/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /
El fenómeno
Y se hincha como una legumbre cocida. ¿Conoces el Fenómeno? No creo, no es un bar para niñas. Juego al ajedrez con un cazador de enigmas. José Luís, Emilia. Emilia, José Luís. Es el lugar indicado.
El Fenómeno es un bar pequeño, decorado con cuadros, espejos y losanges de ladrillo vidriado cuyos distintos tonos de verde le dan aspecto de Arlequín. Los cuadros representan escenas de la caza del zorro, jinetes vestidos de rojo montan sobre caballos salchicha. Dentro del bar las mesas luchan por el espacio como las piezas sobre el tablero. La voz de un muchacho delgado de dientes cavernosos y nuez picuda ocupa una amplia diagonal con su discurso de tajantes palabras. La muchacha y el otro, el rival, lo escuchan. Ella con atención y un cierto embeleso. Él, abatido y meditabundo, su mirada azul perdida en la lejanía, enganchada en dos estatuas sedentes, nosotros, que juegan al ajedrez con movimientos mecánicos al estilo del famoso turco, la primera máquina, aunque fraudulenta, que llegó a ganarle a un humano, busca infructuosamente algo que decir. Los tres son estudiantes en la recientemente creada facultad de Filosofía.
—Fijaos en las palabras de Sartre —dice Arturo. Y la verruga peluda de su labio superior ondea como un corcho en las olas diminutas de un estanque. —El ser por el cual la nada viene al mundo debe ser el fundamento de su propia nada.
—Tiene sentido —dice la chica. Es guapa. Un corte de pelo francés enmarca el ovalo de su cara. Las chispas de sus ojos parecen las burbujas de una bebida carbónica. Tiene un diente torcido y, como Arturo, una verruga en el bezo. Pero ahí se acaba la comparación. Esas pequeñas tosquedades de su cara son como las columnas de la Alhambra, desparejadas a propósito para que la armonía de la construcción no compita con la suprema perfección de la divinidad. Su cuerpo, de complexión enérgica y líneas delicadas, inspira un deseo insensato.
Arturo desarrolla sus ideas con facilidad. Habla de la quietud como una quinta dimensión. El equivalente a la nada sartriana pero de mejor augurio.
—Con dicho cambio la angustia existencialista se convierte en el nirvana búdico.
—Sí —asiente ella.
Asentado en su triunfo cae en la tentación de la cosmogonía.
—Jaque —dice José Luís. Para su impertinente caballo las defensas que he puesto delante de mi rey son como paredes de cartón para la lluvia.
—Jaque —piensa Arturo viendo a su rival callado, abolido por su eficaz discurso, aplastado en la silla, hundido. Lo imagina intentando parir un pensamiento, estrujando su seco cerebro de roca viva de donde nunca saldrá una gota.
Lástima que tenga que interrumpir sus razonamientos, pero ciertas necesidades fisiológicas solicitan su atención.
—Tengo que ir al lavabo.
Seguro que va a buscar en el wáter una máquina de preservativos, piensa Julio. Y mira a Susan con una sonrisa angelical que esta le devuelve.
A ella le gusta Julio desde que lo vio por primera vez en la Facultad. Apareció en el aula, alto y fornido, con los hombros de percha, el andar de torero y la sonrisa tímida, buscando un sitio donde poner los libros. Perdido en un mar de pupitres ocupados miraba a todos lados como un náufrago. Ella quiso llamarlo pero enseguida otra chica le ofreció un asiento.
—Hoy está más pesado que de costumbre —dice Susan acercándosele al oído como si el otro aún estuviera. —¿Nos vamos sin él?
—Bueno.
Cuando el joven engañado sale del aseo, o bien porque es corto de vista, o bien porque, como buen filósofo, necesita un contacto cercano y directo con la verdad, se aproxima innecesariamente a la mesa vacía, y sólo entonces se queda petrificado en medio del bar, como si la traición, metiéndole su punta por atrás, lo dejara empalado.
José Luís había mandado a su caballo a jaquear a mi rey sólo por incordiar (¿vendrá de ahí el término jaqueca?) y una vez conseguido su objetivo, atacado por mi torre, debe recular o buscar la ayuda de otra pieza. Parece que ha tomado ya la decisión. Aproxima su mano al caballo. Antes de cogerlo, sin embargo, duda. Su mente analiza otras variantes mientras su mano, olvidada en un gesto característico de jugador de ajedrez, queda suspendida sobre el tablero. Su quietud ha coincidido milimétricamente con la del muchacho.
Yo apuesto conmigo mismo quién se moverá antes. Algunas veces, los días de lluvia, cuando dos gotas se deslizan paralelas sobre el cristal mojado de la ventana, apuesto cuál llegará primero abajo.
Arturo busca con la mirada su abrigo. No lo encuentra en el respaldo de la silla donde suele dejarlo ni en el perchero de la entrada. Las cosas están sólo en un sitio, pero son infinitos los sitios donde no están. Y más un abrigo que no trajo porque es primavera, hace calor y ha venido en mangas de camisa. Aún consternado se encamina hacia la puerta cuando recuerda que tiene la cuenta pendiente. Se dirige a la barra y le pregunta al camarero:
—¿Mis amigos han pagado?
—¿Qué amigos?
—Los que estaban conmigo en la mesa.
—Estabas solo en la mesa, chico. Creía que ensayabas para alguna obra de teatro.
—¿Qué clase de…?
Entonces lo comprende. Sus amigos le han querido gastar una broma y se han conchabado con el camarero. Es un claro ejemplo de la nada, le dirán riendo cuando los alcance. Si han pillado el semáforo de los peatones en rojo aún puede hacerlo.
José Luís abandona su estatismo y desplaza de una vez el caballo. Yo había apostado que ocurriría así.
Nosotros no jugamos con esos relojes dobles que se echan el uno al otro el tiempo como una bomba de chiste (negra, redonda y con una mecha) a punto de explotar. Cuando entramos en una partida no tenemos prisa.
—¿Había estado hablando solo o no?
—Oh, niña curiosa. Te lo diré claramente: algunas veces la nada es ligera como el humo, otras veces es espesa como la piedra, pero es nada al fin y al cabo.
—Pues me quedo igual.
La fábrica de hielo
El dueño del bar, manumiso de sus obligaciones por la falta de clientela, no tiene otra cosa que hacer que observarnos. Es uno de esos hombres, como hay tantos, a los que es difícil suponerle una historia. Nadie al mirarlo se pregunta si está casado o soltero, si se entrega a la crianza de unos hijos o a la absurda tiranía de un perro, si cree en el más allá o en el más acá; todo eso, tan apasionante en una persona atractiva, carece en él de interés.
Se llama Ignacio y es uno de los casos que estudia la asociación de José Luís. Paranormal o no su fábula es insulsa como él mismo.
—Si es tan insulsa pasa de contármela.
—Quizá adornándola un poco…
El verano en que se sucedieron los hechos fue calurosísimo. Aún no existía aire acondicionado en los bares, en las casas ni en los coches. El bochorno se combatía entonces con abanicos y con helados. El aguador pasaba periódicamente vendiendo agua potable porque la del grifo no se podía beber. A las neveras, como si de artilugios prehistóricos se tratara, había que meterles trozos de hielo en el depósito. Se compraba en la fábrica de hielo, cerca del río. Barras grandes como columnas salían al unísono de sus cajones y se deslizaban en frenética carrera pendiente abajo por toboganes de madera aterrizando con un estrépito ensordecedor. Luego se cortaban las barras con una guillotina para satisfacer a los clientes que portaban las cabezas congeladas en bolsas de malla que goteaban durante todo el trayecto.
