Poéticas

Aulas, cucañas y prisiones

EL CUADERNO ofrece un capítulo del libro Todo lo demás (Impronta, 2023) que reúne las conversaciones de dos poetas: el profesor y crítico José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, 1950) y el periodista y filólogo José Luis Argüelles (Mieres del Camín, 1960).

EL CUADERNO ofrece un capítulo del libro Todo lo demás (Impronta, 2023) que reúne las conversaciones de dos poetas: el profesor y crítico José Luis García Martín (Aldeanueva del Camino, 1950) y el periodista y filólogo José Luis Argüelles (Mieres del Camín, 1960)


—Estás jubilado de la Universidad de Oviedo. ¿Te arrepientes de las cinco décadas que has dedicado a la enseñanza?

—Me jubilé el 1 de septiembre de 2020, con 70 años. Y luego me dieron dos años de propina, los de emérito, que fueron los mejores que pasé en la Universidad, aunque coincidieron con años bastante negros de la historia de España y del mundo, cuando la vida inteligente parece que dejó de existir en la Tierra. Durante el arresto domiciliario con pretexto sanitario, logré que me permitieran dar las clases no presenciales desde mi despacho, donde tenía el material y el ordenador adecuado y no desde casa. Están separados por una calle, pero me dieron un papel con el permiso de tránsito para enseñar a la policía o al ejército, como si estuviéramos en el París ocupado o viviéramos en una inverosímil distopía. No me lo creía, pero atravesaba la calle enarbolando ese salvoconducto para que lo viera la policía de los balcones. Pero dejemos esto. ¿Cómo voy a arrepentirme de mis años dedicados a la enseñanza? Al igual que en el caso de mi llegada a Avilés, cuando era niño, todo fue mejorando con el paso de los años. Ten en cuenta que comencé dando clases en una aldea, cercana a Oviedo, eso sí, y tenía que estar pendiente de las clases en la Facultad, de cómo podía ir a los exámenes. Tiempos duros aquellos. Luego todo fue progresivamente mejorando hasta terminar con esos dos años de propina. Lo malo de la enseñanza es la burocracia, el papeleo, y corregir y revisar exámenes, aunque conmigo aprobaba casi todo el mundo, pero no evitaba la disconformidad de algunos con la nota. Los alumnos son cada vez más competitivos. 

—¿Mejor con los jóvenes o con los niños?

—Mi trayectoria como profesor es poco frecuente. Salté desde la escuela a la universidad. Y sin el habitual padrino académico. Fue gracias a Ángel González, como ya he contado alguna vez. Él, en cambio, nunca pudo enseñar en las aulas universitarias españolas, salvo en algún curso de verano. Me gusta enseñar a leer (en sentido literal y figurado) y con nada disfruto tanto como con mis ahijados Martín y Yara. Dar clases es otra cosa, sobre todo cuando son cerca de cuarenta los niños —estaban separados de las niñas entonces—, como me ocurrió alguna vez. Como maestro trabajé cinco años, los que duró la licenciatura. Al resto de mi carrera profesional, casi cuarenta y cinco, no lo llamaría propiamente trabajo. Se fue haciendo más placentero conforme pasaba el tiempo. Hablar de literatura y periodismo o de literatura y publicidad —esas fueron mis últimas asignaturas, las que no quería nadie—, tenía mucho de gustosa aventura. Algunos engorros había, no voy a negarlo. Pero la burocracia yo la reducía al mínimo imprescindible y en los consejos de departamento e intrigas correspondientes —lo que más desgasta a un profesor— apenas participaba. ¿Por qué pude vivir a mi aire y limitarme a mis clases, a mis trabajos sobre poesía y a mis versos? Por la ventaja que supuso mi rechazo a escalar en el escalafón. Desde que tuve un puesto fijo, no me interesó ascender. Jubilarme siendo el último del escalafón siempre me hizo más gracia que otra cosa. Como en el ejército, en la universidad todo está muy reglamentado, por leyes escritas y no escritas (las más importantes): hay que ir lamiéndole las botas al de arriba para prosperar y poder pisotear al de abajo. Yo me hice a un lado y eso me permitió vivir feliz, dentro de lo que cabe, durante todos esos años.

