Memorias de un coleccionista compulsivo

¿Tiene hora? (4)

Nueva entrega de las 'Memorias de un coleccionista compulsivo' de José Manuel Vilabella, centrada en los relojes.

/ Memorias de un coleccionista compulsivo / José Manuel Vilabella /

Cuando yo era niño, allá por los años cuarenta y tantos del siglo pasado, era muy frecuente —además de agredir a las mujeres con piropos obscenos, actividad en que el gremio de la construcción demostraba su maestría desde el andamio— el pedir fuego y el preguntar «¿Tiene hora?». No se preguntaba al desconocido si tenía reloj para poder robárselo, qué va, se preguntaba si era portador de la hora, si era un ser privilegiado que llevaba en su bolsillo o en su muñeca un artilugio que le permitía conocer al minuto o incluso al segundo el tiempo aquel de la triste posguerra, un tiempo lleno de temblores, sospechas, alaridos, espías, fusilados al amanecer. Todo escaseaba y los relojes eran, como el pan blanco y el jamón, un artículo de lujo, un signo externo de riqueza que estaba muchos escalones por debajo del lujo máximo que era el poseer un automóvil. El tener coche, y no ser taxista, estraperlista o paniaguado del régimen, era casi milagroso. Los relojes y los automóviles escaseaban y aunque sus poseedores no iban acompañados de un monaguillo que tocaba la campanilla, como cuando un sacerdote llevaba la Sagrada Forma para administrar la Extremaunción a un moribundo que dejaba este mundo de manera natural y no fusilado o «paseado», sí que era motivo de cotilleo. «El del cuarto C, además de sombrero, tiene reloj; dicen que chapado en oro», decía Maruja la peluquera y doña Restituta se llevaba la mano a la boca abierta y apostillaba: «Dicen las malas lenguas que es de Albacete». Eran tiempos difíciles. Los fumadores no malgastaban cerillas ayudando al prójimo que les pedía fuego. No. Le tendían el cigarrillo que estaban fumando y su interlocutor se servía él mismo. El fuego iba de pitillo en pitillo y con una sola cerilla se encendían todos los cigarrillos de Lugo, que brillaban entre la niebla del amanecer como libélulas.

Yo era un niño pecoso, repipi y muy educado, aficionado a los helados de cucurucho y a los bollos de leche y, para saber la hora, abordaba sobre todo a los ancianos, porque me gustaba su parsimonia al sacarse del bolsillo del chaleco el reloj de bolsillo. Un servidor, que era muy palabrero, se despedía de manera exagerada: «Muchas gracias, noble anciano», fineza que muchos agradecían aunque algunos, que no habían cumplido los cincuenta años, no les sentaba nada bien mi error de cálculo y mascullaban entre dientes un despreciativo: «Anda niño vete a tomar porculo».

 —¿Señor Vilabella, hay alguna colección a la que ha llegado usted tarde? – me pregunta el curioso lector.

 —Pues mire usted, sí, y lo siento. Es la de portadores de huevos, de hueveras. Estos aristocráticos coleccionistas se hacen llamar pocilovistas, por aquello de pocillum ovi, dicho en latín. Aunque en España no somos demasiado aficionados a desayunar huevos pasados por agua, en el resto de Europa es muy habitual. El huevo o los huevos se presentan en soportes de todo tipo. Los hay de madera, plata, cerámica o incluso oro. Algunos son obras de arte decorados por prestigiosos artistas. Los pocilovistas radicales atesoran incluso los soportes de cartón que se pueden encontrar en cualquier tienda de alimentación. Tengo conocimiento de que en Asturias hay, por lo menos, un pocilovista. No diré su nombre por elemental discreción. Pero les daré una pista. Se trata de un profesor de la Universidad de Oviedo. Y no digo más.

