Juan José Becerra (Junín, Argentina, 1965) es autor, a nuestro entender, de una de las mejores novelas en lengua española de lo que llevamos de siglo: El espectáculo del tiempo (Candaya, 2016). Acaba de publicar en Seix Barral de Buenos Aires El artista más grande del mundo, título que esperamos ver pronto en las librerías españolas, de nuevo bajo el cuidadoso sello de Candaya.
Conversamos con el autor acerca de El espectáculo del tiempo y proponemos a continuación un extracto de la misma. En la sección de Crónica, incluimos un amplio fragmento La vaca. Viaje a la pampa carnívora (2007), ensayo a modo de crónica que tiene al asado argentino como protagonista. Finalmente, José de María Romero Barea propone una lectura de la novela en la sección de crítica.

Jaime Priede.— La madre de Juan, el protagonista de El espectáculo del tiempo, es una estrella en la televisión local de Junín, un pueblo perdido en la pampa argentina. Su casa está llena de pantallas en las que se ve su imagen multiplicada, un fenómeno que la expande «mediante la arquitectura de la simultaneidad y le daba la materialidad inconsistente pero intensa de un ángel». Esa parece ser la materialidad del tiempo en tu novela, se expande mediante esa misma arquitectura de la simultaneidad y tiene por ello una materialidad inconsistente pero intensa… Este efecto viene provocado por la originalidad, en sentido literal, de la estructura formal de la novela. ¿Cómo surge esa forma de contar?
Juan José Becerra.— Acepto encantado la traspolación porque me parece muy buena, con la condición de que a ese ángel se le de el perfil diabólico que se merece. El tiempo es un hecho que sucede en todos los escenarios, empuja todos los actos y escribe todos los dramas; y es a esa ubicuidad omnisciente, a ese poder de estar en la marcha y en la procesión, a lo que aspiran los dioses, que son unos muñecos mitológicos que viven obsesionados con ser o tener el tiempo. En eso son como los escritores. La idea de una arquitectura de la simultaneidad es tentadora para montar una novela sobre el tiempo. Pero el fracaso es rotundo porque en la literatura las cosas se dan bajo la estricta regla de la sucesión. Lamentablemente se escribe como se vive: hacia adelante. Así que, imposibilitado de darle al libro la realidad de lo simultáneo, lo que intenté fue alcanzar un premio consuelo tratando de producir un efecto de simultaneidad. De algún modo, todo los hechos, también los del pasado y los del futuro, suceden al mismo tiempo. Vivimos en la eternidad, ¿no? Un modo literario de experimentar el tiempo es asumir que ya pasó todo, lo que pasó y lo que no pasó también.
Priede.— En la prensa cultural argentina se ha relacionado El espectáculo del tiempo con Mi lucha de Karl Ove Knausgård, precisamente para remarcar las diferencias formales a la hora de, digamos, contar una vida. Una narración lineal como la de Knausgård, a pesar de la veraz identificación autor-narrador, de su carácter documental, hiperrealista, parece a fin de cuentas más irreal porque quizá resulte menos verosímil esa posibilidad de retener el tiempo, así, de forma lineal…
Becerra.— Las diferencias, en primer lugar, son de volúmen. Mi lucha es una saga de tres mil quinientas páginas en las que se ve que Knausgard quería alcanzar la marca de Proust. Hay allí una voluntad de competir con Proust en un standard de extensión que siempre fue visto como una proeza irrepetible, paradójicamente cometida por la inagotable fortaleza interior del escritor más débil de la historia. En ese sentido, Proust junto con Kafka son los grandes escritores de la enfermedad. Pero la competencia que tiene más valor es la formal, y en esa campo Knausgard plantea diferencias. Lo que dice la obra de Knausgard, y tengo la sospecha de que se lo dice a Proust, es que los sucesos no literarios de la vida forman una literatura desapercibida o despreciada a la que a nadie se le había ocurrido registrar. El régimen literario de Knausgard es la acumulación, y en todos los procesos de acumulación hay algo que comienza a operar como una naturaleza. Todos los hábitos se dan por acumulación. De manera que allí donde en Proust lo que se reporta es la excepción, es decir la literatura de la vida, en Knausgard se reporta todo, incluso lo que uno podría suponer que