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Socioporosis: sobrevivir a la distopía digital

En el décimo aniversario de la publicación de su influyente 'Sociofobia', César Rendueles escribe sobre tecnopolítica y utopismo digital: «El problema es que las redes sociales [..,] se adaptan mucho mejor al programa neoautoritaio que a un proyecto emancipador».

/ por César Rendueles /

En agosto de 2011, el papa Benedicto XVI visitó Madrid con motivo de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, un encuentro católico que se celebra cada tres años. Varios cientos de miles de jóvenes procedentes de todo el mundo convivieron varios días bajo un sol abrasador. Un amigo médico que trabaja en el servicio de urgencias de un hospital madrileño me contó que esa semana se agotaron las pastillas anticonceptivas poscoitales en toda la ciudad y fue necesario pedir suministros extra a Barcelona. En realidad, era una situación completamente previsible. ¿Qué pensaban los organizadores de la Jornada Mundial de la Juventud que iba a ocurrir si reunían a una muchedumbre de adolescentes ociosos, ligeros de ropa y reticentes al uso de preservativos?

Desde el punto de vista de 2023, los proyectos ciberutópicos de principios de siglo suenan tan insensatos como la esperanza de que miles de jóvenes al borde de una sobredosis hormonal se comporten como monjes zen. Hoy vemos Internet, las redes sociales y todo el ecosistema digital con un profundo desencanto. Nos parece poco menos que una distopía nihilista de ira, vacuidad, resentimiento, agresividad, y falsedad. Pero, ¿qué pensábamos exactamente que iba a pasar al poner en contacto en un espacio digital anónimo a individuos sin un proyecto de vida en común ni herramientas deliberativas y entregábamos el control de sus interacciones a algoritmos diseñados para pelear por su atención y monetarizarla?


Hace diez años publiqué un libro titulado Sociofobia: el cambio político en la era de la utopía digital. En aquel momento, Syriza hacía temblar a la Europa financiera con la posibilidad de un proyecto de democratización económica a escala continental, las calles de España continuaban llenas de manifestantes, el mundo entero seguía al minuto lo que ocurría en las plazas de Túnez, Egipto y Siria e incluso desde Wall Street se oían los gritos de protesta de los activistas anticapitalistas. Probablemente los historiadores del futuro se preguntarán por qué en un contexto político tan turbulento, que hizo saltar por los aires una hegemonía neoliberal sedimentada durante tres décadas, se discutía tanto sobre computadoras, redes digitales y software.

Es difícil hacerse una idea hoy de la centralidad discursiva que tenían entonces los debates tecnológicos entre la izquierda política. Los movimientos sociales antagonistas querían ver en la cultura libre una vía de colaboración no mercantil innovadora y más sexy que el cooperativismo tradicional. Echando la vista atrás resulta un poco sonrojante, pero no era raro que se idealizara la figura del hacker como una especie de aggiornamento del revolucionario profesional leninista. La razón es que el tecnoutopismo ofrecía a la izquierda radical una salida a un dilema desgarrador. Por un lado, la apuesta central de los proyectos emancipadores siempre ha sido la libertad: universalizar la oportunidad de desarrollar los mejores talentos de cada uno, una posibilidad que en el capitalismo monopolizan las clases altas. Pero, por otro lado, un proyecto colectivo como ese solo puede ponerse en marcha en un entorno de solidaridades compartidas que garantice su carácter igualitario. Máxima libertad individual pero en el contexto de comunidades sólidas, valores pluralistas y exaltación de la diferencia en sociedades muy cohesionadas… Parecía un puzle imposible de encajar cuando, de pronto, Internet se nos presentó fugazmente como una puerta trasera oculta en el laberinto capitalista.

Hoy parece evidente que la apuesta por la digitalización era un callejón político sin salida pero la verdad es que resultaba difícil resistirse a la tentación de un deus ex machina tecnológico que resolviera nuestras antinomias políticas. Y, de hecho, la izquierda tecnoutópica también tenía su versión socialdemócrata y conciliadora. En un acto electoral de 2009, con la Gran Recesión ya arreciando, el entonces presidente español José Luis Rodríguez Zapatero aseguró que lo que necesitaba nuestro país eran «menos ladrillos y más ordenadores». Hoy, con millones de personas atrapadas en el timo piramidal de la criptoburbuja, cuesta entender que sea una sustitución tan evidentemente ventajosa de la dictadura inmobiliaria que padece España desde hace décadas.