El tratar de medir el tiempo ha sido desde la época de las cavernas un deseo del ser humano. Los primeros relojes que se conocen son los de sol. Su invención se atribuye a los egipcios. Eran útiles dentro de lo que cabe. Los días nublados el personal se descentraba, los trabajadores llegaban tarde a sus quehaceres e incluso los campaneros no cumplían con sus deberes ciudadanos y se quejaban con razón los feligreses. Más útiles eran las clepsidras, los relojes de agua y mucho más evolucionados los relojes de arena. El sol, el bendito sol y su posición en el cielo fue lo que indicaba el horario laboral. De sol a sol se trabajaba en el campo hasta principios del siglo XX. Cada hora de asueto que fue conquistando el trabajador fue a base de esfuerzo, tira y aflojas, largas discusiones, huelgas y manifestaciones. A pesar de que el horario de 40 horas semanales tiene más de un siglo de vigencia en España, jamás se respetó ese mandato. Es muy frecuente que los trabajadores estén en su puesto de trabajo hasta que el jefe sale de su despacho y se va. Recuerdo que, en la central de Banesto, en los años sesenta, nadie se iba a su casa hasta que se marchaba el director general. El ordenanza que daba la noticia por el teléfono interior podía tardar media hora entre la primera llamada y la última. El buen hombre se llamaba Ulpiano y los jefazos le hacían una fina pelotilla para que les llamase los primeros. Ulpiano era un señor regordete y sabio; yo llegué a tener confianza con él porque era de Meira, un bonito pueblo de Lugo. Ulpiano se dejaba querer y me contaba que le regalaban puros, mecheros, carteras de piel de cocodrilo. Mi amigo, como estaba a punto de jubilarse, no corría peligro por las represalias que pudiesen tomar los últimos de la lista. «Mira, don Alfredo, el jefe de Valores, me obsequió con este Dupont de oro. Lo pongo en cabeza», me dijo una mañana.

El español más que a un trabajo aspira, desde tiempos inmemoriales, a una colocación. «El inútil de Alfonsito está colocado en la Caja de Ahorros», se decía hace algunos años. Y el bueno de Alfonsito, tonto de baba, se incrustaba en la organización y ascendía a oficial primero, porque, entre los tontos, los hay con más o menos baba. Las recomendaciones han funcionado siempre, son la llave que abren todas las puertas. Los únicos que en España hacen lo que les da la gana son los funcionarios, los burócratas. El truco de la chaqueta se practicó durante años con total impunidad. No sé si ahora está vigente. «Dónde está Álvarez?», preguntaba un incauto y un compañero, un cómplice, respondía muy serio: «Está en la casa. Mire, tiene la chaqueta colgada en el perchero». Álvarez estaba, como es lógico, deambulando por el laberinto administrativo portando unos folios en alegre e impune holgazanería, tomándose un café con un amiguete o haciendo gestiones personales.

Una de mis colecciones que más satisfacciones me ha dado es la de relojes de bolsillo. Tengo alrededor de 200 y actualmente solo compro piezas que aporten algo nuevo al conjunto. En el mundo de la relojería el tamaño sí que importa y mucho. Los relojes de pared podían fabricarlos los países de tecnología medía, pero los grandes relojes de iglesia o de instituciones públicas y los de bolsillo de carga manual requerían un nivel técnico que solo algunos países eran capaces de alcanzar. Mi tatarabuelo, apellidado Mayer, era un judío austriaco que vino a instalar el reloj del ayuntamiento de Alicante, se enamoró de una levantina y mi bisabuela Mayer Amor, nos dejó como herencia una piel blanca y atópica que ha causado a parte de sus descendientes problemas de salud. La piel tiene buena memoria y un servidor, por haber tomado el sol sin protección en su juventud, lo ha pagado con el triste honor de haber sido operado quince veces y, siempre de manera ambulatoria, de cáncer de piel. Tengo el cuerpo y la cabeza llena de costurones. El relojero Mayer me hizo un flaco favor con su venida a España. Tendría que haberse quedado en Austria tan guapamente y viajar menos, caramba.

Actualmente los fabricantes de relojes son Suiza y China y a lo largo de la historia han tenido los recursos técnicos Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia y Japón. China, con su capacidad y su falta de ética, ha llegado a dominar la falsificación con tal perfección que resulta difícil distinguir los falsos de los auténticos. Las falsificaciones se centran en los relojes de pulsera y a los relojes de bolsillo, por ser una rara avis, apenas les prestan atención. No obstante, cuando estuve en la Ciudad Prohibida, en Pekín, compré un reloj de bolsillo en la llamada Sala de los Relojes. Y me encontré en un mercadillo ovetense otro reloj de bolsillo chino, que adquirí por 35 euros y que tiene la exactitud de un cronómetro.

