/ por Julián Panadero /
Un fantasma recorre Twitter estos días: el fantasma del debate de la implantación de renovables y el poco consenso social que despierta. Perdón por la banalidad. Desde que Rodrigo Sorogoyen recogió el Goya a mejor director, la cosa ha pasado de ser un murmullo a generar titulares y conversaciones encendidas. El Goya, por cierto, lo recibía por As bestas, cinta que narra las tensiones que genera en un pueblo de la Galicia interior un posible proyecto de turbinas eólicas. Un tema muy similar al que, con otro tono, también recogía Alcarràs, de la valenciana Carla Simón. La concurrencia temporal de estas dos películas da cuenta de hasta qué punto la preocupación va calando en nuestros imaginarios y avisa del peligro de no prestarle buena atención.
En el ecologismo social español —o al menos en el que se expresa en los medios de comunicación y que habita desde hace meses en una clara polarización—, la polémica no ha pasado, ni mucho menos, inadvertida. El tema no es nuevo, pero la discusión se ha recrudecido y las posturas se han arremolinado en torno a dos bandos bien diferenciados. Por un lado, están los defensores del Green New Deal, partidarios de un despliegue fugaz de las energías renovables y de la electrificación masiva del sistema energético, que han llegado a calificar de «retardismo climático» al lema «renovables sí, pero no así». En la otra orilla se sitúan quienes están más preocupados por el impacto de estos proyectos en zonas ya despobladas y critican el modelo actual de proliferación de las energías renovables. Este debate, en realidad, se superpone con otro, el del colapsismo, con el que comparte no solo fuentes ideológicas y diagnósticos, sino también portavoces, pero tiene una importancia mucho más tangible.
Comentaba el sociólogo César Rendueles en un hilo que escribió hace unas semanas que la discusión, en el fondo, está viciada: nadie habla de zonas de sacrificio para referirse a las ciudades que albergan centrales térmicas. Y es cierto. Pero también lo que es que esto importa más bien poco. La política rara vez tiene que ver con la Verdad, sino con la construcción de marcos culturales exitosos y con capacidad de movilizar. Aun a riesgo de que me cancelen mis amigos antiespecistas: con estos bueyes hay que arar. El green-new-dealismo cae aquí en lo que, con buen tino, le había reprochado siempre al campo colapsista. Véase: que basta con proclamar la gravedad de la crisis climática para conseguir la reacción social que se desea. Y no pararse a pensar cuidadosamente en cómo se va a hacer para que ocurra en el mundo real y para superar las contradicciones que puedan surgir por el camino.
Aquí hay al menos dos cosas que empiezan a estar claras. La primera es que la Unión Europea —felizmente— no va a echarse atrás en sus planes de descarbonización. No lo hizo con el estallido de la pandemia, y desde entonces su convicción no ha hecho sino ir en aumento. Es cierto que el ecologismo social, como el resto de la izquierda no socialdemócrata, no ha tenido mucho que decir en el diseño de estas propuestas, pero no por ello puede desentenderse de su aplicación. Su papel ha de ser el de aumentar la ambición de estos objetivos, o al menos el de que se cumplan los compromisos que ya se han alcanzado.
Pero no sólo: también ha de empujar por que esta transición sea lo más equitativa posible. Es bien cierto que ya llegamos tarde para que el cambio de paradigma sea tan planificado y tan justo como nos gustaría, pero eso no significa que no haya mucho margen para intervenir. Esto es importante porque, para empezar, la emergencia climática no es motivo suficiente para que la izquierda tire por tierra sus mejores banderas históricas, que no son otras que las de la justicia y la democracia. Pero también, y aquí viene la segunda, porque no habrá transición ecológica sin el apoyo de una parte muy considerable de la ciudadanía europea. Si las cosas no se hacen bien, los chalecos amarillos franceses pueden quedarse en una pequeña anécdota en solo unos años. Me gustaría que los abogados del Green New Deal —entre los que, por lo demás, me suelo incluir—, siempre tan preocupados por lo «políticamente posible», me explicaran cómo piensan ponerlo en marcha con medio país movilizado en su contra.
