Ramón Lluis Bande (Gijón, 1972) es un cineasta comprometido con la «memoria histórica» desde una óptica diferencial y reivindicativa. Si bien esa memoria histórica está a menudo mediatizada por un juicio previo revisionista, «memoria histórica, mentira histórica» que decía Godard en su última película, la propuesta audiovisual de Bande integra la historia en el presente desde una dimensión más amplia, de gran angular, que toma la distancia necesaria para filmar desde la apertura de miras. Un cineasta que domina los recursos narrativos actuales a la hora de integrar el pasado en nuestro presente más inmediato. Su cine va dirigido a espectadores necesitados de nuevas perspectivas, de nuevas formas de mostrar una historia que no disimulen la selección subjetiva de un marco de realidad.
Ramón Lluis Bande ha dirigido los largometrajes de no ficción El fulgor (2002), El paisano. Un retratu colectivu (2005), Equí y n`outro tiempu [Aquí y en otro tiempo] (2014), El nome de los árboles [El nombre de los árboles] (2015), estas dos últimas se pueden ver completas en Filmin, y Vida vaquera (2016). Ha realizado videoclips para Nacho Vegas, Manta Ray, Mus y Viva Las Vegas, entre otros. Dirige el magazine cultural semanal Pieces en la Televisión del Principado de Asturias (TPA), además de otras series documentales para la misma cadena.
Coincide este mes de mayo el estreno de Vida Vaquera en Catalunya con el visionado de su último trabajo hasta el momento, el videoclip Verano de 2013 para la banda asturiana Losone, que presenta El Domador de versos, su segundo disco, este fin de semana.
⇑ Portada: fotograma de Vida Vaquera, 118 minutos (2016)
El mar y las huellas (el cine memorioso de Ramón Lluís Bande)
/ por Jorge Praga /
Chillidos de gaviotas, el mar fundiéndose con el horizonte, olas arribando a la playa. Una mujer descalza camina por la arena sobre la línea que trazan las idas y venidas del mar. Las huellas de sus pies son invadidas por la espuma postrera de una ola, que en su retirada difumina los contornos de la pisada. Pronto la superficie queda tersa, nueva, mientras se oye la voz del narrador: «El mar. Se diría que solo el mar permanece. El resto es distinto o se ha borrado con el tiempo, como las huellas de unos pasos en la arena». Así comienza La Morte Rouge, el mediometraje en el que Víctor Erice se lanza en pos de una experiencia cinematográfica que marcó sus años de infancia y que ahora busca revitalizar en esta obra. ¿Cómo retornar a esa infancia de la que no queda más registro que el recuerdo íntimo, al miedo colectivo que lo envolvía? El tiempo se lo ha tragado todo con su oleaje incesante. Solo permanece el mar, inmutable y ajeno. El mar: lo inhabitable, lo no humano. El resto es distinto a como fue. Carcomido por el óxido, devorado, borrado. ¿Cómo volver, devolver en el arte lo que antes fue experiencia decisiva y trascenderlo hacia el otro, el espectador?
Víctor Erice ha desarrollado prácticamente toda su carrera bajo la exigencia de estos interrogantes, entroncados en el difícil momento político de la posguerra española. Desde «En un lugar de la meseta castellana hacia 1940…», rótulo que abría El espíritu de la colmena, hasta la exploración de la gran fotografía de los trabajadores de la Fábrica do Rio Vizela en Vidrios rotos, la pregunta metodológica se repite: cómo dar vida a la memoria, personal y a la vez colectiva, sin caer en el pie forzado de la reconstrucción ficcional a la que ha ido renunciando, sin caer tampoco en su vía opuesta y disecada de la datación documental. Cuál es el cauce para vivificar los hechos ante los ojos del espectador.

Si volvemos la atención hacia la obra de Ramón Lluís Bande, nos encontramos ante inquietudes similares de rastreo memorioso, bien que con un importante matiz diferenciador: lo que en Erice era indagación íntima que se acababa cruzando con las heridas colectivas, en el director gijonés se orienta hacia unos hechos que no puede explorar desde su experiencia por evidentes razones generacionales: la larga persecución de los derrotados en Asturias en la guerra civil, escondidos en las montañas y bosques hasta que se entregaban o eran abatidos por las fuerzas franquistas. Los huidos, los fugaos, bastantes miles de personas que fueron dejando durante quince años cientos de muertos, muertos silenciados, enterrados en soledad y tachados públicamente, sin apenas supervivientes con voz que los prolongaran. Los bosques en que se ocultaron cegaron sus rastros, los vecinos que los ayudaron o supieron de ellos se vieron forzados a cerrar la boca. Durante muchos años el tiempo, el mar, fue borrando sus huellas, sus ecos, sus nombres. ¿Dónde buscarlos? ¿Cómo traerlos al presente?
Las tentativas de Bande se han movido en el registro de la biografía, también en el vuelo de la palabra literaria; pero sobre todo en el ámbito de la imagen: Estratexa (2003), De la Fuente (2004), El paisano: un retratu colectivu (2005), Sangre (2010) son distintos pasos en los que busca la forma en la que encajar el torrente de testimonios y datos que va reuniendo. Tras los primeros documentales de corte canónico, en Sangre ensaya la ficción como prueba de inicio de una obra amplia en la que quiere albergar esa memoria colectiva. No cabe mayor cercanía ni abrazo a los hechos que la de este cortometraje: construido con la narración personal de uno de los guerrilleros, Manolín el de Llorío, rodado en la cabaña donde fue tiroteado en la noche por las fuerzas franquistas en forma de recuerdo contado a su nieto e interpretado por un actor de la tierra, Carlos Álvarez-Nóvoa…, pero algo no convence al director, ni tampoco al espectador. Tal vez ese aire indisoluble de representación, que no encaja con los muros semiderruidos de la cabaña ni con la espesura del bosque que se cierra sobre los caminos. La palabra queda flotando, sin echar raíces terrenales en la imagen.
Con ese balance negativo, la vía de la ficción queda descartada, pero hay un vector de Sangre que Bande va a explotar en el díptico que comienza a preparar sobre la guerrilla: el tiempo presente de la voz, de la enunciación, de la mirada. Se habla desde un aquí y un ahora, y desde esa posición se buscan y nombran los hechos del pasado bajo el saber de su inalcanzable lejanía. Lejanía producida por el trabajo incesante del mar, pero sobre todo por el oleaje furibundo de la represión política y militar que no solo eliminó —asesinó, el verbo repetido en la obra— a los vencidos, sino que escondió sus sepulturas, negó su memoria, prohibió su recuerdo. Anotar esa ausencia sin reconstrucciones ficcionales o arqueológicas será la apuesta metodológica que se marque la obra; fotografiar el vacío, fundir la voz con el silencio.
Equí y n’otru tiempu, su primera entrega del díptico, se arma con aquello que no pudo suprimir la represión: el espacio, la tierra, sus luces y sus sonidos. Y elige los lugares en los que la vida de los huidos dio sus últimos pasos. Allí donde murieron está su más fiel y crucial recuerdo. La cámara y el micrófono se instalan ante cada uno de esos cadalsos como un empecinado observador que nada espera. Mira, piensa, siente, oye. Cámara inmóvil, objetivo a la altura de los ojos con un objetivo de cincuenta milímetros que se asemeja a la mirada humana. Tras cada nombre y su localización geográfica, la imagen se encierra con un paisaje que trae el vacío, la ausencia, la huella borrada. Un espacio envuelto en su propio rumor, cuidadosamente rodado en las mismas fechas que albergaron la sangre muchos años atrás. Si fue en noviembre, los árboles siguen dorados y la hierba corta y húmeda. Si en mayo, la naturaleza se desborda entre el piar de los pájaros. El paisaje encuadrado en el campo visual es sinécdoque de la totalidad; nada falta, ni la belleza tan siquiera. Pero el contracampo, engarzado al orden temporal, solo remite a la ausencia de lo que allí sucedió y luego se silenció y se quiso borrar para siempre. Nada queda de aquel tiempo, del otro tiempo, pero el equí testarudo de la cámara de Bande extrae del paisaje y su rumor emoción, reconocimiento y, finalmente, triunfo sobre la maniobra de olvido. El director ha etiquetado a su obra de monumento. Como todo monumento, alberga un trozo de tiempo. Y como todo monumento, requiere una recepción colectiva. Las veinticuatro lápidas invisibles exigen una proyección pública para que cada minuto de silencio vaya conjugando una respiración común de emoción y a la vez de reflexión.
La vida latente de los lugares
Cuando José Luis Guerín se fue a Cong, en Galway, para rastrear los rincones en que se rodó El hombre tranquilo, la facundia irlandesa le ofreció una variada colección de testimonios con los que fue armando Innisfree. Las voces poblaban el aire. En esa estela de oído y paciencia Ramón Lluís Bande encuentra en los escenarios de la represión el rumor que los envuelve, una palabra fácil y precisa que los habitantes del lugar le confían con espontaneidad. Habla la gente que siempre vivió allí y que recibió de sus padres, o de la memoria profunda de su infancia, unos hechos imposibles de borrar. Disparos en la noche, gritos y amenazas, ráfagas de ametralladora, bombas, casas y cuadras en llamas; rastros de sangre que llevaban a cuerpos abandonados, comidos por las alimañas. Los que allí permanecieron no han podido tacharlo ni olvidarlo, y su narración envuelve inmediatamente al equipo de rodaje que llegaba con la escueta intención de esculpir la lápida de su monumento cinematográfico. De ahí surge sin plan previo el arrebato de El nome de los árboles, complemento sonoro y reverso narrativo de Equí y n’otru tiempu. Dividida en diecinueve partes, cada una de ellas se compone con esas voces que son como ecos guardados entre las casas y el bosque, y a los que el impulso de la llegada de unos extraños armados con la varita mágica de la cámara, y vestidos de respeto, basta para romper el hechizo malévolo del silencio que los envolvía.
A diferencia de su otra película, en El nome de los árboles no importa tanto la identidad de los fugaos ni las precisiones toponímicas. Sus protagonistas son esas voces que van conformando una memoria común, un recuerdo colectivo en el que ya no cabe el miedo, tampoco el odio o la venganza. La búsqueda iniciada por el equipo de rodaje es modulada por esa gente que espontáneamente ofrece su ayuda ante obstáculos casi insalvables: las lápidas se han borrado, el camino lo ha comido la maleza, la mina fundiose. Unos vecinos llaman a otros, con los mangos de fesories orientan hacia la dirección correcta, pero muchas veces el paisaje al que aluden ya no está allí, solo vive en sus cabezas. Ese vacío insuperable y sin embargo visible y mostrable recuerda al que Alfred Hitchcock instaló en Rebeca en la cabaña en la que Maxim de Winter rememora la última conversación con su mujer; la cámara, siguiendo las indicaciones del narrador, recorre las paredes en su busca, pero no consigue recuperar su cuerpo ahogado, sustituido por el vacío del plano. Es en ese intervalo que media entre la presencia y la ausencia, en ese tránsito de tiempo y oleaje, donde la película de Bande establece su espacio de reflexión, con el aliento poderoso y decisivo de la voz colectiva que une los extremos del intervalo. Los últimos recorridos cuentan con un aliado especial, Quilino’l de Polio. Él no solo fue testigo, sino también partícipe de la vida de los huidos. Del ámbito de sus acciones queda menos que en cualquier otro sitio, pues la mina a cielo abierto de Polio peló y esquilmó el suelo hasta dejarlo en tierra y piedra. Quilino apunta con su cayado, imagina, reconstruye, busca mojones supervivientes —«estes fayes siempre tuvieron aquí», «en esa mata ye donde taba el refugio»— para recuperar el espacio de sus vivencias. Vemos a través de sus ojos, del arco que traza con su brazo, revestido de empaque y dignidad. Pero, a diferencia de otros testigos, la emoción va ganando sus palabras, enronqueciendo su garganta, hasta que con un solo gesto, inmenso y definitivo, cierra su narración y también el monumento de las dos películas: «¡Déjalo! ¡Déjalo!», susurra mientras agita la mano hacia el objetivo. Final con fundido a negro.
¿Solo el mar permanece?
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