Ignoro el motivo que hizo que Estados Unidos abandonase la fabricación de relojes de bolsillo. Fueron líderes mundiales durante muchos años. La marca Waltham en 1908 había fabricado más de 15 millones de piezas. Tengo varios relojes de esta marca, incluso uno de oro de 14 kilates. La segunda marca de Estados Unidos fue Elgin. Era también un gigante, pero algo más bajito que Waltham. En mi colección ocupa un lugar de honor un ejemplar bañado en oro. Waltham, en su momento de máximo esplendor, tuvo una banda de más de 20 músicos entre sus trabajadores. Las dos grandes fábricas citadas tenían los problemas de los elefantes, se movían con lentitud, y tuvieron que sufrir la competencia de unas quince fábricas más pequeñas que les robaban clientela y que presumían de tener en nómina a los artesanos más hábiles. Parece cosa de meigas, pero igual que el meteorito gigante terminó con los dinosauros, la segunda guerra mundial barrió el sector de la relojería made in USA. Desaparecieron todas las fábricas, grandes y pequeñas. ¿Las causas? Lo ignoro, no tengo la menor idea. El viento de la Historia, ese viento huracanado que a veces no explica sus razones, se los llevó por delante.

La bibliografía disponible sobre el tema que nos ocupa se reduce, en castellano, a la Enciclopedia del Reloj de Bolsillo de José Daniel Barquero y Relojes de bolsillo y sus mecanismos de Vicente Martín Sánchez. Ambos autores son unos apasionados del tema, unos eruditos de mucho cuidado. Yo formé mi colección comprando en mercadillos, relojerías y ferias de antigüedades. Regateé en todos los sitios ferozmente. Normalmente, en un mercadillo o en una feria de antigüedades, tienes que cerrar la operación en minutos y a medida que vas teniendo experiencia vas aprendiendo a leer la pieza que tienes delante; hay que observar con atención que la esfera no esté dañada y la maquinaría esté en perfecto estado; el número de rubíes es indicativo de su calidad y la tornillería, si es azul, es muy buena señal. Los buenos relojes tienen grabado el nombre del fabricante o el del cliente al que le hacen una tirada especial. Tengo un reloj fabricado especialmente para una relojería de El Entrego que tiene más de un siglo. El Entrego es un diminuto pueblo asturiano y hace un siglo también sería una villa poco poblada. ¿Qué hacía una relojería que encargaba tiradas especiales a una fábrica suiza para surtir a los escasos vecinos que vivirían allí por aquel entonces? Es un misterio inescrutable.

El mecanismo para darle cuerda o ponerlo en hora le indicará su antigüedad. Los más vetustos son de llave, le siguen los de lengüeta; los de hincar el dedo son los siguientes. Los más modernos, de pleno siglo XX, son los utilizados tanto en los relojes de bolsillo como en los de pulsera. Tengo unos proveedores que van a Francia para adquirir antigüedades. Son expertos en relojes de sobremesa y aunque no entienden mucho del tema me traen relojes de bolsillo que me ofertan antes de ponerlos a la venta. Francia tuvo y tiene una burguesía muy potente y es el paraíso de los anticuarios. Hay un mercado secreto y discreto que trata de evadir impuestos y casi siempre lo consigue. Los relojes de sobremesa que no venden entre su clientela española se los envían a un cliente, en Rusia, donde son muy apreciados.

Si usted quiere pasar por un entendido en los mercadillos y ferias de antigüedades tiene que aprender tres o cuatro cosillas y manejarlas con absoluta desvergüenza. Los relojes con tapa, esos que protegen la esfera, se denominan saboneta; los sin tapa, lepine; la tapa interior de cristal o metal que protege la maquinaria se llama guardapolvo. Datar el año de fabricación de un reloj no es siempre posible, pero por los signos externos podemos deducirlo; esta datación aventurada se denomina circa.

Los relojes de bolsillo se empezaron a fabricar en el siglo siglo XVII pero a no ser que el lector sea dueño de un banco olvídese de los fabricados en ese siglo y también en el XVIII. Los artesanos trabajaban exclusivamente para las casas reales europeas y los precios solo se los pueden permitir, en la actualidad, los millonarios, los ricos que apaleen millones de euros.