A las seis de la tarde, por la ciudad desierta, Ignacio salió de su casa camino de la fábrica. Si ésta se hubiese ido alejando un metro cada siglo durante millones de años, la fuerza de la costumbre hubiera dado lugar a grandes migraciones en busca del hielo. Entonces sus padres, el uno severo y justo, la otra protectora, arbitraria y un tanto histérica, se hubieran preparado para la tardanza. Así las anguilas que nacen en el mar de Los Sargazos en la costa este de América viajan año y medio a través del Atlántico hasta adentrarse en los ríos de Europa porque adquirieron esa costumbre cuando los dos continentes estaban juntos. Pero no era el caso. Todos los días, tras una corta pelea para escoger a la víctima, siempre Ignacio, en cuya frente estaba escrito «nacido para perder», tenía que exponer su grasienta guedeja al sol todavía furibundo de la tarde mientras sus dos hermanas pequeñas y su hermano se abanicaban dispuestos a reprocharle su demora. Y nunca, aunque ellos presumieran que sí contando al alza las gotas que faltaban, había tardado demasiado.
En la calle los balcones herrumbrosos de los edificios viejos rebosaban plantas como si se tratara de jardines colgantes. Los pájaros inquietos saltaban en sus jaulas para consolar a los habitantes de las minúsculas casas mostrándoles que aún se podía vivir más estrecho y prisionero.
Antes de que los coches infectaran la ciudad con el ruido incesante de sus motores la calma no era rota más que por el reclamo sonoro del chambilero. Pasaba tirando de un pequeño carromato y el susurro cantarín de su anuncio: «horchata y limón helado», amplificado por el silencio, se colaba en todas las casas accionando el resorte del consumo. Era casi imposible resistirse a la tentación de bajar a comprar un chambi, un cucurucho o un vaso de granizado. Los Álvarez, como las odiosas hermanastras de Cenicienta, criticaban a Ignacio por no haber llegado ya. ¿Quién bajaría si él no estaba? Nadie, eso estaba claro. Frustrados y sedientos afilaban sus lenguas para clavárselas en los oídos cuando regresara. En la siguiente media hora los únicos insultos dirigidos hacia su persona que no se escucharon fueron, por razones obvias, los referentes a su familia.
A las siete la cólera empezó a dar paso, al menos en los padres, a la preocupación. A las ocho la tardanza ya era real y no puro invento de la impaciencia. Algunas veces había que esperar a que el hielo cuajara. Otras veces había cola. Pero dos hora excedían a cualquier imprevisto.
No sabiendo muy bien si buscando la ansiada barra de hielo o al muchacho, salieron padre y hermano mayor a escudriñar el corto trecho que los separaba de la fábrica: la mancebería, casi intransitable por el olor a excremento de caballo de la herrería de la esquina, el viejo puente sobre el río de fango líquido armado con cañas, la calle del Molino a donde daban las trastiendas de muchos comercios, confiterías o mercerías, que en la otra calle mostraban su mejor cara.
Preguntaron en la fábrica de hielo pero había pasado tanto tiempo que no supieron decirle. Al padre empezó a preocuparle menos el hielo que el hijo. De súbito una idea ominosa le cruzó por la mente: el río. Denunció el caso a las autoridades y éstas dragaron el río infructuosamente. Después de una semana de intensa búsqueda archivaron el caso. O había sido raptado, cosa absurda porque ¿quién iba a querer raptarlo? o se lo había tragado el río y ya lo devolvería cuando él quisiera. Desde luego no con el mismo aspecto pero no necesariamente —pensaba uno de los agentes viendo la foto de la víctima— empeorado.
Fue el 10 de agosto, el día de San Lorenzo, el santo al que asaron en una parrilla, el día más caluroso del año.
¿Dónde estaba?
—¿Dónde estaba?
—Vaya, eres una de las pocas personas que lo pregunta. Cuando Ignacio refiere su historia a nadie parece importarle un rábano. Y eso que tiene pruebas. Sí, es uno de los pocos misterios documentados. La prensa se hizo eco del caso. Hay fotos y artículos impresos. Pero lo que no se puede explicar, pronto adquiere la categoría de sueño y se olvida.
Nadie sabía dónde estaba. Los padres se acostumbraron a su ausencia. Alguna vez habían tenido un hijo que fue a buscar hielo y no volvió. Su otro hijo, el mayor, también se había ido de casa. Era drogadicto. Los había arruinado y se había marchado dejando sólo el cascarón de una familia. ¡Cuántas veces habían deseado que los dos hubiesen ido a comprar el hielo! Sus hijas se habían casado. A una de ellas el marido le pegaba, ella lo encubría y él volvía a pegarle. La otra era normal. Era tan normal que no lo pudo soportar y se tiró por una ventana. Quince años dan mucho de sí y casi todo malo.
Yo, que me intereso por todo, cuando me enteré de la odisea del barman por boca de José Luís, quise saber sus pormenores. Pero su historia, despojada de los elementos inesenciales como la ropa que llevaba ese día, el calor o la personalidad de los miembros de su familia, omitiendo los portales cerrados y los balcones embudados a la leve brisa tras los cuales dormitaban semidesnudos personajes que recordarán siempre la lasitud de esas calles sin autos, la paz de esas tardes donde incluso las moscas descansaban, silenciando el murmullo de un río aún no asesinado, sin detenerse en la descripción de las farolas ni en la consideración filosófica de una pequeña monja ciega que pasa arrebujada en sus hábitos negros, se queda casi en nada, en el sencillo y apenas misterioso hecho de que fue a comprar hielo y regresó quince años después con la barra aún goteando en su bolsa de malla y exactamente la misma cara de bobo. Eso es todo. A ti le ocurren cosas más sugestivas cuando te lavas el pelo.
Julián Ríos
En la muñeca de la pared trasera un gran reloj marca lentamente las cuatro. Sin dedos apresurados que golpeen su cabeza se recrea en esa hora como si fuera de entre todas su preferida.
Ignacio sigue observándonos. Le gusta el ajedrez, por eso compró tableros y los puso a disposición de sus clientes, con la esperanza, además, de echar alguna partida a ratos perdidos. Pero su nivel es demasiado elevado para nosotros. Es tan bueno que da la impresión de estar utilizando fichas marcadas. Yo no puedo creer que alguien tan anodino juegue tan bien. Después de cada derrota le propongo las damas. No acepta. Alega que las damas es un juego de niños.
¿Ves a ese hombre viejo que acaba de entrar en el bar? Claro, ¿cómo habrías de verlo si solo tienes ojos para mí? Es delgado como una caña y su pellejo es de cobre, sus manos son huesudas y largos sus dedos. Parece rico, trabajador y listo, un cirujano o un juez. Se sienta en la barra y pide whisky, como en las películas de vaqueros. Viste un traje gris. Ignacio presiente detrás de sus ojos líquidos unas penas que requieren ser ahogadas en alcohol y se frota las manos.
—Mi mujer tiene veinticuatro años —suelta por fin el viejo —y está para comérsela. Llevábamos meses haciendo el amor como conejos. Mi corazón no ha resistido. El jueves salí del Hospital. Me funciona la tercera parte, según dicen.
—¿No será malo el alcohol? — Suelta Ignacio. Ya es tarde para morderse la lengua. Se daría de tortas.