—¿Has sido un enseñante exigente o más bien de dar muchos aprobados?

—Fui cambiando: al principio más, luego cada vez menos. A quien no le interesaba lo que yo enseñaba, que era sobre todo amor a la literatura, peor para él. Vuelvo a lo de antes. Me hice a un lado, porque me daban igual todos los privilegios del escalafón, entre ellos escoger primero o después horario y asignaturas. Me daba igual el horario que me pusieran —durante treinta años viví al lado de la Facultad, casi en el mismo campus— o las asignaturas que me encargaran. La literatura del siglo xx o la poesía contemporánea, que eran las materias para mí más afines, acabaron quedándoselas otros. Al final impartía Literatura y Publicidad. Y la verdad, lo pasaba tan bien desentrañando el mecanismo de ciertos anuncios publicitarios como analizando los versos de Antonio Machado, incluso creo que me divertía más. Aprobaba casi todo el mundo, yo hubiera preferido no dar notas. Pero resultaba inevitable el engorro de los exámenes y de su revisión. Ahora los alumnos son muy competitivos y si les ponía un siete querían un ocho, y si un ocho, un nueve. No te librabas de las reclamaciones, por muy benévolo que fueras.

—¿Qué ocurre en España para que sucesivos planes educativos sean considerados como fracasos?

—Me he reído siempre un poco de los profesores que no saben hablar de otra cosa que de lo mal que está la educación en España y de lo nefastos que son esos planes educativos por los que preguntas. Si hemos de hacerles caso, en la educación todo es decadencia desde los tiempos de los Reyes Católicos, o desde antes. La enseñanza se ha hecho más ordenancista, más burocrática, con normas más rigurosas. Eso tiene su lado bueno al evitar los disparates de algunos profesores de antes, como esos a medio camino entre el ornitorrinco y el señor feudal que conocimos en nuestros tiempos universitarios. Ahora bien, el profesor tiene que adaptar lo que le pide la Administración a la realidad educativa, ser un poco flexible. Muchos enseñantes no lo son: lo entienden todo al pie de la letra. Las culpas de lo que ahora falla —nunca será todo perfecto— están repartidas entre los burócratas de la enseñanza y esos profesores que están continuamente quejándose. ¿Cómo está hoy la enseñanza en España? ¿Es un desastre como tantos afirman? Pues todo depende de que con qué se compare. Ya sabes, un elefante pequeño es un animal grande y un insecto grande, un animal pequeño. Así que el que esté en su conjunto bien o mal depende de con qué países nos comparemos. Pero si vamos a cómo estábamos hace medio siglo, las cosas han mejorado mucho. Dicho de otra manera: nuestra enseñanza es ciertamente mejorable, aunque resulta igualmente cierto que ha mejorado mucho en las últimas décadas, en contra de lo que afirman los agoreros.

—Una opinión bastante compartida afirma que en estos años se ha producido un cuestionamiento de la autoridad del maestro, siempre en detrimento de la enseñanza.

—Cada uno habla según su experiencia y la mía es la de un privilegiado. No he tenido alumnos adolescentes que asisten a clase obligados y a los que no les interesa nada de lo que explicas. Cuando comenzó a aplicarse el llamado Plan Bolonia, la asistencia se convirtió en obligatoria. Se lo recordé a mis alumnos, pero con la aclaración de que yo no iba a pasar lista. No tenía en mi clase a nadie que no quisiera estar, tal y como les ocurre a muchos compañeros de los institutos. Daba clases a los que estuvieran en el aula, y no me importaba si solo eran la mitad de los matriculados. En las enseñanzas medias las cosas son distintas. No es lo mismo enseñar en un centro de un barrio de clase media-alta, donde los padres son profesionales con carreras universitarias, que en otro de emigrantes o de familias con problemas. Otra de las cosas buenas de la enseñanza en España —lo mismo podemos decir de la sanidad— es que ha incorporado a mucha gente que ha venido de fuera con medios muy precarios. No ha sido una tarea fácil. 