No todas las colecciones te producen satisfacciones. Algunas se quedan obsoletas y su presencia, y disculpen ustedes la ordinariez de la comparación, son como un forúnculo en salva sea la parte. Una de las colecciones en las que he invertido más dinero es la videoteca. Tengo miles de películas. El primer recuerdo que tengo de esta vida es despertar acurrucado en los brazos de mi madre viendo una película en blanco y negro. Soy hijo del cine o, por lo menos, sobrino del séptimo arte. Mi padre llevaba la publicidad del Gran Teatro de Lugo y yo podía entrar gratis. Me conocía todo el personal del mejor cine de Lugo y como cada película estaba en cartel una semana, la veía cinco o seis veces. Era tan pequeño y tan ingenuo que cuando no me gustaba un final creía que a la sesión siguiente podía variar. El cine, con la lectura, han sido mis dos pasiones. La lectura es mi mamá, una mamá que me cuenta historias hasta que me quedo dormido, una madre que jamás se muere, que ahora que soy un anciano sigue amamantándome con sus pechos repletos de historias apasionantes. Los libros que he escrito una vez publicados no me interesan nada; jamás he releído nada salido de mi pluma. Me interesan los libros de los otros. He leído y releído a Vargas Llosa, un escritor que me parece fascinador y una persona que no me gusta por su deriva política que roza la extrema derecha. La literatura es mi madre pero mi padre son esos locales oscuros y misteriosos en los que he pasado media vida. Pero, ojo, no soy un cinéfilo. De todos los expertos los cinéfilos me parecen los más inaguantables. Qué repipis y engolados eran aquellos caballeros de los cines club de mi juventud. Los detesto desde entonces. Hace unos diez años el Ayuntamiento de Llanes organizó durante varios días un encuentro con el director y escritor Gonzalo Suarez. Este director, un tanto irregular en su filmografía, nos llevaba a los escenarios en que se habían rodado sus películas y como el número de asistentes no era excesivo podíamos comentar con Gonzalo las anécdotas de cada rodaje. Comíamos todos juntos y fueron unas jornadas inolvidables a pesar de que formaba parte del equipo un conocido cinéfilo cuyo nombre no desvelaré. Era un ser inaguantable que corregía constantemente al director para demostrar que sabía más del cine de Gonzalo Suárez que el propio Suárez. En un aparte le pregunté al director: «¿Cómo puedes aguantar a este tío?». Y Suárez sonrió, carraspeó y susurró: «Es una de las servidumbres de este oficio».

Tengo miles de películas. Tantas que para almacenarlas tiraba las cajas de plástico y solo conservaba las carátulas. Poder ver ‘Lo que el viento se llevó’ o un filme de Tarantino a cualquier hora del día o de la noche, fue un privilegio del que disfruté durante muchos años, desde que salió ese soporte. Mi videoteca fue una amante con la que gocé lo indecible tanto de día como de noche. Pero un buen día se terminó el amor de tanto usarlo y ahora solo nos quedan los recuerdos y la pasión se ha convertido en una buena amistad. Ya no utilizo los videos. Me hice socio de Movistar y de Netflix y utilizo las miles de películas que estas plataformas ponen a mi alcance. Mi videoteca es una amante ajada que ocupa espacio en mi domicilio. La veo y me entristece. Nunca volveré a utilizarla. Es solo un estorbo. No obstante, no puedo tirarla a la basura. Sería algo peor que un despilfarro, sería una deslealtad. Cine y literatura se complementan. La lectura requiere más atención y el cine es más pasivo. El tercero en discordia son las series, invento que me resulta insoportable. Una película cuenta una historia en hora y media o dos horas. En una serie se ruedan escenas superfluas que el montaje de una película no soportaría. La sintaxis cinematográfica es mucho más rigurosa y eficiente. ¿Se hace ahora buen cine o la competencia de las series ha perjudicado a la industria? La respuesta es sí, un sí rotundo. Los amantes del séptimo arte podemos disfrutar actualmente de todo el cine que se produce en el mundo. La industria norteamericana sigue siendo la reina del cotarro, con el cine inglés y el francés, pero las plataformas nos ofertan el cine que se produce en todo el mundo y en todos los países e incluso los que están en bancarrota tienen algo que decir y lo dicen.