está de más. Pero si nos ponemos realistas, la vida está hecha básicamente de lo que está de más, de lo que sobra, de lo intrascendente, de lo repetido. Es esa séptima cuerda de la guitarra vitalista la que Knausgard viene a tocar. Mi libro, con la humildad volumétrica que le competen a sus escasas quinientas y pico de páginas, creo que es una astilla de otro palo. Para decirlo en lenguaje contradictorio: yo soy proustiano pero mi libro no lo es. El narrador de En busca del tiempo perdido tiene una posición asombrosamente estable que, a mi juicio, es antinatural. No se puede creer que a lo largo de tantos años sea capaz de conservar su carácter, y es posible que eso ocurra porque Proust decide concederle a su forma literaria un patrón de unidad. Pero ese aspecto de la forma literaria de Proust produce una ruptura con la vida que intenta restaurar. La infracción es visible porque el objeto del libro es la vida. Lo que yo creo, en cambio, es que en la vida de las personas no hay identidad, no hay carácter, no hay estabilidad y no hay relato clásico. Lo que hay es desorden, una masa crítica de asuntos inconclusos y nuestra humillante voluntad de organizar la dispersión. A todo eso yo lo veo como una estructura cambiante, dinámica y milagrosamente conectada entre sus partes aparentemente sueltas. Si la vida narra, tengo la impresión que lo hace al modo de un organismo de mil lenguas cuya verdad sólo puede deducirse.
Priede.— Uno de los personajes que me ha parecido más conmovedor de esta historia es el padre de Juan, quizá por su humanidad tan redonda, sin ser necesariamente una buena persona. Apenas le conocemos un rasgo físico y, sin embargo, sabemos a fondo cómo es…
Becerra.— El personaje del padre tiene un modo muy personal de operar en el lenguaje, lo que tiende a dejar una memoria en los demás. Podría decirse que tiene un carácter teatral. Al mismo tiempo, sus actos responden a un orden de soberanía autogobernada. Dicho en argentino: hace lo que se le cantan las pelotas. Pero así como reina en el mundo del lenguaje, padece el mundo de los hechos como una tortura. Para él la realidad no existe, es un cuento de hadas. Yo creo que padece lo que Freud llamó «la omnipotencia del pensamiento». En ese esquema, la ilusión forma la realidad. Pero es evidente que detrás de su dureza espectacular se oculta un núcleo de debilidad al que no accede nadie, ni siquiera él.
Priede.— El espectáculo del tiempo se lee con todo el cuerpo, es difícil hacerlo de otro modo, no puede ser solamente un acto intelectual, sino de relaciones físicas entre las vibraciones corporales, la consciencia y el espectáculo narrativo. La descripción al detalle de un acto sexual a través del marco de la cámara con la que lo graban sus protagonistas es un ejemplo, pero esa sensación «física» recorre toda la novela…
Becerra.— El hecho literario es natural y artificial. Se escribe y se lee con el cuerpo, pero es el lenguaje el que marca la distancia y la temperatura de la experiencia. Es un problema de dominio. A veces se impone el lenguaje y a veces el cuerpo, y está claro que va a haber más cuerpo en el lenguaje si este se manifiesta en forma se voz. Digo «forma» porque evidentemente no se trata de una voz orgánica sino de una emulación verbal. Digamos que hay narradores que hablan y narradores que escriben. Cervantes «habla» y Proust «escribe» y los dos son geniales, con lo cual no se puede pensar que la calidad de un método supere al otro. En el caso de El espectáculo del tiempo, me parece que es una novela que ha querido trabajar materiales inmediatos de la experiencia con una sola cláusula: que en el libro quedara lo primero que saliera de la imaginación, el pensamiento y el lenguaje. Mi única idea antes de escribirlo era evitar los refinamientos, aunque está claro que algunos hay porque la escritura misma es una refinería que le da a los acontecimientos su segunda versión, por decirlo así. Entonces, lo que ocurrió fue que, en esas condiciones, el mismo libro fue pidiendo voces, cercanía orgánica con la materia literaria, cuerpo y, por supuesto, violencia, sexo y amor. Lo único que yo pretendía del libro era que diese la impresión de ser una máquina de tracción a sangre, y que estuviese lo más cerca posible que puede estar una novela de un animal.
