Palo y astilla

Maxi Rodríguez: el humor que nos merecemos

Francisco José Faraldo escribe sobre un creador que practica con buen resultado y simultáneamente los oficios de actor, dramaturgo, director teatral, pedagogo...

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Sin la presencia del humor la literatura, la política, la vida serían mucho menos soportables. Es más: Sin el amor no existiría la literatura, pero sin el humor tampoco: basta pensar en el Quijote. Los humoristas son aves raras, pero imprescindibles y, cuando son buenos, constituyen una subespecie de los filósofos en versión menos plasta. También hay humoristas imbéciles, pero esos en realidad no son humoristas, sino simplemente graciosos bastante frívolos y cansinos, aunque a veces nos hagan reír. Los humoristas auténticos son gente seria y con frecuencia ni siquiera saben que son humoristas.

Se puede ser gracioso y estúpido al mismo tiempo, pero es imposible encontrar una persona estúpida con verdadero sentido del humor, un sexto sentido que, entre otras potencialidades, te permite descubrir facetas divergentes u ocultas de la realidad a través del cristal de la inteligencia. Pienso en mi humorista y maestro literario preferido, Julio Camba, un señor muy circunspecto, anarquista al principio y después de derechas, que recorrió medio mundo como corresponsal de prensa. Camba escribía situándose en ese punto exacto donde se cruza el pensamiento divergente con la sociología, y desde allí contaba lo que veía con una lucidez amable que casi siempre provocaba una sonrisa. Sabía que el humorista actúa como los buenos fotógrafos, que no son los que tienen la mejor cámara, sino los que saben colocarse en el lugar adecuado antes de apretar el disparador. Buscaba y encontraba el ángulo y la distancia precisos para descubrir los perfiles invisibles a simple vista.

Cuando el humor falta, todo va a peor. Fijémonos, si no, en la política española, donde la finura que aporta el humor brilla por su ausencia. Nos encanta practicar el acoso y derribo del adversario y por eso confundimos el debate con el rejoneo. Si en la política abundara más el humor, la sangre no llegaría con tanta frecuencia al río y se nos quitarían las ganas de echar mano a la cartuchera a las primeras de cambio. Una pena que Meritxell Batet o la inquietante Ana Pastor no hubieran tomado ejemplo del estentóreo y eficacísimo speaker británico aquel de «¡orderrr!» y de su sucesor Lindsay Hoyle, que en su toma de posesión prometió consultar siempre a su tía Helen antes de tomar cualquier decisión; nada que ver con la solemnidad asnal a la cual recurren sus homólogos españoles cuando no tienen nada que decir.

El humorista que ha puesto en órbita a un pueblo de Zamora llamado Villalpando (creo que ya le deben una calle o un colegio) es un personaje peculiar y proteico que deja un marchamo inconfundible en todo lo que toca, incluso cuando lo que toca son los cojones. Podríamos decir que maximiza lo que trata, porque a Maxi Rodríguez —esa persona de la que hablamos— es muy fácil identificarlo gracias a que posee lo que solemos llamar estilo, una cosa muy seria y solo al alcance de unos pocos. Su currículum, tan apabullante como desconocido por la mayoría de sus admiradores, acaba de enriquecerse con el estreno de «El chigre menguante», artefacto teatral basado en su libro ¿Cómo ye lo nuestro?, una obra a la que incluiremos sin dudar en la categoría de ensayo, acogiéndonos a la definición de la RAE: «Escrito en prosa en el cual un autor desarrolla sus ideas sobre un tema determinado con carácter y estilo personales». La representación ha tenido un clamoroso éxito de público y ya solo falta que ciertos eruditos aprovechen la oportunidad para detenerse con la atención y el rigor que merece en el análisis de la obra del autor mierense. Su «Teatro precario», «Parando en Villalpando», «Lear o el deporte rey» o «¿Lo nuestro como ye?» así lo demandan. Y ese necesario estudio hay que hacerlo sin prejuicios, claro. El peor en que podrían incurrir sería despachar tales textos con la muletilla de divertidos intentando minorarlos para recluir al autor en la categoría de los «graciosos». Ignoran que, como repetía Chesterton, «divertido» no es lo contrario de «serio», sino de «aburrido» o que, según Oscar Wilde, «la seriedad es el último refugio de los superficiales», así que si usan ese calificativo únicamente debe ser entendido como un elogio. También hemos oído que algún purista a la violeta, de los que hay unos cuantos-as-es en Asturias, sentencia: «No escribe en asturiano». Es un veredicto realmente enigmático. ¿A qué asturiano se refieren? Maxi, con su adscripción al asturiano realmente existente, enriquecido por sus recursos creativos y estilísticos, hace una contribución valiosa a la difusión de la llingua en la que una gran parte de la población se reconoce antropológica y sociológicamente.