Otra de mis colecciones menores es la de cajas. No sé cómo surgió, pero ahí está. La inició mi mujer y poco a poco se fue incrementando. Tengo cajas de laca japonesa, chinas, grandes, diminutas, redondas, cuadradas. La más curiosa es una caja de marquetería hecha en la cárcel, en los años cuarenta y que trajo mi tío Manolo. Yo tendría siete u ocho años. Vivíamos por aquel entonces en un chalet en las afueras de Lugo. Desde el jardín podíamos ver hasta el final de la calle. Mi madre cerró un ojo, afinó la visión del otro ojo y dijo: «Aquel hombre que viene por allí es mi hermano Manolo». Y efectivamente lo era. Era el hermano anarquista cuyo paradero no conocíamos. Incluso mis padres habían pensado que pudo morir en el frente. Acababa de salir de la cárcel y llegaba escuálido, infestado de piojos y agotado. Para mí y mis hermanas el tío Manolo fue a lo largo de nuestra infancia y juventud un personaje fascinante. Había hecho una guerra y la había perdido. Si la vida de mi padre fue aventurera la de mi tío no lo era menos. Mi padre era más parco y sus aventuras las fui conociendo interrogándole a lo largo de toda mi vida. Había vivido en París, Méjico, Cuba. Perseguido por ser masón y amigo de Casares Quiroga fue juzgado y condenado a 6 años y un día de confinamiento en Asturias. Tengo todo el expediente de su juicio y admiro su elegancia al contestar a sus interrogadores en un juicio que presidió el general Saliquet, con sentido del humor. Un sentido del humor que contrastaba con la tosquedad de aquel tribunal fascista. Mi padre no lo sabía, pero era un dandi y vivió siempre como tal. Mi tío Manolo tardó un par de meses en recuperarse y pronto empezó a trabajar con mucho éxito. Tuvo novias, pero se casó con una bruja. Y eso, sí, es otra historia. Tengo cajas de todo tipo: Estupendas y lujosas cajas de puros donde guardo mis relojes y otros objetos que amo. Y ocupan un lugar de privilegio las cajas de cerillas inglesas de plata y alpaca, que se dejaron de fabricar a principios del siglo XX. Cada caballero llevaba sus propios fósforos. Son objetos de una gran belleza que hicieron su función hasta que los fabricantes de cerillas las facilitaban con cajas más robustas. La obsolescencia sorprendió a esos objetos de la noche a la mañana. Y hoy, como tantas cosas que se van sin despedirse, son objetos de museo que hacen las delicias de los coleccionistas privados. Casi todas las colecciones importantes se subdividen a su vez en otras colecciones. Ya he detallado esta circunstancia en el tercer capítulo, el de navajas. Pero no sé si he tratado como se merecen a mis cuchillos, que rondan la cincuentena. Poseo piezas que por sí solas podrían ocupar un capítulo de estas memorias. Son cuchillos usados; algunos, acaso, con un pasado sangriento, utilizados para asesinar, que han servido como pruebas de cargo en procesos judiciales. Otra subdivisión son las bayonetas, machetes de guerra, visores de tanques, pequeñas balas de cañón utilizadas en la guerra napoleónica en la batalla de Elviña. Las piezas nuevas, que son muchas, no tienen pasado, pero sí futuro. Cuando yo desaparezca de este mundo mis hijos y nietos se desprenderán de muchas de mis colecciones e infinidad de piezas volverán a los mercadillos y a las tiendas de antigüedades y otros coleccionistas las adquirirán. Las piezas nuevas y sin historia estarán en otras manos que sabe dios para qué las utilizarán. Cuando las examino, las acaricio, están impecables, son inocentes que no han hecho ningún mal; sé que no están manchadas de sangre y como las quiero les deseo un futuro honrado. Los objetos sólidos no se destruyen nunca; se incorporan al mercado y van de coleccionista en coleccionista, de mano en mano en un proceso que dura siglos, que jamás se detiene.

Pero, después de esta digresión, volvamos al apasionante tema del reloj de bolsillo. Surgen los primeros ejemplares en el siglo XVII, fabricados por artesanos que trabajan exclusivamente para el mundo aristocrático y en el XVIII al mundo regio se suman banqueros, industriales y millonarios. El siglo XIX fue la eclosión de estos adminículos. Es el gran siglo cuando se incorporan mejoras como el volante visto, aparecen los cronógrafos, los primeros relojes musicales, el uso de autómatas, multifunciones, 8 días de cuerda. La fabricación en serie los pone al alcance de la burguesía y de las clases populares con el advenimiento del Roskopf, llamado también el reloj de los pobres. En el siglo XX aparecen los relojes para ciegos, los despertadores. La vigencia del reloj de bolsillo dura hasta la segunda guerra mundial. Los aviadores de ambos bandos se sujetaban a la muñeca los relojes de bolsillo para poder consultarlos con mayor comodidad y, a partir de ahí, empieza la decadencia del reloj de bolsillo y el auge del reloj de muñeca. En el siglo XXI, en la actualidad, empiezan a escasear los relojeros que puedan repararlos. Son profesionales de edad avanzada y están abocados a su jubilación o a su desaparición física. Dentro de una década o dos no quedará ni uno. Y un servidor, que cuando no le martirizan las hernias discales se siente inmortal, se pregunta: «¿Quién me reparará mis relojes cuando estos señores estén criando malvas?».

