Poéticas

Cuadernos y luminarias

José Antonio Llera reseña 'Cuadernos y luminarias', de Miguel Ángel Curiel, una agrupación heterogénea y singular de textos de uno de los pocos que aún concibe la poesía como religión.

/ una reseña de José Antonio Llera /

En este libro, Miguel Ángel Curiel agrupa textos anteriores que había reunido desde 2009 bajo el rótulo de Luminarias. El nombre de «cuadernos» —los carnets a la manera de Camus o Valéry— señala bien la heterogeneidad y la singularidad de una escritura que se presenta en múltiples ramificaciones: «Anotaciones, intentos de diario, poemas, fragmentos, textos sin descifrar, citas, postales, pensamientos, visionesK. En realidad, lo que arroja la lectura de estas trescientas páginas es una poética. Dijo Simone Weil que la atención pura es plegaria y mucho de eso encuentra el lector aquí. La inteligencia poética —y hay autores notables que carecen de ella— consiste en la autoconciencia, en saber no solo qué caminos se han transitado, sino también aquellos que conviene no volver a pisar porque son ya vías muertas.

El aforismo y la imagen dominan sobre la narratividad o el apunte de actualidad, deliberadamente escamoteado salvo muy escasas excepciones (quien ama la actualidad perece en ella). No interesa el sentido lineal del tiempo, sino otro tiempo en el que no hay avances ni retrocesos, sino fermentación y quietud. Aparece muy pronto el silencio vinculado a la poesía. El poeta pasea por las márgenes del río y piensa en la nada, en su aprendizaje; expresa un ansia de desaparición, su deseo de tejer en la oscuridad; se reconoce en el blanco glacial de la nieve. Las formulaciones son diversas: «Comenzó a borrarse escribiéndose, y a escribirse para borrarse» (p. 21); «Escribir es siempre un acto de fuerza. Una incursión en la nada» (p. 27); «El arte de borrar, un carnicero de textos» (p. 39); «Poetas, esthéticiennes de la nada» (p. 94). Se insiste en el arte del vaciado, en la necesidad de dejar en los huesos a la nécora del texto, en podar y sacrificar, en poner a la escritura en cueros vivos, sin tibiezas y a grandes tijeretazos. No es lugar este para ahondar en esa tradición, que pasa por la ascética, la mística, la filosofía y por supuesto la lírica, pero no pueden dejar de citarse los nombres de Paul Celan o José Ángel Valente, que bebe de esas fuentes: «Borrarse./ Solo en la ausencia de todo signo/ se posa el dios». También el lector pensará en Edmond Jabès, que escribe en El libro de las preguntas: «J’oppose à la vie la vérité du vide». Por otra parte, la filosofía taoísta considera el vacío —wu y xu— como un lugar activo que permite una transformación gracias a la cual cada cosa realiza su identidad y su alteridad, y así alcanza su plenitud. ¿No insistió Heidegger en que el silencio no es la cancelación de la palabra, sino su origen y su modo de hablar? ¿Qué espera dentro de la nécora? ¡Más vacío!

Curiel es uno de los pocos —¿fin de raza?— que aún concibe la poesía como religión. Indudablemente se sitúa en la estela del romanticismo y del simbolismo. A la poesía le es concedido el don de cerrar la herida del mundo porque no conoce los límites de sí misma. El poema nunca dice todo lo que tiene que decir y el poeta escucha el habla de los muertos (los amigos, la madre). No es un escritor hermético, vive de la transparencia: captura un trozo de mundo y lo observa, lo abre, lo expone a las leyes del extrañamiento y del entrañamiento, lo descompone en lascas, lo mira desde cerca y desde lejos, lo remueve y paradojiza: «Mi mano corre cuando ando. Escribe para alejarse de mí» (p. 99); «Una catedral de paja» (p. 233); «Y por mucho que miro hacia atrás solo veo los días venideros» (p. 239). A veces inserta términos en alemán, en francés o en otras lenguas, pero sin ningún afán erudito o lúdico. Su babelismo implica una tentativa de conocimiento, una observancia estrecha de las fronteras y convenciones que se establecen entre los signos y la realidad, siempre transfigurada y recreada por el impulso de aquellos.

Curiel fustiga a los poetas que no están en la poesía, cuando vemos cómo se está imponiendo la figura del autor/marca y domina la proyección de imágenes corporativas, inanes y estandarizadas. Frente a ese narcisismo, surgen las ventajas impagables de la invisibilidad, el rechazo de la autocomplacencia, el auxilio del pudor: «Creo que alguien debería impedir que siga escribiendo. Cada texto, cada línea, cada material que adjunto, y finalmente terminan en forma de libro, me cargan de un sentimiento de culpa inasumible. Abrir un libro mío es como levantar una lápida; las palabras se han convertido en bichos que se escapan provocando un sonido seco —bichos negros» (p. 139). También Bataille evocará los lazos entre la literatura y la culpa en las páginas de La literatura y el mal.

En la ciudad en la que vive se siente un desplazado, un desterrado. No se identifica con el paisaje: el verde le hace daño, le envenena, y la niebla le ahoga. Sin embargo, como sucedía con los estoicos, entenderá que esa enajenación no es una desgracia, sino una prueba y una oportunidad para afianzar la virtus. Así, no dejar de caminar, porque caminar agudiza la percepción y la conciencia.

Me interesa mucho la percepción del amor que se desprende de estos cuadernos. Es más sutil que otros temas que he señalado antes. Hay una presencia femenina a la que se refiere con la inicial de K. (nada tiene de kafkiana, por cierto). Se advierten oscilaciones, acercamientos y alejamientos, y en ese movimiento se va perfilando una silueta difusa, como si se deseara y se temiera al mismo tiempo, principio de crecimiento y destrucción. El poeta se salta el confinamiento para encontrarse con ella y es sorprendido por la policía, que le conduce a casa. La crónica de un suceso real se vuelve simbólica: después de la subversión (la aegritudo amoris, los virus, la ley), la vuelta al orden, a la razón, a la rutina. En uno de los sonetos más célebres de la poesía española, escribe Garcilaso de la Vega: «Escrito está en mi alma vuestro gesto». Curiel, sin embargo, se arranca el arpón de esta manera: «Ella ya salió de mi poesía y quizás nunca estuviera en ella; ahora no hay nadie en mi poesía, no es habitable, es lunar, […] tampoco yo estoy ahí» (p. 266). Proyectil de arcabuz que entra y sale (¿es una herida limpia?), poema como superficie desierta donde el moscardón del yo no perturba ya el decir: se abre entonces el Claro. Escribió Roberto Juarroz: «Pero ¿quién está adentro,/ además de estar yo?». Rosa de nadie, yermo y purgante.


Cuadernos y luminarias (2009-2021)
Miguel Ángel Curiel
Libros del Aire, 2023
314 páginas
22 €

José Antonio Llera es profesor de literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado los libros de poesía Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007), El síndrome de Diógenes (2009) y Transporte de animales vivos (2013). Ha estudiado el humorismo hispano y la poesía española contemporánea, asuntos a los que se ha acercado con enfoques interdisciplinares y comparatistas en libros como El humor verbal y visual de La Codorniz (2003), El humor en la obra de Julio Camba: lengua, estilo e intertextualidad (2004), Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2006), Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012) y Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013). Editó el epistolario inédito de Miguel Mihura y una antología de artículos de Wenceslao Fernández Flórez. Colabora habitualmente en Cuadernos Hispanoamericanos.

0 comments on “Cuadernos y luminarias

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo