Creación

La parada

«Corro. Corro hasta quedarme casi sin aliento, la mano manchada de mierda. Y no puedo parar de reír». Un relato de Fernando Prado Eirin

/ un relato de Fernando Prado Eirin /

El húmedo viento del oeste zarandea los árboles y las hojas que se desprenden de las ramas parecen mariposas que aletean a la deriva. Una mujer empuja con tedio el columpio al que su hijo, un niño regordete con costras en las rodillas, se aferra. La mujer sostiene un cigarrillo encendido que se lleva a la boca con una frecuencia enfermiza, da caladas ansiosas y expulsa el humo al cielo echando la cabeza hacia atrás. Atravieso el parque mirando al suelo para evitar pisar las cagadas de los perros rebozadas en arena y llevarme una pegada en la suela de las viejas zapatillas de correr. El niño me observa pasmado con la boca abierta, la lengua asomada entre los labios y las babas a punto de caer sobre su redonda y flácida barriga. Al fin llego al contenedor ubicado al otro lado del parque, está abierto, lleno a rebosar y allí deposito la bolsa de basura que se acomoda, ella sola, sobre las demás. Apesta. Aparto las moscas dando manotazos en el aire y me alejo cuanto antes aguantando la respiración.

No solo es el parque, no. Todo el barrio está lleno de la mierda que no recogen los dueños de los innumerables perros. La brigada de limpieza no pasa, algún que otro barrendero solitario aparece de vez en cuando y raspa el suelo con la escoba de paja o araña la tierra del parque con el rastrillo recogiendo papeles, latas, colillas y conchas de pipas en un capazo negro. Pero la mierda se queda aquí, pisoteada por los niños que juegan en la calle, aplastada por los coches que aparcan delante de los edificios, lunares parduzcos en el asfalto irregular; se seca al sol y el viento esparce el olor por todas partes. Qué más da. Aquí solo viven pensionistas con sus nietos parásitos y drogadictos, parados miserables asiduos al comedor social, putas enganchadas al pegamento, trabajadores precarios, niños sin futuro, inmigrantes. Y perros.

El barrio, en definitiva, es un vertedero. Tuvo que tener su encanto hace cuarenta o cincuenta años. Entonces era un barrio obrero, según dicen, tranquilo y seguro. Poco a poco, crisis tras crisis, se ha ido degradando y ahora se percibe a primera vista la pobreza, el abandono. Los edificios de fachadas agrietadas y ennegrecidas, las calles anchas de aceras rotas por la fuerza de las raíces de los árboles, el tobogán oxidado del parque, la miseria en la mirada de los vecinos, ya nada es lo que era. Yo soy un recién llegado, como me dicen; apenas llevo unos meses viviendo aquí, pero han sido suficientes para darme cuenta de que este no es mi sitio. Qué tontería esa de buscar lo que probablemente no existe. Nadie quiere vivir en un lugar así, nadie elige un barrio como este para vivir si tiene otras alternativas. Leticia, la chica de la inmobiliaria, me trajo en su coche ruso recién estrenado. Aparcó enfrente del número 27 y subimos por las escaleras hasta el quinto. Olía a una mezcla de especias y mierda, se escuchaban perros ladrando detrás de las puertas y niños llorando, incluso me pareció oír el cacareo embrutecedor de una gallina. Leticia introdujo la llave en la cerradura de una puerta repintada con infinitas capas de barniz e hizo girar el mecanismo. El apartamento era luminoso, estaba recién pintado, las viejas ventanas de madera habían sido sustituidas por ventanas de doble acristalamiento, cocina y baño reformados, y el precio del alquiler era asumible siempre y cuando aplicara una economía de guerra. No me habló del vecino del 5-B, pero a los pocos días supe que cultivaba marihuana gracias a las constantes visitas que recibía a diario y que, en la mayoría de los casos, esperaban en el rellano para hacer el intercambio de billetes arrugados por bolsitas de hierba. Karim resultó ser un tipo simpático. Se hacía llamar así por el negocio, pero en realidad se llamaba Mirko, había nacido en Lima y era hijo de padre italiano y madre serbia. Era un teatrero y tenía pinchada la luz, no porque fuera un antisistema o no pudiera pagar la factura sino porque su ex, por quien sentía un odio inconmensurable, trabajaba en una compañía eléctrica.

Enseguida llego a la parada del bus. Un adolescente desgarbado, pantalones de chándal negros, sudadera verde musgo, trastea el teléfono mientras espera; los auriculares que cubren los orificios de sus orejas de ciervo expulsan a la atmósfera un sonido distorsionado e irreconocible que, afortunadamente, no me molesta demasiado. Tiene el rostro manchado de acné y una sombra de cuatro pelos oscuros instalada encima de su labio despellejado. Aparta la vista de la pantalla y me mira de reojo a los pies atraído tal vez por el color amarillo chillón de mis zapatillas. Por allá aparece Miguel caminando renqueante bajo los plátanos, apura el paso al verme y su cojera se hace más evidente —un accidente en la fábrica al borde de los sesenta y varias operaciones no evitaron que se quedara cojo—; pertenece a esa generación ya casi extinta que trabajaba cuarenta o cincuenta años en la misma empresa. Después del accidente lo prejubilaron y desde entonces sobrevive con una pensión cada vez más exigua. Cruza la calle sin mirar por el paso de peatones, tiene esa mala costumbre o una confianza ciega en la providencia. «¿Qué comiste hoy, Andrés? «, me pregunta antes de extender su enorme mano para saludarme. No sé de dónde le viene el interés por saber qué comen los demás —bueno, su generación, hay que decirlo, también fue la del hambre—. «Arroz blanco con atún», le contesto, y nuestras manos se estrechan en un fuerte apretón. El chico se guarda el teléfono en el bolsillo del chándal y se quita los auriculares, parece interesarse de pronto por lo que hablamos. Miguel sonríe, siempre lo hace, como si de un tic nervioso se tratara. «¡Qué soso eres!» exclama y a continuación me advierte de que debo tener cuidado con las conservas de pescado por el mercurio.  «Algo hay que comer», le replico, impertinente. «Y de algo hay que morir», sentencia, y suelta una sonora carcajada que hace retumbar la marquesina.

El bus no llega. El chico mira la hora en el teléfono y se va arrastrando los pies sobre la acera. Miguel y yo nos quedamos en la parada a pasar el rato. Él es un buen conversador y yo una persona a la que le gusta escuchar. Elegimos la parada de bus porque es uno de los pocos lugares del barrio donde el sol da de lleno a estas horas del día. Falta menos de un mes para que comience el invierno, pero las temperaturas están siendo más altas de lo normal para esta época del año. En cualquier caso, es sumamente agradable sentarse aquí al sol. «¿Qué te cuentas?», me pregunta enseñando los dientes amarillentos. Le respondo que qué le voy a contar de nuevo si ayer estuvimos sentados en el mismo sitio y tuvimos en esencia la misma conversación de siempre. Se queda callado, pensativo y antes de reventar como un globo pinchado por una aguja quiere saber si me he enterado de lo de Gabriel. «¿Qué le pasa a Gabriel?», le pregunto sin mucha curiosidad. De nuevo deja ver los dientes y se lleva la mano derecha a la barbilla para rascarse la barba canosa de tres días. «No es lo que le pasa, sino lo que le pasó», me dice misterioso, «vamos, que ya no le va a pasar nada más», zanja. Consigue captar mi atención y ahora sí, despertar mi curiosidad. Todos en el barrio conocemos a Gabriel por tener una personalidad volátil y un carácter cambiante; nadie sabe por qué es así, ni siquiera él mismo, pues no está diagnosticado, pero seguramente sufre un trastorno, no sé, yo no entiendo de esas cosas, tal vez es bipolar o esquizofrénico. «¿No te has enterado?», insiste Miguel.