El mercado del reloj de bolsillo se encarece en los segmentos elevados. Las grandes piezas se exportan a China donde los coleccionistas, los nuevos ricos, compiten entre sí —¡será por dinero!— para liderar los más lujosos expositores. Los europeos ricos de siempre son discretos. Los nuevos ricos, incluso los nuevos ricos chinos, son gentes estrambóticas. Son hijos del hambre y todos han oído contar cuando Mao les dijo que habían dejado de ser un país miserable para ser un país pobre. El paso de la pobreza a la posición actual en la que el régimen consiente que existan miles de millonarios convierte a China en una paradoja muy rentable para un país que no deja de crecer año a año. En muy poco tiempo algunos han alcanzado un nivel de vida que les permite acceder a las mejores colecciones. No hay que olvidar que el coleccionismo es una prueba de inmadurez, de no haberse desprendido del todo de la infancia. Y los coleccionistas compulsivos somos personas que hemos conseguido hacer realidad el mito de Peter Pan. Hemos aprendido a ocultar esa minusvalía de seguir anclados en la infancia para no ser tratados como imbéciles. Fingimos la adultez que no tenemos. El nuevo rico chino no es despreciado por los ricos de toda la vida porque allí no los hay. Se rodean de los juguetes que no han tenido y la política del gobierno del hijo único ha propiciado que los niños chinos se conviertan en los peor educados del mundo. Los miman los padres y los abuelos. Son los amos del mando a distancia, los que dicen lo que hay que ver en la televisión. Ese carácter despótico los convierte en dictadores del hogar, en cierto modo los transforma en adultos prematuros. Se han trastocado los papeles. El futuro que les espera es incierto en el terreno familiar porque se da la paradoja de que los ancianos, que han sido tradicionalmente respetados, tienen la competencia de los nietos dictadores y maleducados. Confieso que me gustaría ser rico por casa, mi destino era serlo, pero mi abuelo materno, don Fernando Guardiola, despilfarró la fortuna familiar y nos sumió en una pobreza para la que genéticamente no estábamos preparados. Tenemos gustos de gentecita bien sin el capital que lo sustente. Servidor tiene hechuras de señorito sin serlo; en su interior tiene mondongos de burgués venido a menos, hechuras de siglos de burguesía en un país que ha carecido de esa clase intermedia lo convierten en un ser pintoresco y anacrónico.

Los diferentes países que han fabricado relojes por diversos motivos dejaron de hacerlo. Actualmente China produce las falsificaciones, Japón sigue en el mercado con marcas señeras y Suiza forma parte de este oligopolio en el que se lleva la parte del león. En un futuro China dejará de prostituir el mercado relojero y le hará la competencia a Suiza. Auguro que podrá incluso arrebatarle el cetro a ese país neutral que durante décadas fue el primer paraíso fiscal.

Los avances técnicos en el mundo relojero propiciaron que las piezas de bolsillo fueran cada día más fiables. La sustitución, en la segunda guerra mundial, por los relojes de pulsera no fue abrupta y durante una veintena de años siguieron fabricándose ambos en una convivencia pacífica. En la actualidad la fabricación de las piezas de bolsillo es una exclusiva de las grandes marcas. Mis hijas, cuando cumplí ochenta años, me regalaron un saboneta de plata, un Festina, y el reloj más caro de mi colección es un Tissot musical de una belleza y exactitud notables. Lo compré hace cinco años en una joyería de Oviedo por cerca de mil euros.