Los eruditos a que me refiero andan muy ocupados en tareas tan urgentes como advertirnos de los peligros que supone el imperialismo gallego para la supervivencia del eonaviego; o en disputar por un quítame allá un apóstrofo; o en adjudicarse el hallazgo de un nuevo fonema oculto debajo de un pegollu en Tebongo. Alguno formó parte del ninguneo de que fue objeto otro mierense que dedicó media vida a elaborar un estimable lexicón asturiano, con el pretexto de que no seguía la normativa oficial. Debieran ser más autocríticos.

En las obras citadas de Maxi se demuestra una rara competencia en ambas lenguas, asturiano y castellano, algo que resulta patente en «Lear o el deporte rey», un reflejo exacto de su mundo personal, donde una vez más lo serio y lo divertido se dan la mano. En el universo de «Lear o el deporte rey», junto a los hologramas de Quini, Herrero, Valdés o Cundi, se entrecruzan, abrazan, separan, retroalimentan, conviven y a veces se dan de hostias Talía y Melpómene, musas del teatro y madrinas de Shakespeare y de García Lorca. El teatro y el fútbol: una dualidad, un drama, un diálogo entre dos pasiones, muy bien desarrollado por nuestro autor.

Para conocer la faceta más comprometida de Maxi, procede recomendar su Teatro Precario, una demostración de cómo la literatura dramática puede servir también eficazmente a la denuncia de problemas inmediatos como la inseguridad, la falta de trabajo, los abusos de los poderosos. 

Una legión de sociólogos, psiquiatras y analistas de todos los campos inundaron el mercado con sus cogitaciones sobre los efectos que la peste pandémica ha producido en las vidas de los supervivientes. La mayor parte coincide en que hay que combatir los efectos del miedo, porque es con eso con lo que nos estamos enfrentando. Lo de Maxi en «Pandemiando en Villalpando» va de lo mismo, pero con mucho más color: el que ofrecen el ingenio y el humor cuando los aplicamos a mostrar cómo nos manejamos los humanos, parapetados tras una mascarilla, ante un fenómeno desconocido y universal que se ha colado en nuestra existencia alterando nuestra cotidianidad, nuestra visión del mundo y hasta nuestra sexualidad. Leyendo los textos de Maxi podemos reconocernos y descubrir aspectos de nosotros mismos que antes quedaban fuera de nuestro campo de visión, lo cual no es poco y nos permite ahorrar en visitas al confesionario o al psiquiatra.

«Pandemiando en Villalpando» construye una visión humorística y sociológicamente muy seria de la pandemia y sus alrededores, reuniendo una colección de sketches semanales de Maxi perspicazmente prologados por Javier Cuervo. Circula por el libro una tribu de mariásunes, floras, letis, aurinas, velis, celestinos, etcétera, que se interpelan sobre los miedos, los amores, las neurosis, y las demás pulsiones que la pandemia ha creado o despertado en todos nosotros. En estos diálogos, sin acotaciones que aporten datos espaciales o temporales, el contexto es deducido exclusivamente a partir de las conversaciones de los personajes. Con mucha frecuencia descubrimos en ellos la presencia de la melancolía, la ternura y una cierta bonhomía, que son unas constantes en la escritura de Maxi, aunque a veces se oculten pudorosamente detrás de su naturalismo expresivo. Hay aquí pura observación de la realidad desde el punto justo que da lugar al humor, como decíamos al principio. Para colocarse en ese observatorio se requieren buenas antenas pero, mientras Telecable y Vodafone eligen situar las suyas en lugares altos y apartados, Maxi lo hace a ras de suelo, donde la cosas ocurren, en la sidrería de la esquina, en el consultorio del centro médico, en la cola del supermercado. El chigre y la calle ayudan para conseguir el material, pero el talento no viene de serie y de él se vale Maxi para crear la secuencia, colocar la interjección o la muletilla exactas, mover a sus personajes y montar la pequeña narración que toma cuerpo en cada episodio. Como lector y maxiólogo aficionado, unos días me sorprenden durante la lectura de esas pequeñas joyas ciertos ecos de Woody Allen, de Jardiel Poncela, de Ionesco, de Beckett, de los Monty Python pasados todos por el tamiz lingüístico personal e intransferible de este hombre.