De esto saben bastante en Cáceres. Allí, la oposición social a un proyecto de minería de litio a cielo abierto terminó por tumbarlo. En su lugar, la empresa promotora propone ahora una versión subterránea que —si bien no convence a todo el mundo— generaría mucho menos impacto ambiental, y que en cualquier caso no está claro que se vaya a realizar. Y es que este es el verdadero elefante en la habitación del que nadie quiere hablar. La extracción de minerales estratégicos para la generación de energías renovables. Algo que depende de una minería muy contaminante y que resulta mucho más problemática que un puñado de placas solares. Aquí, de nuevo, nos vamos a encontrar con la oposición de quienes viven en las zonas señaladas y será vital que consigamos suavizarla. Quienes lo tienen más claro son las propias empresas mineras: al ser preguntadas por los principales escollos para la aprobación de estos proyectos por todo el mundo, no dudan en señalar recurrentemente a la falta de «licencia social» de los vecinos como el mayor problema.
Pero hay otra cuestión importante. La investigadora Thea Riofrancos explica en su libro Resource radicals que fue precisamente el debate acerca del modelo minero lo que terminó por fracturar a la coalición social que aupó a Rafael Correa a la presidencia de Ecuador. A un lado de la discusión se encontraban sus bases más urbanas y una izquierda más tradicional, favorables a un modelo desarrollista que usara la minería como medio para redistribuir la riqueza. Y en el otro, las comunidades afectadas por la extracción, casi siempre indígenas y contrarias a cualquier proyecto minero. Si la situación no se remedia, en España podemos ir abocados a algo parecido. Muy lejos de la caricatura que le gusta hacer a Vox, el ecologismo social en nuestro país ha sido siempre muy localista y con una sensibilidad especial por el paisaje y la conservación del medio. Es, además, en los pequeños municipios donde ha logrado sus mayores victorias y donde aún tiene buena parte de sus apoyos. Sin esta base social, si bien envejecida y menguante, será muy difícil que cualquier propuesta ecologista pueda poner en marcha ningún tipo de transformación política. En resumen: no habrá Green New Deal sin los ecologistas de la España despoblada.
En el plano institucional, el partido Teruel Existe ha hecho con frecuencia gala del lema «renovables sí, pero no así». No hay que olvidar que el voto de Tomás Guitarte fue fundamental para que hoy tengamos un Gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos. En las elecciones del 23-J no se produjo la entrada en el Congreso, vaticinada durante cuatro años, de ningún partido de la España Vaciada, y Teruel Existe perdió el único diputado que tenía. Aun así, el conflicto sigue latente y podría, en un futuro, recuperar cierta relevancia electoral.
Convendría, por tanto, rebajar el nivel de abstracción y hablar de políticas concretas. Por seguir con el ejemplo del litio: el Gobierno barrunta ya la manera de elaborar una nueva ley de Minas que sustituya a la aprobada en 1973, todavía vigente y notoriamente caduca. Sería bueno que, antes de que el debate llegue al Congreso y salte definitivamente a la conversación pública, el ecologismo tuviera clara su propuesta. Que resuelva si le preocupa la creciente politización de las evaluaciones de impacto ambiental. Si le interesa que se cumplan los criterios de participación y transparencia que establece el Convenio de Aarhus. O si podría elevarse el canon por superficie o permitir que sean los propios municipios quienes lo perciban.
Pero, sobre todo, cómo piensa convencer — y compensar — a los vecinos de las zonas afectadas. En cualquier caso, no se trata, creo, de plantear simples trade-offs neoliberales, como sugiere aquí Xan López. Sino, de nuevo, de generar un marco que supere estas contradicciones y sume para la causa climática a quienes hoy se oponen al despliegue de renovables realmente existente. Si el ecologismo desiste de esta tarea, quizás sean otros — de un verde un poco más oscuro — quienes se hagan cargo de este malestar para sus propios, y siniestros, intereses. Por suerte, aún estamos a tiempo.
Artículo originalmente publicado en Medium el 1 de noviembre de 2023

Julián Panadero García es graduado en ciencias políticas y sociología por la Universidad Carlos III, máster en análisis sociocultural del conocimiento y al comunicación en la Universidad Complutense de Madrid y doctorando en sociología y antropología en esta misma universidad. Durante el año 2021, disfrutó de una beca de formación en el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) para llevar a cabo tareas de investigación aplicada. Tiene experiencia en investigación de mercados y actualmente es técnico de investigación en la UAM. Sus intereses profesionales son la investigación aplicada, el análisis estratégico y la docencia. Como investigador, le preocupan el cambio climático y la búsqueda de soluciones equitativas.
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