Miguel saca del bolsillo de la camisa una raíz de regaliz y se la lleva a la boca. Gabriel, me explica, salió al balcón al atardecer, desnudo, como dios lo trajo al mundo, sujetando la manguera del butano. Una sonrisa de loco le iluminaba el rostro. Escupía a la gente que pasaba por abajo aparentemente sin ningún criterio. Alguien llamó a la policía —alguien siempre lo hace— y la acera se llenó de curiosos, tantos que ocuparon la calle y cortaron el tráfico. Se dieron situaciones de tensión entre conductores y mirones; cuando llegaron, los agentes —que tardaron un siglo en aparecer— se las vieron para calmar los ánimos y despejar la calle. Mientras tanto, Gabriel seguía escupiendo, pero la gente se había alejado lo suficiente como para no ser alcanzada por los gargajos del pirado. El caporal, un tipo chulo con gafas de sol de putero, los pulgares enganchados al cinturón y el resto de los dedos acariciando la porra extensible y la Heckler-Koch —Miguel era un erudito en armamento— se situó debajo del balcón y su compañero, el Rubio, como lo conocían en el barrio, se colocó al frente de la horda de espectadores. El caporal le pidió a Gabriel que dejara de escupir, que se vistiera y que hiciera el favor de comportarse como una persona civilizada. Gabriel, que nunca le hacía caso a nadie, siguió a lo suyo. La autoridad perdió la paciencia. Un vecino le abrió el portal y entró hecho una furia subiendo las escaleras de dos en dos. Miguel se detiene un momento para observar a Matilde, la hija del mecánico, que camina sin tocar el suelo por la acera de enfrente; cada vez que la ve es lo mismo. Le doy un codazo para que vuelva en sí y continúe con el cuento. Según los testigos, continúa Miguel, el caporal llegó al tercero resoplando y se lio a hostias con la puerta de Gabriel; un tipo de dos metros y cien kilos como él tiró la puerta abajo sin mayor dificultad. Al darse cuenta de que habían entrado en su casa Gabriel se encaramó en la baranda del balcón como un pájaro y comenzó a gritar, unos gritos agudísimos, roncos, de criatura mitológica. El nerviosismo cundió entre el gentío. El caporal se acercó despacio, el brazo derecho extendido y la mano abierta solicitando calma. Bájate de ahí, le ordenó, pero Gabriel no le hizo caso. Por lo visto, tras una escaramuza incomprensible, Gabriel perdió el equilibrio y se precipitó al vacío. La multitud se dispersó, unos se fueron, otros vomitaron, otros lloraron, otros grabaron e hicieron fotos con sus teléfonos. Un espectáculo. El caporal se quedó blanco, aun lo está, dicen. El Rubio, desbordado y conmocionado, no sabía qué hacer. Cuando llegó la ambulancia, el cuerpo reventado de Gabriel yacía sobre un charco de sangre que se extendía por la acera, aún sujetaba la manguera del butano en el puño cerrado.