Volvamos a «¿Lo nuestro como ye?».

Si yo fuera consejero o ministrín de la cosa turística, pondría tenderetes en los principales lugares de entrada al principado, incluido Ranón, y les entregaría a los visitantes dos libros: «Lo nuestro como ye» de Maxi Rodríguez y «Estampas de Asturias» del geógrafo Manuel Maurín. Nada de folletos o videos con queso de Cabrales, botellas de sidra, cachopo, y santinas. Mejor dos libros que hablan de la gente, de cómo habla, piensa, trabaja y disfruta la gente. A Jovellanos y a Clarín ya los leerán cuando vuelvan a casa. De momento, que se empapen de la «poética del chigre» (Maxi dixit) y que lean historias hermosas y más o menos verdaderas como las de los muchachos que pescaban lampreas en Avilés o la del campanero andaluz de Ensidesa (Maurín); que entren informados de los asturiotipos que pueblan el territorio, de los rituales y prodigios que acontecen en medio de las variadas biocenosis que habitan en los chigres, de cómo se comportan los astures cuando lidian con cuestiones tan peliagudas y diversas como las relaciones familiares, el sexo, los viajes, la política, las TIC… Lo que define mejor un país es su gente. Si vuelves de tu viaje sin conocer a las personas que construyen, urden o padecen la vida en ese territorio, tu viaje habrá resultado fallido. Y esto lo describe como nadie Maxi, un autor que posee la rara cualidad de explicar lo que ve o imagina con la competencia de un entomólogo y, al mismo tiempo, como si lo contemplara por primera vez. «¿Cómo ye lo nuestro?» me recuerda otro título que se adentra también por medio del humor en los entresijos de Portugal. Me refiero a «A causa das coisas» , de Miguel Esteves Cardoso, lectura obligada para quienes frecuentan Portugal y aspiran a conocer el país y a sus gentes más allá de los habituales clichés turísticos.

Maxi no vive en el Manhattan de New York, sino en El Llano de Xixón, así que lo tenemos cerca. Practica con buen resultado y simultáneamente los oficios de actor, dramaturgo, director teatral, pedagogo… Conviene mantenerlo con nosotros para no perdernos de vista a nosotros mismos.


Francisco José Faraldo (Ferrol, 1947) estudió magisterio y filosofía y letras en Madrid. Ejerció la enseñanza en Asturias y, durante doce años, en el Instituto Giner de los Ríos (Lisboa), ciudad en la que residió hasta 2018. Es autor de los libros de poemas Prédica del iluso (Premio Trivio) y La mano en el fuego (2017), tres textos teatrales y los ensayos El vecino invisible (2015) y Asociación Amigos de Mieres: cultura popular y lucha por la democracia en Asturias. En 2021 publica la novela Onofre, Raymond Queneau y una mula. En 2022 ha presentado la colección de poemas «Cantos y señas (básicamente es esto)» en Bohodón Ediciones.   Colabora en publicaciones periódicas de España y Portugal y ha impartido y coordinado cursos de creatividad destinados a profesores en ambos países. Como traductor ha vertido al portugués la obra teatral del dramaturgo sudafricano Athol Fugard y al castellano la producción del pedagogo y compositor belga Jos Wuytack.

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