—¿Firme defensor de la enseñanza pública?

—Sí, pero no frente a la privada; o sea, defiendo la complementariedad. El Gobierno debe dar atención en primer lugar a la enseñanza pública, aunque sin maltratar por eso a la privada. La enseñanza pública es un pilar básico de la sociedad, como lo es la sanidad pública. 

—¿Es cierto que los alumnos te apodaban Chomsky cuándo eras profesor en la Escuela de Magisterio?

—En una ocasión caminaba por Avilés y una ya casi anciana me llamó a voces: «Chomsky, Chomsky…». Me quedé muy extrañado. No sé, es probable que fuera de ese modo, aunque, salvo a esta ex alumna, no lo escuché. Es que he dado clases de muchas cosas. Y al principio, en la asignatura de Lengua, explicaba cuestiones de gramática generativa. Y me pondrían lo de Chomsky porque el nombre les sonaba raro o divertido cuando les hablaba de su teoría innata de la lengua, de esas estructuras que funcionan como un mecanismo universal por el que de niños aprendemos un idioma, cualquier idioma, sin dificultad. Una teoría que explica por ejemplo que un bebé, hijo de chinos y adoptado en España, aprenda el español sin tener acento oriental alguno, y al revés con un niño español que viva en China.

—¿No predicabas el estructuralismo según Alarcos, como todos los titulados por la Facultad de Filología de Oviedo?

—Sí hablaba de estructuralismo. Y también de otras teorías lingüísticas generales. Alarcos era el sentido común. Después, que llames a un segmento de la oración implemento o no es lo de menos cuando explicas la lengua a un escolar; lo importante es que utilicen adecuadamente el lenguaje oral y escrito, en diversos registros según las circunstancias, y que entiendan lo que leen. Digo siempre lo mismo: Cervantes no estudió gramática y es nuestro mayor escritor. Tampoco creo que García Márquez se desenvolviera muy bien en el más elemental análisis sintáctico.

—Lo cierto es que has recurrido poco o nada a los análisis estructuralistas en tus trabajos como crítico literario.

—He aprendido y aprendo mucho del estructuralismo, pero no me interesan los esquemas. El estudio que Alarcos tiene sobre La Regenta es, en ese sentido, modélico. A veces, en la tertulia analizamos cómo está hecho un poema, las relaciones entre las partes, sin limitarnos a glosar el tema, que suele ser lo habitual. Para mí la literatura no es una «fermosa cobertura», no es palabrería bonita. Y creo además que, salvo excepciones, un buen poema se puede traducir a otra lengua. Lo que hace que un poema sea tal es su estructura, su arquitectura interior. Y para mí eso importa mucho, más que su música externa. Por cierto, el poeta español más traducido es Lorca, un autor del que se dice precisamente que es intraducible. Estuve una vez en China, antes de que este país levantara su nueva muralla con el pretexto del virus (pero en realidad contra otro virus, el de la libertad), y participé con varios poetas chinos en un acto que el Instituto Cervantes organizó por el centenario de Campos de Castilla. Les pregunté por Machado, al que conocían, pero no tanto como a Lorca, mucho más popular. «Verde que te quiero verde» se puede traducir, con tal de que demos con la sonoridad equivalente. Los poemas son más que juegos de palabras. Lo que no he hecho es teoría del estructuralismo ni de ninguna otra moda crítica. Con Alarcos he aprendido mucho sobre la lengua. Por ejemplo, algo fundamental: la lengua es primero oral y solo después es escritura; no tenemos que hablar como escribimos, sino que la escritura debe aproximarse a la lengua hablada, que no es de una sola manera. La Academia, más allá de establecer normas, recoge lo que hablamos y escribimos. Todos los hablantes tenemos varios registros y nos expresamos en uno u otro en función del contexto. Así que me sobran todas esas tonterías de si «solo» va con tilde o sin ella; el acento gráfico tiene una utilidad, no es algo que se pone porque siempre se ha hecho así. ¿Qué pasa con «guion»? Yo lo pronuncio bisílabo, con lo que debe llevar tilde si nos atenemos a la norma, pero muchos otros de los 500 millones de hablantes del español dicen la palabra con una sola sílaba. Así que para evitar que unos pongan acento y otros no decidimos —una convención— no acentuar guion en ningún caso. De los análisis literarios de Alarcos aprendí mucho, especialmente de los comentarios de textos concretos. Y sobre todo —algo he dicho ya— de su buen sentido como estudioso y como lector.