—Me lo han prohibido todo. Lo que no me han prohibido los médicos me lo ha prohibido Alicia. Mi tierna Alicia. No quiere que me meta en ella por si me muero dentro. Le da aprensión, dice. Pretende que nos separemos una temporada, para darnos tiempo. No sé qué hacer. Quizá vuelva a Barcelona con Elvira.
—¿Quién es Elvira? —pregunta Ignacio mientras le llena ya sin escrúpulos la copa pues se ha convencido de que fallecer, no antes desde luego de haber pagado la cuenta, es lo mejor que le puede pasar al pobre diablo.
—Elvira es mi mujer. Es cierto que la desairé pero quizá me perdone. Después de todo llevamos más de veinticinco años casados.
—Un momento —Ignacio como todo buen jugador de ajedrez tiene buena memoria, puede reproducir cualquier partida jugada en los últimos dos días. — ¿Su mujer no se llama Alicia y tiene veinticuatro años?
—Esa es la mujer del otro o sea mi mujer porque la mujer del otro es en realidad Elvira aunque el otro soy yo, Julián Ríos, cirujano —le tiende una mano huesuda que Ignacio estrecha— ¿qué remedio me queda? Eso es lo que dice mi carné de identidad. Y los carnés de identidad no mienten. —Lo saca de la cartera y se lo enseña.
—Parece usted más joven en esta foto.
—¿Verdad? De esa foto sólo hace cuatro años. Tenía cincuenta y siete. He envejecido mucho en los últimos meses.
—Entiendo. Su amiguita…
—No es mi amiguita. Es difícil de explicar. Aunque para alguien que fue a comprar hielo y desapareció… Lea esta carta. Es lo único que he cogido. La cartera y la carta. Quizá me vaya esta misma tarde a Barcelona.
Euphorbos
El camarero y yo leemos la carta que le ofrece el viejo.
—¿Cómo puedes tú leer la carta desde tu mesa? —Objeta Emilia.
—¿Cuándo olvidarás tus recelos? ¿No ves que la carta se refleja en el espejo que hay detrás de Ignacio y que yo, después de pasarme años estudiando árabe, se leer de derecha a izquierda? Si te vas a poner tan racionalista, por no decir tan tiquismiquis, es mejor que no te cuente cómo empieza la carta. Caramba, que los viejos no creamos en nada, vale; pero los jóvenes deberíais tener los ojos abiertos para el milagro. ¿No te he dicho esta mañana que tu nombre está emparentado con Pitágoras?
El propio maestro creía en la reencarnación. Aseguraba haber vivido ya anteriormente con el nombre de Euphorbos y haber luchado en la guerra de Troya. Debía ser verdad porque de habérselo inventado se habría colocado en el bando de los vencedores y no en el otro pues aunque el troyano Euphorbos era célebre por su fuerza no dejaba de ser un perdedor. Si acertó, en contra de todo pronóstico, al postular el número como la esencia del universo ¿por qué habría de fallar en algo tan menor y sin importancia como la inmortalidad del alma humana?
El cristianismo no solo copió esa faceta de su doctrina —la inmortalidad del alma— sino también la concepción de Dios como una trinidad. Para los pitagóricos la figura del número diez representado como diez puntos situados en forma de triangulo era la perfección suprema, la llamaban […] y la consideraban sagrada teniendo la costumbre de jurar por ella.
No por ella, sino por todo lo más sagrado para él, su niña, jura este hombre en la carta que se ha reencarnado. Si, la metempsicosis, metensecosas como se dice en el Ulises, traducción libre pero precisa.
Primera carta: metempsicosis
Querida Alicia. La primera frase de cada escrito es un anzuelo con un cebo. Si esta no ha sido acertada la carta puede acabar en la basura, algo terrible porque es mi última oportunidad, como el mensaje que un náufrago mete en una botella.
Mi preocupación no es tanto que dejes de leer como el disipar tus dudas acerca de la veracidad de mi escrito. ¿Qué broma es ésta? te preguntarás confundida. Es indudablemente la letra de mi marido. Pero mi marido murió hace veinte días. Por lo tanto la escribió antes de morir, mas ¿cómo sabía él que iba a morir? Cuando uno sabe justo la fecha en que va a morir o es un adivino o es un suicida, y tú no crees en adivinos. Aunque bien pensado tampoco crees que yo sea un suicida. No doy el tipo. Soy demasiado curioso como para ponerme a mí mismo, voluntariamente, una venda delante de los ojos y dejar de mirar.
Sólo te queda entonces la posibilidad de una broma. Alguien ha copiado mi letra y quiere darte un susto de aparecidos. Por otra parte, si bien se mira, tampoco es exactamente mi letra, pues aunque mi espíritu sea el mismo mis manos son distintas, más hábiles en un sentido, quizá pudieran hacer un trasplante de riñón ellas solas, más torpes en otro: ya me va saliendo letra de médico.
Sí, Alicia, es una broma. O un sueño. Sueño que voy demasiado deprisa en el coche, que en una curva un camión invade mi carril, que instintivamente giro el volante a la derecha y me estrello contra un árbol, que mi espíritu, como una bola de billar en una mesa, sale disparado y pega justo en el centro de otro espíritu a cientos de kilómetros desplazándolo y colmando su sitio como la bola de billar desplaza a la otra. Sueño con el trágico árbol, un almendro, y el coche sin pagar y mi espíritu luminoso que debería haber ascendido hasta la luna llena la cual transvasa cada mes al sol su mercancía de almas hasta quedarse oscura. En el sol brillan las almas de los muertos por un tiempo, iluminan la tierra miles de años o segundos y desde allí viajan al centro de la galaxia, al centro del supercúmulo de galaxias, al centro del universo, para volver a nacer en otro cuerpo. He leído últimamente cosas como éstas. Ese sueño mío se llama reencarnación, trasmigración del alma, metempsicosis. Alicia, yo quiero estar a tu lado, en nuestra cama. La niña en su habitación durmiendo apaciblemente. Sólo tienes que despertarme, sacarme de este sueño donde te escribo, con un cuerpo prestado, una carta absurda. Ya ves que yo tampoco creo en la reencarnación. Prefiero creer en mi propia locura o en que probablemente el choque contra el árbol me ha dejado en coma y vegeto en un hospital asistido por máquinas. A lo mejor los que están en coma viven así todo el tiempo, en un sueño que por duradero tiene todas las características de la realidad.
Pero el argumento del sueño es un arma con tantos filos que es mejor no tocarla. ¿Quién me asegura que todos los años que he vivido como el hijo de tus suegros primero y esposo tuyo después no han sido un sueño, incluyendo el accidente, y que ahora me he despertado? Incluso en ti que lees mi carta se despierta una duda razonable pues si tú has identificado mi cadáver entre lágrimas de dolor, si tú has acompañado mi féretro hasta el cementerio viéndolo desaparecer dentro de un nicho que los operarios displicentes han tapiado para evitar que salga, si tú has soñado la primera noche que yo andaba por el pasillo y asustada te has despertado con la evidencia de mi ausencia, si has tenido que explicarle a la niña, tan pequeña, que papá se ha ido al cielo, aunque tú no crees en el cielo, y ahora aparezco como un Cid epistolar a lomos de un Baviera epistolar, no puede ser sino que eras tú quien conducía el coche, que eres tú quien está en coma y sueñas.
