Arte

¡Prohibido!

Arturo Caballero visita el Museo del Arte Prohibido, inaugurado a finales de octubre de 2023 en Barcelona, y comenta las obras que sus estancias custodian.

/ por Arturo Caballero /

A finales del pasado octubre se inauguró en Barcelona el Museo del Arte Prohibido que ocupa la Casa Garriga Nogués, obra ecléctica con toques modernistas (1899-1901) de Enric Sagnier i Villavecchia (1858-1931), ubicada en el 250 de Carrer de la Diputació. Entre los elementos que destacan en ella se encuentran su monumental escalera, algunas salas que mantienen parte de la decoración original, vidriera modernista incluida, y el balcón principal que apoya en delicadas ménsulas de Eusebi Arnau representando las cuatro edades de la vida. Aunque no es tan conocido como otros edificios del momento, el empaque de la construcción, encargada por el banquero Ruperto Garriga-Nogués (cuya familia ocupó la planta noble como vivienda, como era habitual), sirvió después de la guerra civil como sede para diversas instituciones (colegio Sagrados Corazones; editorial Enciclopèdia Catalana; Museo Fundación Francisco Godia y Fundación Mapfre).

El museo es la expresión de la colección del periodista y empresario Tatxo Benet (1957), quien la inició en 2018 a partir de la adquisición de los retratos pixelados de Santiago Sierra Presos políticos en la España contemporánea (actualmente en el Museo de Lleida), que fue acrecentando con otras obras polémicas como Not dressed for conquering- HC04 Transport (2010), de la austriaca Inés Doujak, en la que se representa a Juan Carlos I sodomizado por la activista Domitila Barrios mientras que esta, a su vez, lo está siendo por un perro pastor, o el Always Franco, 2012 de Eugenio Merino, en el que mete (como hizo con otros muchos mandatarios) al Generalísimo en una cámara frigorífica de Coca-Cola. No es extraño que algún diario de la capital recogiese, en su momento, la definición de este proyecto como una colección para «joder a España».

A la izquierda, Always Franco, de Eugenio Merino (2012). A la derecha, Shark, de David Cerny (2005)

Probablemente no me habría acercado a visitar el museo si solo se hubiese tratado de eso, y más teniendo en cuenta que alguna de las piezas las vi en el momento de su presentación en público. Las noticias en la prensa sobre el contenido de la colección y algunas imágenes publicadas me hicieron intuir que no solo era un asunto que afectase a la política de nuestro país, sino que iba bastante más lejos. Tampoco eran únicamente obras escandalosas; poseían otro requisito: haber sido víctimas de la censura. También casi era un tema personal, como puede comprobarse leyendo algunos de los capítulos de Arte y perversión en los que traté sobre la representación del poder, la religión y el sexo entre los autores de la pos-, la trans- y la alter-modernidad.

Pasaremos por alto lo que pretende el museo, o su dueño, y comentaré por encima algunos aspectos de ciertas obras que se exponen actualmente y que irán rotando en un futuro. Eso sí: aviso, desde ya, que todos aquellos cuya sensibilidad pueda ser herida, no digo ya escandalizada, por la visión de unas personas en ropa interior en un escenario (si es que hay alguna que accede a estas páginas), que pasen a otro artículo y que no vean las imágenes que acompañan este. Porque el museo es de todo menos pacato.

En la entrada nos recibe un circunspecto Espectador de espectadores (Equipo Crónica, 1972) que no puede ser mejor bienvenida al mundo de la censura. Esta imagen me hizo recordar a quien en mis años universitarios me enseñó a entender lo que era una película. Precisamente un censor, el padre Carlos María Staehlin, que nunca ocultó que había ejercido como tal. Está claro que la censura era una cortapisa al mensaje, lo que no impedía que, por no pisar un charco, se pudiese caer en un cenagal (el caso de Mogambo [1953, John Ford] se cita como paradigmático de cómo un adulterio puede convertirse en un incesto). El término censura es muy ambiguo; lo era ya en 1963 cuando se emitieron las Normas de Censura Cinematográfica. Tampoco hay por qué agradecer al régimen que obligase a los creadores a dar más de una vuelta a argumentos e imágenes para sortear prohibiciones, aunque en ese ejercicio saliésemos muchas veces ganando. Hoy no se trata de un decreto gubernamental o canónico el que determina una exclusión, sino que las presiones de un criterio, más o menos mayoritario (pero en cualquier caso con notable influencia), puede hacer descolgar obras de una pared para que estas desaparezcan salvo que las presiones de la prensa o el interés de una persona con recursos las recupere e incluso encuentre para ellas un lugar de relumbrón.

