Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas) de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) es un golpe de realidad. Lo que debería ser un final de trayecto para los niños que cruzan solos la frontera de México con EEUU no es más que el principio de una segunda odisea a la que deben hacer frente de nuevo por su cuenta y riesgo. «¿Por qué viniste a los Estados Unidos?» es la primera pregunta a la que deben enfrentarse en el cuestionario de admisión los niños indocumentados que han logrado superar la primera odisea y cruzar la frontera. Este espléndido ensayo de Valeria Luiselli hace referencia, precisamente, a las cuarenta preguntas de dicho cuestionario y surge como necesidad de asimilar y reflexionar en voz alta acerca de su experiencia como traductora para la defensa de niños migrantes en la Corte Migratoria de Nueva York. La autora pudo conocer de primera mano el enredado proceso legal del que depende el futuro de los miles de niños centroamericanos que arriesgan su vida para cruzar la frontera con tal de escapar del infierno cotidiano que viven en sus respectivos países de origen. Es un testimonio ajustado estrictamente a la realidad, sin alentar ningún tipo de victimismo mediático, honesto en su desarrollo, escrito desde una perspectiva situada entre el deseo de remediar ese desamparo existencial que se sentaba a diario frente a ella y la impotencia que provoca la imposibilidad de hacerlo. Mientras Donald Trump se deja llevar hasta la Santa Sede para intentar lavar algo su imagen posando junto al papa Francisco, la autora de este ensayo se cuestiona: «¿Cómo se explica que nunca es la inspiración lo que empuja a nadie a contar una historia, sino, más bien, una combinación de rabia y claridad?”

Valeria Luiselli es autora del libro de ensayos Papeles falsos (Sexto Piso, 2010), y las novelas Los ingrávidos (Sexto Piso, 2011) y La historia de mis dientes (Sexto Piso, 2013), que han sido traducidos a diversas lenguas y aclamados internacionalmente. Ha colaborado en publicaciones como The New York Times, Granta, McSweeney’s, Letras Libres y Etiqueta Negra. En 2015 obtuvo el prestigioso premio Los Angeles Times Book Prize por la traducción al inglés de La historia de mis dientes. Actualmente trabaja en la Universidad de Nueva York, ciudad en la que vive y desde la que nos atiende vía telefónica para realizar esta entrevista.
«Si Trump levanta finalmente su muro, pondrán una escalera. Allá donde se levante un muro, la gente pasará por debajo, lo subirá o lo rodeará»
Jaime Priede—Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas) surge de tu experiencia como intérprete en la Corte Federal de Inmigración de Nueva York. Tu trabajo consiste en traducir las preguntas del cuestionario redactado en inglés a los niños procedentes en su mayoría de Guatemala, El Salvador, Honduras o México, y a su vez en traducir sus respuestas en español al inglés. El fin último de dicho cuestionario es procurar una vía de apoyo legal a cada una de las experiencias individuales de estos niños. ¿Cómo surge la idea de llevarlo a cabo?
Valeria Luiselli—Este cuestionario surge cuando un grupo de abogados se une como respuesta a una emergencia nacional: el momento en que la administración de Barack Obama, para disuadir más entradas, facilita que los jueces procesen con más rapidez los casos de menores y familias que han cruzado la frontera de México. Convierte así en una prioridad que los migrantes puedan ser deportados con mayor rapidez. Ante esa situación, un grupo de abogados logra cohesionar a siete organizaciones civiles que habitualmente se encargan de tema similares y fundan la organización I-CARE, bajo la cual se realiza el esfuerzo de armar este cuestionario.
J. P.—¿Es difícil mantener la objetividad? ¿Hasta qué punto uno se siente tentado de «reconstruir» alguna de esas vivencias a favor del inmigrante y qué posibilidades tiene de hacerlo?
