en el presente no tiene sentido y sí lo tiene, en cambio, buscarle sentido a una vida que lo perdió. Rompe una lanza por la utopía aunque se estén desmoronando los ideales utópicos.
El desengaño
El desengaño se produce cuando descubrimos que hemos vivido en el engaño. Lucho descubre que las chicas a las que conquistaba eran prostitutas: la madre, como el Che, descubre que la idea era falsa, que Hegel y Marx se equivocaban. Pero el desengaño de Lucho se ahoga en vino y el de la madre detrás de las sombras volverá a ver el día; casi dan ganas de decir, parafraseando a Mariátegui, que Lucho es el alma crepuscular: Vladimir, el alma matutina, lo mismo que su madre, ya no es la Revolución.
Los dos fracasos se hunden en el mismo agujero, el placer vacío como la utopía quimérica. «Íbamos a construir algo hermoso y resulta que marchamos y marchamos sobre el mismo sitio hasta hacer este hueco del que no podemos salir»; ese hueco está enterrando a Lucho, pero no entierra a la madre de Vladimir sino a la revolución; por eso desaparece ese yo colectivo y sólo queda mi yo individual: «nosotros se acabó […]Estamos en el reino del yo frente al espejo». Se puede viajar al centro de la Revolución (el Che); al centro del placer (Lucho); o al centro de sí mismo (Vladimir; su mamá). Sólo en los dos primeros está el peligro de romperse, de salir derrotado, de fracasar. El placer te hace partir; la Revolución te hace morir; el corazón te ayuda a quedarte.
Conclusión
Alfonso Santistevan ajusta cuentas con su tiempo. Hurga en él sin renunciar a la ilusión, pero sí a ser iluso. Hay ecos brechtianos sin Brecht, la razón es vehículo del sentimiento y el sentimiento, lejos de nublarnos las ideas, las aclara; es un sentimiento tranquilo, sin teatralidades, y la atmósfera pesimista no está cargada de derrotismo. El sentido no puede surgir de la ausencia de sentimientos… Seríamos máquinas, exactas, pero muertas, si sólo nos dejáramos llevar por la razón.
Santistevan ha entrado ya en la literatura peruana; es uno de esos autores con los que será difícil no contar. En adelante.

Mariano Martín Isabel es doctor en filosofía y profesor del instituto Andrés Laguna de Segovia. Vivió catorce años en Francia. Ha escrito artículos de filosofía en Francia, España, Italia, Finlandia, Ecuador y Méjico, y ha hecho algunas incursiones en la novela, como Las caras del mar. Su teoría de la razón viva concibe la novela como expresión viva de la razón. Es coautor del libro Andrés Laguna, humanista y médico, y ha escrito sobre Ortega y Gasset, Miró Quesada, Miguel Hernández y María Zambrano, entre otros. Desde hace algo más de un año anima un blog en el que intenta ahondar en el concepto de filosofía literaria; de periodicidad semanal, publica textos agrupados en cuatro secciones: filosofía, literatura, educación y el rincón de «el mirador» (atalaya desde la que desmenuza la realidad con objetividad apasionada).
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