Entonces o yo sueño y dentro de mi sueño tú dices que sueñas o tú sueñas y dentro de tu sueño yo digo que sueño o nos dejamos de pamplinas y acatamos una única realidad incomprensible. No nos queda más remedio que firmar un pacto. Esto está ocurriendo en el mismo mundo en que nos conocimos una noche exaltada en que cualquiera de los dos hubiera podido enamorar a cualquier otro, en el mismo mundo agridulce donde una noche, sin hablarlo explícitamente, dejamos de usar preservativos para hacer el amor y nos nació en un ay una niña que nos volvió del revés como un calcetín, en este mismo mundo, el único.
Establecido el acuerdo, como el axioma indemostrable de una teoría científica, de que ninguno de los dos sueña, pasamos al siguiente capítulo. Necesitarás pruebas de que yo soy yo y vivo misteriosamente en el cuerpo de otro. ¿Por dónde empezar?
Ya lo tengo, pensé. ¿Qué mejor prueba de mi identidad que relatar pormenorizadamente nuestros secretos de alcoba? Nadie sino yo puede conocer nuestras intimidades. ¡Es tan sencillo! He confeccionado una lista: sucesos, fechas, todo lo que una buena memoria como la mía puede recordar. La he leído. Y luego la he roto. La he roto a trocitos pequeños como rompo el comprobante que emite el cajero automático de los bancos. He oído que los malvados lo utilizan para entrar en tu cuenta y desplumarte.
Lo he hecho así por varias razones. La primera y principal es el pudor. Que me haya reencarnado no quiere decir que haya perdido la vergüenza. Lo siento. Quizá pierda una buena oportunidad de reconocimiento, pero decir en voz alta o por escrito lo que hacemos en la cama me parece grosero, aunque solamente seas tú quien lo oiga. ¡Bendito pudor! Tengo para mí que una pareja que haya perdido el pudor se mirará el uno al otro como un ginecólogo a su paciente. ¿No empezó así, en el paraíso, la sexualidad humana? Sintieron vergüenza de su desnudez y se cubrieron.
Otra razón es la inutilidad de un escrito tal pues, posiblemente, nosotros, que creemos haber inventado el placer y traspasado la barrera de lo prohibido, hacemos ni más ni menos lo que todo el mundo, y la lista que he roto nos describe tanto a nosotros mismos como a cualquiera.
Además ¿quién te dice que no soy un bocazas y he ido contando por ahí todo con pelos y señales? Hay gente que lo hace. Así pues, dejemos el tema.
Quizá tenga más futuro un acto de repugnante cobardía que prometimos tácitamente guardar en secreto. Yo lo he hecho. ¿Realmente piensas que querría contar algo como aquello? Ahora bien, tú, que como mujer no sientes la pulsión biológica de demostrar valor en situaciones de peligro, puedes haberlo divulgado. Sin malicia. Eso tú debes de saberlo. Yo pienso que no.
¿Soy cobarde? Es relativo. Creo que soy tan cobarde y tan valiente como todos.
La noche de autos, sin embargo, me entró un pánico irracional, me desbordó. Tú también estabas asustada. Pero tú no tienes necesidad de refrenar ni el placer y ni el temor.
En aquella época yo había llegado a ser jefe de negociado de una Recaudación Ejecutiva de la Seguridad Social. Cómo había logrado escalar en dos años tan alta cima se puede explicar por el lugar en el que había recalado, Alcoy, una ciudad montaraz de camino hacia ninguna parte. Los barrancos atraviesan la población tan intempestivamente como si una línea de tren hubiera alongado sus vías en medio del salón de una casa. Una multitud de puentes han pretendido coser los barrancos pero no han conseguido acercar sus extremos y la herida permanece abierta. Desde esos puentes colgados sobre el abismo se vislumbran, en el fondo del precipicio, los tejados y chimeneas de numerosas fábricas. Si no supiéramos que la Tierra es demasiado gruesa y que eso es imposible, se diría que un terremoto la ha resquebrajado y ha dejado al descubierto una barriada industrial de una ciudad de las antípodas. Tanto salvajes como edificadas, hay tantas quebradas donde escoger que los suicidas no se atreven a utilizar otro método. Es como una seña de identidad. Allí está prohibido el veneno, el pistoletazo o el ahorcamiento. Todo el que se quiere matar se tira desde un puente. Se lleva en la sangre.
En la oficina donde trabajaba, un gracioso había pegado en la pared un cartel que decía: Hace un día esplendido, seguro que viene alguien y lo jode. Como mi principal labor era dirigir las subastas y mis empleados no embargaban ni un zapato viejo tenía mucho tiempo libre. Mis ojos se iban sin querer al cartel y lo leían una y otra vez, cien veces durante cada jornada laboral, convirtiendo en el único objetivo de ese puesto de responsabilidad el sacarle la sustancia a la dichosa frase. Hace un día esplendido, seguro que viene alguien y lo jode. Acabé teniendo muy clara mi posición respecto a ella. Era ésta de rechazo. Puede que sea cierta, me decía a mí mismo, pero no ahora. Ahora tengo veintitrés años y estoy enamorado. Hay demasiada belleza a mi alrededor. Es como un alud, como una riada. Cualquier malvado que quisiera pararla sería arrastrado por su fuerza. Cuando el primer desgraciado que pase pueda joderme el día sabré que he empezado a hacerme viejo.
Habíamos bajado a Alicante a hacer unas gestiones y luego nos fuimos de compras.. Eran los primeros días de las rebajas y encontrarte auténticas gangas. Después, contentos, nos propusimos celebrarlo. No sé exactamente qué celebrábamos, pero lo hicimos con fruición y se nos hizo tarde. Era viernes y no importaba. Incluso prolongamos innecesariamente la estancia en algunos bares para rememorar la época, ahí en nuestro pueblo, en la que trasnochábamos con los amigos. Tenemos que volver del destierro. Tenemos que abandonar pronto esa ciudad que parece la vagoneta cimera de una noria averiada. ¡Eh! Nos hemos quedado aquí arriba. ¡Eh! ¿No hay nadie ahí? Han cerrado la feria. Nos han olvidado. Eso decíamos, y nuestra misma añoranza nos producía risa.
Llegamos al coche. El coche, herencia de mi padre, tenía pocos caballos, creo que sólo uno, un viejo penco que alardeaba de una juventud engañosamente pintada en su rostro con afeites baratos cuando tenía que bajar pero, a la hora de subir, las cuestas le quitaban la máscara y lo hacían aparecer con su auténtica arrugada y desdentada cara. Arrancó con dificultad y empezó a llanear con cierto brío acicateado quizás por las miradas de reojo de sus otros compadres. Pasado Jijona, sin embargo, exonerado por la oscuridad y por la soledad de la carretera de la necesidad de fingir se quedó tirado. Se arrastraba muy lentamente. Míralo de este modo, te dije, así podemos contemplar la luna. La luna estaba casi llena e iluminaba bastante. Una furgoneta blanca apareció detrás de nosotros. No nos pasará, pensé. Aquiles, según la paradoja de Zenón, no puede alcanzar a la tortuga. La furgoneta desmintió al sabio griego y nos adelantó como un delfín a una barca de remos. No sé si lo que hice entonces es una exigencia del código de circulación o la simple cortesía de la ruta, pero sin duda es una práctica muy lógica poner las luces de cruce cuando alguien te adelanta para no deslumbrarlo a través del espejo retrovisor. Cuando la furgoneta se puso delante apreté hacia mí la manija de las luces para dar la corta. Ante mi sorpresa salió un chorro de luz de mis faros, una pozalada que caló la parte de atrás del otro vehículo. Comprendí enseguida —tengo buenos reflejos— que, debido a la extraordinaria claridad de la noche, había ido todo el rato con las luces cortas y deshice al instante la operación. El resultado de ello fue como el flash de una cámara fotográfica, eso que se denomina una ráfaga.
