/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /
Los ¡kung del desierto de Kalahari siempre fueron el modelo-patrón de los pueblos cazadores-recolectores, el estadio más primitivo de la humanidad. Al llegar la estación de las lluvias, formaban grupos de dos docenas de individuos. Cuando reinaba la sequía y el calor se hacía asfixiante, se arremolinaban alrededor de los pozos permanentes en comunidades más grandes. Mantenían fluidos vínculos sociales que los llevaban de acá para allá. Los hombres cazaban, recolectaban las mujeres, y todos disponían de mucho tiempo libre. Vivían esa vida primitiva a la que Marshall Sahlins definió como la primera edad de la abundancia. En la década de 1970, la antropóloga Nancy Howell analizó 331 matrimonios de los cuales 134 terminaron en divorcio. Unos y otras volvían a casarse con frecuencia y sin cortapisas. Algunas tuvieron cinco maridos consecutivos. Los hadza habitaban un paisaje repleto de sugerencias para cualquier estudioso de los orígenes del género humano, el desfiladero de Olduvai, en Tanzania. La caza y la recolección les proveían un sustento suficiente, al igual que a los nativos de los desiertos de Namibia, y compartían con ellos el gusto por la buena comida, los cantos, los bailes o las leyendas y chismes contados al amor de la lumbre. En los años sesenta, su tasa de separaciones era cinco veces más alta que la estadounidense. Entre los indios navajos de Nuevo México, pueblo de filiación matrilineal en el cual las mujeres son sumamente respetadas y se encargan de las tareas espirituales y médicas como chamanas, una de cada tres se divorcia al menos una vez (Fisher: Anatomía del amor).
¿Qué nos llama la atención en estos relatos sobre cómo y cuándo se rompen las ataduras conyugales entre gentes primitivas? ¿Que la crisis de la institución matrimonial no es una de sus prioridades? ¿Que no se traumatizan ante la amenaza a las bases de su mundo que representan las uniones inestables? En absoluto. Lo que nos sorprende es que esos colectivos dan importancia a la idea de vivir y dejar vivir. Cuando se acabó lo que se daba, cada uno se va por su lado, con o sin nueva compañía, y a otra cosa mariposa.
Volvamos la vista a nuestra sociedad tardocapitalista con sus aires de creerse la civilización más lograda que haya conocido la humanidad, hasta su estadio final perfecto. ¿Qué tenemos? Centrémonos en esa lacra inexorable de los asesinatos machistas y la violencia de género. En todos los países occidentales, tanto en los que dedican una especial consideración estadística al fenómeno como en los que no, las muertes de mujeres a manos de sus parejas y exparejas están a la orden del día. En infinidad de casos, el desencadenante último de la conducta homicida del varón es que su compañera resuelve poner fin a la relación. Incluso cuando no se llega a la agresión, el terrorismo psicológico es brutal. Da la impresión de que son minoría los hombres que aceptan como normal que una esposa o novia dé por terminado el recorrido por su cuenta y riesgo, de forma autónoma. Hemos visto, en cambio, sociedades salvajes donde la mujer puede cortar un vínculo con el que no se identifica, sin mayores explicaciones y sin menoscabo alguno de su condición. No solo sus ex acatan su decisión, sino que nadie ve inconveniente en ello ni en que rehaga su vida tan pronto como le plazca. ¿Cómo es posible que en esas culturas atrasadas esté en su mano liberarse sin problemas de una alianza que se ha convertido en cadena, y en nuestros opulentos y avanzados entornos muchos varones sigan tomando a sus consortes por propiedades privadas e inalienables?
