Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (51)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago una trainera que baja por el río o las carreras de las ocas del Duero hacia el revés del sol.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez

No es verdad que la infancia nos abandone porque la sobrepasamos para siempre cuando ya no nos cabe en el cuerpo. Lo que ocurre es otra cosa: es ella la que nos adelanta por su cuenta y va a esperarnos allá, al final de nuestra vida. Aunque ya no la reconozcamos, entra de nuevo en nuestro cuerpo y entonces dejamos de saber hablar, dejamos de saber andar, no consultamos ni los relojes ni los calendarios, no acertamos bien a diferenciar nuestros recuerdos de nuestros sueños. Y otra vez somos niños.


Una trainera baja por el río. Igual que en aquellas naves guerreras que veíamos en las películas, el cómitre golpea rítmicamente el tambor para marcarle el ritmo a los remeros. No se oye nada más en el sopor de la tarde. Solo esos golpes espaciados de timbal casi fúnebre que parecen haber asustado hasta a los pájaros, desaparecidos de la lámina calcinada del cielo de agosto.



Más allá de banderías políticas o deportivas, los españoles podrían resumirse en dos tipos: los que dicen «no sé si me entiendes» y los que dicen «no sé si me explico». Es solamente escuchar a algunos en cualquier circunstancia (en el tren, en el ascensor, en el mostrador de un café) y uno apuesta a que acertaría a colocarlo con seguridad en una de esas dos trincheras.


La falta de incertidumbres seca el alma.


Como un documento ahora inservible, la luna pública ocupa el cielo de principios de agosto con su circulación exagerada. Cómo la recuerdo así, enorme y muda, de otras veces. Aquella hermosa ferocidad ardiendo sola sobre la llanura castellana, su poderosa indiscreción que iluminó mi vida y le dio sazón juvenil. Astro fermentado y sin huesos, ¿qué ha sucedido para que ahora cruces sobre mí sin mirarme, como una dulce catástrofe, luna de miel sucia, y me castigues ignorándome como a un colegial amilanado por la falta de desobediencia?


Lo que distingue al turista del viajero es la actitud ante la extrañeza. El turista no quiere extrañar nada de lo que le va a caer encima en el viaje; lo que él defiende es una inmovilidad mental: comer como en casa, ver paisajes que puede asumir como propios, manejarse con soltura en ciudades iguales a la suya, planeadas con la misma racionalidad civil. Es decir, aborrece la extrañeza. Irse a lo otro pero sin salir de lo suyo. Por el contrario, el viajero busca dejarse mecer por todo lo anómalo que le sorprende y trata de no contrastarlo con lo que acaba de dejar atrás. Aquel volverá a su origen con indiferencia y un punto de presunción («no era para tanto»); el viajero, por el contrario, traerá una especie de secreto enriquecimiento: el que da caer en la cuenta de que lo propio no es necesariamente lo mejor cuando se le compara con lo distinto.



ESTUDIO DE MODALES

Dos estrellas michelín en la fachada. Y una hilera de fotografías enmarcadas de conspicuos visitantes en el pasillo de la entrada, como para que el advenedizo se replantee si debe continuar adelante entre semejante gente. Cuando todo termina y el maître del afamado restaurante presenta la cuenta, guardada en un pequeño cofre como para hacer de la digestión un asunto de joyería, pregunta al comensal con convencional curiosidad: «¿Ha disfrutado el señor de la comida?». «Mucho. La verdad es que esto no se paga con dinero», contesta él. «Me alegro de que sea así; gracias, señor». Y en consecuencia, con un comedimiento ejemplar a fin de no hacer estallar los numerosos globos de luz del local, sin mirar siquiera la factura el hombre se levanta, sacude una mano contra la otra, pide su chaqueta en la guardarropía y sale del lugar sin pagar, cerrando suavemente la puerta. Para no molestar.


Los cartuchos con las pastillas asoman el hocico cada mañana por el borde de un recipiente. Nos dan la bienvenida con sus colores vivos, como si estuvieran deseando ya cumplir con su deber de ser la primera ingestión del día. Clínica del desayuno. Galletas impuras.


Tiene otras posesiones: casas, alguna finca, su piso habitual… Sin embargo, desde hace tiempo echa la vida en el cuartucho que ha alquilado en un patio de vecinos. Ajeno a todo, se pasa el día trasteando ahí adentro moviendo objetos inverosímiles recogidos acá o allá, cambiándolos de sitio, mirándolos de cerca, sacándolos al sol antes de devolverlos a su oscuridad intolerable, como un coleccionista de despojos. ¿Por qué emplea en eso el resto de vida que le queda? ¿Qué pretende poner en orden? Nadie lo puede suponer. Probablemente solo él sepa que ese espacio exiguo y revuelto es su propia alma, ya extraviada entre las propuestas del mundo. Y entra en ella cada mañana a reordenarla así, a procurar recuperarla entera entre metales sacudidos por el uso y utensilios sin firmeza. Un quehacer de purificación. Quién sabe…



En nuestra civilización confortable, fundada en la inmediatez y en la seguridad, los únicos que escapan a esos tentáculos son los artesanos y los campesinos, que saben que la relación con lo suyo exige manejarse con paciencia y aceptar la incertidumbre. A unos y otros los conocí entonces allí, en la pequeña tienda familiar visitada por zapateros y labradores de ademanes cautelosos. Ellos me enseñaron sin saberlo que también la creación poética se nutre de eso. El portugués Eugénio de Andrade tituló un libro de poemas Oficio de paciencia. Y Blas de Otero dejó ese verso a favor de la niebla. «Dios me libre de ver lo que está claro». Y tú, poeta enfermo de avidez, ¿cuándo empezarás a dejar de cultivar un exceso de ti mismo?


Como si persiguieran un abecedario desesperado, las ocas del Duero corren en el atardecer hacia el revés del sol. En el río, el agua forma últimas medallas luminosas. Las meriendas se oscurecen sobre las mesas públicas. Hay alegría grasienta ardiendo en los manteles ordinarios. Empiezan las digestiones en «Los Pelambres».



Finalmente han llegado las nubes. Casi dos meses sin ellas. Da gusto ver cómo resisten flotando con su tripa abundante y oscura en el espacio, ahora convertido en un colapso de ángulos. Siempre necesité la callada compañía de las nubes, su garantía suficiente contra la insipidez de los días vacíos. Su corpulencia misteriosa y esa desmigajada manera de avanzar como un escuadrón de hermosa lentitud imprevisible nos renueva la relación del corazón con el tiempo.


ASPIRACIÓN FINAL

Más allá de las pertenencias, más allá de cualquier signo de identidad, sentarse a respirar en un lugar sin nombres. Es el territorio final del poeta («espacio que perdió el ser», decía Francisco Pino). Nada lo espera allí salvo la gloria muda de la desatención.



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Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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