Nuestro coche no tenía quinta velocidad. Iba subiendo en cuarta más o menos a sesenta. La furgoneta había desaparecido tras una curva y yo pensé que ya no la veríamos más, pero para mi sorpresa la encontramos al rato parada en la cuneta con los intermitentes de avería encendidos. Parpadeaban como un gato con un tic nervioso sobre un tejado. Aunque yo sabía que no estaba averiada —esos intermitentes nunca se utilizan con ese fin— parecía desvalida, perdida en mitad de la noche oscura en esa carretera solitaria. El conductor habrá parado a mear, me dije. No pasó mucho tiempo, sin embargo, hasta que sus luces, surgidas repentinamente de la nada, como si la furgoneta hubiera nacido en ese momento detrás de mí, me deslumbraran. Me adelantó muy rápido y se echó a la derecha demasiado pronto. Tuve que frenar para no tropezarme con ella. La inercia la alejó un poco pero enseguida redujo la velocidad. Me invitaba a pasarla. ¿Con qué fin? El último pensamiento coherente que tuve antes de que el miedo inundara mi cerebro fue que si me ponía en el lado izquierdo para adelantarla ya no me dejaría volver a mi carril y acabaría topándome de frente con el primer coche que bajara el puerto o que, si conseguía adelantarla, me incordiaría de nuevo desde atrás y quizás ya no se conformara con jugar. Dos cosas estaban claras: se había mosqueado con la involuntaria ráfaga que le lancé y estaba o estaban locos. ¿Hasta qué punto? Ahí radicaba la cuestión. No podía saber hasta qué punto. Dentro de la furgoneta había un peligro desconocido. Me los imaginé apeándose. Eran por lo menos tres y llevaban en las manos barras de hierro. Sus caras confirmaban la demencia mejor que cualquier diagnóstico. Aunque me hubiera dado tiempo de explicarles cómo y por qué se produjo la ráfaga no me hubieran escuchado, hubiera sido como entablar una conversación con un cocodrilo hambriento o con un león.
Esto que te voy a decir ahora me lo podría callar pero la sinceridad, a veces, es como un vicio. Ya no puedes parar. Tú habías desaparecido de mi lado. Sólo estaba yo. Pensaba en mi cuerpo bateado por sus barras y en el dolor y el espanto de una muerte, la mía. Podría decirte que hui por ti, para que no te violaran y te asesinaran. Quedaría mejor pero sería mentira.
Cada vez la furgoneta iba más despacio. Yo había metido la segunda y el coche estaba a punto de calarse. Guardábamos silencio, quizás para que uno de nosotros no comentara: esos de la furgoneta se han vuelto locos y el otro contestara: ¿qué furgoneta? La sensación de irrealidad y de pesadilla era demasiado fuerte. En ese juego de ir despacio yo había logrado ir más despacio que ella, posiblemente tenía más práctica, y cuando se paró estaba alejada unos quince o veinte metros. Yo también paré. No sólo paré el coche, todas mis funciones vitales se pararon. El corazón cesó de latir, los pulmones de follar, los nervios de llevar ordenes desde un cerebro dormido a unos miembros temblorosos. Por cierto follar es lo que hacen los fuelles.
Estaba aterrorizado, miraba la furgoneta esperando que alguien saliera de dentro como quien espera el sobresalto anunciado en una película de miedo. Tú decías algo pero yo no te oía. Lo que decidí lo decidí solo. Puse la marcha atrás girando seguidamente el volante hacia la derecha, hacia el precipicio, por suerte no caímos, y después la primera, hacia delante, doblando el volante todo hacia la izquierda para hacer un cambio de sentido brusco, y apreté el acelerador. Cuando el coche sintió que la carretera se empinaba hacia abajo recobró su energía. Las ruedas chirriaban en cada curva. Entonces sí oí tus palabras: No corras tanto, nos vamos a matar. La velocidad del coche marcaba la intensidad de mi miedo, lo dejaba al descubierto. Me alejaba de la furgoneta blanca como quien huye del diablo. Eso es lo que no contaría a nadie, lo que más me avergüenza del asunto, el chirriar de las ruedas sobre el asfalto. No corras tanto, me dijiste. ¿Cómo no voy a correr si pueden estar persiguiéndonos? Llegamos a Jijona en un abrir y cerrar de ojos. Estábamos tan alterados que buscamos una pensión donde pasar la noche como si la carretera estuviera cortada por la nieve. No se nos ocurrió acudir a la policía. Cuando a uno se le aparece el diablo no acude a la policía. No sé cómo, posiblemente tú te harías cargo, encontramos una pensión barata. Era ya tarde. Nos acostamos. Me habías dado la espalda en la cama. Te toqué el hombro para sentir tu presencia tranquilizadora. Malinterpretaste mi contacto y me dijiste: Ahora no. Fue un rechazo de algo que yo no había pedido pero un rechazo al fin. La primera y la última vez. Me quedé deprimido. Recordé entonces el cartel de la pared de mi oficina: Hace un día esplendido, seguro que viene alguien y lo jode.
Si ya estás empezando a aceptar que soy yo quien escribe espera a las pruebas definitivas. Estas no pueden ser más que numéricas ¿Tú sabes que uno de los primeros que creyó en la reencarnación fue Pitágoras, el matemático? La primera es el número secreto de mi tarjeta del cajero automático. Es el mismo que el de la tuya 2534. La segunda el número para codificar la radio del coche. ¿Recuerdas que recién comprando tuvo una avería eléctrica y se descodificó? Habíamos perdido los papeles con el número y en el taller se pasaron varias horas llamando a un sitio y a otro para conseguirlo. En estos casos utilizo una regla mnemotécnica para guardarlo en la memoria y que no se vuelva a perder. El número es una balanza, el 8144 ocho en el platillo de la izquierda, cuatro y cuatro en el de la derecha nivelándola y en el centro el uno como el fiel de la misma. Ya te lo dije. Si se te ha olvidado no podrás comprobarlo, supongo, porque el coche con el equipo de música incluido debió quedar para la chatarra. ¿Son suficientes pruebas? Imagino que no. Cualquiera del banco puede saber mi número del cajero, cualquiera del taller puede saber el número de código de la radio del coche. Podría escribirte una carta con la extensión de El Quijote y al final sólo me quedaría pedirte un acto de fe. Alicia, me he reencarnado. Créelo porque es absurdo.
Ha quedado como el colmo de ese mismo absurdo del que te hablo, la actitud de los bizantinos discutiendo sobre los ángeles en el momento mismo en que Constantinopla estaba siendo conquistada. A mí me parece por el contrario de lo más cuerdo. Gentes que van a morir en pocos días deberían de tener claro cuantos ángeles caben en la punta de un alfiler y si esas apreturas darán lugar a alguna que otra bofetada. Si yo fuera a morir me ocuparía del dulce tema del desapego. Pero mi problema es justamente el contrario. De repente me ha dado por pensar que la esencia de lo humano es la posesión. El alma está desnuda sin las cosas que posee. Más que desnuda yo diría que el alma sin ellas es inconsistente, como el aire de un balón de fútbol que hubiera perdido el cuero. Los faraones comprendieron esto y se hacían enterrar con sus pertenencias, incluyendo su propio cuerpo, su principal activo, que hacían embalsamar para que no se pudriera. Tengo que confesarte abiertamente que más que interesado en el resorte secreto de la reencarnación por el cual he salido de la caja sorpresa de la muerte me interesa recuperar lo que es mío. A lo mejor otro en mi caso, como un San Pablo después de la revelación, renunciaría a las cosas mundanas y recorrería la vía solitaria y depauperada del ascetismo o se haría profeta predicando la buena nueva: la muerte es reversible, transmigra la consciencia. Claro que no podría darles la receta porque la ignoro, pero aun así arrastraría a muchos desesperados. Yo no. Yo sólo te quiero a ti y a la niña.