El gran acontecimiento relojero, lo que revolucionó el mundillo y constituyó un paso de gigante, fue la salida en el último tercio del siglo XIX del reloj Roskopf. Georges Frederic Roskopf fue un genio que se sacó del magín el llamado reloj de los pobres. Un reloj revolucionario que redujo las piezas de más de 160 a 57. Una maravilla robusta, de tacto agradable y muy fiable. El invento fue recibido con aplausos en el mundo relojero y, sobre todo, los empresarios gritaron alborozados porque, ¡al fin!, los trabajadores tenían un instrumento que les permitía llegar puntuales a las fábricas y oficinas. Y unas décadas después el capitalismo inventó ese adminículo horrendo y traidor: el reloj para controlar las entradas y salidas, el reloj para fichar.

Los primitivos Roskopf costaban 20 francos que era, aproximadamente, el salario semanal de un empleado de tipo medio. El denominó a sus piezas relojes del proletariado, aunque paradójicamente fueron los burgueses los primeros que los utilizaron. La robustez de estos relojes es algo sorprendente y tuvieron un éxito inmediato en el mundo militar y fueron adoptados rápidamente por los ejércitos europeos. Todos los que coleccionamos relojes de bolsillo tenemos un apartado especial para esta maravilla mecánica y hay coleccionistas que únicamente se ocupan de esta marca. Los hay de varios tamaños y modelos. Don Georges Frederic nació en Alemania el 15 de mayo de 1813 y falleció en Suiza el 14 de abril de 1889. Aprendió el oficio en Suiza y tuvo la suerte de conocer a la que después fue su esposa, Lorimier, una dama que puso a su disposición su fortuna, lo que le permitió montar su fábrica que, desde el principio, fue un éxito rotundo. En aquella época no existía la posibilidad de registrar el invento ya que no había una institución que protegiese las patentes y marcas. El invento fue copiado inmediatamente por la competencia y vendido bajo diferentes marcas, tales como Sistema Roskopf, J. Roskopf, W. Roskopf o simplemente Roskopf. Yo tengo en mi modesta colección más de cuarenta piezas de esta mítica marca. Los hay de todos los tamaños. Los tengo de alpaca y poseo varios con segunderos que son los más apreciados por los coleccionistas. Otros Roskopf muy buscados son los fabricados para el importador asturiano afincado en La Habana, Cuervo y sobrino, que tenía una de las mejores relojerías del mundo. Era el importador exclusivo y lo hacía constar en la tapa trasera de cada pieza de forma ostentosa. Esta relojería, cuando triunfaron Fidel Castro y sus hombres, fue incautada y encontraron en sus cajas fuertes un tesoro en relojes de todo tipo. Actualmente se puede visitar este museo en la capital cubana; un museo que lleva el nombre del emigrante asturiano. Había un carnicero en Ginebra que se apellidaba Roskopf que cedió su nombre para que unos fabricantes pudieran fabricar Roskopf impunemente. Aunque en Suiza no existía un registro público de patentes y marcas, sí que había algún modo de proteger la autoría. Si el lector es políglota y habla y lee con fluidez la lengua francesa, me atrevo a recomendarle la novela Une histoire de famille, escrita por Liliane Roskopf, descendiente de don Georges. También llegaron a fabricarse cronógrafos de esta marca. Los imitadores de los genuinos Roskopf fueron a la larga los que con sus modificaciones, mejoras y añadidos consiguieron que este sistema ideado por el alemán avanzase y se perfeccionase. La caja de este reloj revolucionario es sumamente agradable al tacto y está hecha con una mezcla de cobre, zinc y níquel, que les da a los relojes un aspecto plateado. Se publicó también una historia de la marca firmada por Eugène Buffat. Don Georges fue un hombre singular que además de visionario era un caballero comprometido con las clases más desfavorecidas. Suiza, inexplicablemente, se mostró con este prohombre de manera ingrata. No existe, que yo sepa, ningún museo que lleve su nombre, ninguna estatua que lo recuerde. La ingratitud no solo es cosa de los individuos, también la practican las naciones.