—Hay quien dice que los estudios de Filología y Filosofía en la Universidad de Oviedo carecen ahora del reputado plantel de profesores que llegó a tener: Alarcos y Cachero, de los que hemos hablado, y también Gustavo Bueno, José Miguel Caso o Carmen Bobes Naves, por dar solo algunos nombres.

—Era un tiempo quizá de mayores individualidades, de señores feudales, mientras que ahora es todo más igualitario. Puede que no haya esas figuras destacadas, pero sí muchas más que no tienen el simple papel de segundones de las figuras. Si sacamos una media, creo que en estos momentos la calidad es mayor de la que había entonces. El tiempo contribuye a la mitificación. Hay un tipo de estudioso de la literatura al que valoro poco: es el que publica estudios «científicos» que no son más que la aplicación mecánica de una metodología crítica, la que está de moda. Suelen ser pura retórica del momento, citas de citas, vaguedades teóricas que valen para cualquier texto literario, convertido en pretexto. Una de las formas de lo que llamo basura curricular. Carmen Bobes me parece a mí que entra en esta categoría. Su crítica semiótica ha envejecido mal: esquemas que igual sirven para una gran novela que para otra mediocre. La ciencia de la literatura suele ser una engañifa. Alarcos era otra cosa: un sabio que tenía una gran vena intuitiva. Su saber filológico no le impedía pensar por su cuenta. Martínez Cachero estaba en el medio de esos dos tipos de catedrático: el del sabio verdadero y quien solo aplica mecánicamente una fórmula. Era alguien muy trabajador, un erudito a la antigua, sin la lucidez de Alarcos y sin el bla-bla-bla teórico de Carmen Bobes. Apenas fui alumno de Caso, quien creó una escuela importante con sus estudios sobre Jovellanos y el siglo xviii. 

—No has dicho nada de Gustavo Bueno.

—El ornitorrinco por excelencia, como llamaba Ortega a Unamuno, y el que peor evolucionó. Tiene dos aspectos. Por un lado, está el filósofo propiamente dicho, el creador de la teoría del cierre categorial. Ahí no entro. Pero después tiene decenas de libros, artículos e intervenciones que son un dogmático atentado contra la inteligencia. Gustavo Bueno es exactamente lo contrario de Emilio Alarcos. El escepticismo y el buen sentido de uno eran en el otro una ristra de disparates, adornados eso sí con mucha erudición. En el diario La Nueva España hay una colección de esos disparates, transcritos por Javier Neira. Recuerdo una página del periódico con una frase suya que decía más o menos: «Es una pena que en España no exista la pena de muerte porque así no podemos ahorcar a Ibarretxe». Era cuando el lehendakari era Ibarretxe y preparó un plan soberanista que después fue rechazado por el Congreso de los Diputados. ¿Cómo se puede declarar algo así? ¿Y lo que decía sobre la lengua asturiana o sobre otros cien asuntos más? Barbaridades propias de alguien que siempre se creía en posesión de la verdad y poco inteligente, aunque pudiera parecer lo contrario. Todo eso lo envolvía con muchas referencias filosóficas para tratar de dar profundidad a lo que solo eran desvaríos ideológicos. Al menos eso me parecía a mí. Hay quienes le consideran la mente más lúcida del siglo xx. Queda claro que yo le tengo escasa admiración, aunque no entro en su labor estrictamente filosófica. Era personaje que venía del falangismo, pasó por el marxismo y acabó en la derecha extrema. No estoy diciendo que sea malo evolucionar ideológicamente o ser de derechas. Hay otros comportamientos que lo descalifican como el típico cacique de la Universidad de la época. En Asturias no existía una Facultad de Filosofía. Cuando el gijonés Aurelio Menéndez es nombrado ministro de Educación, Bueno empieza a mover los hilos para que se cree esa Facultad de Filosofía en Gijón, con el pretexto de que era una ciudad industrial y que la indagación filosófica surge de nuestra relación con la materia y el trabajo manual. Logró lo que se proponía, pero poco después inició una campaña para que esos estudios se trasladaran a Oviedo —donde él vivía— porque era en esta última ciudad donde estaba la Biblioteca de la Universidad y la filosofía no se entendía sin los libros. En Gijón hubo hasta manifestaciones en contra de ese traslado. Siempre encontraba, como buen sofista, razones para defender lo que le interesaba. 