Si la reencarnación fuera más frecuente (lo mismo lo es pero todos los reencarnados se callan y a los que hablan los toman por locos) seguramente las leyes civiles y comerciales tratarían de los derechos y deberes del reencarnado; como no es así existe un vacío legal suplido, me temo, por el régimen interior de los manicomios. Para el resto de la gente ahora soy Julián Ríos Beltrán, urólogo y cirujano de sesenta y un años y poseo lo que él poseía. Sus cosas entran dentro del lote. Convalezco de un pequeño accidente con el mercedes que me ha dejado provisionalmente amnésico pero que, eso esperan todos, pronto me permitirá reintegrarme a mi cátedra de La Universidad y a mis afamados trasplantes en el Hospital de mi propiedad. Porque, según me dicen, poseo un Hospital montado por todo lo alto. Naturalmente el accidente lo provoqué yo para darme tiempo.
Estoy forrado. Ayer le pregunté a mi mujer (bueno, a la mujer de este señor que para ser cuarentona no está nada mal, el muy tunante se casó con una chavala quince años más joven que él) cuánto dinero tengo. Cuando me contestó una cifra aproximada yo, poniendo una expresión de asombro, exclamé que soy inmensamente rico. Ella me miró como si no me reconociera (temí ser descubierto) y se maravilló del cambio de valoración en cuanto al volumen de mi fortuna. Vaya, dijo, antes del accidente pensabas que eras pobre de atar, voy a tener que darle gracias a ese golpe en la cabeza.
Para mí, tú lo sabes, el dinero nunca ha sido importante. Creo que son esenciales las cosas sin precio y en eso, aunque mi aspecto actual lo desmiente, se nota que soy joven. Pienso que sólo lo barato se compra. Algún día cambiaré y me volveré un avaro como este viejo, pero no ahora.
Pero, ay, las relaciones humanas son inexorablemente relaciones comerciales. Desalienta pensar que siempre haya que pagar la compañía de alguna manera. Los amantes se emocionan pensando que están destinados gratuitamente el uno para el otro. Es un engaño. No se pagan en dinero, eso no, pero se pagan en placer, en belleza, en juventud, en simpatía. ¿Recuerdas aquella pareja que se separó cuando a ella le aconteció una enfermedad degenerativa? Su banco entró en quiebra y ya no tuvo en adelante fortuna con qué retenerlo. Es lógico que gentes con esas experiencias o esos temores deseen dinero. Yo siempre me he vendido bien a mí mismo, ni se me ha pasado nunca por la cabeza que alguien pudiera no quererme. Ahora por primera vez me siento inseguro. Me pregunto qué es lo que tú amabas en mí. Porque ¿he cambiado mucho o poco? Según yo poco ¿y según tú?
Diariamente todos pagamos un precio por no haber muerto ya, es una calderilla, como la de subir al autobús o comprar el periódico, apenas se nota en los ingresos mensuales de una familia normal, un pequeño dolor que luego desaparece para volver más tarde, una pequeña falta de memoria, un cansancio diminuto, nada importante mientras esté llena la bolsa; pero yo he tenido que desprenderme de golpe de una enorme cantidad, treinta y cuatro años nada menos, y estoy anonadado, como un millonario cuyos negocios han quebrado y está en la ruina. Y aun así estoy contento porque, piénsalo, podría estar, más bien debería estar, muerto. Quizás el truco para que te caiga la lotería de la reencarnación sea el de amar la vida con pasión. Si tuviera que convertirme en el imán de una nueva religión ese sería mi credo. Miradme, les diría a mis prosélitos, el que ama la vida no puede morir. Los agoreros se opondrían con la cantinela del azar y la probabilidad, la salvación como una parte más de la física estadística. El alma, como una partícula elemental que se desintegra, tiene equis posibilidades de reencarnarse en equis cosas. Eso sería palabrería científica, no religiosa. Una religión no puede entregarse al azar. El mérito, el conjuro, la oración, el rito tienen que influir en las decisiones del dios. No pretendo hacer tal cosa. Mi única predicación consiste en convencerte para que me dejes volver a tu lado.
Me sonrío pensando si debería introducir en el sobre una foto reciente como hacen los adolescentes desconocidos que se cartean. ¿Y si no te gusto? Me viene a la mente una comparación luminosa que resuelve el asunto. Imagínate que en el accidente no hubiese muerto sino que me hubiese quedado tetrapléjico, invalido desde el cuello hasta las puntas de los pies. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Cuidarme hasta la hora de mi muerte? Pues piensa en el cambio, sesenta y un años pero robusto, no mal parecido y podrido de dinero. Creo que no hay color.
Pienso mucho en ti y en la niña ¿Qué hago que no voy ahora mismo a abrazaros? No. Tengo que ser prudente, ir poco a poco. ¿Cómo se ha tomado la niña mi ausencia? ¡Con cuatro años, pobre! Al menos estará orgullosa de haber acertado con su reiteradamente expuesta teoría sobre la muerte ¿Recuerdas? «Primero te morirás tú, después la mamá y después yo, porque tú eres el mayor, la mamá la mediana y yo la pequeña». Como está acostumbrada a mis bromas, por mucho que le digo que no, que ella se morirá primero, no me hace ningún caso. A los cuatro años su lógica es demasiado rígida para comprender las excepciones de las reglas. «Papá, esto se ha rompido». «No se dice rompido, hija, se dice roto». Me mira con cara de no creerme. Si no es capaz de aceptar la existencia de los participios irregulares ¿cómo va a abrazar a un viejo que se abalanza sobre ella con los brazos abiertos pretendiendo ser su papá?
