La verdad del cuentista

Noticias de otros mundos

Un artículo de Antonio Monterrubio sobre el tiempo orwelliano que os es dado vivir.

/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /

—Es el mundo que ha sido puesto ante tus ojos para ocultarte la verdad. —¿Qué verdad? —Que eres un esclavo, Neo, igual que los demás, naciste en cautiverio, naciste en una prisión que no puedes ni saborear, ni oler, ni tocar. Una prisión para tu mente». Este diálogo procede de la película Matrix (1999) de los hermanos/as Wachowski. Un empleado de una empresa de software, que en sus ratos libres se dedica al pirateo informático con el seudónimo de Neo, es instruido por Morfeo acerca del siniestro lugar que habitan. Él llevaba tiempo intuyendo que las cosas no eran lo que aparentaban. Recelaba de lo que se le presentaba como única realidad posible. En ese momento se sitúa una escena trascendental. Su mentor le da a elegir entre dos pastillas, una azul y otra roja. La primera permite quedarse dentro del universo de Matrix, la segunda salir de él y tener acceso a otra realidad —la genuina—. Naturalmente escoge la de color rojo, ya que para eso es el héroe.

Y buena falta le hará el heroísmo, pues la verdad del mundo de fuera difícilmente podría ser más horrible. Los humanos han sido reducidos a entes vegetativos con una existencia virtual vicaria, en tanto que el sistema-máquina que lo controla todo los tiene esclavizados y sometidos a sus intereses, de los cuales el fundamental es «perseverar en su ser» (Spinoza). No es de extrañar que Neo esté a punto de perder el sentido cuando Morfeo le da la bienvenida al desierto de lo real. A ningún espectador advertido se le escapará que Matrix puede tomarse como metáfora del Sistema vigente, y de cómo extrae la energía de los individuos para continuar propagándose y desarrollándose. Utilizados por una lógica de la dominación siempre ávida de más, viven una ensoñación que les nubla la visión y les impide apreciar su carácter vampírico.

En muchas narraciones de ciencia ficción, de utopías y distopías, aparecen personajes difusamente conscientes de que no encajan en un universo en el que la mayoría de sus moradores están tan a gusto, perfectamente integrados. No se sienten conformes en él, lo ven impostado, artificial y, en último término, siniestro. Su motivación principal, la que los mueve, es la exigencia de más vida. «Formar parte de la minoría, aunque fuese una minoría de uno solo, no te convertía en loco. Había la verdad y la mentira y aferrarse a la verdad, aunque fuese en contra del mundo entero, no era sinónimo de estar loco… Se quedó dormido murmurando «la cordura no es estadística», convencido de que la frase contenía una profunda sabiduría» (Orwell: 1984). Son reflexiones de Winston Smith al final de su última tarde de amor con Julia, en los instantes previos a ser detenidos por la Policía del Pensamiento, acusados de crimental. Porque la rebeldía conlleva consecuencias que van desde serias amenazas para la integridad física hasta el simple, pero muy duro ostracismo social.

Mantenerse alerta puede ser tarea ardua. De ahí que tantos opten por el letargo, la hibernación, el sueño si no de los justos, sí de los plácidamente indolentes. Cuando Antígona le propone dar sepultura a su hermano, a pesar de la prohibición que Creonte ha decretado, Ismene replica: «Por eso yo, al tiempo que pido al muerto […] que se dé cuenta de que no tengo más remedio que hacer lo que hago, me someteré a los dictados de quienes están instalados en la cúspide del poder, pues el meterse en problemas superiores a las posibilidades de uno no tiene sentido alguno» (Sófocles: Antígona). Frente a la firmeza de Antígona en la defensa de sus convicciones, de lo que considera necesario, Ismene encarna el rechazo al compromiso, a cualquier indicio de rebelión. Muchos universitarios de los años sesenta y setenta recordarán las invectivas de familiares y allegados «tú no te metas», «no te signifiques» y el definitivo «que lo hagan otros».

Obras como Matrix, Blade runner, Brave new world, The Handmaid’s Tale o 1984, por citar algunas, iluminan nuestro presente y, por desgracia, nuestro futuro y el de nuestros descendientes. El mundo real se ha convertido en un conglomerado de imágenes que retienen a la mayoría en su narcótico sueño de felicidad permanente y segura. Al espectador hipnotizado se le ofrece como verdadera una sucesión de simulacros, unos fuegos artificiales sin fin. Se ha construido una civilización cimentada sobre la negación de la vida y de lo humano. En un profundo pozo, los cautivos no piensan en llegar hasta la luz que brilla por encima de su prisión, sino en seguir hundiéndose. En lugar de beber —o al mismo tiempo—, cavan más y mejor para olvidar que están en el fondo. Curiosa táctica. Si esto recuerda el mito platónico de la caverna, es por muy buenas razones. Somos de la estirpe de los prisioneros. Vemos las sombras que otros quieren mostrarnos. «Toda realidad individual se ha hecho social, directamente dependiente del poder social y elaborada por él. Solo se le permite aparecer en la medida en que «no es»» (Debord: La sociedad del espectáculo).