Recuerdo haber escuchado sirenas a última hora de la tarde de ayer. Me caía bien Gabriel; a pesar de su locura indefinida era un tipo auténtico. «¿Cómo se te quedó el cuerpo>?>, me pregunta Miguel. Intuyo que siente algo parecido a la satisfacción cuando me cuenta los sucesos del barrio, una especie de orgullo por transmitirme las noticias destacadas, las vicisitudes de los vecinos, los cotilleos más recientes. No tiene ninguna maldad, el hombre. «Pobre Gabriel. No podía acabar bien», pienso en voz alta. En eso llega Maruja y detiene su caminar pendular; el monedero apretado en el sobaco, la barra de pan en una mano y en la otra una pelota de tenis. La lleva a todas partes la dichosa pelota, al mercado, al banco, a la iglesia; a mí me pone nervioso. «El hambre y las ganas de comer», dice mirándonos. Miguel sonríe, para variar, y mastica ruidosamente el regaliz. «Ya saben lo de Gabriel ¿no?», pregunta afirmando. «Claro. Yo estaba allí cuando pasó», contesta Miguel sacando pecho. «No sé cómo lo haces, cojo, pero estás en todas partes», le reprocha Maruja. Miguel asiente con los dientes descubiertos. Yo me imagino a Gabriel en pelotas volando mientras sujeta la manguera del butano; la imagen es preciosa y perturbadora a la vez. Me imagino también al caporal, tan macho él, asustado por las consecuencias del incidente. «Lo normal es que lo investiguen», digo interrumpiendo la conversación que mantenían Maruja y Miguel. «¡Qué dices, niño!», exclama Maruja levantando las cejas pintadas. «Olvídate», zanja Miguel. El caporal es intocable, es primo del alcalde y esposo de la hija mayor de los Zabala, según me cuentan. Nadie hará nada, no se presentarán denuncias y no se abrirá ninguna investigación; además, Gabriel era un muerto viviente. Se quedan tan anchos, los dos. Me asombra la dureza de esta gente, la sorprendente capacidad de resolución y el pragmatismo que aplican a todo. «Bueno, ahí se quedan», se despide Maruja. Una nube se atraviesa y de repente hace frío. Miguel se pone la chaqueta de punto que colgaba de su hombro y se sube la cremallera hasta el cuello. «Yo también me voy a ir», me dice y se pone de pie. Llega el autobús y se detiene en la parada, yo le hago señas para que continúe y el conductor me insulta. Miguel se encamina despacio, calle arriba, cojeando bajo la lánguida sombra de los plátanos. Yo me quedo de pie en la parada aprovechando los últimos rayos del sol que vuelve a asomar entre las nubes y que en breve se esconderá detrás de los edificios.

Nicanor se acerca con su perro, un caniche de malas pulgas, feísimo, que tira de la cuerda extensible jadeante y tembloroso. Se detienen al lado de la farola. El chucho olisquea y entonces separa las piernas traseras, echa las orejas hacia atrás, se relame el hocico y defeca. El perro se pone en marcha y Nicanor lo sigue dando pasos diminutos, la mirada distraída en los coches que pasan, la mano derecha en el bolsillo, la espalda tiesa. Ahí dejó la mierda, caliente y brillante, sobre la acera. Sabe que lo vi, el muy cabrón, sin embargo, se hace el distraído. Espero en la esquina, sin moverme, mirándolo de frente mientras se acerca con el perro recién cagado y cuando pasa a mi lado le digo que por qué no recoge las heces de su mascota, se lo digo así, educadamente, tratando de contenerme y va el tipo y me contesta que, si me molesta, que la recoja yo. El corazón se me dispara y la bilis me hierve, cierro los puños dentro de los bolsillos del chándal. Me contengo al ver que se acercan el caporal y el Rubio en el coche patrulla con las lunas bajadas, los brazos colgando de la puerta, las manos sosteniendo un cigarrillo. Respiro. Los dos animales siguen su rumbo, uno tirando del otro; es difícil saber quién pasea a quien.

Entro en el bar del chino, ahí mismo en la esquina, y le pido que me regale una bolsa de plástico de esas que siempre tiene para tirar. Se agacha al final de la barra y regresa con una bolsa doblada perfectamente en un triángulo y me la da. Camino a toda prisa hasta la farola y recojo la plasta, aún tibia, con la bolsa, poniendo sumo cuidado en no mancharme. Entonces sigo a Nicanor y a su perro, que están a casi una manzana de distancia. Apuro el paso y poco a poco me voy acercando hasta que les doy alcance. «¡Nicanor!», le grito con la voz temblorosa. El tipo se detiene y el chucho sigue caminando estirando la correa. Me hace un gesto desafiante con la cabeza, como preguntándome qué coño quiero. Meto la mano derecha en la bolsa, cojo los excrementos y se los restriego en la cara. Gime, gesticula, intenta zafarse, pero lo sujeto del polo azul con la mano libre y continúo extendiendo las heces por su rostro. El perro se da cuenta de que algo ocurre y comienza a ladrar, un segundo después lo tengo mordiéndome los bajos del pantalón. Agito la pierna con fuerza hasta que me suelta y entonces me voy corriendo. «¡Hijo de puta!», me grita Nicanor, furioso. «¡Te mato!». Corro. Corro hasta quedarme casi sin aliento, la mano manchada de mierda. Y no puedo parar de reír.


Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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