Paso la mayor parte del día en la cama. Ni el resultado favorable de la ingente cantidad de pruebas médicas que me han practicado demostrando sin lugar a dudas que no tengo ninguna dolencia física ni mi aspecto saludable es bastante para contrarrestar (ya que evidentemente mi psique no es la misma de antes del accidente) la arraigada creencia popular de que un enfermo, aunque como yo pueda valerse perfectamente por sí mismo, tiene su lugar natural en el lecho. Nadie me grita: levanta ya, haragán. Al contrario, incluso mi hijo, médico de familia en un Centro de Salud de aquí cerca, me anima a guardar reposo. Se ha convertido en mi médico de cabecera. El otro día le pedí que me comprara en la librería más cercana o me sacara de la biblioteca pública un libro de poesía. Le escribí el nombre de la autora, WISLAWA SZYMBORKA, en mayúsculas para que no se confundiera. Aun así se quedó confundido ¿Un libro de poesía tú, papá? Estás mucho más grave de lo que parece. No podía explicarle, claro, el valor sentimental que tiene para mí. Es el libro que le leo a Marta antes de dormir. La mayoría de los poemas no los entiende pero, tú lo sabes, me busca cada noche con el volumen en la mano. Por lo visto el sonsonete de mi voz la arrulla, la tranquiliza. El último poema que le leí trataba sobre un gato. Como a ella le encantan los gatos puso las orejas tiesas y lo escuchó entero. Le gustó tanto que me lo hizo repetir. Los versos de ese poema fueron los últimos sonidos que oyeron sus oídos con mi voz de antes. Cada vez que lo leo se me llenan los ojos de lágrimas. Permíteme que lo transcriba. Morir —eso, a un gato, no se le hace./ Porque, ¿qué puede hacer un gato/ en un piso vacío?/ Subirse por las paredes./ Restregarse contra los muebles./ Nada aquí ha cambiado,/ pero nada es como antes./ Nada ha cambiado de sitio,/ pero nada está en su sitio./ Y la luz sigue apagada al anochecer./ Se oyen pasos en la escalera,/ pero no los esperados./ Una mano deja pescado en el plato/ y no es, tampoco, la de antes./ Algo no empieza/ a la hora de siempre./ Algo no sucede/ según lo establecido./ Alguien estaba aquí, estaba siempre,/ y de repente desapareció/ y se empeña en no estar./ Se ha buscado ya en los armarios,/ se han recorrido los estantes./ Se ha comprobado bajo la alfombra./ Incluso se ha roto la veda/ de esparcir papeles./ ¿Qué más se puede hacer?/ Dormir y esperar./ ¡Ay, cuando él regrese,/ ay, cuando aparezca!/ Se enterará de que esas no son maneras/ de tratar a un gato./ Como quien no quiere la cosa,/ habrá que acercársele,/ despacito,/ sobre una patitas muy muy ofendidas./ Y, de entrada, nada de brincos ni maullidos.
Así me encontró el otro día la señora de la casa, con el libro en el regazo y los ojos brillantes. Para ella sí he cambiado, incluso sospecho que todo el pasado con su marido ha cambiado. Escudada en mi falta de memoria y en mi nueva capacidad para escuchar me cuenta la historia de los primeros años de su matrimonio más como ella imagina que debieron ser que como fueron en realidad. Como después de un viaje se olvida el cansancio y la incomodidad del camino recordando sólo los paisajes maravillosos y los suntuosos monumentos así ella recuerda o quiere recordar su enamoramiento, ese como deslumbramiento de liebre enfocada por los faros de un coche, la admiración que sintió por el hombre maduro y seguro que lo sabe todo, la entrega incondicional a su posición social, a su razón y a su fuerza, escondiendo bajo la alfombra el hecho incuestionable para ella tras su primer embeleso de haberse casado con un ser mezquino y materialista cuyo único objetivo era amasar dinero. Incluso esa experiencia negativa es ahora, a la luz de los nuevos sucesos, revisada. ¿No lo haría todo por ella y por el niño, para asegurarles una vida mejor? Quizás se había equivocado al juzgarlo y su marido había sido siempre, en el fondo, un cisne obligado por las circunstancias al ser pato. Un horrible pato feo que ahora se quitaba de encima el peso de la lucha diaria y aparecía como realmente era. Claro que algunas veces no se lo cree y, practicando el cinismo almacenado durante años, me mira y me dice: «¿Cuándo acabarán las vacaciones?». Yo hago como que no entiendo. Me da pena, la veo tan ilusionada con la posibilidad de una nueva vida. No es que yo valga mucho. Por ejemplo, si fuera gorda y fea no tendría ningún reparo en desengañarla. Pero seguro que valgo mil veces más que él. Me baso para esta afirmación en una conversación que tuve antes de ayer con mi hijo.
Es un chico alto y delgado, como yo y como su madre. Con la reencarnación he ganado más de diez centímetros. Es también muy joven. Advierte que su madre se casó siendo todavía estudiante y lo tuvo enseguida, casi podrían pasar por hermanos. Desde que estoy enfermo todos los días viene a jugar conmigo una partida de ajedrez. El día del que te hablo estaba oscuro. Como unas gafas ahumadas, las nubes protegían del sol, el viento frotaba las bolitas de ámbar de los transeúntes cargándolos eléctricamente, más de una vez, al darse la mano, al besarse, de dedo a dedo, de nariz a nariz, saltaban chispas. Mi hijo vino quejándose de que la puerta de su coche casi lo electrocuta. Le aconsejé que se comprara un respaldo de goma para el asiento. Hablamos de otras muchas cosas. Existe un pueblo en el sur de África cuyos habitantes piensan que el aire los desgasta, por eso viajan lo menos posible. Parece mentira las cosas que sabe este chico. Luego pasamos al campo de batalla. Como la ignorancia es muy atrevida, a su salida de peón de rey opuse el peón de dama. Él se comió mi peón y yo me comí el suyo con la dama. La teoría aconseja no sacar la dama al principio de la partida porque el rival se desarrolla atacándola. La teoría me la suda. Voy directo a la cabeza con el garrote más largo. Efectivamente sacó todas sus piezas mientras mi reina danzaba esquivándolas. ¡Con qué gracia se movía sobre el tablero! Que la atacaba un caballo, se giraba a la izquierda; que la importunaba un alfil, se desplazaba a la derecha; que un diminuto peón quería meterse bajo su falta, daba un paso atrás. Aún no comprendo cómo pude perder. Jugué como nunca y perdí como siempre. Desde que venimos jugando no he logrado ganarle una sola partida.
—Papá —me dijo poniéndose grave. — ¿Recuerdas algo de mí?
—Claro, tú eres el cabrón que me gana siempre al ajedrez.
—No, en serio, de antes del accidente.
—Nada, lo siento, ¿te traté mal?
—Antes eras diferente, lo sabias todo, nunca te equivocabas, nunca perdías al ajedrez. Es difícil querer a alguien que siempre tiene razón.
—Supongo que lo haría para que te sintieras seguro —le contesté. —Pero no me acuerdo. Lo mismo era simplemente un capullo. ¿Te gusto más ahora? —pregunté vanidosamente.
—Bueno, antes nunca decías tacos.
—¡Seguro que era la hostia!
Así transcurrió la velada mientras el viento tiraba macetas y convertía a los gatos en astronautas. Nos hemos hecho amigos, es una buena persona. Su padre no debía ser tan malo si ha hecho de él una buena persona. Aunque puede haber sido por contraste. Yo tenía un amigo que cuando nació su hijo empezó a dar clases de arte dramático para representar todo aquello que él odiaba; así, me decía, como los hijos siempre han lo contrario de lo que los padres quieren, combatiendo lo que vea lo moldearé a mi gusto. Mi hijo le reprocha a su padre su perfección, pero si hubiera sido imperfecto le reprocharía su imperfección, de eso estoy seguro. En esta casa todo el mundo me quiere, la cocinera ha pasado de odiar al señor a besar por donde él pisa. Igualito que en la película de Harrison Ford, me dijo el otro día cuando entré a felicitarla por la comida. El de antes le sacaba defectos a todo, que si le falta sal, que si está poco hecho o demasiado hecho. Igualito que en la película de Harrison Ford, repite. No sé lo que quiere decir con eso pero le sonrío y muevo la cabeza de arriba abajo aceptándolo. Seguro que han hecho ya muchas películas de reencarnados. No existe nada extraordinariamente original. Una vez leí un cuento de Kipling que trataba sobre un reencarnado que recuerda su vida anterior como remero en una galera, la recuerda a trozos y como en sueños, como a través de una espesa niebla. No es así, claro.
