Narrativa

María y el entusiasmo

Agustín Vidaller escribe un a modo de reseña de la escritora aragonesa María Díaz Bello, autora de 'Los versos no se olvidan del amor' y 'A cara o cruz'.

/ una reseña de Agustín Vidaller /

Es en momentos como éste cuando creo percibir la diferencia. Madrugada. El balcón abierto al veroño de 2023. Un arácnido recorre sobre mi cabeza un techo que (diez metros cuadrados) para él constituye el país llamado Espejo. Creo haber descrito hace tres años hechos similares en mi estudio, antes de ponerme después a disertar sobre el suicidio. Veredicto: el derecho a la ambigüedad al que todo ciclotímico tiene derecho cuando habla acerca de la más impertinente encrucijada moral. ¿Que porqué, entonces como ahora, destilo tan negra bilis? Lo comprenderéis en cuanto libere mi necesidad de aullar en la noche de Octubre.

Aquí y ahora entiendo la diferencia. Se trata de dos aproximaciones: de dos paladares. El primero concierne la ictericia de un hombre que ya a los veintidós años vio concluida su carrera física. El segundo implica la luz y los taquígrafos de una experiencia diríase que volatinera, una vida libre a veinte metros sobre el suelo. Por una parte, los cincuenta y seis inviernos de un insecto cuyo eterno resfriado es público. Por la otra, las cuarenta y nueve primaveras de una amapola irredenta. Gelidez y cinismo; solanería y golondrinas. Pasarán mil años y nuestro intempestivo duelo no habrá concluido.

Estoque par mí, katana para ella. Arriba de veinte veces nos habremos ya visto en los bulevares, ocasionando alboroto. Esgrimas a primera sangre en las que siempre acabo envidiando el arrebato de su cintura. ¡Ah, yo que en vida quise ser macarra! Se trata de una contienda por la aspiración. No sería la primera vez que un poeta muere a manos de otro. Marlowe o Pushkin cayeron fulminados por un destino de brevedad, un modo de llenar con sangre los cincuenta años de lo que habría sido una carrera de perogrullo. La estética suele prolongarse más allá de la ética, pero si los literatos asiesen más asiduamente una pistola los manuales de literatura hablarían no de vanilocuencias, sino de santidad. Pasada está la hora en que María Díaz hable finalmente con un postrer mandoble. De otro modo mi escepticismo no hará sino acumular, sobre el humano afán por envejecer más de la cuenta, lo antipático de unos aforismos que gracias a Dios aran en el mar.

María es un cortocircuito,  un tiro; uno de esos sustos para quienes, como yo, profesan que la creatividad ha de ejercerse con una oreja de menos. ¡María Díaz es feliz, o nos engaña! Madre amantísisma, exdeportista de élite, amante, etcétera, ocupa, para más abundamiento, un puesto de confianza en la Banca. Si hace dos siglos que el arte declaró la guerra a la burguesía qué cara, qué cara pondrá nuestra ejecutiva cuando yo la apuñale por la espalda para lavar el rostro de Poesía. Dada la lentitud, lo circunspecto de mi madurez, delego tal responsabilidad en los jovenzuelos que todavía han de hacerse un nombre en la historia de la conspiranoia. Yo me ciño a los mecanismos de la tregua ante ese diverso, rubio milagro que sigue empeñado en sonsacar de mí un sufrido proyecto de sonrisa. 

EUDEMONOLOGÍA. Desde Aristóteles y su justo medio hasta el ínclito Enrique Rojas y su pío repaso de las virtudes cardinales, recomendables según él para la depresión y otros entuertos, tal es —eudaimonología digo—, la denominación de los empeños por instilar eutimia, ecuanimidad, en el seno de las almas en pena. Llámenlo si quieren literatura de autoayuda, pero por favor no me mezclen a Epicuro con la mercadotecnia actual en torno a la desesperación.

Se trata en realidad de un contraataque. Los biempensantes nos quieren felices. No en vano Buda era un aristócrata, condición que le llevó, a fin de cuentas, a comenzar la revolución desde arriba, al estilo de Confucio. «La desdicha ha sido mi dios», escribía sin embargo un adolescente apellidado Rimbaud. Los que hemos gimoteado esas palabras cada noche constituimos ya a su debido tiempo una extensa logia, una especie de estado dentro del estado. Apenas guardamos comunicación entre nosotros. Nos basta la constatación de blasfemia cualquiera en los versos de unos pocos para intuir que seremos multitud en un impreciso Reino de los Cielos, carente de espacios libres de humo y de tasación sobre la absenta. Nuestra revolución —nuestra evolución— no es sino el ennui de nuestra perpetuación, fenómeno asequible mientras Baudelaire siga presente en las heroicas librerías de provincias.

No obstante, nunca pasaremos, en este mundo, de ser una meritocracia ad hoc y mal pagada. Hay que atender a lo inexorable de las estadísticas. Acabar con nosotros será igual que el exterminio de los sioux. Paciencia y dejar que la demografía hable en Wyoming. Cualquiera que haya visitado un Decathlon me entenderá: algunos de los que allí compran los aperos de la forma física versión siglo XXI sí acaban haciendo un uso constante de estos , y los demás no hacen sino soñar con parecérseles. Es la opción por la salud y por un buen par de pectorales, por lo apolíneo en una palabra. El dinamismo y las endorfinas de estos nuevos bárbaros, que no suelen frecuentar a Lautréamont, no dejará de sofocar bien pronto el feble imperio de la cirrosis y la bronquitis crónica.

En esa guerra está María, a la cual sólo hace falta verla. No es violenta, no trae cicatrices tribales. Pero se queda siempre con el personal y habla por diez. Sus armas, por lo demás, son caballerescas y hace amigos para siempre. ¡La noia escribe! El qué, dirán ustedes. Lo cierto es que mi poetisa crea como vive, escupiéndote salud a la cara. Obedece así a un querer que la lleva a ser querida. No cabe comunicadora más total, casi física desde el otro lado del neutro papel en donde otros cavamos nuestra trinchera. Su verso, tal es su vuelo, se incrusta en esa nebulosa en la que un tan torpe crítico como yo halla difícil diferenciar entre lo consagrado y lo consagrable. Su prosa, aunque un tanto carente de retruécanos, es la biblia que mil veces se ha recitado sin saberlo en los muchos gulags que, más allá o más acá del Volga, construimos a mala hostia cada uno de los días y noches de la Civilización. Razones que, proferidas por una madre veterana, guardan la tibieza de la primerísima lactancia. Se trata de una literatura para soportar infiernos cotidianos. Se trata de un sedante sin efectos secundarios, de una lograda voluntad de sanación; María nos echa a la cara el gato de la cordura, esa que perdimos bajo la metralla de una vida al uso. Tiene que ver ella, lo han adivinado, con esa otra kamikaze del entusiasmo que es Raquel Lanseros.

Témanlas, apresten sus revólveres: vienen a por ustedes. Pero no caigan en las precipitaciones y las comodidades del prejuicio. En lo que respecta a María la cosa no va de cursilerías al viento, ni de una injusta noche de los dones. Sé bien que ella también fue herida. ¿La diferencia? Pues quizá que ella se negó en su día a hacer ostensible la propia anécdota, quizá que ella se negó al onanismo de la autocompasión. Ella, en una palabra, sí ha superado con éxito la adolescencia. Léanla y podrán decir de todos he aprendido con amor.

Cabe añadir que la obra de María Díaz consta de Los versos no se olvidan del amor y, mas recientemente, A cara o cruz.

Y así escribe quien en su día también vio verdes las uvas.


Agustín Vidaller (Pomar de Cinca [Aragón], 1967) es escritor, autor, hasta la fecha, de tres libros publicados por Trea: Costas perfumadas (2005), Oasis: una odisea negra (2017) y el libro de relatos Exotique (2020).

0 comments on “María y el entusiasmo

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: