Crónica

Flotadores en Lesbos

Paseo por el puerto de Mitilene y me cruzo con estos grupos, con mochilas, con bolsas. Un niño de unos cuatro años lleva un saco de dormir colgado de su espalda. Mantas y sacos de dormir y esteras. Personas que se asoman a Europa desde sus países en guerra, Afganistán, Irak, Siria, que empujan la puerta de Europa jugándose la vida, que se arremolinan alrededor de un taxi para tratar de subirse, que extienden sus enseres en las aceras cercanas al puerto, que se sientan en los bancos durante horas.

Es un viaje a vida o muerte. Muchos de los que lo emprenden saben que o los rescatan o morirán ahogados y, aún así, se hacen a la mar huyendo de la desolación en pateras de goma o de madera. Lo mismo que tirarse a la desesperada por una ventana para huir de un incendio, como tristemente ocurrió el miércoles pasado en la torre Grenfell de Londres destruida por las llamas. ¶ Las altas temperaturas y la cercanía del verano reabre la posibilidad de movimientos masivos de refugiados que Europa debería afrontar como lo que es, una situación muy compleja, pero que no se resolverá levantando muros o mirando al cielo a ver si llueve. El Mediterráneo se ha convertido en un cementerio y seguimos cruzados de brazos mirando para otro lado. ¶ Estamos ante un drama humano cuyo efecto mediático va y viene según el alcance emocional de determinadas imágenes, pero el drama permanece cuando el efecto pasa. Situada en el mar Egeo, la isla de Lesbos es una de las islas griegas más cercanas a la costa de Turquía. En su día fue un paraíso turístico para miles de viajeros, pero hoy es una vía de escape para los refugiados que huyen hacia Europa. Desde que estalló la guerra en Siria, las costas de la isla de Lesbos se convertieron en un escenario de tragedias y naufragios. Las miles de llegadas de refugiados y el cierre de la ruta de los Balcanes hicieron que, en la isla de Lesbos, refugiados y migrantes empezaran a quedarse cortos de espacio. Belén Suárez Prieto ha estado en Lesbos a finales del verano pasado y cede a El Cuaderno unas páginas de su cuaderno de viaje. / El Cuaderno /


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Bahía de Mitlene

Lesbos, verano de 2016

/ por Belén Suárez Prieto /

Amanece en Mitilene

Amanece en Mitilene, capital de la isla griega de Lesbos, en el mar Egeo, una mañana de octubre espléndida. El puerto está recogido por una bahía cuyo paseo muestra la ciudad, isla, griega y, por lo tanto, turística, lleno de restaurantes y de tiendas, lleno de terrazas y de pequeñas agencias de viajes. En las agencias hay carteles, en la calle, en árabe, que anuncian el viaje hasta la frontera con la República de Macedonia desde el puerto de Kavala, de la Macedonia griega, solo tres horas, dicen los carteles, esto en inglés.

Amanece una mañana de octubre espléndida en la patria de Safo, patria Mitilene por un tiempo de Aristóteles, amanece una mañana de verano, tan cerca de Turquía, y, por eso, amanece en Mitilene una nueva mañana en la que, sin salir de mi hotel, ubicado en el puerto, veo el drama de la guerra, el drama de la supervivencia, el drama de la súplica del refugio.

Me asomo al balcón de mi habitación, muy temprano, y veo grupos de jóvenes varones deambulando, chicas con la cabeza cubierta deambulando, familias con criaturas de todos los tamaños deambulando, criaturas en brazos, supervivientes al Egeo estas, criaturas de la mano, criaturas mayores en cuya mirada, la veo de cerca luego, cuando decido bajar a la calle para tratar de acercarme, se empieza a asomar el extrañamiento, la incomprensión, el desconcierto.

Paseo por el puerto de Mitilene y me cruzo con estos grupos, con mochilas, con bolsas. Un niño de unos cuatro años lleva un saco de dormir colgado de su espalda. Mantas y sacos de dormir y esteras. Personas que se asoman a Europa desde sus países en guerra, Afganistán, Irak, Siria, que empujan la puerta de Europa jugándose la vida, que se arremolinan alrededor de un taxi para tratar de subirse, que extienden sus enseres en las aceras cercanas al puerto, que se sientan en los bancos durante horas.

Están en grupos, menos un hombre, solo, sentado en un bordillo, con una bolsa de plástico y arropado en una manta.

En el hotel, entra y sale personal de Acnur y de Islamic Relief USA, se lo identifica por su atuendo, camisetas, gorras, chalecos.

Amanece en Mitilene. Desde el balcón de mi habitación, una familia, padre, madre, dos hijas pequeñas, quizá ocho y diez años. Una familia sentada en un banco, frente al mar espléndido de una mañana aún brumosa, y la madre peina el pelo de las hijas, primero de una, después de otra, antes de cubrirse la mayor con un pañuelo. Peina el pelo de sus hijas con esmero, frente al cielo espejo sobre el Egeo, como si lo peinara en su casa, a lo mejor de Alepo, frente al espejo de la habitación, lo peina con un cuidado extremo, en la tierra de Safo, que nos advierte que las Gracias rechazan a las que no llevan guirnaldas en el cabello.

Lesbos I
Puerto de Mitlene

El puerto de Mitilene

El paseo del puerto de Mitilene es el escenario del deambular constante, a cualquier hora del día y de la noche, de las personas que entran por este pequeño trozo de Europa que es la isla griega de Lesbos para tratar de hallar refugio, huyendo de la guerra y del terror de sus países de origen. Caminan y caminan o pasan el tiempo en los bancos, mirando al Egeo; en los bordes de la bahía, mirando al Egeo; paseando, haciéndose fotos con el Egeo a las espaldas, como si de turistas que vienen a pasar unos días a una más de las ensoñadoras islas griegas se tratara.

Hombres, mujeres, niños y niñas van y vienen del final del puerto —donde se encuentra la zona, una explanada grande, de salidas internacionales— al paseo, a las tiendas, a los quioscos, a las tascas y a las terrazas de Mitilene. A pasar el día lejos del hacinamiento sucio de esa zona del puerto; a comprar mochilas, mantas, esteras, botas, café, galletas, bocadillos, tabaco; a sentarse en una terraza a tomar un refresco. A pasar el tiempo mientras esperan billete para poder acceder al barco con el que logren salir de este pequeño trozo de Europa, tan cerca de Asia, este pequeño trozo de Europa, lleno de evocación literaria y sensual.

La explanada interior del puerto que ocupa la zona de salidas internacionales es un improvisado e informal campamento de refugiados. Cientos de personas se hacinan en unas pocas tiendas de campaña y a la intemperie. El minúsculo abrigo que hay, en el vestíbulo que da acceso al edificio de salidas, está repleto de gente tumbada. Hay pantalones puestos a secar en todas las vallas alambradas.

Cuando visito el interior del puerto, mi segundo día de estancia en la isla, diluvia casi constantemente. Decenas de personas se acumulan en torno a los puestos de venta de billetes. Un enorme transbordador de la compañía Hellenic Seaways espera que alguien lo pilote para marchar.

Lesbos II
Edificio de salidas del puerto de Mitlene

En este improvisado campamento de refugiados, al que llegan constantemente taxis venidos de otros lugares de la isla con más, me topo con la vida y la muerte, que son, al fin, lo mismo. La vida en forma de criaturas vivas, estas, sí, que se acercan y se alejan de las pequeñas olas que llegan al puerto, jugando para no mojarse, desafiando esas pequeñas olas exhaustas que llegan al puerto, riéndose, subiendo al muro que no deben, riéndose, desafiando a sus mayores, riéndose, escondiéndose de la regañina para evitar que corran peligro, que corran peligro estas criaturas, que huyen de las bombas, de la destrucción y del mar terrible y helador, para evitar que corran peligro cuando, riéndose, se suben a un pequeño muro a cuatro palmos del suelo.

La vida en forma de parejas marcadas por la sal del mar en su ropa, ya marcadas para siempre, que se esfuerzan sonriendo en explicar en inglés a un griego viejo que lo entiende regular y que, curioso, les pregunta, en explicar que vienen de Siria.

La muerte en forma de cadáver tumbado, envuelto en una manta, con las manos cruzadas sobre el pecho, en la explanada de salidas internacionales del puerto de Mitilene, mientras cientos de personas viven alrededor, mirando al Egeo, y el cadáver confirma, otra vez más, el grito de Bécquer, «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!», qué solo ese cadáver, tan amortajado en una manta azul, entre la vida que sigue en el puerto, encarnada veinte metros más allá en una mujer que amamanta a una criatura.

Llueve sobre Mitilene, patria de Safo. Quienes suplican refugio en Europa pasean mojándose, para vivir el día lluvioso. Me fijo en un hombre de unos sesenta años, que lleva pantalón y americana grises, y a sus nietos de la mano. Me fijo en él porque conozco a ese hombre.

Cuando visito territorio del islam, me tropiezo siempre con ese hombre. Tiene unos sesenta años y viste pantalón y americana grises. Me lo tropiezo en El Cairo, en Petra, en Isfahán. Lo conozco. Trabaja en el Museo de El Cairo, como conservador; en el gran bazar de Isfahán, vendiendo telas; como guía en Petra.

Conozco a ese hombre de unos sesenta años, así vestido; es sabio y muy amable, cuando me tropiezo con él, me llama «madame». Lo sabe todo de su oficio.

Ahora, pasea, mojándose, con sus nietos de la mano, por el puerto de Mitilene.

Despedida en Mitilene

Me acerco a una playa a ocho kilómetros al sur de Mitilene, muy cerca del aeropuerto, con la intención de conocer las playas en las que, día tras día, desembarcan gentes venidas de Siria, de Irak, de Afganistán para tratar de encontrar en Europa refugio. Es una playa de piedras, larga y estrecha, en la que el Egeo va y viene siempre a la misma orilla. Enfrente, perfectamente visible, tierra turca, envuelta en esa bruma ligera y marina tan característica.

Estoy allí varias horas, mirando el mar, leyendo, es octubre, out of season, dicen por aquí, hay poca gente en la playa, nada de turismo, y tiene todo el tono otoñal de las playas cuando aún hay restos de verano: la caravana que hace las veces de chiringuito, cerrada, pero todavía con olor a helado y a crema solar, con el rastro de las toallas y de las dificultades para aparcar.

Lesbos y III
Playa del puerto

Mientras estoy en la playa, no llega ninguna lancha cargada de desesperación, el día se convierte en un oasis, no hay rastro, en esta playa, esta mañana, de la tragedia de la guerra. Unas pocas personas tomamos el sol, leemos y nos bañamos en el Egeo, tranquilo, frío, mirando la costa turca, barcos pesqueros pequeños hacen su trabajo. Es un oasis momentáneo, mentiroso paréntesis, al volver la mirada hacia la carretera y ver a un grupo de personas, a saber dónde han desembarcado, caminar por el arcén inexistente; al ver autobuses cargados de cabezas cubiertas con pañuelo, a saber dónde han desembarcado, en dirección a Mitilene.

No sé si volveré a una playa y, si vuelvo, no sé si presenciaré la llegada de alguna lancha venida de Asia. Si vuelvo y ocurre, se lo contaré a mi vuelta, pues aquí se terminan mis crónicas —enseguida vuelvo a casa—, desde este rincón de Europa, sacado de su placidez, llena de connotaciones viajeras, sensuales y literarias, a golpe de realidad; rincón de Europa que pertenece a un país tan expoliado y golpeado por la inoperancia y la corruptela de sus gobernantes en los últimos años, en incertidumbre ahora, elección tras referéndum tras elección, con unos recortes brutales en sus habitantes y en sus servicios públicos.

Un país heredero de nuestra auténtica madre patria; una isla preciosa, llena de aceitunas, con una animadísima capital, y ya no hay turismo, de gente amable que tiene desde hace unos meses un reto grande de convivencia.

Los cantos de la Odisea en que conocemos el encuentro del héroe con Nausícaa, la hija del magnánimo Alcínoo, y con este y Arete son difícilmente igualables en belleza y en fuerza en un relato. Cuando Odiseo cuenta su viaje, inacabado aún, a la reina dice: «… Poseidón, el Sacudidor de la tierra. Él fue quien impulsó los vientos y me cerró la ruta, y agitó el mar infinito, y el oleaje no dejaba que yo, angustiado con continuos sollozos, avanzara en mi balsa lo más mínimo. Luego la tempestad la destrozó. Y entonces yo atravesaba nadando el piélago profundo, hasta que a vuestra tierra me impulsaron en su embate el viento y el agua…».

Que quienes lleguen a nuestras tierras con el impulso del viento y del agua, con el embate de la infamia de la guerra, con las manos tendidas y sollozantes, encuentren espacio aquí para el descanso, el abrigo, el refugio, cuya responsabilidad empieza en aquellos y aquellas que ocupan las altas instituciones de gobierno y termina en cada cual que componemos la sociedad, nadie puede pensar que no tiene responsabilidad en la acogida, desde el gobernante lleno de poder hasta cada habitante de cada barrio. Si no la ejercemos, gobernantes y ciudadanía, estaremos violando las leyes, inasumiendo nuestro deber ciudadano y renunciando con negligencia imperdonable a ejercer el mayor compromiso moral con el que varias generaciones europeas nos estamos enfrentando.

Que, citando, inevitablemente, a Safo, quienes imploran refugio sientan nuestro andar amable y rostros con luz clara antes que «a los carros lidios o a mil guerreros llenos de armas».

Muchas gracias por haberme acompañado en este viaje.

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Campo de refugiados en Lesbos

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