—¿Dejabas a un lado el traje de poeta y crítico cuando dabas clases de Literatura?

—He sido siempre un lector, así que prefería leer poemas o relatos en clase y después comentarlos. Teorías y datos vendrían más tarde. Y como profesor lo que aplicaba era, más que otra cosa, mi experiencia como lector. Nunca he entendido a esos profesores de Literatura que cuando llegan las vacaciones exclaman: «¡Qué bien, no voy a tocar un libro en todo el verano!». Así que leíamos muchos textos y hablábamos de ellos. He tenido la ventaja de dar clases a universitarios. Es una gran diferencia con un amigo que enseña Literatura para que sus alumnos pasen la prueba de acceso a la Universidad (EBAU) y obtengan una nota muy alta. ¿La razón? Son jóvenes muy inteligentes, que no van a estudiar Literatura, pero necesitan una nota elevada para matricularse, por ejemplo, en Medicina. Así que les enseña un cúmulo de nimiedades o, directamente, tonterías que preguntan en esos exámenes. Por ejemplo: «¿Qué otros nombres recibe la Generación del 27?». Si yo fuera ministro de Educación despediría fulminantemente a alguien que formula una pregunta así para determinar la preparación de los alumnos. Resulta que esos alumnos tenían como lectura obligatoria la antología del 27 de Vicente Gaos y este explica en la introducción que a la Generación del 27 también se la llama de la República y de 1925. Y en eso debían fijarse los alumnos, según los examinadores. Es la razón de que mi amigo hable de esas minucias y no de los poemas. Tuve la suerte de poder explicar lo importante, sin imposiciones ajenas, y que las preguntas de los exámenes las ponía yo.

—Has hablado de tu desprecio por la competición en la carrera de la cucaña universitaria. ¿Por qué no llegaste a catedrático?

—No puedes pretender que te toque la lotería si no juegas, aunque eso no quiere decir que porque compres un billete te vaya a tocar. Para llegar a general o a almirante hay que seguir unas pautas, unos cursos de esto y de lo otro; estar a bien con este y con el de más allá, buscar apoyos, lo mismo que para llegar a juez del Tribunal Supremo. ¿Qué ventajas tiene ser catedrático? Cobras algo más, aunque el dinero de la jubilación es la misma cantidad, y puedes elegir el primero las asignaturas que se imparten. A mí, ganar ese dinero de más me daba igual porque mi salario era ya suficiente, y nunca tuve inconveniente en explicar esta o la otra asignatura, la que me encargasen y a la hora que me dijeran. Otra cosa que da eso de ser catedrático es el prestigio. Pero yo me pregunté: ¿a cuántas personas admiro por el hecho de tener una cátedra de Literatura? Pues solo a unos pocos, mientras que me burlo un poco de la mayoría cuando leo sus publicaciones. Hablo de mi ámbito, claro, la literatura moderna y contemporánea española, no de otras especialidades. La universidad está llena de sabios y yo he aprendido mucho de mis colegas. Nunca tuve la aspiración de ser catedrático: las ventajas, en mi caso, no compensaban los inconvenientes. 

—Cuando en 1974 eras maestro en Mieres se produjo el atentado de la calle Correo, en Madrid. Un terrible suceso que, increíblemente, tuvo consecuencias para ti.