Sería injusto achacar a las fuerzas progresistas alguna clase de ingenuidad tecnológica endémica de ese entorno ideológico. El tecnoutopismo formaba parte de las inercias heredadas de la época salvaje de la globalización neoliberal. Y la alternativa tampoco resultaba muy apetecible: un puñado de intelectuales europeos melancólicos, si se me permite el pleonasmo, que creían que el destino de la civilización estaba inextricablemente ligado a sus polvorientas Olivetti. La realidad es que el capitalismo desregulado postkeynesiano estableció desde el minuto cero una profunda afinidad con el modelo hegemónico de comunicación digital. La contrarrevolución neoliberal y el proyecto de un sistema digital de comunicaciones desinstitucionalizado, privado y mercantilizable se retroalimentaron mutuamente. Las tecnologías emergentes ayudaron a justificar el desmantelamiento de los sistemas de control financiero de la postguerra y, en general, los neoliberales consideraron que la construcción de una red de comunicación global era una base material importante para su proyecto político. Pero, además, entendieron que la tecnología digital proporcionaba algo de lo que el capitalismo había carecido hasta entonces: un modelo de sociedad y una cultura propia, una proyección cordial y no monetarizada de los mercados globales sobre los vínculos sociales cotidianos.


En la época de la utopía digital, la tecnología de la comunicación se percibía como un campo de batalla político que, si bien no estaba exento de aspectos negativos —el control corporativo, la vigilancia del estado…—, era también un vector crucial de procesos de democratización incrementados. La hipótesis tecnopolítica proponía la posibilidad de una experiencia política aumentada —por analogía con la noción de realidad aumentada— o, al menos, una alternativa vigorizante al proceso de desafección política característico de las sociedades de masas ultraconsumistas.

El digital turn no se limitaría a enriquecer el bagaje político precedente sino que induciría un cambio sustancial en las condiciones de posibilidad y las formas de legitimación de la intervención política democrática. Existiría, desde esta perspectiva, una copertenencia entre nuevas dinámicas de representación, participación y deliberación democrática en las sociedades contemporáneas y la arquitectura distribuida y colaborativa de Internet y los social media. La razón de fondo era la tesis de que se estaba produciendo una cesura histórica profunda asociada a la tecnología de la comunicación que afectaba a nuestras relaciones sociales, a la estructura económica, a las manifestaciones culturales y, finalmente, a nuestra propia autocomprensión política y antropológica.

Esa fractura histórica se expresaría, en primer lugar, a través de la hipótesis de una discontinuidad generacional. Es verdad que la noción de nativos digitales, propuesta a principios de siglo por Mark Prensky, fue rápidamente refutada por una amplia serie de investigaciones empíricas. Como señaló con ironía Siva Vaidhyanathan, si nuestros hijos de cuatro años manejan con tanta soltura los smartphones no es porque tengan habilidades fáusticas desconocidas en el pasado sino porque son dispositivos diseñados para ser utilizados por niños de cuatro años. No obstante, a pesar de su debilidad empírica, la teoría de Prensky logró captar muy bien el Zeitgeist digital. En el fondo, era una traducción en términos cotidianos e intuitivos —la relación entre padres e hijos— de la idea de que las tecnologías de la comunicación están induciendo un cambio de época, una ruptura histórica profunda y duradera.

Por eso la idea de la discontinuidad tecnológica generacional tenía una relación íntima con la hipótesis de una transformación digital de las bases geopolíticas de la modernidad. Desde este punto de vista, el digital turn estaba produciendo la desconexión con sus entornos locales inmediatos de una gran cantidad de personas que, en cambio, estaban asumiendo una nueva identidad global en la que la distancia geográfica o las tradiciones vernáculas carecían de peso, todo ello en el contexto del declive del Estado-nación como actor significativo y generador de hegemonía política. Por ejemplo, en un texto de 1992 considerado fundacional, Michael Hauben escribía:

«Bienvenido al siglo XXI. Eres un netizen (un ciudadano de la red) y existes como un ciudadano del mundo gracias a la conectividad global que la Red hace posible. Consideras a cualquiera como tu compatriota. Vives físicamente en un país, pero estás en contacto con todo el mundo a través de la red global digital. Virtualmente, vives en la puerta de al lado de cualquier netizen del mundo. La separación geográfica es sustituida por la existencia en el mismo espacio virtual».