Los pseudoingenuos de turno pretenderán convencernos de que el amor está poco evolucionado entre los primitivos, y crea lazos frágiles y fáciles de quebrar. ¡Oh, el amor! Como si ese fuera el cemento que mantiene juntas a no pocas parejas en Occidente. Sería sencillo demostrar que inextricables intereses económicos y sociales contribuyen a sostener, cual armazón de hierro y hormigón, la fachada de un edificio hace tiempo arruinado. Si nos detenemos a contemplar el modo de vida de los pueblos antes citados, comprobaremos que es manifiesta la ausencia de subordinación entre los cónyuges. «Los hombres y las mujeres hadza no dependen unos de otros para llenar la olla diaria de comida. Y sus parejas reflejan este espíritu de independencia […] La autonomía económica personal genera libertad para separarse» (Fisher: o. cit.). Ahí está el quid de la cuestión. El calvario sufrido por tantas mujeres antes, durante y después de una ruptura proviene de que la sociedad en la que viven las ha colocado en la tesitura de estar supeditadas en todo, por todo y para todo.
En nuestro ecosistema mental, tan laico de labios afuera, la responsabilidad de esa parálisis a la hora de dejar una relación tóxica se achaca al catolicismo, con su defensa a ultranza de las uniones irrevocables. Pero la razón por la cual la tasa de separaciones se conservó baja en la Europa preindustrial, también en las tierras donde la modalidad dominante del cristianismo las permitía, no es religiosa. Otras comunidades agrarias han seguido las mismas pautas y por los mismos y claros motivos en todos los continentes. «La aparente estabilidad marital en estas sociedades no era un signo de idilio, sino más bien producto de circunstancias socioculturales que obligaban a los individuos a soportar su estado, en particular para proteger sus derechos a la propiedad» (Barfield [ed.]: Diccionario de antropología). ¡Ah, demonio! ¡Así que era eso: el maldito parné!
De hecho, la Iglesia tuvo serias dificultades para inculcar la indisolubilidad del matrimonio y para controlar todos sus aspectos, en especial en las clases superiores. La institución cristiana no acabó de adquirir su forma clásica hasta los siglos XI y XII. Por fin, no sin mucho esfuerzo y con notable resistencia de señores feudales y aristocracias varias, realeza incluida, los dirigentes eclesiásticos lograron meter a la pareja y la familia en un redil administrado por el clero. Georges Duby muestra en Le chevalier, la femme et le prêtre que la moral de los sacerdotes se las vio y se las deseó para imponerse a la de los guerreros. Estos solían concebir el matrimonio como un asunto exclusivamente político. No vacilaban en recurrir a todo tipo de argucias para repudiar a sus consortes y contraer nuevas alianzas más interesantes y prometedoras, política y económicamente. En esa sociedad viril y arrogante, las autoridades eclesiásticas no tuvieron empacho en admitir anulaciones parapetadas en las complicadísimas normas canónicas sobre el incesto. A base de genealogías a menudo inventadas, se probaba un lejanísimo parentesco, por otro lado verosímil en círculos sociales tan cerrados y endogámicos. Con eso bastaba para deshacerse legítimamente de la legítima esposa.
La Iglesia tardó siglos en poner coto a estas prácticas de los grandes de la Tierra. Recordemos que la no concesión por el Papa de la anulación del matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón fue la disculpa, que no la causa, de la separación de Roma por parte de la Iglesia anglicana. En la Europa preindustrial, en todos los estamentos sociales, una mujer difícilmente podía dejar a su marido salvo, si acaso, para entrar en religión. El cristianismo propició una doble vara de medir en lo referente a deberes y derechos. «Un hombre concierta una desponsatio con una mujer. La cual, renunciando al compromiso, se entrega a otro y se casa con él, y aquel con quien había estado anteriormente desponsata la reclama… [esto] sumía en un mar de tribulaciones a canonistas, teólogos y pastores de almas» (Gaudemet: El matrimonio en Occidente). Obsérvese que esta dificultad se plantea cuando el pretendiente desechado exige el cumplimiento de la promesa. La posibilidad de que fuera la novia quien lo hiciera ni siquiera se contempla, cae fuera de la mentalidad de canonistas y caballeros.