—Daba clases en una escuela unitaria que estaba en una pequeña localidad, cercana a Mieres. A la hora de ir a comer, cuando ya habían salido los niños, llega la policía y me detiene. Fue a principios de octubre de 1974. Viví una peripecia muy novelesca hasta que salí de prisión, en libertad provisional, con la orden de presentarme una vez a la semana, primero en Madrid, en la calle del Reloj, y después en Oviedo, en el Gobierno Militar. La causa estuvo inicialmente en un tribunal militar, con consejo de guerra, y pasó más tarde al Juzgado de Orden Público. El juez analizó entonces mi expediente y decidió el sobreseimiento. Mientras estuve en la cárcel me suspendieron de empleo y sueldo, pero al quedar en libertad, tras sobreseer el caso, me abonaron los atrasos y ese tiempo contó en mi expediente como si hubiera trabajado.

—¿Por qué te detuvieron?

—El día de ese atentado estuve en Madrid con Mari Luz Fernández, una amiga que había estudiado conmigo en Oviedo. Al poco la detuvieron a ella y a toda su familia, incluido su padre, que era un exiliado comunista y había entrado en España de manera clandestina. Registran su casa y encuentran una carta mía en la que le agradezco que me hubiese atendido durante mi estancia madrileña. Y, a partir de ahí, se desencadenaron los acontecimientos. En aquel momento había mucho interés por parte de la Policía y el Gobierno franquista en involucrar al Partido Comunista de España (PCE), que ensanchaba su oposición a la dictadura con la creación de la Junta Democrática, en un atentado terrorista. Y vieron en la detención de Mari Luz Fernández y su familia una oportunidad para demonizar al PCE, partido del que eran conocidos militantes, ligándolo con ETA. El planteamiento pasaba por involucrar a toda costa a los comunistas, así que llegaron a formular la hipótesis de que la pareja que había dejado la bomba en la cafetería éramos Mari Luz y yo.

—¿Mari Luz Fernández era novia o amiga tuya?

—Estudiamos juntos Magisterio y éramos amigos. Cuando me condujeron a la Dirección General de Seguridad, lo primero que me dicen, mientras me toman las huellas, es: «¿Ya te han pegado? ¿Todavía no? Pues prepárate». Y otro funcionario comenta: «A este le van a dar bien. Es el novio de la etarra». Estuve preso en Carabanchel hasta la Nochebuena de ese año y otros seis meses en libertad provisional, hasta que cerraron mi caso, cuando vieron que conmigo no podían alargar más el asunto.

—¿Estuviste con los presos políticos?

—No, me ingresaron en la séptima galería de la prisión, la peor de todas, con los reclusos más peligrosos. Uno de ellos me animó a que hiciera una instancia porque era la primera vez que entraba en la cárcel y me correspondía estar en la cuarta galería. Total, que envié un escrito al director de Carabanchel. Respondió que dada la índole y gravedad de los delitos que me imputaban, tenía que estar donde estaba. Fue muy raro todo; creo que no querían que hablara con el resto de los afectados por el proceso, que sí estaban con los presos políticos. Yo creo que aquel atentado no se investigó adecuadamente y que todos los esfuerzos iban en la dirección de implicar al PCE. Después de 1977 llegó la amnistía y nunca se descubrió a los verdaderos autores. Un crimen gravísimo que todavía está, me parece, sin resolver. No investigaron quiénes lo hicieron realmente, tenían otros intereses.

—Una historia terrible. Pero me llama la atención que, cuando te has referido a ese encarcelamiento en alguna entrada de tus diarios, siempre le quitas dramatismo.

—No me parece elegante dar pena. En aquellos días de prisión pasaron muchas cosas, pero las he ido olvidando o transformando en algo así como una película que no me concierne del todo. Por cierto y a propósito de películas: lo pasé muy mal cuando vi Modelo 77, que en su inicio se parece bastante a la experiencia que viví en Carabanchel. Son asuntos que no quiero recordar. No me dejó ningún trauma, aunque no me gusta contar cómo lo pasé. Aun así, tampoco me puedo negar a hablar de aquello, porque pudiera dar la impresión de que es algo de lo que me avergüenzo y quiero ocultar. 

—¿Sufriste malos tratos en comisaría?

