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Días de 2023 (10 y 11)

Nueva entrega de un diario no diario de Avelino Fierro, con anotaciones de una estancia en Barcelona.

/ por Avelino Fierro /

Barcelona (2)

Llegamos muy de madrugada a la ciudad. Una negrura brillante lo inundaba todo; puede que en eso influya la cercanía del mar y este calor, que al rozar la superficie del agua hace subir por el aire pequeñas pompas de cristal.

Desde una esquina al final del edificio de la estación comenzaron a aparecer lenta y ordenadamente los taxistas en sus coches negros y amarillos. Dentro, muchos de los rostros tenían también un levísimo resplandor: la piel brillante de los pakistaníes.

Durante el trayecto, Mar me fue dando noticia de los comentarios —todos desfavorables— que había encontrado en la página web del hotel que yo había reservado. «No te lo quise decir antes porque te habrías puesto de mal humor». Y comenzó a desgranar una ristra de opiniones de clientes en todos los idiomas (ella es un poco políglota y creo que esas frases gruesas e interjecciones le habían servido para dar un repaso a su vocabulario en lenguas de la Unión Europea e incluso de más allá).

Yo estaba tan cansado del viaje que eso me ayudó a reaccionar con resignación, desgana y abulia ante el esperado aborrascamiento. Incluso comencé a crear para mis adentros personajes y escenas de mucha intriga, busilis, morbosidades y tunanterío. También se me iban apareciendo palabras ya desusadas de aquel barrio tan céntrico —el Raval— en el que teníamos nuestro destino: suripanta, blenorragia, ribaldo, pulastro o porongudo.

En Las Ramblas solo quedaba algún grupo de borrachos o personajes alunados y amarrados por el desvarío. Y estaban esos vendedores de cervezas heladas en la noche sudorosa; son para mí los dueños y señores del misterio del frío.

A la recepción se llegaba tras ascender con las maletas por una escalera aviesamente empinada. En un pequeño vano u hornacina, a media subida, había una estatua en escayola de la Venus de Milo, con polvo sin soplar desde semanas en los pliegues de su carne y sus vestidos.

En la recepción dormitaba en un sillón desvencijado un personaje argentino. Tras los trámites del check in, nos envió a nuestra habitación en el tercer piso. Se podía llegar a ella a través de varios recorridos; incluso había un ascensor que no utilizamos, al ver que sus teclas tenían la numeración tan borrada que hubiera sido necesario para ponerlo en marcha intentar un exorcismo.

En aquel momento aparecieron al fondo del pasillo dos mujeres rubias masticando un idioma del Este, hermosas, turistas yo creo, serenando el aire de aquellas estancias, que presumíamos más canalla y navajero.

La habitación era amplia. Una gran cama y un tabique a su izquierda que cortaba el espacio y dejaba lugar para otra cama como de niño. Yo había exigido baño propio y allí estaba, con su ducha, sanitarios, paredes y suelo aparentemente limpios.

Abrí la ventana y desde ese momento todo lo confuso, inquietante y quién sabe qué derivó hacia un remanso. Aquello eran las entrañas de un recinto alejado del tráfico, del turisteo, de la inhumanidad —habíamos visto a diez metros de la entrada del hostal a un hombre caído, con la pierna gangrenada, invisible a dos guardias urbanos— y del ruido. Un insomne en camiseta de tirantes fumaba y miraba hacia la bóveda nocturna, por la que momentos antes se había deslizado una gaviota. Había balcones con geranios y ropa tendida. Escaleras —lo cierto es que algunas parecían un poco absurdas y enmarañadas— hacia el cielo. La luz era neblinosa y estancada, frágil y tersa a la vez; como una estampa de la infancia, como un recuerdo muy nítido.



Barcelona (3)

Hay para mí momentos de extrañeza y azoramiento en el inicio de un viaje, que casi nunca resuelvo con fortuna. Me han parecido siempre importantes. No me refiero a las decisiones o preparativos que tienen que ver con el equipaje,  con hacer las maletas. Eso es lo de menos: no me ocupa nunca más de dos minutos; y procuro siempre ser escueto, tirar por lo bajo, ir ligero de indumentaria.

