Escenario

Barbenheimer

Jorge Praga reseña las dos películas del momento, estrenadas a la vez; sendos taquillazos a los que se aproxima críticamente.

/ por Jorge Praga /

La crítica encontró pronto esa palabra, Barbenheimer, como fusión de los títulos de dos películas estrenadas casi al mismo tiempo: Oppenheimer, de Christopher Nolan, y Barbie, de Greta Gerwig. Nada tenían que ver entre sí, salvo esa presencia simultánea que se ha ido alargando durante todo este verano con el apoyo de recaudaciones de récord, sobre todo en unos meses que tradicionalmente marcaban el mínimo de la taquilla. Sin embargo los dos títulos no han dejado de acumular espectadores, hasta el punto de considerarse el emblema de la recuperación de las salas, de su posibilidad de futuro. Por eso merece la pena considerarlas conjuntamente.

Los anglosajones llaman blockbuster a lo que nosotros podríamos llamar taquillazo. Es lo que busca incesantemente la industria del cine con centro en Hollywood, su primordial razón de ser. Y muchas veces llega lo inesperado, los resultados sorprendentes de recaudación. Estas dos obras han superado con creces lo que se esperaba económicamente de ellas, aunque Barbie había hecho una considerable campaña previa de marketing. Y las obras de Christopher Nolan siempre parten de una curiosidad previa en un amplio sector de los espectadores. ¿Qué puede quedar de estas obras más allá de su momentáneo y contagioso éxito? ¿Qué trasladan al espectador, qué le proponen? Hay un dicho de Jean-Luc Godard en sus Histoire(s) du cinéma que nos puede servir de patrón indagatorio: el cine es «un pensamiento que forma una forma que piensa». Busquemos esa forma pensante en estas dos películas.

Detrás de Barbie hay un lavado publicitario de un simple producto, una muñeca que triunfó durante décadas y que había agotado su capacidad de renovación. La escena inicial, tal vez la más jugosa de la película (o la que pilla al espectador todavía fresco) propone un paralelismo entre el descubrimiento de la muñeca en el universo de juegos infantiles para niñas, y el hallazgo del hueso convertido en útil que empuja al mono a convertirse en sapiens. La escena reproduce la estética y la música de la célebre secuencia de Kubrick en 2001: Una odisea del espacio. La muñeca Barbie, según este irónico paralelismo, habría acabado con los juegos maternales de las niñas para abrir la vida glamurosa de bellezas rubias con cuerpo escultural. La película nos instala en ese nuevo universo virtual dominado por el rosa, en el que viven las muchas Barbie en una especie de comuna femenina en la que el hombre es un simple invitado de paso. Esa es la forma previa de la película, en la que se introduce la grieta dramática que rompa la armonía y atraiga la atención: Barbie descubre casi sin querer la palabra muerte, y tras ella su cuerpo perfecto empieza a mostrar ciertas marcas de lo real: pies planos, rictus, ecos de otras muñecas en crisis. A partir de ahí el guion se empeña en recolectar los atributos del feminismo más elemental, y pronto el patriarcado se convierte en la palabra a derribar, sin que venga mucho a cuento en ese universo coloreado. Ken, el Ken de la Barbie, parece que tiene que ser liberado de su condición de galán adjunto para buscarse su propia personalidad, su ser. Y así, encadenado siempre el espectador al universo saturado de rosa se suceden viajes al otro lado de la realidad, bailes y coreografías, supuestas reflexiones de las/los muñecos en una mezcla de no fácil digestión, hasta que el final nos sorprende con la solución a la crisis del universo Barbie: la muñeca ahora se alberga en un cuerpo real, y dada su condición femenina y feminista empieza por cuidar su órgano más definitorio acudiendo al ginecólogo. Lo que tampoco es tanta novedad, pues tiempo ha que se venden muñecas que tienen la regla. Es difícil sacar en estas condiciones algo de jugo a la frase de Godard. Esa forma cinematográfica de partida no es otra cosa que la renovación del marco de ventas de la Barbie. Cuando se retuerce para actualizarlo ¡con el feminismo!, solo produce pensamientos banales y confusos, disimulados tal vez por una producción poderosa repleta de técnicos y actores brillantes.

Christopher Nolan ha demostrado que es capaz de realizar películas de factura más o menos lineal y clásica como El truco final o Dunkerque, al tiempo que huye desesperadamente de esa linealidad con los oscuros universos de Batman o las complicaciones cuánticas y metafísicas de sus películas más confusas. Sobre Oppenheimer se cernía el peligro de un cliché recurrente en el cine hollywoodiense más rancio, el del biopic, suerte de biografía simplificada marcada por la mirada monocolor y la consiguiente superficialidad. La vida del científico estaba escrita en American Prometheus, de Kai Bird y Martin J. Sherwin, y Nolan corría el riesgo de ahogarse en ese pantano. Su manera de esquivarlo fue la forma que eligió para estructurar su película: un montaje que fragmenta sin cesar los hechos, que baila por el tiempo de la historia con libertad, y que sobre todo condensa en cada fragmento revelaciones y promesas enfatizadas sin cesar por la cámara móvil y la música (una música que no calla). La habilidad de Nolan y sus montadores consigue que la atención se mantenga durante las tres horas de metraje. Es un logro notable, sobre todo si consideramos la falta de profundidad que finalmente detenta la obra y su personaje. Oppenheimer es a la vez el científico despistado que nunca quiso ser Einstein, el dirigente visionario que es capaz de coordinar a miles de colaboradores y el héroe incomprendido y traicionado del final de sus días. Demasiadas vidas disueltas en ese montaje turbulento y en cierta manera innecesario. S. M. Eisenstein decía que el montaje no debía ser solo la vigilancia de la métrica y su relación rítmica, sino que debía aspirar a una organicidad que estuviera por encima de la arquitectura, a extraer un conflicto. «El arte es siempre conflicto», escribía en Una aproximación dialéctica a la forma del film. El conflicto de Oppenheimer, del personaje y de la película, apenas trasciende las ideas más elementales del pacifismo y de la ética de la ciencia, sujetado por una forma que atrapa la atención al tiempo que ahoga la expresión de un pensamiento más complejo. No por citar reiteradamente la causa republicana española la película se impregna de antifascismo, como tampoco Barbie enmenda su discurso por calzar al final un «Sí se puede». Pero, en fin, las dos obras se han disputado el taquillazo del verano, las salas de cine confían en retener a los espectadores, y con ese difícil equilibrio podremos disfrutar pronto, en pantalla grande, la resurrección de Víctor Erice.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017), Tierra de Campos infinitamente (2021) y La belleza del afuera (2023), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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