Espectador de espectadores. Equipo Crónica, 1972

Sobre el escándalo, pues depende de qué entendamos como tal. Generalmente solemos ser condescendientes con los gustos particulares. Si Robert Mapplethorpe se hubiese limitado a comercializar las fotografías de su «portfolio» X (1978) en las que aparecen manifestaciones sexuales de actos sadomasoquistas dentro de un contexto gay, el asunto hubiese sido un tema privado de gusto más o menos discutible; otro tanto ocurriría con Picasso y su Suite 347 (1968) cuyos grabados recrean la desaforada relación sexual de Rafael con la Fornarina, en la que hay un voyeur de excepción: el propio papa. Hay diferencia de medios; no es lo mismo un dibujo (hay uno de Keith Haring, Sin título, 1982 que recoge una pareja homosexual realizando el acto sexual) que una fotografía (las hay, casi surrealistas, de Pierre Molinier), pero eso hoy ocupa un lugar secundario. Sin afirmar que en nuestra época haya menos libertad que hace sesenta años (que les pregunten por ello a las minorías de todo tipo), no dejan de producirse algunos hechos inquietantes, como lo que les ocurrió a las —estoy a punto de escribir tiernas—, imágenes en movimiento (original en 16 mm.) de Consumer Art (1972-75) de Natalia LL, que habían pasado más o menos desapercibidas hasta que, en 2019, cuando ya era un hecho el porno libre en internet, el director del Museo Narodowe de Varsovia dejó de proyectarlas por lo que insinuaba su forma gozosa de comer un plátano. La historia tuvo un final feliz porque las protestas del público lograron su reposición. Y hoy, por medio de un programa digital, también puedes en el Museo del Arte Prohibido comerte un plátano cuya imagen se integra, acompañando la instalación, como manifiesto contra la censura. En el mundo actual cualquiera puede ser artista o, al menos, estar dentro de una obra de arte.

Generalmente, el problema viene cuando las obras se exponen en una institución financiada con fondos públicos. Y es entendible que haya quien proteste. Y también que proteste quien no está de acuerdo con otros destinos que se proporcionan al dinero público y que incluye desde particulares hasta corporaciones entre las que se incluye la propia Iglesia Católica, con la que parece que son miríadas las personas que tienen cuentas pendientes, como parece manifestar el colectivo Mujeres Públicas, que presentan unas cajitas de fósforos (2005) cuyo anverso posee el mensaje «La única iglesia que ilumina es la que arde. ¡Contribuya!». En el reverso se plasma la imagen de un edificio cristiano del que salen llamas.

Desde la imagen caricaturesca del burro crucificado en el Grafito de Alexámenos, la crucifixión ha sido un tema recurrente en los ataques visuales a la religión cristiana. Con mayor o menor calidad, originalidad e interés el museo recoge obras de León Ferrari (La civilización occidental y cristiana, 1965, en copia de 2018), Jani Leinonen (McJesus, 2015), Terry O’Neill (Rachel Welch on the Cross, 1966) o Andrés Serrano (Piss Christ, 1987). De tan conocidas nos resultan irrelevantes. Con otras no ocurre lo mismo.