—Estuve detenido en la comisaría de Mieres y después me llevaron esposado, en un coche, hasta Madrid. A medio camino hicieron una parada y los policías dudaban si dejarme puestas o no las esposas. Se deciden a quitarlas, pero me advierten muy serios: «Cuidado con hacer tonterías porque aquí se dispara primero y se pregunta después».

—Una frase de una película del oeste.

—Cuando estaba en Carabanchel, y por eso lo pasé mal al ver Modelo 77, hubo una huelga de hambre y un motín. Vivía aún Franco. Se produjo un plante en el comedor, uno de los cabecillas expuso las reivindicaciones. Los funcionaros nos dijeron que las tendrían en cuenta, que no habría represalias, y subimos a las celdas. Una vez que estábamos todos encerrados, oímos gritar al cabecilla, al que se llevaban para interrogar: «Ayuda, compañeros». Y comenzamos a golpear las puertas, a tratar de derribarlas, a incendiar las mantas y tirarlas por las ventanas. Pero mejor dejamos esta historia. 

—Cuando estaba en prisión por sus actividades contra la dictadura, el poeta comunista Carlos Álvarez elaboraba mentalmente sonetos porque no le dejaban escribir. 

—Yo me sentía como un marciano recién llegado al planeta Tierra, o al revés. Era un mundo extraño. Tuve suerte, después de todo. Y además venía de algo peor. Estuve más de una semana incomunicado en una celda de la Dirección General de Seguridad. La jungla puede resultar incluso divertida si vienes del infierno. Cuando salí por primera vez al patio, en Carabanchel, tras el «periodo», se me acercó un recluso y me dijo: «¿Tú eres el de la calle del Correo? Camina junto a mí que los de ETA quieren conocerte». En la primera galería estaban los etarras, que se habían puesto en huelga de hambre; todos se asomaron a la ventana para verme. En prisión, hay que hacer trabajos: llevar la comida, limpiar los baños… Si pagabas, lo hacía otro por ti, pero yo al principio no sabía eso. Así que voy con el carro de la comida por las celdas en las que estaban los etarras en huelga de hambre, tumbados en sus camastros. Cuando me reconocieron, todos se levantaron a darme la mano. Una experiencia de novela, sí, pero pasemos a otro tema.

—¿Ese injusto paso por prisión cómo marcó tu vida?

—No la marcó, lo superé pronto. Fueron años muy trepidantes. El sobreseimiento de la causa, en lo que a mí respecta, ocurrió en junio de 1975 y al poco, en noviembre, murió Franco, así que empecé a ver mi encarcelamiento como si fuera historia antigua.

—No sé si el joven apolítico que habías sido hasta entonces cambió tras aquella dura experiencia.

—Bueno, aquel apoliticismo me salvó de alguna manera. ¡A saber qué hubieran hecho conmigo de ser militante del PCE! La Guardia Civil fue a Aldeanueva a preguntar por mi vida; indagaron aquí y allá sobre mi persona. Afortunadamente todo el mundo dijo que trabajaba y estudiaba, que no participaba en asambleas o protestas. Pincharon en hueso. Era uno de los pocos universitarios de entonces que no tenía la más mínima actividad política. Trataron de enredar las cosas hasta el final. En el último interrogatorio que sufrí en la Dirección General de Seguridad, creí que me iban a soltar: estaba más que clara mi inocencia. Pero el instructor militar que llevaba el caso me comunicó que él me creía, pero que no podía dejarme en libertad, que me mandaban a Carabanchel: «Su compañera Mari Luz ha dicho que usted intervino con ella en el atentado». Quedé atónito, aterrado, en aquel despacho. Y en esto llaman a ese militar. Recuerdo que me quitaban las gafas para evitar que pudiera autolesionarme. No veía muy bien y creí que me habían dejado solo. No pude más y me puse a llorar. Entonces oí una voz: «No te preocupes, es todo mentira». Se trataba de un soldado de reemplazo que estaba en una esquina tomando las declaraciones. Ni siquiera me había fijado en él. En voz baja, casi susurrando, me dijo: «No te preocupes, todo lo que acaba de decirte es mentira. Estaba yo aquí cuando declaró tu amiga y lloró mucho cuando supo que estabas detenido. Dejó claro que no tenías nada que ver con la política, que solo te dedicabas a la literatura». O sea, en aquel momento ya sabían que yo era del todo inocente pero aun así me mandaban a Carabanchel para seguir con unos enredos que poco tenían que ver con el afán de hacer justicia y mucho con el miedo a que en España ocurriera lo que había ocurrido en Portugal. La única persona humana con la que traté en la Dirección General de Seguridad fue aquel soldado.