Los comienzos de la Edad Moderna están marcados por una progresiva secularización. En situaciones revolucionarias y convulsas, hay un lapso en el que los oprimidos disponen de una ventana de oportunidad para levantar la voz tras mucho tiempo amordazados. Así, «en París, entre enero de 1793 y junio de 1795 las demandas emanaron sobre todo de las mujeres (3868 frente a 2119). El motivo invocado con mayor frecuencia fue la incompatibilidad de caracteres, seguido del abandono y de los malos tratos e injurias» (ibídem). Claro que la alegría dura poco en casa de los pobres. Llegó el golpe de Estado del año II, y la reacción termidoriana se tomó muy a pecho la tarea de poner coto a los abusos del divorcio. Aquello de «no hay que confundir la libertad con el libertinaje» sirviendo de coartada para atar en corto a la población, no vaya a desmadrarse.
La cosa fue a mayores con una nueva asonada, la del 18 de Brumario, que puso a Napoleón al mando del país a finales de 1799. Huelga decir que fue brutal la ofensiva de los sectores rigoristas y beatos del catolicismo como punta de lanza del bloque reaccionario para liquidar la reforma. Uno de sus más conspicuos teóricos, Bonald, deja patente que se busca limitar la autonomía de la mujer y su libertad. Reprocha a las leyes civiles de divorcio que atenten contra el estatus del marido «porque no se respeta a un jefe que pueda dejar de serlo». Por si sus intenciones de equiparar la condición de desposada a la de cautiva no estuvieran suficientemente diáfanas, acusa a su mera existencia de establecer una democracia doméstica que comete la increíble aberración de permitir a la hembra, «parte débil, alzarse contra la autoridad marital» (cit. ibídem). Probablemente opinaba también, aunque él no tuvo la desfachatez de decirlo en público, que coser botones empodera mucho.
La burguesía apenas triunfante empieza a dibujar un programa poco halagüeño para la mujer casada. A medida que su poder se vaya estabilizando, irá perdiendo todo atisbo de soberanía, volviéndose dependiente en su manutención y demás aspectos materiales de su vida. En las capas altas e incluso medias, la esposa mutó en bien mueble para uso y capricho del amo de la casa y la hacienda, el pomposamente llamado cabeza de familia. El desarrollo del capitalismo fue alejando también a las mujeres de las clases menos privilegiadas de cualquier contacto con las actividades productivas, y por tanto de ingresos propios. En el momento de gloria de tal modelo de matrimonio, el hombre pasaba sus días entre el lugar de trabajo y las redes sociales familiares, vecinales o de amigos y colegas para el relax y el ocio. Mientras, ellas se marchitaban a la sombra, recluidas en el hogar, ocupadas con los niños y las faenas domésticas, muriéndose de aburrimiento y de asco.
Solo con su incorporación masiva al mundo laboral recobraron un nivel de emancipación con el que hacer valer su derecho a la libertad del cuerpo y de los sentimientos. Porque no nos engañemos: la razón de que, durante siglos, seres que sufrían a diario los latigazos de una relación catastrófica hayan tragado carros y carretas ha sido su vulnerabilidad pecuniaria. Las presiones sociales, familiares y religiosas tejían a su alrededor una tela de araña que las atenazaba, pero la causa primera de no osar desgarrarla ha sido su inviabilidad. «El divorcio es frecuente en las sociedades donde tanto las mujeres como los hombres son dueños de tierras, animales, dinero en efectivo, información u otros bienes valiosos y recursos, y donde ambos tienen derecho a distribuir o intercambiar sus patrimonios fuera del círculo de la familia inmediata» (Fisher: o. cit.). Una pareja en la que menudeen los reproches, discusiones, frustraciones, amarguras y resentimientos tenderá a disolverse si los cónyuges no están subordinados económicamente.
