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Días de 2023 (15)

Páginas de un diario no diario de Avelino Fierro.

/ por Avelino Fierro /

Tarde de sábado. Con la persiana baja y la luz del flexo sobre la mesa de lectura, como en aquellos tiempos en que ejercía de opositor. Sensación de fin de verano. Ya de vuelta a las rutinas; sentir que el tiempo vuelve a cumplir su tictac de asalariado.

Trataré de acomodar en sus estantes los libros de septiembre, los libros de las vacaciones. Libros pequeños, nada ruidosos. Que no son recomendaciones de los suplementos culturales. ¿Por qué no me llaman la atención, por qué no estoy de acuerdo? A veces tienen un tufo de operación mercantil, de haber sido dopados los encargados de las reseñas. Alguien habla de aprovechar estos días para releer obras maestras o esos otros libros que nunca han tenido hueco suficiente en el tiempo de lector (Moby Dick, Orgullo y prejuicio, Crimen y castigo).

Libros viajeros. Elegidos esta vez con pocos miramientos para acompañarnos a la costa atlántica. Bien podía haber sido Cunqueiro, pues todavía hay páginas suyas —como esos artículos, que alguien me regaló tras comprarlos en la librería Follas Novas, en 2014— sin deshojar. Pero Cunqueiro siempre está ahí si vas a pasar cinco días a la Costa de la Muerte y su ruta de los Faros. Y recuerdas que él cuenta que la primera vez que aparece documentada la palabra faro en castellano es en Covarrubias, en 1611. O puede que te hable de los vientos, del peor de ellos, que es el martiñán o vendaval. Y es inagotable en los asuntos gastronómicos. Y puede escribir que lo propio del albariño es el cuerpo delgado, «esas cinturas de los galanes florentinos en la pintura del Cuatrocientos». En eso le acompaña muy bien Camba. Y uno ya no sabe cuál de los dos dice: «El pulpo hay que comerlo en la feria, a la sombra de los robles, en tablas de fortuna…».

Pero ha sido Miguel Torga, su último diario, el que ha venido con nosotros. Comprado en el noventa y cuatro y un poco olvidado. Aunque he visto que hay algunas señales y subrayados antiguos, posiblemente en busca de algo que ahora no recuerdo.

En el margen de una página dejé anotado: «25 de agosto de 2023. Playa de Traba. Nadie. Bueno, allá a lo lejos, cinco surfistas. Estamos en la parte alejada, en las dunas; hay algunas matas de barrón. El sol empieza a filtrarse entre las nubes. Me aturde la cantinela del oleaje. Me gustaría estar sin ningún sonido, disfrutando sólo con los ojos y sintiendo este golpe de aire leve sobre la piel». Habíamos llegado a la costa ese mismo día, un par de horas antes. Yo llegaba cansado, degradado por la rutina del trabajo y quería estar en un ambiente sosegado, recuperándome, encapsulado en un líquido amniótico, atollados los sentidos en un mar de lodo.

En los días que siguieron caminamos por aquellas playas sin gente, un pequeño escondite del murmullo del mundo. Todo lo contrario de esa anotación de Torga de 2 de agosto de 1988: «¡Lo que han hecho con este Algarbe! Lo único que le falta es que degraden también su sol. Teníamos aquí un paraíso a nuestra medida. Tenemos ahora un infierno a la medida de los demás».

Torga volverá a su estantería, al lado de otros diarios. Jiménez Lozano, Zagajewski, Camus, Jordi Doce. Todo un poco embarullado. Jordi, políglota, los pondrá un poco de acuerdo, a estos y a otros moradores cercanos de la Torre de Babel literaria.

Con Torga viajó Jordi LLovet, que acababa de publicar Mis maestros, páginas de recuerdo y homenaje a Miquel Batllori, José Manuel Blecua, Martín de Riquer, José María Valverde y Antoni Comas.

En él encontré una cita para un texto breve que me habían pedido para confeccionar un cuaderno que se entregaría en el homenaje a un viejo profesor de bachillerato. Y otra sobre un consejo de M. de Riquer, «leer el Quijote cada año, el Pickwick cada dos o tres años, Proust cada cinco años y Balzac continuamente…». También subrayé algunas frases sobre las desdichas de la cultura de hoy: «El Plan Bolonia, que convirtió las universidades en escuelas de formación profesional ligeramente más doctas»; «las nuevas tecnologías han acostumbrado a jóvenes y mayores a considerar que el único tiempo histórico es el presente, que equivale precisamente a negar que cualquier cosa haya tenido jamás una historia…». «¿Acaso no nos roza un soplo de aire que envolvía a los que nos han precedido? En las voces a las que prestamos escucha, ¿no resuena un eco de las que han enmudecido?». Esta proviene de Walter Benjamin; aparece en Tesis sobre el concepto de Historia.

Y ya no recuerdo qué libro de poesía nos acompañó. En esas vacaciones septembrinas estuvieron varios en los sucesivos equipajes (Manilla, Cilleruelo, Mateos, Herrero, Clark…), pero no sé en qué lugares ni en qué orden, porque volvieron al poco tiempo a estar colocados en su estantería.

Desde la costa gallega volvimos a casa. Pasé en cama toda una mañana, agotado por la felicidad y aquel trajín de paseos, baños, atardeceres, brumas y placeres alrededor de mesas y manteles. Febrícula, ensoñaciones sensuales (quizá porque el paisaje gallego, decía Unamuno, tiene un marcado carácter femenino).

Los próximos días nos llevaron hasta el Mediterráneo. Hasta el Delta del Ebro, hasta Amposta, hasta esa hermosa casa familiar que allí tienen las Orueta. En uno de los libros que están en el salón, Mar me leía cada día algunos párrafos sobre los orígenes de la familia de nuestra amiga Cecilia, el Marqués de Pombal, su paso por Burdeos, un tatarabuelo defensor de Dreyfus, otro —Jules Carballo, de ideas santsimonianas—, que allá en 1858 trata de establecer canales para el cultivo del arroz y se propone también, con ayuda de inversores alemanes, llevar el ferrocarril hasta Cádiz.

Yo leía esos días a Pla. Mi libro es Lo infinitamente pequeño, en primera edición de abril de 1954. Algunos párrafos me eran familiares. Puede que estuviera releyendo, sin poder asegurarlo. Aquellas frases resonaban y me envolvían con una discreta vehemencia: «pasar desapercibido, el tono menor ligeramente irónico, esta es la regla de la vida»; «el mar… tarde de verano… cabrilleo de espumarajos, blancos, rutilantes, como una ancha, innumerable sonrisa»; «el llamado viento de Cuaresma, que es el sudoeste, o leveche, o garbí, para decirlo con la exactitud conveniente. Este es el viento de la tristeza, de los dolores de cabeza, de los recuerdos, de la humedad de las aceras…».

Y con el escritor del Ampurdán estuvo con nosotros un poeta del Mediterráneo, Juan Gil-Albert. Lo descubrí en el libro Homenajes e inpromptus, que en 1976 publicó la colección Provincia. Aquellos versos me deslumbraron. Todavía queda su aroma, «aquel asomo/ de una felicidad sin conjeturas,/ libre, dichosa, suave, deslizante,/ que hace que para mí la vida sea,/ no importa sus quebrantos, un recuerdo/ de sosiego y de paz». Luego vinieron Las ilusiones, y la antología Fuentes de la constancia. Y sus prosas, Los días están contados, Memorabilis, Crónica general. Pero este librito, Cantos rodados, estaba por leer.

Y en la playa del Migjorn yo leía algunas frases a Cecilia y Mar. Estábamos solos, sospechando que aquello pudiera ser porque nada sabíamos de un escape radiactivo desde la central de Vandellós que habría contaminado el agua, o que una plaga de medusas asesinas nos esperaba entre las olas.  Leía algunas frases de este señorito rojo en la España franquista, de este místico anarquista, como le nombró un crítico, «la belleza pertenece a la vida… Es siempre algo natural y elocuente que flota, sugestiona e intranquiliza…».

Ahora, al revisar el libro antes de acomodarlo en algún lugar de la biblioteca, veo que en el interior había dejado unas notas, sin duda porque había pensado en escribir una crónica de esos días deliciosos. Están escritas al dorso de las páginas en blanco de un cuadernillo de los que se utilizan en las mesas electorales en día de voto. Elecciones 1991.