España nunca tuvo la tecnología precisa para fabricar relojes de bolsillo. Sí que los hizo, y muy buenos, de pared. No obstante, un español, don José Rodríguez de Losada fue un fabricante que, desde Londres, concretamente desde el número 105 de Reget Street y con la marca J. R. Losada alcanzó fama y dinero. Vicente Martín Sánchez nos proporciona datos de su vida y milagros. Nació en Iruela (León) en mayo de 1797. Actualmente Iruela tiene 16 habitantes, pero eso sí, en el siglo XIX llegó a tener una escuela con 20 niños. Los antiguos iruelinos estaban muy orgullosos de su convecino y, agradecidos, le construyeron un monumento muy vistoso. Como ocurre tantas veces en la España vaciada, la localidad fue a menos y, actualmente, solo tienen 16 vecinos. Cuando estuve allí, pues uno es un investigador riguroso, los conocí a todos. Son rústicos amables que al enterarse de mi propósito me invitaron a comer un bocadillo de pan con membrillo que me pareció una mierda. Como es el único hijo ilustre de la localidad, 15 de los 16 habitantes cuentan historias sobre lo listo que era de pequeño el difunto; dicen que veía crecer la hierba y que era una especie de supermán. Uno de los habitantes, concretamente, el señor Dalmacio, cuando lo entrevistamos le mandó al «guano» por ocultar su apellido materno, Conejero, ya que el señor Dalmacio es el heredero de tan ilustre linaje. Losada tuvo una vida aventurera. Entre otras ocupaciones de menor cuantía fue oficial de caballería y en 1828 tuvo que exiliarse por motivos políticos. Estuvo primero en Francia y después emigró a Londres y allí se casó con la británica Hamilton Ana Sinclair, posiblemente una señora de posición y bien de dinerito que ayudó a su marido a prosperar. Losada consiguió ser un relojero de gran prestigio y tuvo importantes clientes. Tenemos noticias de que, en 1864, la Reina Victoria le regaló al emperador Maximiliano, de Méjico, un bonito reloj que, fatalmente, no le dio mucha suerte al pobrecillo. La Condesa de Montijo tuvo un Losada. La Casa Real Española, para Isabel II, su marido y algunas infantas, adquirieron varios y la Marina Española compró 70 cronómetros. Todo un éxito. A Losada, sin Conejero, le fueron reconocidos sus méritos en vida y le fue concedido en esta España, normalmente cainita y desagradecida, la condecoración de caballero de la orden de Carlos III. Está considerado como el mejor fabricante de relojes español del siglo XIX. Y yo añado. Fue el mejor y el único. Fabricó relojes de repetición, de viaje, sobremesa, péndulos reguladores astronómicos, de torre, cronómetros de bolsillo y de buque. Fabricó unos 5.500 ejemplares que actualmente son muy valorados por los coleccionistas. Losada regaló a la ciudad de Madrid, el reloj que preside la Puerta del Sol. Murió en 1870 y su sobrino Norberto Rodríguez heredó la empresa y resistió bravamente unos años, aunque terminó arruinándose. Es el destino fatal de los Norbertos.

La aristocracia de los relojes de bolsillo fue capitaneada por la marca Patek Phillipe. En el último cuarto del siglo XIX multitud de relojeros hoy desaparecidos fabricaron extravagantes ejemplares que son piezas que alcanzan precios prohibitivos. Las marcas Longines y Omega estuvieron muy bien posicionadas en el cambiante mercado de la relojería. Tengo en mi modesta colección cinco Omegas y un Longines, que constituyen la flor y nata de las 170 piezas de que consta. A mí me gustan especialmente los relojes gigantes fabricados en Francia y Suiza para los jefes de estación. Tengo media docena de estas maravillas que miden 68 mm. Son de gran tamaño y llevan dibujado un tren en la esfera. Tengo la suerte de haberlos adquirido a un precio muy razonable, en torno a 200 euros. Uno de ellos tiene varias funciones y otro es un ejemplar raro, de los llamados de 24 horas.

En 1867 el francés Emmanuel Lipmann se estableció en Besançon y fundó un taller que fue el último estertor de la industria relojera francesa y también su época más brillante. Cuando el elegante caballero que se peinaba con la raya en medio, siempre trajeado, con corbata y pañuelo haciendo juego, irrumpió en el mercado, los gabachos, pendientes en todo momento de su grandeza, se felicitaron unos a otros por ingresar en ese club selecto que les permitía mirarnos con desprecio y decirnos sin ningún pudor: «Ignorantes españoles, en Besançon el más tonto hace relojes», que es una forma como otra cualquiera de despreciarnos, de humillarnos, de mirarnos por encima del hombro. O sea, hablando en plata, de mandarnos a la mierda.


José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Recientemente ha publicado Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.

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