Solo una espesa nube ideológica puede impedir ver que cuando dos personas no conviven en armonía, lo más conveniente, para ellos y sus descendientes es que no sigan juntas. Esta idea, clarísima a ojos de numerosas sociedades salvajes o bárbaras, no acaba de enraizar por estos lares. Así el curioso concepto de divorcio duro le sirve a un aspirante a altas magistraturas para justificar las vejaciones, coacciones y acoso verbal de un aliado político a su exesposa. Cuando las mismas fuerzas vivas enmascaran con eufemismos la violencia de género, es momento de preguntarse por la salud moral de la sociedad.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.
El autor de este texto generaliza demasiado, olvidando que habla de excepciones.
En España, en 2022, sobre 48 millones de habitantes, hay unos 39 millones de adultos de más de 20 años. Hay también unos 14 millones de solteros, de lo que se deduce que debe de haber unos 24 millones que viven en pareja.
En España, en 2019, según Wikipedia: “Se dictaron órdenes de protección o medidas cautelares, por violencia de género y violencia familiar, a favor de 36.745 mujeres y 3.012 hombres. Fueron denunciados por violencia de género, habiéndose dictado órdenes de protección o medidas cautelares a 31.805 hombres. Fueron denunciados/as por violencia doméstica 5.395 personas: 72,0% hombres y 28,0% mujeres. Siendo 7.654 las víctimas de este delito. 62,0% mujeres y 38,0% hombres (no se incluyen los específicos de violencia de género). Los condenados/as mediante «sentencia firme», incluidos ambos delitos, fueron 34.144 hombres y 1.779 mujeres; en tanto que, fueron absueltos/as 5.603 hombres y 208 mujeres.”
Estamos hablando, pues, de menos del 0,02 % de casos. Incluso multiplicando por 10 esas cifras pensando que mucha violencia machista permanece oculta, seguimos ante porcentajes ínfimos.
Pregunta: ¿se puede construir una teoría sociológica o antropológica a partir de excepciones a una regla? ¿O estamos ante el famoso síndrome periodístico del tren que por llegar con mucho retraso se convierte en noticia, cuando el 99,9 % de los trenes llegan a la hora exacta (en Francia o en Japón – en España, no lo sé).
Señor Monterrubio
Con afirmaciones suyas o de otros hace usted los siguientes enunciados
1.- …la razón por la cual la tasa de separaciones se conservó baja en la Europa preindustrial… no es religiosa
2.- «La aparente estabilidad marital en estas sociedades no era un signo de idilio, sino más bien producto de circunstancias socioculturales que obligaban a los individuos a soportar su estado, en particular para proteger sus derechos a la propiedad»
3.- Por fin, no sin mucho esfuerzo… los dirigentes eclesiásticos lograron meter a la pareja y la familia en un redil administrado por el clero.
A mí me parece que no es posible conjugar las tres afirmaciones al mismo tiempo a no ser que dejemos de lado el sentido común
Si, por una parte, la estabilidad familiar no es es debida a razones religiosas sino que es más bien producto de circunstancias socioculturales, tenemos que presumir que para usted las circunstancias religiosas no son de naturaleza sociocultural
Además, entres los enunciados 1 y 3 sí que parece existir cierta hostilidad lógica, ya que atribuye a los clérigos el mérito de haber aprisionado a la pareja en un encierro vital, o redil, y por el contrario esta rigidez matrimonial no es, según el enunciado 1, de tipo religioso
Estoy de acuerdo en que en las sociedades ricas se da más el divorcio por la sencilla razón de que es más fácil ganarse la vida cada uno por su lado que en las sociedades pobres, en las cuales la mayor rigidez en la estructura familiar y matrimonial está muy determinada por la escasez de recursos
Las sociedades ricas, por otro lado, necesitan sicológicamente menos a las religiones tradicionales que las pobres y por tanto se juntan dos motivos poderosos para facilitar la separación conyugal: la menor presión religiosa y la mayor facilidad para sobrevivir en solitario.