Las anotaciones: «estamos en este hermosísimo salón repleto de cuadros, libros, muebles decadentes, llorosas lámparas de cristal»; «leo esta frase de Gil-Albert: “Quien no asume el tedio no alcanzará a sentir el sabor profundo de la vida”»; «Irene cacharrea en el ordenador. Escucho el Opus 132 de Beethoven. En el tercer movimiento desplego las alas»; «tratamos de descifrar —con ayuda de Google— una frase de Gide y la palabra vautour»; «playa de La Marquesa, casi totalmente engullida por el mar, el delta va menguando por falta de sedimentos, Cecilia lamenta la desaparición de un gran tramo de dunas que era su lugar preferido desde que era una adolescente»; «se hace de noche antes de que lleguemos a ver los flamencos»; «recorremos la zona viendo a las cosechadoras recoger el primer arroz, detrás de ellas miles de aves engullen granos y batracios»; «baño en la piscina, salmonetes y cerveza»; «C. despliega la pantalla para ver una película de Woody Allen con Gena Rowlands»; «Mediterráneo extrañamente embravecido; cojo guijarros en la orilla; cuando se sequen y se les quiten los brillos “no valdrán nada”, dice M. Ripollés, pintor, acostumbrado a llevar trozos del mar y del mundo a sus lienzos»; «Pla, ese estilo deslavazado y apodíctico».

Volvimos a Madrid. Los cuatro en el coche de Irene, que se concentraba extraordinariamente en la conducción a pesar de algunos jolgorios a bordo salpicados por redobles de las baquetas de Cecilia, que lleva muy adelantadas sus clases de batería. Por la tarde, Mar y yo regresamos a León. A los dos días nos desplazamos hasta Oviedo, donde la Sinfónica de Asturias estaba en el foso para acompañar a los cantantes de la ópera Manon. Desde allí a Gijón, al Cantábrico, para los últimos días de vacaciones. En la bolsa de viaje un librito que resultó un fiasco, La importancia de la novela, de Klaus Ove Knausgard. Y algunos más: el de Erri de Luca, sobre su Nápoles natal; libro de recuerdos de infancia: «Ese olfato que preside los recuerdos sí es barroco. Busca el desperdicio, el hedor, la página del desgaste, la barca metida en el agua»; «los nombres de mis padres, el aceite, las naranjas, Vittorio De Sica y Fabrizio de André, la sangre que vi derramarse, un beso en el andén de una estación».

También La crisis de la narración, de Byung-Chul Han, un ensayo que continúa anteriores reflexiones sobre la sociedad de la información. Y de Francisco Umbral, Mortal y rosa. «El verano es lírico… la duración de los días es como un amago de eternidad que nos glorifica un poco».

Junto a los libros, también hay que recoger, revisar, hacer menudeo y expurgo de revistas literarias, suplementos culturales, recortes de periódico.

Y así, un ensayo en francés que me remitió por correo Ruth Miguel sobre Pascal Quignard, y que archivaré sin leer. Otro sobre Azorín, al que Pla admiraba por su ruptura con lo que llamaba «la voluta castellana». Páginas de un periódico sobre la forma de leer de los que no leen —la generación Z— en papel. Y sobre una escritora que escribe y vende muchos libros: la reina del romance a fuego lento, la llama la periodista. El dossier VI sobre música y pensamiento, de la revista Scherzo. Un artículo sacado de Internet sobre T. W. Adorno y sus escritos sobre la sociología de la música. Ordeno también algunas revistas: Anáfora, Sibila, Filosofía&Co, Estación Poesía. En el número de julio de Anáfora hay, en una entrevista a un poeta, una pregunta bastante idiota: «¿Crees que la poesía española en castellano se mira demasiado a sí misma?». La respuesta está a la altura.

Finalizaré este escrutinio libresco mencionando también los títulos que no viajaron en la maleta. Eran demasiado voluminosos y ya estaban comenzados desde hace días: las Memorias de José María de Sagarra, edición de 1957; Desde dentro, de Martín Amis. A su lado obras que, no sé por qué, voy leyendo poco a poco: Foxá y sus artículos selectos, Nietzsche y los aforismos de El caminante, Markus Gabriel y su Ética para tiempos oscuros, el Boswell sobre Samuel Johnson, cuentos de Chaves Nogales, una edición ampliada de las cartas de Flaubert…



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Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

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