No digo que no proceda así porque voy confiado con quien suele estar a mi lado, Mar, mi mujer, que se toma eso nada a la ligera; tiene listas de lo necesario para todo trayecto y momento: de fin de semana en casa rural, de fin de semana en apartamento, de puente en la mansión de unos amigos casi de la nobleza, de una semana en un refugio de montaña en invierno, de varias semanas en el extranjero, incluso para trayectos en los que podrías volver a casa si se te ha olvidado algo…

Otros son los cuidados de los que hablo. El primero, la elección de lectura. No voy aquí a insistir en ello; ya he contado otras veces que esas indecisiones me ponen enfermo; que he tenido que recurrir a ejercicios de relajación o a la toma de ansiolíticos. El segundo, detallar la luz con la que me encuentro al llegar a destino, una comarca, una ciudad, una zona de bosques. Suelo tomar algunas notas para llevarlas luego al diario, pero no es necesario pormenorizar en ese aspecto; a veces me basta con rumiar, relatar esa sensación para mis adentros.

Soy de la escuela de A. Stasiuk: «Desde hace tiempo me parece que lo único que vale la pena describir es la luz, sus variedades y su eternidad. Los actos me interesan en un grado mucho menor… la razón es experta en remiendos…».

En eso, Josep Pla es un experto. Pero también a él puede complicársele el asunto: en algún libro —y no es en Cartas de Italia— dice que le ha llevado años dar con el color de Roma. Al final no sé a qué conclusión llega, no lo recuerdo. Pero ya digo, es todo un maestro en nombrar la luz, los colores y los vientos. Definía la vida en el pueblo en verano como monótona, de un color mediocre, de un color de ala de mosca, de un gusto insípido, insignificante.

Hoy, en nuestra primera mañana en Barcelona, sentíamos ese golpe ondulado de un aire muy distinto al de nuestras tierras de adentro.

Hacía una pizca de bochorno. No es el tiempo —finales de mayo y primeros de junio— en el que dice Pla que se produce el punto dulce de la ciudad, que provoca en la gente un enorme cambio de ropa y en el que los árboles ya han brotado y sus hojas hacen que el Eixample quede bastante bien disimulado.

Insiste Pla en el aligeramiento de indumentaria en esas fechas. Y así, por ese proceso pasan padres de familia, presidentes de la adoración nocturna, señoras gruesas y un poco fofas… Y, por supuesto, las chicas. Esto le parece importantísimo. Es el acercamiento a la realidad, al placer físico, a la vida palpitante bajo las ropas ligeras.

No sé qué le habría parecido este espectáculo de hoy, esta caterva de turistas, estas innumerables mujeres rubias ataviadas con lo mínimo. Puede que le produjese un cierto cosquilleo. Y después, al cabo de los días, indiferencia, necesidad de pasear y mirar la ciudad con serenidad, fuera de este desvarío.

Yo vuelvo ahora a aquella Barcelona de hace casi cincuenta años. Cierro los ojos. Recuerdo un puerto de novela negra, con pocas luces y muchos containers y un viaje a Sitges con la aparición de Vázquez Montalbán en la tasca, sudoroso, para pedirse una de callos. Lo admiré todavía más. Hacía mucho calor aquel verano. En una casa en el barrio en el que estaba el Mercado del Borne, hay un ventilador en el techo, girando despacio. Estamos desnudos sobre la cama. Una luz, que llega desde las rendijas de las persianas de lamas, rasga las paredes. Una luz gris, de perla falsa, porque la calima está vampirizando los rayos del sol. Por las calles deambulaban vecinos y forasteros, los justos y necesarios. ¡Qué manía esta de hoy de desplazarse con frenesí por el mundo alante! Ojalá volviéramos al medievo, cuando el viaje era denigrante, cuando sólo se desplazaban seres denostados, actores y juglares y soldados mercenarios.

En una ciudad de costa que hoy está naufragando ante la marea del turismo, es difícil encontrar refugio para paseantes dañados, soñar instantes de reposo como el morir de las olas en la arena, como un deseo estancado.



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Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

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