texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez
En la Biblioteca Pública se muestra una pequeña exposición de esos marcapáginas ocasionales que los lectores olvidamos entre las páginas de los libros prestados. Hay de todo: quinielas, facturas, entradas de cine, hojas de árboles, octavillas, listas de compra, estampitas piadosas, fragmentos arrancados de cartas…, toda esa deliciosa munición que viene de otro sitio para esconderse sin suponerlo donde la lectura se detuvo. Y ahí queda dormida. Pero alguien decidió que merecía redimirse y así aparece ahora, en una macedonia que viene de la vida y también habla de nosotros, los lectores.
Quien hace visajes continuos para mostrar ante los demás que es escritor —o para pedir permiso para serlo, en pos de esa matrícula que luego lo identificará públicamente— justamente por eso ya se aleja del abismo de la escritura. Pensará en vender brasas, no en calentarse al fuego. Creerá inútilmente que es en los escenarios, no en la soledad tocada de incertidumbres que nadie más sabe, donde se reconocerá a sí mismo.
Estos pájaros rápidos que parecen investigar el cielo en cuanto amanece… Posados en cables y en cornisas, esperan impertérritos al sol. Todo lo miran desde ahí arriba, con ese desapego con que las criaturas del aire parecen juzgar lo que abajo sucede: perros sueltos, caminantes aún soñolientos, propietarios que se meten apresuradamente en vehículos estancados durante la noche… En las mañanicas del mes de mayo, cuando empieza a latir en el aire una emoción agrícola.

Gruñe la cadera cada vez más. Claudicación periférica, lo han denominado los médicos entre otras acusaciones clínicas. Lo cierto es que es así. Y se va imponiendo un aprendizaje de posturas. Mañas del cuerpo, que parece volver a los balbuceos de los andares de la infancia. Pero esta es otra indigencia bien diferente: recursos para no perder relación con esas operaciones que se han vuelto de pronto inalcanzables. Subir deprisa una escalera o agacharte de golpe a recoger algo del suelo se han convertido ya en una galería de esfuerzos que debo saber perpetrar para salir indemne. «Antes, cuando se me caía un billete de 5 euros, podía agacharme a recogerlo; ahora tengo que tirar además uno de 10 para decidirme», me dice con gracia la mujer de un amigo hablando de lo mismo.
Una imagen de la felicidad: el hombre que vive desde hace más de un año en una tienda de campaña, justo al lado de casa, pasa deprisa frente a nosotros pedaleando en su bicicleta. La guía con una sola mano y con la otra va tocando una armónica, una melodía vivaz que parece animarlo a ir aún más deprisa. Así cruza fugaz entre unos y otros, como si no quisiera entregarnos del todo esa música alegre antes de desaparecer. Él, que sabe que no podría vivir entre lo nuestro.
Cuando dudes de la entereza del mundo, cuando todo estalle antes de que lo toques, cuando los ojos no distingan las hermosas arrugas de las cosas, cuando los sueños ya no sean compartidos y con sus vértices fríos te golpeen ciertos nombres dañados por un ruido de lágrimas…, cuando todo eso vaya llegando, tú busca todavía las asas firmes de la oscuridad y agárrate a ciegas a ellas. También en lo oscuro están las sustancias fulminantes del consuelo. Yira, yira…
Bosque de Valorio. Años sin volver. Sigue flotando en el ambiente la misma manta de aire polvoriento que ya por entonces se levantaba entre los pinos, con el olor acartonado y masticable a arena caliente. Y siguen los mismos bancos públicos —de granito, de madera— donde nos sentábamos a hacer la merienda familiar en los domingos de vacaciones de interior. El arroyo se mantiene en su discreto dominio y también aquella Fuente del León, intacta en su lugar de siempre, con su monolito y la efigie de la fiera, único signo exótico que desmantelaba el moho de la vida provinciana en aquellos veranos de sandías y gaseosas puestas a refrescar por los mayores, como si en realidad pusiesen el alma fuera de sitio por un rato, bajo el agua viva, para sacarla del marasmo general de aquella existencia tan encomendada a la sumisión.
Caen por unos días con las garras abiertas sobre los modos de la cercanía. Acarician (con algo de repelús) animales en las calles, se interesan (falsamente) por una parada de autobús, entran por fin (recelosos) en mercados de olores desabridos para saber cómo son de cerca los puestos de hortalizas, se detienen (temerosos) a escuchar a un músico callejero que los ignora, se aflojan las corbatas (es un gesto de asfixia ante tanta vida desconocida), imponen las manos (con carantoñas arzobispales) sobre las cabezas de los niños, que se echan hacia atrás desconfiados… Luego, pasadas las elecciones, todo vuelve a ser como antes. Ganen o pierdan, vuelven a encastillarse en sus reductos, lejos ya del tiro de piedra de la ciudadanía. Manejar ese juego de distancias es indispensable, según parece, para ejercer su oficio sin dar la sensación de abollarse el alma.

De vez en cuando, por aquí o por allá, encuentros azarosos con antiguos alumnos. Borja, Lidia, María, Adrián, Juan Pablo, Abel… Esos eran los nombres. Siempre ocurre lo mismo: primero nos miramos detenidamente, con la prevención que dan los años en blanco en que no nos hemos visto. Yo apenas los reconozco; les pregunto su nombre y trato de situarlos en aquellos escenarios escolares. Hablamos luego con trazos gruesos de la vida: cómo les va, a qué se dedican… A veces van acompañados de niños a los que miro, a ver si en ellos diviso aquellos rasgos físicos que ya no veo en sus padres. La tromba del tiempo ha pasado por ellos. Estás igual, suelen decirme como despedida con cortesía piadosa. Consuelan estos encuentros, ejercicios de reposición en la memoria de mi profesión ya tan desecada.

Deseo y riesgo. Los dos empujones iniciales que ponen al poema contra la cara del mundo.
Paseo mañanero por las inmediaciones desatendidas de la ciudad. Tú recoges pequeñas flores de cuneta que cabecean entre pelambreras de matojos. Margaritas, malvas, zarzamoras… Nos cruzamos con quienes también van atropando ramos silvestres. Ponen cuidado en ellos a pesar de que saben que apenas durará su luz en casa. Son siempre mujeres.
«Ajo Diente Jumbo». Parece el ensalmo de un juego infantil (como aquel de mi niñez: «Ojo, Burro, Tijereta, ¿cuántos dedos hay aquí?»). Pero es el reclamo, escrito en un cartón, de un puesto del mercadillo del sábado.
La afición inexplicable a colocar los cacharros recién fregados en pirámide, en arquitecturas volanderas sobre la mesa de la cocina. Funambulismo del acero, del cristal, de la loza. Con una especie de reglamento secreto, se sujetan unas piezas contra otras en una tensión de íntimas compensaciones. Mientras dura su oreo, una paciencia inorgánica sostiene a la materia sola. Solo la copa de vino, vacía y lavada, expone su fragilidad al lado de la corpulencia de una olla. Naturaleza muerta.
Cuidarse mucho del exceso de atención local en las cuitas literarias. No deja de ser otra versión de la vanidad.

…ese que se sienta a masticar la tarde; el que solo rendiría cuentas a quien no se las pidiera nunca; el que se pone a silbar y no se preocupa de que también el viento se apodere de su canción; el que desconfía de todas las magnitudes (por eso guarda el reloj en el bolsillo, por eso nunca aprendió bien a calcular las extensiones ni los precios); el que ya encuentra ceniza donde los demás aún se calientan; el que, despierto, pone sus huevas sangrientas en la insignificancia de la noche…


Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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