—¿Empezaste a interesarte por la política?

—Tras la muerte de Franco hay una gran efervescencia política de la que era difícil sustraerse. En las primeras elecciones democráticas, en 1977, voté al PCE. Y ya en 1982 lo hice por los socialistas. Y desde entonces he seguido fiel al PSOE, aunque solo como votante. Hasta que no pude más. Ahora no sabría a quién votar. 

—¿Fuiste de los que brindó cuando murió Franco?

—Por entonces daba clases aún en Mieres y me llamaron temprano por teléfono para decirme que no fuera, que se habían suspendido las clases. Me alegré doblemente. 

—Al igual que otros intelectuales, con la Transición te haces socialdemócrata…

—Tampoco se puede plantear de esa manera, como si fuera un asunto existencial. Ante unas elecciones veo siempre quienes se presentan y las opciones de gobierno. ¿Cuál creo que es la menos mala? Y así decido mi voto. No di mi apoyo a Suárez ni a Calvo-Sotelo, tampoco a Aznar y a Rajoy, y sí voté a Felipe González, a Zapatero y a Pedro Sánchez.

—A socialdemócratas.

—En las primeras elecciones no, en esa cita voté al PCE. En aquella convocatoria era un partido más moderado que el PSOE. Recuerdo que estuve en un mitin en la plaza de toros de Gijón, uno de los primeros que organizaban los comunistas. La gente lloraba y aún había un cierto temor. Intervino Santiago Carrillo. En la tribuna estaba la bandera constitucional y un sector de los asistentes empezó a abuchear. Carrillo calmó a todo el mundo y dejó claro que e PCE  había hecho suya aquella bandera. Salvo en estos últimos tiempos, he sido siempre bastante moderado. Aunque en estos momentos pueda parecer cosa rara, entre las opciones de izquierda para formar gobierno que se presentaban en aquellas primeras elecciones la que ofrecía el PCE era una de las menos extremas. Era un partido que había evolucionado hacia la democracia.

—¿Por qué nunca has escrito poesía explícitamente política?

—No le veo la eficacia. Nací a la literatura detestando precisamente la poesía que se recitaba cuando era joven, la de Celaya o León Felipe, la que llamaban poesía social. He creído siempre en la autonomía del arte. Lo que me gustaba de Blas de Otero no eran sus poemas políticos, sino los existenciales, los humorísticos, los textos que no eran tan abiertamente militantes.


Todo lo demás: conversaciones
José Luis García Martín
José Luis Argüelles
Impronta, 2023
256 páginas
20 €

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

2 comments on “Aulas, cucañas y prisiones

  1. Agustín Villalba

    “Con Alarcos he aprendido mucho sobre la lengua. Por ejemplo, algo fundamental: la lengua es primero oral y solo después es escritura….”

    ¿Y para saber eso se necesita a Alarcos? Todo el mundo sabe que los niños hablan antes de escribir y los analfabetos hablan sin saber escribir.

  2. Agustín Villalba

    “creo además que, salvo excepciones, un buen poema se puede traducir a otra lengua.”

    Todos los poemas se pueden traducir a otra lengua. Pero todos pierden su música y muchos de ellos se convierten en prosa trivial. Quien ha leído a San Juan de la Cruz o a Lorca traducidos sabe que apenas tienen interés en otras lenguas. Quien ha leído a Keats, Yeats o Eliot en inglés o a Baudelaire, Verlaine o Rimbaud en francés sabe que en español su genio poético es incomprensible.

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