Como en el caso de la noción de nativo digital, las críticas a la idea de aldea digital han sido abundantes. Los teóricos de la identidad global han sido acusados, con razón, de subestimar los efectos de la implementación específica de la tecnología digital en distintas condiciones políticas, culturales o económicas. Aunque tengamos acceso a través de dispositivos similares a contenidos procedentes de todo el mundo, Internet sigue siendo muy local en sus usos y se adapta a las realidades de cada territorio. Desde esta perspectiva crítica, las ilusiones ciberfetichistas habrían alentado un cosmopolitismo banal que apenas guarda relación con el espacio digital real, que más bien reproduce y amplifica los conflictos analógicos vernáculos.

Pero, de nuevo, aunque la noción de ciudadanía digital global tenía escaso respaldo empírico, era una reformulación imaginaria de transformaciones reales. La ideología de la identidad global ha sido profundamente congruente con el proceso de desregulación económica que se produjo en todo el mundo desde la desaparición del bloque soviético. El neoliberalismo ha tenido expresiones locales muy distintas —en Chile, en Inglaterra, en España o en Turquía— que se solapa, no sin conflictos, con un proyecto global de reducción de la soberanía popular de los Estados-nación. De hecho, las nociones básicas del discurso en torno a la ciudadanía global no surgieron en el contexto de la teoría de la comunicación, sino del management. Constituye, al menos en parte, un reciclaje de conceptos elaborados para describir las transformaciones organizativas que, en opinión de los expertos neoliberales en recursos humanos, debían afrontar las empresas en un entorno desterritorializado de creciente competencia económica.

La hipótesis tecnopolítica, al fin y al cabo, siempre ha sido una herramienta de sobrecompensación para mitigar nuestros traumas sociales colectivos. A lo largo de las últimas décadas, las tecnologías digitales han prometido la repolitización emancipadora de democracias de audiencias crecientemente desinteresadas por la gestión deliberativa de los asuntos públicos, formas de subjetividad fluida y múltiple —y, así, aumentada— en sociedades que padecen una oleada devastadora de malestares psicológicos paralizantes, nuevas estrategias de vínculo social en red en una época de vertiginosa fragilización comunitaria. Por encima de todo, el vértigo de la precariedad vital asociado a la financiarización y la flexibilidad laboral neoliberales quedó contenido no solo por las promesas de crecimiento económico y las expectativas postmaterialistas de ampliación de la subjetividad expresiva sino, cada vez más, por el avance de las tecnologías digitales. La globalización era un mundo nuevo lleno de peligros materiales, sí, pero también de oportunidades emocionantes de desarrollo y reinvención individual y conectividad global gracias al desarrollo tecnológico.


Hoy estamos viviendo el doble siniestro de aquella utopía digital. Cuando el proyecto neoliberal comenzó a implosionar arrastró consigo, en primer lugar, la fantasía de una precariedad de rostro humano. Las falsas promesas de una ruptura positiva de las cadenas fordistas que aumentaría exponencialmente las posibilidades de autorrealización personal a través de la búsqueda creativa de estilos de vida excitantes se fueron al traste a toda velocidad. Al menos durante algunos años, las tecnologías digitales se convirtieron en el último bote salvavidas de un régimen social en descomposición, acumulando altísimas expectativas de protección y reconciliación. Esa fue la razón de que la tecnología digital llegara a ser imaginada por todo el espectro político, no sólo la izquierda, como la solución a la Gran Recesión, los problemas laborales, la crisis ecológica, los dilemas educativos, los retos culturales, la intolerancia, el autoritarismo y todo lo demás. Literalmente resulta complicado pensar en un solo ámbito de la vida colectiva o personal en el que alguien no haya considerado que unos cuantos gadgets de aspecto futurista y una conexión de banda ancha iban a impulsar un salto cualitativo positivo.

Desde entonces, la apuesta por el solucionismo tecnológico se ha ido primero deshilachando para luego invertirse y dar pie a un estado de ánimo tecnopolítico crecientemente fúnebre e incluso distópico. Nadie duda de la centralidad de las empresas tecnológicas en el capitalismo global, pero esa posición de privilegio no parece estar dulcificando el proyecto neoliberal ni ofreciendo una alternativa a su degradación. Más bien al contrario, tiende a exacerbar las prácticas de precarización laboral, concentración monopolista y financiarización. La sociedad red, la gran esperanza de democratización e igualdad durante las décadas pasadas, se ha revelado finalmente como el medioambiente idóneo para que prosperen algunos de los mayores oligopolios de la historia, megacorporaciones digitales que ningún gobierno está en condiciones de controlar. De igual modo, cada vez está más generalizada la imagen de las redes sociales no como un terreno promisorio de inteligencia incrementada y participación sino como una selva de agresividad, extremismo neonazi, vigilancia panóptica y fake news.

En nuestros parlamentos y medios de comunicación, las figuras políticas fuertes y neoconservadoras se legitiman como una alternativa al fracaso de la sociabilidad cosmopolita en un mundo percibido como conflictivo y amenazante. Las renuncias en términos de libertad o tolerancia son el precio a pagar a cambio de la promesa de protección frente a un cúmulo indeterminado pero aterrador de peligros globales. Las tecnologías postutópicas —los social media dominantes, la IA y el Big Data corporativos— son la versión digital de ese autoritarismo postneoliberal. La plataforma o la IA nos exige, como la derecha radical, renuncias a nuestros derechos civiles y laborales, al control de nuestra privacidad o a la soberanía democrática. Nos ofrece, a cambio, una contención de los riesgos que ellas mismas generan: una especie de protección mafiosa en un mundo de incertidumbres aterradoras. Una promesa, con toda certeza, tan falsa como la de los políticos de extrema derecha que apelan al narcisismo herido de sus votantes, pero depurada de atavismos y adherencias neofascistas mediante el lenguaje del ciberfetichismo.

La crisis del covid-19 aceleró está relación de subordinación resignada con los sistemas de comunicación digitales postutópicos. En apenas unas semanas, se exigió a las administraciones públicas y a toda clase de empresas que desarrollaran buena parte de sus actividades en la red. Facebook, Instagram y Whatsapp (todas dependientes de la misma compañía) reemplazaron muchos de los espacios de socialización tradicionales. Netflix y Spotify sustituyeron a nuestras salas de cine y de conciertos. Las oficinas y reuniones se distribuyeron por cientos de miles de hogares conectados por una tupida red de apps privadas. Fue un experimento social oscuro y ambiguo que, en cierto sentido, mostró las limitaciones del proyecto de digitalización generalizada. Hace falta algo tan brutal y violento como una pandemia para que se hagan realidad las fantasías internetcentristas y se produzca una colonización tecnológica profunda de nuestra vida cotidiana.

A menudo, las versiones digitales de la educación o de distintas expresiones artísticas, por no hablar de las relaciones familiares, se mostraron como simulacros pobres, a años luz de las promesas de realidad virtual aumentada. En cualquier caso, la pandemia nos enseñó con una lente de aumento y de forma generalizada la realidad tecnológica en la que ya vivíamos: descubrimos que para continuar con nuestra vida social y nuestra actividad profesional, para acceder al ocio, a la cultura o a la educación, era imprescindible aceptar las condiciones impuestas por grandes corporaciones tecnológicas. El núcleo de la sociedad digital realmente existente se nos mostró sin tapujos: un entramado monopolista que permite a inmensas empresas privadas controlar infraestructuras fundamentales tanto de la actividad productiva como de nuestra vida en común y que nos ofrecen a cambio una sucesión interminable de tenebrosas videoconferencias y relaciones tóxicas en las redes sociales.


Tal vez lo más llamativo es lo poco sorprendente que ha sido este proceso de transformación de la utopía en distopía tecnológica. Lo familiar y coherente que nos ha resultado esta situación de indefensión colectiva y dependencia digital extrema. La razón, al menos en parte, es la casi completa desaparición del movimiento de cultura libre, que ha naturalizado nuestra percepción de la tecnología como una demoniaca caja negra económica y política. Comparado con los impenetrables dispositivos actuales —las tablets y los smartphones— o las plataformas y redes sociales —de Amazon a TikTok pasando por YouTube—, Microsoft o los DRM de principios de siglo parecen casi expresiones amables de un capitalismo corporativo de rostro humano. El movimiento pendular desde el tecnoutopismo eufórico al catastrofismo digital hobbesiano se llevó por delante el copyleft, la colaboración digital, el antagonismo mediático, la guerrilla de la comunicación…

Por supuesto, sigue habiendo muchísimas personas en todo el mundo que colaboran en las redes, que liberan su trabajo, organizan hacklabs y luchan contra los cercamientos digitales, pero, lamentablemente, su presencia programática en el espacio público es anecdótica. No es exactamente una victoria de las fuerzas que buscaban la privatización de los comunes digitales sino algo peor. Una derrota, al menos, es comprensible; puede ser dolorosa pero tiene sentido. Más bien es como si hubiéramos aceptado la necesidad de una planificación centralizada como alternativa a los fallos del mercado y, a continuación, hubiéramos encargado a BlackRock esa tarea.

La agonía de la cultura libre no se muestra solo en el declive de las iniciativas colectivas más articuladas y políticamente ambiciosas. Se han desmoronado incluso la formas básicas y desideologizadas de colaboración digital, como los repositorios culturales colaborativos. A día de hoy, cada vez es más complicado encontrar en el P2P una enorme cantidad de libros, películas, discos, imágenes o subtítulos de películas, algunos auténticos clásicos, que antes eran accesibles. En realidad, cada vez es más difícil encontrar usuarios de Internet que sepan usar un gestor de torrents o incluso lo que significa peer-to-peer. La biblioteca de Alejandría digital ya ha ardido y a nadie le ha importado.

La sustitución de los repositorios libres por plataformas privadas no es una anécdota. Tiene efectos espeluznantes sobre la conservación cultural y es un ejemplo paradigmático de las limitaciones de la cultura libre desinstitucionalizada. Cuando comenzó el proceso de digitalización de las publicaciones científicas y, poco a poco, las revistas fueron dejando de publicar versiones impresas, algunos bibliotecarios alertaron de que la ganancia en accesibilidad suponía un riesgo para la preservación documental. Los ejemplares en papel se repartían por muchas bibliotecas alejadas geográficamente, por lo que era poco probable que todos acabaran destruidos accidental o deliberadamente. El préstamo interbibliotecario de publicaciones impresas es una forma de compartir el conocimiento lenta y engorrosa pero robusta. La digitalización permite el acceso desde cualquier lugar del mundo pero si una revista digital cierra su dominio todos sus contenidos pueden llegar a desaparecer. El origen de esta fragilidad no es material sino institucional: las publicaciones digitales no cuentan con el respaldo de una red de seguridad equivalente al sistema de bibliotecas públicas cuya misión es conservar el conocimiento. En realidad, esto no es del todo exacto en el caso de las publicaciones científicas, pues muchas dependen de universidades y centros de investigación públicos que les proporcionan protección y estabilidad. Más allá del zoológico científico, en la jungla de Internet esa labor fue abandonada a las redes colaborativas informales peer-to-peer.

Lo paradójico es que los orígenes de Internet están muy vinculados a la institucionalidad pública. No sólo por las enormes inversiones en ciencia básica que sentaron las bases de la tecnología digital actual. El propio modelo de una red descentralizada fue promovido por organizaciones públicas heterogéneas con misiones y formas de gobernanza muy diferentes que, por eso, apostaron por un sistema de comunicación digital centrípeto. Las grandes empresas de telefonía, en cambio, rechazaron durante mucho tiempo esa opción y apostaron por redes de comunicación centralizadas, como el Minitel francés. La historia política de Internet es una crónica de cómo ese modelo distribuido impulsado inicialmente desde organizaciones públicas a espaldas de los grandes monopolios comunicativos se fue transformando paulatinamente en un ecosistema radicalmente privatizado, adecuado para que prosperen algunos de los mayores monopolios de la historia del capitalismo y, al mismo tiempo, una vivencia individual digital fragmentada y episódica.

El problema de la desinstitucionalización digital se agrava exponencialmente en otros ámbitos —mucho más conflictivos y complejos que la biblioteconomía— como el trabajo, las finanzas, la vivienda, el transporte, la innovación científica y, por supuesto, la comunicación política. En su momento, ni siquiera llegamos a plantearnos este problema porque el activismo digital reprodujo y amplificó una ilusión catastrófica muy habitual entre la izquierda política que consiste en interpretar las derrotas como oportunidades. Nos engañamos releyendo la destrucción del sindicalismo como una liberación del lastre de un obrerismo nostálgico, la degradación de los partidos políticos como una liberación de la jaula de hierro de las organizaciones burocráticas y, finalmente, la desintegración de las instituciones de mediación cultural (periódicos, editoriales, discográficas, bibliotecas) como una democratización del acceso a la cultura gracias a la generalización de un modelo digital descentralizado y basado en el trabajo voluntario.

A partir de 2013, cuando en España algunas organizaciones políticas novedosas intentaron transformar la indignación popular del 15M en una fuerza electoral ganadora, tuvimos ocasión de comprobar los efectos nihilistas de la desinstitucionalización digital. En ausencia de una organización articulada con normas claras, los debates online en foros públicos o grupos de Telegram generaron una burbuja comunicativa descomunal basada en la esperanza de que la inmediatez y el carácter masivo de la discusión sustituyeran con ventaja las normas deliberativas tradicionales.

El resultado fue catastrófico: una especie de performance democrática disfuncional. La mejor prueba es la hipertrofia de votaciones digitales abiertas que se produjo. Tras un sencillo trámite online y sin ningún debate previo, miles de individuos anónimos podían participar en votaciones que decidían las listas y los programas electorales o la composición de las direcciones de los partidos, pero también temas tan bizarros como la pertinencia de que el líder de Podemos trasladara su residencia a un chalé en las afueras de Madrid. Creo que puedo contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que en las organizaciones políticas en las que he participado a lo largo de mi vida ha sido necesario recurrir a la votación para resolver un debate. La votación siempre se consideraba un fracaso de la deliberación, pues implica la imposición de las mayorías sobre las minorías. Las plataformas políticas digitales, en cambio, estaban en estado de votación permanente precisamente porque no había organización. Las votaciones eran espejismos democráticos que impulsaban dinámicas plebiscitarias en las que sistemáticamente se imponía la opinión de los líderes con mayor presencia en los medios de comunicación y en las redes sociales.

La izquierda siempre ha tenido una gran fe tanto en la organización como en la formación de sus bases. En el nuevo entorno político digital sacrificamos ambas. Podíamos sustituir la organicidad tradicional de partidos y sindicatos por chats en Telegram. Podíamos suplir la falta de experiencia y de argumentarios complejos con habilidades tecnológicas pragmáticas. Creímos que —por motivos generacionales o vocacionales— teníamos un acceso privilegiado a los medios digitales, inalcanzable para nuestros oponentes políticos, viejos dinosaurios analógicos. Desde la perspectiva de 2023 parece una ingenuidad tan tierna como culpable. En 2015 una campaña combinada de bulos virales en Internet y portadas de periódicos tradicionales tardó menos de una semana en provocar una profundísima crisis en el gobierno municipal de Manuela Carmena.

La cuestión no es solo que la derecha y, sobre todo, la extrema derecha, haya ejercido un monopolio implacable —con algunas excepciones muy importantes, como la oleada feminista de 2017— sobre la capacidad de las redes para marcar la agenda política. El problema es que las redes sociales realmente existentes se adaptan mucho mejor al programa neoautoritaio que a un proyecto emancipador. Cuanto más disparatada sea la campaña, cuanto menos dependa de la construcción de lazos políticos sólidos, mejor es la relación entre el esfuerzo invertido y los resultados. Dedicando una hora al día a Twitter puedes convencer a millones de personas de que la tierra es plana y de que Hillary Clinton participa en una red de pedofilia satánica en una pizzería de Washington. Hacen falta vidas enteras de huelgas, asambleas para convencer a la gente de que el jefe que les explota es un explotador.


La catástrofe tecnopolítica de nuestro tiempo, en suma, nos resulta tan familiar porque es el Doppelgänger del ciberfetichismo utópico. Durante la primera década del siglo XXI, el problema tecnopolítico por antonomasia era cómo aprovechar la potencia emancipadora del tipo de identidades débiles y fluidas que parecían consustanciales a Internet. El neoautoritarismo contemporáneo ha cambiado las reglas del juego. Nos ha mostrado que Internet es perfectamente compatible con identidades políticas excesivamente fuertes, capaces de proliferar, como organismos extremófilos, en entornos sociales frágiles. Este narcisismo digital ha crecido en el caldo primigenio de la derecha radical pero rápidamente se ha expandido a los ecosistemas políticos progresistas. En cualquiera de sus versiones (neoestalinista, transfoba, conspiranoica, ecocolapsista…), el trumpismo de izquierdas es un virus político muy agresivo que se caracteriza por un marcado sentido de agravio, una búsqueda casi patológica de liderazgos fuertes y una participación política intensa pero muy individualizada en la que, necesariamente, las redes digitales desempeñan un papel fundamental.

Es muy tentador tratar la tecnopolítica digital como si fuera un espejismo de época destinado al olvido, una más de las innumerables quimeras tecnológicas de la modernidad. De hecho, tenemos que agradecer a la distopía digital contemporánea que haya terminado de un plumazo con la concepción angélica del ecosistema tecnológico como un espacio posmaterial, prácticamente espiritual. La grosería machista de los criptobros ha mostrado sin tapujos la realidad que el ciberfetichismo más urbanizado siempre ha intentado ocultar: nuestros smartphones echan humo, nuestros vídeos de gatitos impulsan la defaunización. El pavoroso consumo energético del minado de bitcoins es la punta del iceberg del impacto medioambiental del digital turn: extractivismo minero con un enorme impacto ambiental, una huella de carbono superior a la del transporte aéreo, penosas tasas de reciclaje… La utopía digital no va a tener lugar, antes de nada, por motivos estrictamente materiales: harían falta varios mundos como el nuestro para universalizar el consumo tecnológico actual de Occidente, no digamos para ampliarlo a la escala que soñó el ciberfetichismo.

Paradójicamente, los mismos motivos que bloquean la posibilidad material de la utopía digital hacen que sea más importante que nunca un proyecto tecnopolítico poderoso y realista. Estamos atrapados en una contradicción performativa. Los usos actuales de la tecnología digital no solo no van a solucionar la crisis ecosocial sino que la agravan. Al mismo tiempo, para evitar la catástrofe medioambiental necesitamos desesperadamente un uso intensivo pero radicalmente diferente de la tecnología. La auténtica tragedia tecnopolítica es el desperdicio, lo sistemáticamente que infrautilizamos nuestras redes y dispositivos hasta el punto de que ni siquiera somos capaces de desarrollar sus usos políticos alternativos más poderosos. El equivalente de mover un vehículo diésel de más de una tonelada para llevar a una persona de 80 kilos a comprar una cajetilla de tabaco es usar un procesador miles de veces más potente que los del Apolo 11 para compartir memes sin gracia.

Necesitaremos tecnología para racionar, planificar, supervisar y, en general, organizar nuestra transición a sociedades postopulentas y ecológicamente viables. Una tecnología —o, más exactamente, unos usos sociales de la tecnología— que hoy ni siquiera somos capaces de imaginar. Para ello tenemos que refundar la cultura libre desde presupuestos al mismo tiempo más modestos y más ambiciosos. Más modestos porque la tecnología digital no es una fuerza exógena que va a cambiar nuestras sociedades de arriba abajo, como soñó el ciberfetichismo. Más ambiciosos, porque el futuro de la cultura libre está ligado a su capacidad para participar en un movimiento histórico de transformación política emancipadora y postcrecentista. Y sin duda en ese camino compartido saldrán a la luz posibilidades tecnopolíticas que hoy ni siquiera alcanzamos a vislumbrar.

Artículo originalmente publicado en Espejismos digitales el 22 de septiembre de 2023.


César Rendueles nació en Girona en 1975, creció en Gijón y vive en Madrid. Profesor de sociología en la Universidad Complutense, investigador y traductor, ha dirigido proyectos culturales en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Ha publicado los ensayos Sociofobia (2013), Capitalismo canalla (2015) y Contra la igualdad de oportunidades (2020).

1 comment on “Socioporosis: sobrevivir a la distopía digital

  1. José Manuel Ferrández Verdú

    De verdad piensa usted que la Iglesia esperaba que los jóvenes se comportaran como monjes?

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