El espejismo de tolerancia del Sistema se esfuma si se ve mínimamente amenazado. A pesar de su cuasi omnipotencia, es extremadamente asustadizo. Mientras los grupos que puedan cuestionarlo sean hiperminoritarios y políticamente irrelevantes, va a admitirlos, hasta a celebrarlos como a hijos traviesillos aunque, al fin y al cabo, inofensivos. Pero en cuanto ese inconformismo supera una masa crítica social o empieza a evidenciarse con relativa frecuencia a la luz del día, se desata sobre él la furia del Averno, las divisiones blindadas de la manipulación mental y del control social. Se pone en marcha un poderosísimo sistema inmunitario.

Cuando uno presencia, en tantos y tantos programas de radio y televisión, la enconada hostilidad hacia las izquierdas, no puede por menos de pensar en los Dos Minutos de Odio diarios de 1984 de Orwell. Esa ceremonia escenifica un aquelarre de la venganza, la inquina y la aversión a toda disidencia, encarnada en el malvado Bronstein. «Antes de que hubieran transcurrido treinta segundos de Odio, la mitad de los presentes […] estallaron en incontrolables exclamaciones de rabia […] En el segundo minuto el Odio se convirtió en frenesí. La gente daba saltos en los asientos y chillaba a voz en grito […] La mujer rubia se había puesto de color rosa y abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua […]. La joven del cabello oscuro […] había empezado a gritar: «¡Cerdo, cerdo, cerdo!», y de pronto cogió un grueso diccionario de neolengua y lo lanzó contra la pantalla».

Este testimonio trae a la mente recurrentes tertulias o programas informativos donde se destila veneno mental destinado a alimentar el resentimiento de hordas de energúmenos. Estos se muestran en todo semejantes a los probos funcionarios del Ministerio de la Verdad retratados por Orwell, si bien en nuestros televisores el Odio dura bastante más de dos minutos. En este país, además, la Semana del Odio que se cita nada más comenzar la novela se hipertrofia, sobre todo llegados los periodos electorales. Entonces se extiende a meses de odio matutino, vespertino y nocturno, tan cansino que debería acabar aburriendo a las ovejas. Esos muñidores de mentiras y calumnias, heraldos del odio más insano, baratas versiones locales de Radio Mil colinas, son dignos del menester al que aluden los versos finales del poema Los cobardes. «Sustituid a la escoba/ y barred con vuestras nalgas/ la mierda que vais dejando/ donde colocáis la planta» (Miguel Hernández: Viento del pueblo). La inseguridad —o la seguridad— del Tinglado es de tal calibre que no solo se aplican esas tácticas, o más bien esa estrategia, a grupos que exigen una transformación real de la sociedad. El propio PSOE soporta campañas de acoso intensas y prolongadas. Fuera de la Norma, todo es llanto y crujir de dientes.

La manipulación ha alcanzado tal grado de sofisticación y eficacia que ha disminuido enormemente la necesidad del orwelliano Ministerio del Amor, aunque si viene al caso, no tienen inconveniente en reactivarlo a la máxima potencia. Les basta con el Ministerio de la Verdad para inducir en individuos y colectividades un coma emocional y moral. Se trata de evitar que salgan del estado vegetativo, se emancipen, den prioridad a la vida y a la conciencia frente a las actividades rentables y funcionales. «El Ministerio de la Verdad —el Miniver, en neolengua— era inquietantemente distinto de los demás edificios. Era una gigantesca estructura piramidal de reluciente cemento blanco que se alzaba, una terraza tras otra, a más de trescientos metros de altura… labrados con elegante caligrafía en la fachada blanca, los tres eslóganes del Partido: LA GUERRA ES LA PAZ / LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD / LA IGNORANCIA ES LA FUERZA». El trabajo de los funcionarios del Miniver consiste en reescribir continuamente la Historia, adaptándola a los condicionantes políticos y sociales del día. Su cometido principal es no solamente amañar el pasado, alterarlo, en suma borrar lo que fue y transformarlo en otra cosa, sino negar la memoria. Son pagados para embarrar la verdad y envolver en oropel la mentira, a fin de hacer que los ciudadanos se nieguen a creer a sus propios ojos, y sucumban al canto de las sirenas al servicio del discurso dominante. ¿Es solo una obra literaria, o la mera crítica de un totalitarismo concreto? Mucho nos tememos que por doquier, estamos en 1984.

