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Días de 2023 (14)

«Elena Olaguíbel —pragmática, agnóstica, solitaria, independiente—, no iba a soportar aquella situación. No iba a consentir aquellos pellizcos de monja de algún mandado del Destino, que ya le causaban, en el día a día, cierta agitación». Nueva entrega de un diario no diario de Avelino Fierro.

/ por Avelino Fierro /

Para Irene Orueta

Una casa en el Delta

Ya bien entrada la primavera, quizá pasados los días de la Semana Santa, fue cuando aquello tomó posesión de su interior. No sabía bien lo que aquello era ni dónde se dejaba sentir con más precisión. Pájaros en la cabeza y hormigas en la boca del estómago. Ni siquiera tenía forma ni era una idea, porque venía sin palabras, irresoluto. Puede que se tratase de cansancio, febrículas, andancio sin más.

Pero ella, Elena Olaguíbel —pragmática, agnóstica, solitaria, independiente—, no iba a soportar aquella situación. No iba a consentir aquellos pellizcos de monja de algún mandado del Destino, que ya le causaban, en el día a día, cierta agitación.

A finales de julio se lo comunicó a su compañero de despacho: dejaba el estudio y no ponía fecha a su vuelta. «Tengo una edad, voy a escribir, a viajar, a pintar, a tocarme la cígara. Creo que podrás sacar adelante los encargos. Ficha a algún empollón recién salido de la Escuela. Tú mismo».

Viajar sería lo mejor. No iba a meterse en casa, volver a armar el caballete, ordenar los discos de ópera y los libros no leídos. «Nada me retuvo, me liberé y fui hacia placeres que estaban tanto en la realidad como en mi ser…».

Ciudades en la costa. Oír el mar; el amor incesante de las olas. Divisarlo desde un alto cantil. Ver cómo sala las rocas, huesos de la tierra expuestos a la luz del día triste, dice el poema de aquel autor portugués. Eligió algunos libros.

Comenzó por Finisterre. Había pocos visitantes en aquellos pueblos con edificios desmochados y bosquecillos que llegaban hasta los acantilados. La vida amortiguada, como pasos sobre viejos escalones de madera.

En un restaurante frente a las islas Sisargas le sirvieron un San Martiño, el pez del que ya hablan Aristóteles y el Evangelio de San Mateo. Siguió por las cornisas del Cantábrico. El verano iba y venía, declinaba hacia el gris o se mostraba arrogante. Pasó dos días en Biarritz, porque recordó el cuento de Nabokov «Primer amor». Su playa con bañistas profesionales, vascos corpulentos en bañador negro, para ayudar a mujeres y niños a disfrutar de los terrores del oleaje.

No quiso subir hacia las Landas, porque sabía que entonces acabaría visitando a sus primos en París. Decidió llegar al Delta, donde podría estar sola en la casa familiar. Pero encontró allí a la tía Louise y a Antonia, la sirvienta. Estas le anunciaron la llegada de su hermana Cecilia y una amiga en un par de días. Decidió quedarse. Cinco mujeres no tenían por qué estar empujándose ni viéndose de continuo en aquella mansión con habitaciones como salones burgueses con bibliotecas. Y jardines, piscina y árboles abrazados. La casa necesitaba, además, de algunos cuidados. Y ella, por su profesión, había sido siempre la encargada de contratar a las cuadrillas de operarios que remendasen muros, techumbres y contraventanas para mantenerla lozana. Y la escalera, columna vertebral del edificio de tres plantas, imploraba mejoras.

Después de más de un mes en soledad, derrumbada en hamacas, escrutando horizontes y los colores cambiantes del agua, pasando páginas, no le vendría mal aquella actividad. Visitó también alguna de las fincas; pudo comprobar los destrozos del último temporal y cómo había dejado acostadas las plantas de arroz. Habló con las gentes del campo, que se mostraban con ella inseguras y usaban un catalán melifluo y desordenado. Se citó con amigos: Caridad y Ripollés, Arnau. Visitó a David Palau, que a sus casi ochenta años seguía siendo rematadamente guapo.

El pasado estaba allí. Iridiscente, como un fuego fatuo. Y pegajoso, sacando recuerdos en la piel como gotas de sudor brillantes. Pegajoso y húmedo, como las ropas, las verjas, los senderos de grava.

A los diez días llegó a la casa, invitado por su hermana, Andrés Hurtado. No era mala persona, pero sí un metomentodo que no sabía estar callado. Contaba siempre las mismas tonterías para darse pisto y no parecer lo que en realidad era, un acomplejado en aquel ambiente en el que todo le quedaba grande: las personas, las historias, los apellidos, los muebles, el aire. Podría mantenerse al margen, pero no entendía que hay mundos en los que no se puede entrar o son imposibles de agrietar si no se pertenece a ellos, de la misma manera en que hay formas distintas de caminar o de llevar el sombrero.

Y, sin embargo, algo la atraía. En algunos momentos en que estaba solo lo observaba: aquellos labios y aquella mirada que en otras circunstancias podrían ser sinceros; hasta llegó a presentir en él un desgarramiento del alma. Buscó su compañía alguna noche en la terraza grande que daba al jardín, los demás ya acostados, tomando ambos una última copa. Él contaba entonces historias simples y provincianas del mundo prerromano que —así le gustaba decirlo— habitaba. Empezó a llevarlo con ella. Aparecía en sus pensamientos. Al principio era como un arrastrar de cadenas o como si él se acercase para ocupar su sitio, como un crucifijo que se coloca en una pared blanca.

Un día en que los demás habían ido a la playa de Migjorn, decidieron ir a Horta de San Juan a ver el Museo Picasso. Él habló y habló de arte, de su admiración por el pintor. Como un niño, nervioso y a la vez tranquilo por tenerla a su lado. Al regresar, la tarde se emborronó con una neblina frágil. Y ella, no supo bien por qué, recordó aquellos otros versos de Cavafis: «todo esfuerzo mío es una condena escrita, está mi corazón sepultado».

Aquella noche, en el jardín, él le cogió la mano, la atrajo hacia sí y la abrazó. Ella empezó a toser, nerviosa. Dijo que iba a por hielo, pero bajó al sótano, a la zona del lavadero y del depósito, allí donde de niña le gustaba estar para sentir aquellos olores agrios de sosa y gasóleo; y saber que no tenía miedo. Ni siquiera se dio cuenta de que había encendido un cigarrillo en un lugar tan inadecuado. Ni de que había comenzado a llorar.


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Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

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