Pensaba esperar a recibir la contestación a esta carta para pedir el divorcio porque en el supuesto de que me rechaces ¿dónde voy a ir a mi edad? Me quedaría con esta familia y trataría de condimentar mi vida con un poco de pasado y un poco de futuro. Todo lo que ha aprendido en los veintisiete años que lleva pensando un cerebro precoz y privilegiado como el mío se puede resumir en el dicho: a mal tiempo buena cara. Mas ayer, infortunadamente, se precipitaron los acontecimientos.
Elvira, así se llama, entró en mi habitación llevando flores frescas en un búcaro. A su marido no le gustaban las flores y por eso ella piensa que a mí me gustan. Se equivoca. A los pobres no nos gustan las flores porque, compradas de vez en cuando, las apuramos hasta que se pudren. Las flores simbolizan la renovación de un voto, son como un reloj que marca la hora del olvido. ¡Qué deprimente es ver en los cementerios flores marchitas! En cuanto a las flores hay que ser extremista: o todos los días o ninguno. Ella, mujer exquisita, repone diariamente las flores de sus jarrones como colorea sus mejillas o enjabona su cuerpo en interminables baños. No tiene otra cosa que hacer. Se queda en el centro de la rueda de su vida y por mucho que gire siempre está inmóvil; no es como nosotros que vivimos en la periferia del círculo y giramos vertiginosamente y, aunque a veces nos mareamos y vomitamos, otras veces nos provoca un cosquilleo de placer. Ella remoza sus flores y sus células aferrándose a una belleza que pronto, irremediablemente pasará.
Esa mañana estaba radiante. Estas mañanas de primavera no dejan lugar a la abstinencia. ¿Si no es ahora, cuándo? Se pregunta el cuerpo. Al verla aparecer, al oler su perfume, mi miembro infiel, disociado de mi leal cabeza, se levantó como el que se empina para mirar al otro lado de una tapia. Tuve, sentado como estaba, que doblar las rodillas para ocultar el inapropiado deseo entre las púdicas montañas, como los remolinos de un río en el fondo de un cañón. Ella no se dejó engañar, se aproximó como una perra en celo. Conversamos con un lenguaje sin palabras. Yo no quería, te soy fiel hasta la muerte, pero no se puede negar lo que aún no se ha dicho.
A lo largo de estas dos semanas hemos dormido en habitaciones separadas. Ellos lo hacían ya. Una casa grande, una pasión pequeña. No negaré que más de una vez se me ha pasado por la cabeza aprovecharme de la situación y darme un buen revolcón. También has mejorado en esto, me diría ella, satisfecha a lo mejor después de veintitantos años de matrimonio. Son inocentes fantasías sexuales propias de la falta de ejercicio. El deseo de ella era más legítimo, al fin al cabo soy su marido. Se sentó a mi lado y empezó a arreglarme el pijama, a acicalarme el pelo, como a un niño.
—Esto se llama beso —me dijo. Su boca olía a menta, parecía que se hubiera cepillado la lengua, como mandan los dentistas. ¡Con dos lenguas en mi boca y no pude decir ni una palabra! ¿Te doy celos? Sus movimientos eran dulces y carnosos. Sus manos me acariciaban honestamente la cara, el cuello, los hombros. Luego, a la vez que la altura, fueron perdiendo el candor. Como en el juego de esconder prendas, cada vez más caliente, hasta que se quemaron. Yo la dejé hacer, te lo juro, por pura curiosidad científica. Quería saber si mis nuevas armas funcionaban tan bien como las perdidas. La prueba de la mano fue satisfactoria. Después la boca siguió la ruta abierta por la mano y llegó sin dificultad hasta su objetivo. ¿Dónde está la raya entre un experimento científico y una infidelidad? Yo la tracé en la eyaculación. Si eyaculaba en la boca de Elvira sería traición. Ella, como un demonio, hacía todo lo posible para hacerme pecar. ¿Se bebería mi semen o lo escupiría? ¿Pararía inmediatamente o seguiría aún? Parecía no tener prisa. ¿Te doy celos? No, mujer. El experimento tenía que parar.
—Elvira, quiero el divorcio.
—¿Hablas en serio?
—Completamente en serio.
Se limpió la boca con la mano y salió del cuarto. Era la viva imagen de la dignidad ofendida.
No dejes de escribirme con una respuesta, o mejor, telefonéame, con un sí me basta. Elvira y yo estamos peleados pero nos podemos reconciliar. Las reconciliaciones son lujuriosas. Si fueras hombre y te hubieras peleado alguna vez sabrías lo bien que saben los besos de una mujer que llora.
Ni cinco céntimos
Debajo de una firma ilegible hay un número de teléfono. Ignacio trata de memorizarlo —ahora se considera íntimo amigo del viejo— para preguntarle dentro de unos meses cómo le va. Porque seguro que vuelve a Barcelona. Él volvería.
Aparta los folios que eclipsaban al viejo y se dispone a preguntarle por una decisión que ya considera madura. Mientras leía ha dejado la botella de whisky en la barra y el viejo ¿no estaba el otro hurgando su intimidad? se ha creído con derecho a escanciarse libremente. La había desprecintado para la ocasión y ahora queda en el fondo, asolado, un dedo del líquido ambarino que la llenaba. No hace falta una rueda de identificación para saber quién se ha bebido el resto. Al viejo le brillan los ojos, sus movimientos son pausados y torpes y una sonrisa beatífica le modela la cara.
—¿Qué va usted a hacer? ¿Se vuelve a Barcelona? —Ignacio espera la respuesta en un lado de su bien estructurada lógica, pero la recibe en el contrario.
—No, voy a volver con Alicia. Respetaré sus condiciones, haré todo lo que ella quiera. Mujer por mujer me daría igual acostarme con Elvira. Pero no quiero perder a mi hija.
El camarero se había olvidado de la niña. Él no sabe lo que sienten los padres, no tiene hijos, pero debe ser un sentimiento poderoso, por lo menos a los cuatro años, después… como se suele decir: a los cuatro años te los comerías, luego te arrepientes de no habértelos comido. El señor Julián aún no tiene perspectiva. Se ha desengañado de su mujer, cuando se desengañe también de su hija podrá volver, si es que le queda tiempo.
Todo el problema con Alicia consiste en que ella no lo reconoce, lo reconoció, sí, en su carta, pero ahora lo mira y no puede verlo. Envuelto en varias cajas de cartón, embalado con múltiples papeles e infinidad de cuerdas, es un regalo que no puede abrir. Incluso él mismo se sorprende en actitudes de viejo. Como si el otro estuviera renaciendo; quizás en algún tribunal superior esté reclamando su cuerpo, cosa absolutamente legítima, y quizás lo esté logrando.
La niña, a la cual le han dicho que él es un pariente lejano que ha venido a vivir con ellos y que dada su corta edad lo ha aceptado sin más y no ha preguntado (ya preguntará), lo ha asimilado a su mundo y lo busca por las noches con un libro para que le lea mientras se duerme.
Debido a la euforia que le produce el alcohol piensa que todo saldrá bien. El camarero, sin embargo, sobrio como un juez, no apostaría por ello ni cinco céntimos. A parte de no gustarle las apuestas, cree que esa estaría perdida de antemano. Es un poco tacaño. Aunque estaba dispuesto a no aprovecharse demasiado del pobre hombre, la cantidad de lo consumido y la información recién adquirida sobre su patrimonio le hacen cambiar de idea. Por lo que le cobra por la botella puede cerrar el bar una semana e irse de viaje. Julián no protesta, incluso deja propina. Sale del bar haciendo eses, desatendiendo el ofrecimiento de Ignacio de llamarle un taxi.
Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.
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