Priede.— La narrativa actual a uno y otro lado del charco parece transitar con el mismo idioma por caminos diferentes. ¿Cuál es su opinión? ¿Cómo se percibe la narrativa peninsular en Argentina?
Becerra.— Personalmente me gusta no dejarme llevar por la presión publicitaria y elegir los libros que leo como si pescara con mosca. No se puede ser desdeñoso con los propios prejuicios, y yo tengo los míos. Hay escritores españoles, pero también argentinos, de los que nunca voy a leer una página aunque me paguen. De ellos ni siquiera me da curiosidad su éxito. Mis lecturas de lo que considero la buena literatura española son siempre lecturas de escritores sueltos, aislados, que sencillamente aparecen. Siempre estoy atento a lo que haga Jordi Carrión, porque trabaja con una gran inteligencia en una zona de agotamiento de los géneros que me atrae. Me gustó mucho Oremos por nuestros pasaportes de Mercedes Cebrián, que se publicó en Buenos Aires hace unos años. Acabo de leer Nemo, de Gonzalo Hidalgo Bayal, bajo un estado de encantamiento. Algo parecido me había pasado hace un tiempo con Autopsia, de Miguel Serrano Larraz. Hidalgo es un escritor de escritura, es decir de música y prosa; y Serrano es un narrador de vértigo y pensamiento. Aquí tenemos al menos cuatro varietales de lo que la literatura española está haciendo con su lengua.
Priede.— En El espectáculo del tiempo el cine tiene un papel muy importante, no solo como parte del argumento, también a nivel formal en el enfoque de algunas secuencias. Eliseo Subiela, Juan José Campanella, Alejandro Agresti, Pablo Trapero, Carlos Sorín,.. El cine argentino actual empieza a ser reconocido y valorado en Europa porque ofrece algo diferente en la manera de mostrar una historia, una mayor naturalidad liberada del peso de una tradición, de referentes culturales,… El cine no deja de ser también narrativa. ¿Ocurre algo similar en el cine a lo que decíamos antes de la narrativa?
Becerra.— En la novela, el cine aparece como una máquina de hacer chorizos mainstream. El asunto es si a eso vamos a seguir llamándolo cine o, más adecuadamente, productos de entretenimiento industrial que pueden identificarse fácilmente por su forma repetitiva, la espectacularidad efectista y la narración plana. ¿Cuántas Star Wars más vamos a tener que soportar? La gran mayoría de las películas que circulan en las salas son malas y están cortadas por la misma tijera que les da la misma forma de circo o parque de diversiones. Lo que se busca es impresionar, y en eso vemos en el cine industrial un propósito similar el que pude tener una montaña rusa. Pero siempre hay autores, y el cine los tiene como todavía los tiene la literatura. Mi sentimiento es que el artista es una presencia minoritaria pero intensa en los campos en los que actúa. Es decir que el arte es una fuerza marginal, que no se apaga pero que se va replegando por la presencia de otras fuerzas más compactas como el turismo cultural, el populismo de mercado, la impaciencia. El arte, sea literario o cinamatográfico, pide tiempo, y nadie se lo quiere dar. Mejor entramos a El Prado, despachamos varios siglos de historia del arte en una hora y nos recuperamos durante las dos horas siguientes tomando alguna porquería en Starbucks. Estamos en un momento en el que no es fácil que el arte conecte con el lector o el espectador en términos de relación. En cuanto al último cine argentino El ciudadano ilustre, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, que me gustó mucho, es una película que no está en la frecuencia de Campanella, que da todo lo que promete, como lo hacen los buenos productos de los que no se puede esperar otra cosa que el tedio de la calidad. Ese cine de satisfacción no me atrae. Prefiero a Cohn y Duprat, que postulan un héroe literario moralmente