V. L.—Por supuesto que hay una tentación, pero el término es equívoco porque implica teñir la labor con el tinte de lo ilícito. Sea un intérprete o uno de los abogados que le acompañan, lo que se pretende es ayudar a un niño, pero no se puede modificar o inventar una historia; no se puede mentir. Inventar una historia que aparentemente favorezca a un niño, en última instancia, tampoco ayudaría a ese niño. Cada caso pasa después por muchas instancias legales, hay reuniones con los abogados que deciden hacerse cargo del caso de ese niño, y luego están los jueces, el paso tanto por la Corte Familiar como por la Corte de Inmigración… Lo importante es detectar qué parte de su historia, qué mínimo detalle puede ayudar a ese niño. Lo que yo pretendo es ser lo más meticulosa posible y anotar cada detalle, porque los intérpretes no somos expertos en las leyes, sabemos lo suficiente pero no somos expertos. Nuestra labor consiste en registrar todo en detalle para que luego un abogado reciba toda esa información y decida cómo puede ayudar a ese niño con ella.
J. P.—Muchos de estos niños llegan a través de una ruta ferroviaria que parte de localidades como Arriaga, Chiapas, Tabasco,… Ese conjunto de trenes se conoce popularmente con el nombre de La Bestia. En tu libro recoges este comentario que alguien hace: «Entra un niño, sale una momia». Suena a los efectos de un totalitarismo acelerado que aplastara a estos niños de por vida…
V. L.—Sí, se produce una resignación tristísima. Por un lado, hay mucha esperanza en ese viaje, y la gente lo emprende, incluso muchos niños lo emprenden por su cuenta. Pero mucha gente sabe de antemano que el viaje implica un riesgo muy alto, que se corre mucho peligro y que existen muchas probabilidades de no llegar al final. Te diré, como ejemplo, que muchas mujeres toman precauciones anticonceptivas porque saben que hay una enorme posibilidad de que sean violadas durante el viaje. Date cuenta de que ocho de cada diez mujeres son violadas en ese trayecto.
J. P.—Es un dato terrible, los números tienen esa crudeza, nos ponen sobre la realidad con una inmediatez demoledora. Saben eso y, aun así, se ponen en marcha porque no tienen otra posibilidad, prefieren ese riesgo a quedarse…
V. L.—Sí, exactamente, claro. Nadie quiere emigrar, nadie se exilia por una decisión frívola o tomada a la ligera. Saben que realmente ya no tienen otra salida.
J. P.—El tránsito de menores que migran a Estados Unidos solos, sin padres o familiares mayores de edad, procedentes de México o Centroamérica, es un fenómeno que ocurre desde hace muchos años, aunque era poco conocido por la opinión pública, al menos en España. ¿Cuál puede ser el motivo por el que esa migración de niños solos haya aumentado tanto en los últimos años?
V. L.—Buena pregunta, pero solo puedo darte una respuesta especulativa. Me temo que nadie puede saberlo a ciencia cierta. Puede que en parte tenga que ver con el aumento del trasiego de drogas en el hemisferio y el papel que las bandas criminales, sean pandillas o sean carteles, jugaban en esto. Cada vez tienen que reclutar a más gente. No desecharía que la llamada “guerra contra las drogas” en México haya fragmentado y roto las bandas, y una vez caídos los capos, empezó a reinar un caos mayor y más violento. Todo eso ha generado una especie de industria de carne de cañón, es decir, cada vez necesitan reclutar a más gente y quiénes son los más proclives, pues los más frágiles: los niños y los jóvenes. Los más jóvenes no tienen manera de defenderse de ese acoso, se sienten abandonados y deciden huir.
J. P.—Digamos que el maltrato hacia quienes emprenden esa huída, el maltrato por parte de las autoridades estadounidenses hacia los migrantes mexicanos, es algo conocido o, al menos, supuesto a partir de testimonios de diversa índole. No obstante, poco se sabe de la situación de los migrantes centroamericanos que llegan a la frontera de México con la intención de cruzar luego la frontera de Estados Unidos. ¿Cuál es la actitud de las autoridades mexicanas en ambos casos?
V. L.—Mira, la actitud de las autoridades mexicanas ante la situación de sus compatriotas en la frontera de Estados Unidos no resulta lo suficientemente frontal e insistente en la defensa de los derechos humanos básicos. Debería haber por parte de México una mayor vigilancia de los abusos a los que son sometidos sus ciudadanos, aunque sean mexicanos que quieren abandonar México. El gobierno mexicano no solo no ha sabido proteger a su gente, ya que se ven obligados a emigrar, sino que ni siquiera los han defendido en ese trance. Por otro lado, yo sé que los consulados sí que han hecho mucho por los mexicanos. Gente que trabaja diariamente en ese tema. Conozco a la gente del consulado de Nueva York y sé que, por ejemplo, ante los temores que ha generado la llegada de Trump, han sido muy activos en dar a la comunidad mexicana e incluso centroamericana mayor seguridad. Los consulados de Estados Unidos sí que hacen mucho por la gente ante los horrores que ha generado la llegada de Donald Trump a la presidencia del país. Se han mostrado muy activos a la hora de proporcionar mayor seguridad y acogida a esas comunidades. Pero no dejan de ser medidas puntuales, aisladas. En relación a la segunda parte de tu pregunta, en fin, la increíble hipocresía del gobierno mexicano, por no utilizar una expresión más potente, consiste en que trata mucho peor a los migrantes que llegan de los países centroamericanos a sus fronteras de lo que lo hacen los estadounidenses en la suya a los mexicanos.
J. P.—La administración estadounidense ya resultaba bastante restrictiva en política de inmigración, como comentabas antes. A través de un estudiado engranaje cuyo movimiento incesante se amparaba en la manipulación lingüística de términos como aliens, «ilegal» o expresiones como «salvaguardar y proteger los derechos de los inmigrantes». Y en esto, llegó Donald Trump. ¿Cuál es tu análisis de lo que puede ocurrir a partir de ahora? Aquí nos llega el boom mediático de sus constantes amenazas casi como puñetazos sobre la mesa y a la vez una saturación de la exposición del personaje que hace dudar de sus posibilidades y capacidades reales de acción. Ahora está más cuestionado, quizá más debilitado, pero siempre está latente la amenaza. ¿Cuál es tu valoración con mayor conocimiento de causa?
V. L.—Pues creo que efectivamente se dan ambas cosas a la vez y en eso reside la gravedad del asunto. Por un lado tenemos aquí casi como el continuo culebrón de la familia Trump, apoyado de manera consciente o no consciente, por los medios. Cada día un capítulo nuevo de la miniserie que va alimentando el horror, una especie de fábrica de horrores que se suceden mecánicamente en la prensa escrita y en las pantallas. Eso nos tiene pegados a las noticias. Yo creo que la gente consume hoy mucha más información, muchas más noticias, de lo que se hacía solamente hace año y medio. Mis alumnos de la Universidad de Hofstra, en Nueva York, donde trabajo, son consumidores ávidos de noticias, y no necesariamente de información de calidad. En mi casa no solemos ver televisión, pero ayer estaba viendo la CNN y me quedé anonadada con la baja calidad de la información, la falta de contraste, todo era pura especulación… Eso me parece muy preocupante. Por otro lado está esa amenaza real que se pueda traducir en determinados actos, leyes, etcétera. De momento, no ha podido hacer gran cosa. Al menos, de momento. Hay cientos de miles de abogados en todo el país vigilando muy estrechamente que al menos no se cometan acciones ilegales que vayan en contra de la Constitución o de las leyes internacionales. Pero todos los días surgen amenazas contra la sanidad pública, contra los inmigrantes, contra los musulmanes… El peligro que veo en todo ello es que nos acostumbremos y normalicemos esa amenaza, que no logremos cohesionar un movimiento civil organizado de respuesta.
J. P.—Ese impacto constante dificulta cualquier análisis en perspectiva, todo es una bomba informativa que impide el análisis crítico, la respuesta.
V. L.—Exactamente. Además de eso, con lo que estoy totalmente de acuerdo, además de esa falta de análisis crítico riguroso, no hay claridad acerca de cómo organizarnos como sociedad, porque todos los días hay un ataque distinto. Mi esperanza está puesta en las organizaciones civiles que hacen frente a estas situaciones. Creo en la necesidad, en algunos momentos de la historia más que en otros, de hacerse notar, de hacer frente en la calle, tomar las calles, pero eso no deja de ser una forma limitada de luchar por el cambio. Si no va acompañado de una organización y entrega cotidiana a las necesidades reales de tu comunidad en la vida diaria, la protesta callejera no tiene consecuencias duraderas.
J. P.—Pude que algo así haya ocurrido en España con el movimiento 15M y sus ecos en otros países europeos. Faltó esa cohesión interna que avanzara hacia una organización eficaz de trabajo concreto y real en el día a día que marcara objetivos a largo plazo…
V.L.—Sí, exactamente.
J. P.—En uno de los pasajes del libro, comentas: “Me imagino que en la mente de muchos de los niños que emigran, el mundo es un lugar donde no se vive en realidad con nadie”. ¿Qué puede compartir un niño protegido por su entorno afectivo y por la sociedad de consumo con un niño migrante que llega a esa conclusión, aunque no sepa formularla?
V. L.— Bueno, la educación pública en Estados Unidos me parece tercermundista, por utilizar un término que ellos utilizan con frecuencia para referirse a los demás. No es para nada un sistema equitativo. En sus primeros años de escolarización, mi hija acudía a un colegio en el que había una mayoría de alumnos procedentes de familias con bajos recursos, afroamericanas y, sobre todo, con padres indocumentados. Cincuenta calles más abajo, están los colegios a los que acuden niños blancos con todas las comodidades. Unos y otros tendrían algo que compartir si se mezclaran más, pero eso no es posible, desafortunadamente ocurre muy poco debido a la propia distribución en distritos de la ciudad. Solamente tienes derecho a ir a la escuela de tu distrito. La propia distribución de la ciudad de Nueva York segrega racial y económicamente.
J. P.—Debido a lo peligroso que resulta ese viaje en tren al que aludíamos al principio, se están empezando a buscar nuevas alternativas por mar. Los migrantes viajan en compañía de los llamados «coyotes» en balsas. Ya conocemos la situación en el Mediterráneo, ese gran «cementerio marino» en que por desgracia se está convirtiendo. ¿Crees que puede ocurrir algo similar durante los próximos años en el Pacífico?
V. L.—No sé, pero temo que eso suceda, sí. La gente no va a parar. Igualmente sucedería si se llegara a construir el gran muro de Trump. Si se construye un muro, se utiliza una escalera. Si se da la situación de una militarización extrema en las fronteras, se buscarán otras alternativas, hay túneles que cruzan la frontera entre México y EEUU. Si por tierra no llega a ser factible de ningún modo, entonces se marcharán en barco hasta las costas de California o de Florida. Un muro se salta o se rodea. Además, en mi opinión, el asunto del muro no es más que una estrategia mediática de Trump para desviar la atención pública cuando le atacan por el tema de los impuestos. Cada vez que salen los impuestos, sale el muro.
J. P.—En el libro te haces eco de un comentario de Sergio González Rodríguez en su libro Los huesos del desierto cuando insiste en la necesidad de registrar la mayor cantidad de historias individuales para evitar la normalización de la violencia y el terror a la que te referías antes. Y añades: «Contar historias no sirve de nada, no arregla vidas rotas. Per es una forma de entender lo impensable». Cuando se cuenta o se muestra una historia individual en los medios, se produce una empatía emocional, a veces intensa, como ocurrió el año pasado con la imagen del niño muerto en la playa, pero esa empatía, al ser puramente emocional, tiene más bien un recorrido corto. ¿Cómo lograr que ese cúmulo de historias individuales logre un efecto de pensamiento, de toma de conciencia, de «entender lo impensable», como tú dices?
V. L.—Digamos que ahí creo que la suma de perspectivas, la labor comprometida de ir contando experiencias individuales proporciona una mayor claridad y pueden cohesionarse hasta el punto de lograr una toma de conciencia más profunda. Estas cosas empiezan con la denuncia de unos pocos y con el tiempo, si continúa en progresión, se articula en un discurso más formado. Los grandes reivindicaciones, los grandes avances a lo largo de la historia se han formado así, piensa, por ejemplo, en los inicios del feminismo, de los derechos reproducitivos de las mujeres… Son temas que han ido creciendo con la progresión de muchas aportaciones distintas. El éxodo es el gran tema de nuestro tiempo. La migración de la que estamos hablando en esta conversación forma parte de un tema mucho más amplio, que es precisamente el éxodo constante de corrientes de personas. Desde 1945 no ha habido un movimiento tan incesante como el actual, nos va a llevar mucho tiempo asimilarlo, muchos años entender y asumir los derechos de esas personas, erradicar cosas y expresiones muy arraigadas en nuestro discurso, como el término «ilegal», por ejemplo. Me parece una barbarie calificar a una persona como «ilegal». Habrá que modificar las leyes y habrá que pensar en cómo hacerlo para proteger sus derechos. Una sola persona no podría lograr una toma de conciencia en ese sentido. Es una labor continuada y progresiva de muchas denuncias y perspectivas lo que puede lograr el efecto.
J. P.—De hecho, mencionas también en el libro un artículo de marcado carácter tendencioso, nada más y nada menos que en el New York Times, publicado en octubre de 2014. La conclusión de tu lectura es que la migración de niños solos es un problema mal comprendido. La devastación de su tejido social, a causa del tráfico de drogas y sus consecuencias, se concibe como un problema de México, «un problema de ellos». Como forma de contrarrestar ese prejuicio, te refieres a una dimensión «hemisférica» del problema…
V. L.—Sí, efectivamente. Estados Unidos forma parte de ese problema como un verdadero protagonista, tiene un papel principal en ese asunto y, por tanto, debe asumir su parte de responsabilidad en las posibilidades de paliarlo. Hay que cambiar la mentalidad en muchas cosas. Son necesarias muchas voces y perspectivas que obliguen a modificar el lenguaje y determinadas posturas para que no se permita que un periódico de ese prestigio publique un artículo como ese. Por mi parte, aspiro a que este libro circule entre las personas que generan opinión pública en EEUU. Gente que debe modificar su lenguaje y que este tema esté sobre la mesa, pero no solamente ahora que se ha vuelto mediático. Me gustaría que el libro circulara por ese medio, entre las personas que escriben a su vez libros y columnas de opinión.

Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas)
[Fragmento]

La pregunta siete del cuestionario para menores dice: «¿Te ocurrió algo durante tu viaje a los Estados Unidos que te asustara o lastimara?». En la primera entrevista con el intérprete, los niños rara vez entran en detalles particulares sobre experiencias de este tipo. Además, lo que les sucede en el trayecto, una vez fuera de sus países y antes de llegar a Estados Unidos, no siempre puede ayudar a presentar su caso frente a un juez de inmigración, de modo que la pregunta no forma parte sustancial de la entrevista. Sin embargo, como mexicana, es la pregunta que más me avergüenza hacerles a los niños. Me avergüenza, y duele, y llena de rabia, porque lo que les ocurre durante el viaje, en México, es casi siempre peor que cualquier otra cosa.
Las estadísticas de lo que ocurre en el tramo mexicano de la ruta de los migrantes cuentan por sí solas historias de terror.
Violaciones: el 80% de las mujeres y niñas que cruzan el territorio mexicano para llegar a la frontera con Estados Unidos son violadas en el camino. Las violaciones son tan comunes que se dan por hecho, y la mayoría de las adolescentes y adultas toman precauciones anticonceptivas antes de empezar el viaje hacia el norte.
Secuestros: en 2011, la Comisión Nacional de Derechos Humanos en México publicó un informe especial sobre casos de secuestros de migrantes, en donde reportó la escalofriante cifra de 11,333 víctimas de secuestros ocurridos entre abril y septiembre del año 2010 —un periodo de sólo seis meses.
Muertes o desapariciones: aunque es imposible conocer la cifra real, algunas fuentes estiman que desde 2006 han desaparecido más de 120 mil migrantes en su tránsito por México.
Más allá de las aterradoras pero abstractas cifras, hay historias concretas. En el 2010 ocurrió uno de los eventos que más marcó nuestras conciencias, y que sin duda supuso un parteaguas en términos de cómo se percibía tanto en México como en el resto del mundo la situación real de los cientos de miles de migrantes que cruzaban territorio mexicano para llegar a Estados Unidos. El 24 de agosto de 2010 se encontraron los cadáveres de 72 migrantes centroamericanos y sudamericanos amontonados unos encima de otros, en una fosa en un rancho de San Fernando, Tamaulipas. Algunos de los cadáveres mostraban marcas de tortura. Todos habían sido perforados por balas en el cráneo, disparadas a espaldas de la víctima. Tres personas de entre los torturados y asesinados fingieron su muerte y, aunque gravemente heridos, sobrevivieron. Pudieron contar las partes de la historia que ya muchos imaginaban: fueron los Zetas quienes perpetraron la matanza, cuando los migrantes se rehusaron a trabajar para ellos y dijeron que tampoco tenían medios para pagarse un rescate. Recuerdo los días oscuros en que se supo en México esta noticia —miles o quizá millones de personas preguntándose frente a periódicos, radios o pantallas: ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué hicimos como sociedad para que algo así pueda ocurrir? Todavía no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que, desde entonces, se han encontrado cientos de fosas comunes más, y que se siguen encontrando más y más.
Existen, también, historias particulares redentoras. Están, por ejemplo, Las Patronas, en Veracruz, que hace años empezaron a arrojar botellas de agua y comida a los migrantes a bordo de La Bestia, y que ahora son ya un grupo humanitario consolidado. Están, también, los muchos albergues que dan cobijo y comida a los migrantes a lo largo de su ruta por México —el más conocido de ellos, Hermanos en el Camino, dirigido por el padre Alejandro Solalinde—. Sin embargo, esas historias son sólo breves hiatos, oasis en la tierra de nadie en la que se ha convertido el país. Son, si acaso, fugaces destellos de esperanza en ese limbo oscuro donde chillan las ruedas metálicas y constantes de La Bestia —como si en su ascenso al norte mallugaran racimos de pesadillas—. México se ha vuelto una gran aduana custodiada tanto por criminales de cuello blanco como por criminales con fuscas y trocas, y los migrantes centroamericanos que cruzan la frontera sureña del país entran al infierno.
Más allá de los peligros que suponen para los migrantes las bandas organizadas y los criminales, están también los policías federales, estatales y municipales, los militares, y los oficiales de migración, que operan bajo el paraguas de la Secretaría de Gobernación y que ahora están respaldados por nuevas y más severas políticas migratorias. Poco después de que en Estados Unidos se declarara la «crisis» de niños indocumentados, y tras una reunión entre el presidente Barack Obama y el presidente Enrique Peña Nieto, México declaró el «Programa Frontera Sur», el nuevo plan antinmigración del gobierno mexicano. El objetivo del Programa, al cual se le asignó inicialmente un presupuesto de 102 millones de pesos de los egresos federales, consiste en frenar la migración de centroamericanos a través de México.
Algunas medidas concretas del Programa, sobre todo implementadas a lo largo de las rutas de La Bestia, son: drones; cámaras de vigilancia en los trenes y puntos estratégicos como túneles, puentes, cruces ferroviarios o centros urbanos; bardas y alumbrado en los patios de maniobras de los trenes; brigadas de seguridad privada e instalación de sistemas de geolocalización simultánea en los trenes; equipos de alarma y movimiento en las vías; centros de mando de seguridad en puntos estratégicos; y, last but not least, los famosos «Grupos Beta» que, bajo el disfraz de brigada de ayuda humanitaria, localizan y luego denuncian a los migrantes con oficiales de migración, para que éstos puedan «asegurarlos» —eufemismo mexicano para decir «capturar y deportar migrantes». En suma: el Programa Frontera Sur de Peña Nieto convirtió a México en las puertas de bienvenida a Trumplandia.
El discurso del gobierno mexicano para justificar el Programa Frontera Sur es que México tiene que salvaguardar la seguridad y proteger los derechos de los migrantes. Pero la realidad es otra. Desde que se declaró el Programa en 2014, México no ha hecho más que deportar masivamente a migrantes que en muchos casos, por ley migratoria, tendrían derecho al asilo político tanto en México como en Estados Unidos. El año 2016, por ejemplo, ha sido el año en que se ha registrado el mayor número de peticiones de asilo político en la historia mexicana reciente; y, por otro lado, ha sido un año en el que aumentó radicalmente la tasa de deportaciones de centroamericanos. La pregunta obligada es si acaso se está respetando el derecho al debido proceso de los migrantes. Es decir, ¿se está conduciendo en México un proceso regularizado, semejante al de las cortes federales de migración en Estados Unidos, donde los migrantes pueden defenderse de una orden de deportación en su contra, recurriendo a leyes migratorias que los defienden y pidiendo asilo político? Existe un estudio reciente y extenso sobre este tema, dirigido por la Washington Office on Latin America. La conclusión del estudio es que no. México está deportando centroamericanos masivamente, sin respetar su derecho al debido proceso.
Por otro lado, a partir de que se implementó el Programa, la seguridad de los migrantes se ha visto comprometida aún más y sus vidas corren ahora peligros a veces más graves. Desde que, en el año 2016, el gobierno mexicano tomó mayor control de La Bestia, viajar a bordo de los trenes se ha vuelto mucho más arriesgado y difícil, así que se han tenido que buscar nuevas rutas migratorias. Ahora hay rutas marítimas que comienzan en las costas de Chiapas, en las que los migrantes viajan con coyotes a bordo de balsas y embarcaciones precarias. Conocemos las historias del Mediterráneo, ese gran «cementerio marino». Nos podemos imaginar, entonces, lo que ocurrirá en los próximos años, bajo las enormes olas del Océano Pacífico.
Con medidas como el Programa Frontera Sur, el foco de control del paso de migrantes se ha ido desplazando de la frontera geográfica del río Bravo, a la del Suchiate y el Usumacinta. Este desplazamiento, por supuesto, ha sido apoyado por Estados Unidos. El Departamento de Estado de Estados Unidos le ha pagado al gobierno mexicano decenas de millones de dólares para que México detenga o filtre el paso de migrantes centroamericanos. Y Peña Nieto –el niño mejor portado, mejor peinado y más siniestro del salón– ha entregado buenas calificaciones: a partir de 2014, México empezó a deportar más centroamericanos que Estados Unidos. En el año 2015, México deportó a más de 150 mil migrantes provenientes del Triángulo del Norte. El Programa Frontera Sur es el nuevo videojuego de realidad aumentada de nuestro gobierno, donde gana el gañán que caza más migrantes.
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Si bien los peores crímenes y las violaciones sistemáticas de derechos de los migrantes suelen ocurrir en territorio mexicano, el peligro no termina cuando llegan a la frontera. En el año 2010, por ejemplo, un niño de dieciséis años que estaba del lado mexicano de la frontera fue asesinado a balazos por un policía estadounidense apostado en el otro lado. El policía argumentó después que el niño y otras personas le habían tirado piedras. Argumentó que se estaba defendiendo: balas contra piedras.
Los riesgos continúan, por supuesto, una vez que se cruza la frontera y los niños se adentran en Estados Unidos. La pregunta ocho del cuestionario se enfoca en crímenes y violaciones de derechos en territorio estadounidense: «¿Alguien te ha lastimado, amenazado o asustado desde que llegaste a los Estados Unidos?».
Se sabe, por ejemplo, de los civilian vigilantes y dueños de ranchos privados, que salen literalmente a cazar indocumentados –—no se sabe si por convicción o por mero deporte—. Pero no todas las muertes son por asesinato. Muchos migrantes también mueren de deshidratación, hambre y accidentes. Sólo en el instituto forense de Pima County, en Arizona, se han registrado más de 2,200 restos humanos desde el 2001, la mayoría de los cuales siguen sin ser identificados. La identificación de cadáveres es una tarea casi imposible, porque la mayoría de las veces éstos son hallados en un estado muy avanzado de descomposición, y porque las vías de comunicación entre familiares que buscan a sus desaparecidos y las instituciones a cuyo cargo están los restos es escasa, si no es que nula. La zona fronteriza entre México y Estados Unidos es un gran limbo, y los migrantes que mueren en esa porción de nuestro continente se vuelven meros «huesos en el desierto» —como decía Sergio González Rodríguez en 2002 para referirse a las muertas de Juárez—, pero que también puede extenderse ahora a los miles de cadáveres de migrantes no identificados que, a medida que pasan los años, se siguen multiplicando, anónimos. Las cifras cuentan historias de terror, pero quizá las historias de verdadero terror, las inimaginables, sean aquellas para las cuales todavía no hay números, para las cuales no existe ninguna posible rendición de cuentas, ninguna palabra jamás pronunciada ni escrita por nadie. Y, quizá, la única manera de empezar a entender estos años tan oscuros para los migrantes que cruzan las fronteras de Centroamérica, México y Estados Unidos sea registrar la mayor cantidad de historias individuales posibles. Escucharlas, una y otra vez. Escribirlas, una y otra vez. Para que no sean olvidadas, para que queden en los anales de nuestra historia compartida y en lo hondo de nuestra conciencia, y regresen, siempre, a perseguirnos en las noches, a llenarnos de espanto y de vergüenza. Porque no hay modo de estar al tanto de lo que ocurre en nuestra época, en nuestros países, y no hacer absolutamente nada al respecto. Porque no podemos permitir que se sigan normalizando el horror y la violencia.
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