Juan Francisco Casas realizó en 2015 L’estasidilatex, que recreaba la obra de Bernini, en la que se recoge un éxtasis de santa Teresa que hoy sigue presidiendo el retablo de la capilla Cornaro en la iglesia de Santa María de la Victoria de Roma. El coqueteo es, fundamentalmente, semántico: la joven —supuestamente— se excita o bien ante una reproducción de la obra en el libro que enmascara su rostro convirtiéndolo en el de la santa abulense o con las palabras originales de la santa. A pesar de la elegancia del trazo, me sigo quedando con el original. Hoy, en estos asuntos del empoderamiento sexual de la mujer, siempre hay quien está dispuesto a ir un poco más lejos, como Charo Corrales, que realiza Con flores a María (2018), un autorretrato que es, a su vez, una versión peculiar de la Inmaculada de Murillo en la que esta lleva la mano izquierda a su entrepierna; la obra fue rasgada por un visitante indignado y así se presenta en el Museo.

L’estasidilatex. Juan Francisco Casas, 2015

En la mayoría de los casos, aunque debe de haber todavía algún proceso coleando, la justicia ha defendido el derecho a la libertad del artista, generalmente basándose en que el hecho no se había producido en un lugar sagrado. Así ocurrió con Abel Azcona, quien en 2019 realizó una «instalación orgánica completa compuesta por doscientas cuarenta y dos obleas (hostias consagradas) tomadas mediante procesos performativo de larga duración» que creaba la palabra pedereastia (Amén o Pederastia) que no deja mucho espacio a la imaginación y que fue adquirida por Tatxo Benet en 2020.

Ocupa sala con una serie de dibujos de presos de Guantánamo (de interés muy menor si lo comparamos con el resto de obra expuesta) y con la obra de la artista cubana Tania Bruguera Plusvalía (2010), que reproduce un letrero de bienvenida, «El trabajo os hará libres», común en los campos de concentración alemanes. En 2009 unos desaprensivos robaron el de Auschwitz, que pretendieron vender antes de ser detenidos. He recordado mi visita a alguna de esas instalaciones. Tania Bruguera (que lo mismo atiza al régimen castrista que al imperialismo yanqui) critica el deseo de obtener beneficio de cualquier cosa. Para ello reprodujo a escala real ese objeto acompañándolo de diversos utensilios de manipulación. Pero, ya que estamos, podemos llevar el argumento hasta las últimas consecuencias: criticar la plusvalía usando un medio, el arte, cuyo valor de uso tiende a cero y cuyo valor de cambio aspira al infinito, pues como que podría parecer un poco incoherente.

En primer plano, Plusvalía, de Tania Bruguera (2010). En segundo plano, Amén o Pederastia, de Abel Azcona (2019)

La unidireccionalidad que se percibe en muchos de estos mensajes los alejan de lo que había sido tradicional en el arte moderno que se había basado, fundamentalmente, en la libertad del artista para manejar sus medios a su libre albedrío, relegando a un lugar secundario el contenido de las obras. Ahora parece que los artistas más cercanos a nosotros recuperan la idea de que la forma es, ante todo, la manifestación visual de un contenido, lo que ha sido cierto a lo largo de la historia y solo una excepción, y para unos pocos artistas, en el último siglo y medio. Pero la libertad ¡ay! debe poseer un precio. Si el autor decide el contenido también debe ser responsable de él.

Así, la obra de Eugenio Merino antes citada o la de David Černý Shark (2005), en la que mete —como si se tratase del tiburón de Hirst al que parodia— a un Sadam Husein de tamaño natural en una enorme pecera. Fabián Cháirez pintó La Revolución (2014) cuadro en el que, cabalgando un caballo en manifiesta erección, aparece el rostro de Emiliano Zapata superpuesto a un cuerpo andrógino ataviado únicamente con unos zapatos cuyo tacón se ha convertido en un revólver. La exhibición de la obra produjo un choque entre los familiares del líder revolucionario acompañados de campesinos zapatistas y los defensores de la libertad del artista e integrantes del colectivo LGTB+.

La Revolución, de Fabián Cháirez (2014)

Hay también críticas a Donald Trump, al consumo de hamburguesas, retratos de MaoMarilyn y otro del último republicano florentino Filippo Strozzi en Lego (Ai Weiwei, 2016), que muere por su oposición a la deriva proaristocrática de los Médici y que fue realizado con piezas regaladas porque Lego se negó a proporcionar al artista los bloques por sus continuas campañas políticas. Claro que es necesario saber quién era Filippo Strozzi.

Muchas obras requieren una explicación, como la delicadísima Chica de Paz (2019), escultura de Kim Eun-Sung & Kim Seo-Kyung que critica el uso de mujeres coreanas como esclavas sexuales por los japoneses en la segunda guerra mundial. El cabello mal cortado expresa la separación de la familia; el pájaro, símbolo de liberación, vincula a las muertas y las vivas; los talones levantados son los padecimientos de las mujeres que fueron consideradas prostitutas; la sombra de una mujer anciana que proyecta en el suelo las dificultades sufridas; los puños cerrados, la negativa a seguir en el silencio; la mariposa, la esperanza de quienes creen que Japón se disculpará. ¿Y la silla? Pues nada, para que se siente usted allí y se solidarice con las víctimas. Y, de paso, se echa una foto.

Chica de Paz, de Kim Eun-Sung & Kim Seo-Kyung (2019)

Desde la comodidad europea (territorio en el que la crítica, raramente, no suele pasar de la prensa o de las redes sociales) emocionan propuestas que provienen de los límites de nuestra civilización o que están fuera de ella directamente. Las obras que me parecieron más interesantes estaban realizadas por tres mujeres. Trampa para lobo (2014) de Amine Benbouchta, cuya forma recuerda la de una corona colocada sobre un lujoso cojín y que se retiró del Museo de Arte Contemporáneo de Rabat. Evermust (2017) de la kazaja Zoya Falkova, que es un cuerpo de mujer convertido en saco o pera de boxeo y Silencio rojo y azul (2014) de Zoulikha Bouabdellah: treinta alfombras de rezo en cuyos centros se han colocado lujosos zapatos de tacón. Mensajes claros, impactantes visualmente, que cautivan la mirada y que se abren a la reflexión.

Trampa para lobo, de Amine Benbouchta (2014)
Evermust, de Zoya Falkova (2017)
Silencio rojo y azul, de Zoulikha Bouabdellah (2014)

En arte hay diferencias cualitativas a las que deberíamos atender más. Uno de los pasillos del museo lo ocupa un collage de carteles de Amnistía Internacional; echarles un vistazo y compararlos es un buen modo para discernir aquellos que responden mejor a los fines que se proponen transmitir. Esta colección tiene obras de diversa calidad intrínseca (junto a originales hay grabados, fotografías, réplicas) cuyo conjunto seguramente no aguante la comparación con otras colecciones, aunque quizá haya que darle algo más de tiempo. Es destacable su cuidadoso diseño, que contribuye al interés de contenido. El propio ascensor resulta, en sí, una obra visual. No es exhaustiva, no aburre y es muy condescendiente con el visitante, al que informa sintéticamente, e incluso halaga. Su merchandising es atractivo y posee un catálogo al que voy a referirme para concluir.

Supongo que los lectores saben que los artistas, independientemente de la propiedad del cuadro, poseen (salvo que expresamente renuncien a él o lo enajenen) el derecho de reproducción de sus obras. Pues bien, en las páginas donde se recoge la ficha de una impresionante serigrafía Autorretrato (2000) de Chuck Close —artista que vio cancelada una gran exposición que le iba a dedicar la National Gallery of Art de Washington porque, en 2017, fue acusado de comentarios procaces y de invitación al desnudo por parte de unas antiguas estudiantes— aparece, en lugar de la obra, un rectángulo rojo a toda página con un pie: «Los titulares de los Derechos de Reproducción de este artista han preferido que la obra perteneciente a la colección del Museu de l’Art Prohibit no se reproduzca en esta publicación».

Páginas del catálogo dedicadas a Chuck Close
Chuck Close

Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con la docencia y otras actividades relacionadas con la organización escolar, entre ellas la coordinación del Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Sobre todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publicó Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha.

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