opaco, que podría ser Vargas Llosa, rodeado de personajes de los que nunca estamos seguros de su identidad. Ahora, el cine español tiene momentos grandiosos, aunque es cierto que no se puede vivir solamente de la filmoteca de Buñuel, Almodóvar o De la Iglesia. Pero no veo impotencia en lo que se ha hecho en estos años. Por ejemplo, The Joycean Society, de Dora García, es un documental extraordinario sobre la pasión de la lectura, donde un grupo de lectópatas leen como enfermos el Finnegans Wake. Es una película española cuyas referencias están en otro lado y hasta en otra cosa que no es el cine. Pero sin ir tan lejos, porque se trata una rareza destinada a Vimeo, también me gustó Todas las canciones me hablan de ti, de Jonás Trueba, sin saber nada de ambos. La ví de casualidad y me resultó agradable su inestabilidad narrativa, sus pozos de aire y un gran sentido de la orientación y la combinación para manejar muchos personajes, cada cual como un instrumento diferente. Que el género sea la comedia romántica, que siempre tiende a la cursilería y a eludir fanáticamente la tragedia, no le quita méritos.

Priede.— ¿Y qué hay del mundo editorial? ¿Existe realmente un mercado común literario entre España y Latinoamérica? ¿En qué percibe mayores diferencias a la hora de editar sus libros en España?
Becerra.— Existe un idioma común y un mercado fragmentado, con lo cual podemos decir que lo que la lengua une el mercado lo separa. Mi experiencia en España es muy buena porque tengo una editorial «proteccionista» como Candaya, que trabaja a la escala y a la velocidad de la literatura. Cuando publico en Seix Barral de Buenos Aires es evidente que cambian la velocidad y la escala pero, afortunadamente, no cambia la relación de afecto que también tengo con mis editores, con los que llevamos una amistad de veinte años. Parece una frivolidad intimista, pero es una cuestión clave si uno tiene afecto por sus editores, y ellos por uno.
Priede.— Usted ha escrito crónica periodística, como La vaca – Viaje a la pampa carnívora (2007), otro género en alza que se viene llamando narrativa de «no ficción». Se ha escrito y discutido mucho sobre esa delgada línea roja que separa la ficción de la veracidad de los hechos que se narran, es decir, de la supuesta realidad. ¿Dónde se sitúa usted como escritor con mayor comodidad?
Becerra.— La Vaca -Viaje a la pampa carnívora es más bien un ensayo literario sobre la historia del asado, el plato nacional argentino que tiene clavadas sus raíces en el extranjero. Si tiene algo de crónica, hay que decir que es una crónica prácticamente sin calle ni viajes. Soy de la idea de que para contar algo no es necesario haber estado en el lugar de los hechos. En esa idea se basa el principio de ficción. Ahora, si un escritor está en el lugar de los hechos que luego va a narrar, ¿deja de hacer ficción por la autoridad policial o judicial o prertendidamente científica que le da su presencia? ¿Estar cerca de un hecho es estar cerca de su verdad? Supongo que no, justamente porque los hechos no se establecen sino que pasan. La estructura del testimionio es la del recuerdo, y el recuerdo es una disciplina imaginativa. Hay una confianza desproporcionada en favor del testimonio, y yo creo que la literatura es una actividad desconfiada que no gana nada estando donde suceden las cosas. No hay realidad en lo que uno escribe. Nunca. Sí puede haber una aproximación entre el lenguaje y los hechos si se trata de comprenderlos, que es una operación más compleja que la experiencia pasiva de estar. Ahora, ¿dónde me sitúo yo? Mejor digamos que por el golpe de una ola interior difícil de identificar fui a parar a la ficción, que es un género cuyas pretensiones de verdad son modestas porque trabaja la relación con la realidad por vías indirectas.