Sin abandonar el organigrama ministerial orwelliano, conviene detenerse en lo muy similares que son su Ministerio de la Abundancia y los de Economía, Hacienda, Industria o Empleo de los países del Primer mundo. Una propaganda triunfalista pretende ahogar los chirridos de las bisagras del entramado socioeconómico, barriendo bajo la alfombra las estrecheces que asolan a buena parte de la población. Incapaces de ir más allá de la apariencia, el artificio, el espectáculo, obedecemos a sombras y simulacros por temor a represalias, al daño que puede acarrearnos el buscar otros caminos, y también por miedo a descubrir lo que anida dentro de nosotros. Numerosos obstáculos, contradicciones e infortunios a lo largo de la vida tienen su origen en nuestras capitulaciones. La disyuntiva es entre supervivencia y vida. La primera opción implica someterse a las exigencias y seducciones del Poder, la segunda intentar denunciarlas y evadirse de ellas.

Si la sociedad posmocapitalista o tecnofeudal parece apta para impedir todo cambio cualitativo, es consecuencia de su potencial coercitivo, pero más aún de cómo la ideología que segrega nos inunda, sumerge y envenena. La felicidad perfecta y sempiterna ofrecida por la tecnología, capaz de multiplicar la oferta en un tiempo mínimo y elevar exponencialmente el número de lindezas a nuestra disposición, es una de sus armas más efectivas. El argumento de que nunca como hoy se ha disfrutado de tal facultad de elegir es profusamente pregonado por los voceros del panglossismo. Ahora bien, el factor determinante a la hora de valorar el grado de libertad no ha de ser la diversidad de la oferta, sino por qué alternativas puede optar uno y qué es lo que realmente decide. «La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si esos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación. Y la reproducción espontánea, por los individuos, de necesidades superimpuestas no establece la autonomía; solamente prueba la eficacia de los controles» (Marcuse: El hombre unidimensional).

En el mundo feliz de Huxley, solo falta el rock and roll. Sexo y drogas hay en abundancia. Sexo promiscuo y sin compromiso, como actividad deportiva y de ocio, y grandes cantidades de soma ante la menor duda o contrariedad. La uniformización es característica del sistema científico de castas que rige esa sociedad donde todo está previsto, regulado, dirigido, y todos son bienaventurados. En buena medida, esto deriva del condicionamiento hipnopédico, un aprendizaje introducido en el cerebro en el transcurso del sueño que marcará las ideas, sentimientos y comportamientos de los sujetos de por vida. Un personaje lo define como «la mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos». Se supone que esto sucede «en el año 600 después de Ford». Pero ¿no suena conocido, real, actual? Cada cual considera, más que su derecho, su deber proclamar su satisfacción. No se te pide que seas feliz, se te ordena. Publicidad, medios, políticos y comunicadores varios nos reiteran minuto a minuto cuán dichosos somos. Rodeado por enjambres de doctores Pangloss, el individuo es una fortaleza asediada, en muchos casos fácil de tomar, ya que se trata de ciudadelas vacías. Los pocos que resisten «ahora y siempre al invasor» tienen la impresión de habitar la aldea de Astérix, pero sin poción mágica.

John, el Salvaje, extraña mezcla de naturaleza y cultura, termina sucumbiendo al choque con un entorno en el que no hay sitio para ninguna de las dos. Solo existe civilización, entendida como sinónimo de tecnología utilitaria. Viniendo de una reserva india donde reina la miseria, y habiendo adquirido todo su bagaje en un libro —si bien no uno cualquiera, sino las Obras completas de Shakespeare—, sus oportunidades de adaptarse son nulas. El Salvaje llegado del exterior no es el único en cuestionar la presunta perfección. Parte de sus moradores acaban, como Bernard, enviados a una isla donde, según el interventor, «conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesante que cabe encontrar en el mundo. […] Todas las personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas que son alguien». Su alegato resalta la contradicción insoluble entre pensamiento libre y autonomía por un lado, y una vida comunitaria totalmente regulada, dirigida y enmarcada, por otro.

Ese enfrentamiento está a la orden del día en nuestra versión del mundo feliz. Solamente quienes no comulgan con las ruedas del molino de la dicha permanente, los que piensan por sí mismos, pueden afirmar que son alguien y no algo, que son sujeto y no objeto. Como sabía Schelling, «solo en la personalidad está la vida» (Sobre la esencia de la libertad humana).


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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