Priede.— Es autor también del libro de relatos Dos cuentos vulgares (2012). En España es un tópico, aunque no por ello deje de ser cierto, la situación de inferioridad, quizá el complejo de inferioridad, del relato corto respecto a la novela. Se habla de la ausencia de una tradición de relatos, la falta de lectores, las escasas posibilidades comerciales… ¿Por qué es diferente en Argentina y en todo el ámbito hispano? De hecho, la mayoría de los libros de relatos que se publican en España son de autores latinoamericanos…
Becerra.— Esos dos cuentos, que son dos comedias, pertenecen a una serie que escribí antes de los 30 años. Desde entonces nunca volví a meterme con las narraciones breves de ficción, y nunca supe muy bien por qué. Tal vez porque el cuento es un género que tiene límites muy definidos en sus modos de representación. En primer lugar, el de la duración, que no habría que confundir con extensión. Yo creo que hay un modo de sentir el tiempo de la ficción que se vincula con el tiempo real de la lectura. Por lo tanto, lo que veo en el relato breve es que se vuelve dificultosa la representación del tiempo. No es justamente un asunto de tamaño sino de devenir. La novela se amolda mejor al transcurso del tiempo que intenta representar, y ese don del género es bastante evidente. Digamos que en el cuento el tiempo está aludido, mientras que en la novela es una presencia. Dicho esto, deberíamos hacer la lista de las excepciones, que las hay en cantidad. En caunto al tópico de inferioridad del cuento respecto de la novela, algo de cierto hay en el nivel de los problemas que hay que resolver en uno y otro género. La composición de una novela requiere más elementos, además de mayor duración, respecto del cuento. ¿Qué composición es más compleja?: ¿la de una torre de cien pisos o la de un monoambiente? Es obvio que la de una torre, aunque esa torre sea minimalista y el monoamabiente sea barroco. No se trata de estilos sino de estructuras capaces de sostener determinados pesos. Al mismo tiempo, hay que conceder que un solo cuento bueno de Chéjov, Di Benedetto o Askildsen sostienen más peso que lo que sos capaces de soportar toneladas de novelas de cuarta categoría. Pero no es estoy de acuerdo sobre las escasas posibilidades comerciales del cuento. Al menos en la Argentina, hay un revival del cuento que yo asociaría con la tradición clásica y algunas de sus ramificaciones, y si eso ocurre es porque hay una demanda del mercado de lectores, al margen de la calidad de los cuentos que, en muchos casos, son muy buenos.
Priede.— ¿Qué importancia le da como autor a las nuevas tecnologías y a la presencia en las redes sociales?
Becerra.— Ninguna en especial. Como diría Borges sobre el tango: tiene la importancia que le damos. Nunca usé mis cuentas para escribir. Las uso para linkear mis cosas y leer a algunas personas que me interesan particularmente. Donde creo ver una inteligencia, me detengo. Pero no tengo espíritu de época y no me atrae intervenir porque paso buena parte del día escribiendo y no voy a andar saliendo de un teclado para meterme en otro porque eso se llama vicio.
Priede.— Con motivo de la publicación de La interpretación de un libro (Candaya, 2012) en España, usted comentaba que la literatura actual tiene que ver más con la imagen y con la industria del ocio que con la literatura en sí. Eso genera consumidores de libros más que lectores, es decir, nuevos lectores que ya no soportan exigencias mínimas de la lectura, como la lentitud. Se trata de una generalización, o al menos así nos gustaría entenderlo. ¿Se ha removido de algún modo esa impresión en estos cuatro años?
Becerra.— Para no pecar de arrogantes, deberíamos reconocer que la literatura es una oferta de entretenimiento más. ¿Cuál es la diferencia entre la literatura y los otros entretenimientos basados en la lectura? Que la literatura es un entretenimiento problemático. Los modos de lectura cambian constantemente, y lo que veo en el régimen de lectura actual es que le cuesta penetrar en el objeto. Lo dominante es la lectura reaccionaria, lo que tiende a consolidar una cultura de la incomprensión y el prejuicio. Sin embargo, como la literatura nunca dominó ninguna cultura como pudo haberlo hecho el cine en el siglo XX, en el espacio marginal que le toca sigue habiendo lectores que leen contra las costumbres de la época. Escribir y leer contra la época es lo que todavía le de a la literatura alguna chance de eternidad.
Extracto
1998
Lorenzo Costa me llamó para contarme que había ido al cine con Mercedes Duffau y se había cruzado con Laura Vázquez. Mercedes era mucho más joven que él, bonita, delgada, locuaz, inteligente, siempre rodeada de amigas y hermanas con las que viajaba a Nueva York, y de amigos que la amaban con locura pero fingían relaciones de hermandad para tenerla cerca. ¿Qué le vio a Lorenzo? La experiencia, que Mercedes confundió con la acumulación de años, y el restaurante Sémola en el que reinaba como chef, gerente y anfitrión.
Una tarde se encontraron por asuntos de negocios —ella quería instalar una casa de té en City Bell— y se fueron quedando mientras se encendían las luces del bar. Hablaron desde las dos de la tarde hasta las cuatro de la mañana, y después se besaron en el auto de Lorenzo durante diez o quince minutos en los que él vio la extraña manera en que el rostro de Mercedes se desfiguraba por la excitación, como si se pusiera una máscara y la máscara se derritiera.
Sin cortar el beso, Mercedes Duffau cruzó una pierna por encima de la palanca de cambios, y se frotó sin desvestirse contra Lorenzo Costa, que sintió el canal de la concha mordiéndole el bulto a través del corderoy. Ninguno dijo nada, pero Lorenzo prestó atención a la voz de Mercedes acabando en seco; una voz nueva, dulce y eléctrica que siguió zumbando en la cabina del auto después de despedirse.
Al día siguiente la invitó a cenar a su casa, ella puso un disco (gran error: era la música del pasado de Lorenzo) y bailó para él y para sí misma con una gracia contagiosa pero inimitable. Lorenzo la abrazó desde atrás, la desvistió y cuando quiso clavarla no pudo. Tenía la poronga fofa, inexpresiva. Tuvo que esperar dos semanas para animarse a reincidir. Entonces repitió la invitación, cambió el menú y sacó del medio los discos que le recordaban a Laura Vázquez —además, compró discos nuevos— y tiró un colchón al piso, cerca de la estufa hogar. Esta vez Mercedes se desnudó sola, le mostró el cuerpo y le pasó por la nariz todo lo que diera olor: las manos, las axilas, la concha, el culo y los pies. Durante dos horas se asaron a dos metros de las leñas encendidas. Fue un encuentro carnal muy satisfactorio pero fallaba la conexión profunda, por lo que pronto supieron que se trataba de un amor que no iba a ajustarse nunca a la actualidad en la que le había tocado aparecer (el recuerdo de Laura Vázquez pedía el sacrificio de Mercedes Duffau, y Lorenzo aceptaba esa fatalidad con obediencia y con pena).
“¿Cómo que te cruzaste con Laura en el cine? ¿Qué fuiste a ver?”. Lorenzo dudó y se mantuvo en silencio unos segundos. Ese no era el tema por el que me había llamado, pero igualmente respondió con una sinopsis. Había ido a ver una película inglesa, inspirada en la novela de un escocés acerca de unos melómanos radicales, fetichistas del vinilo y el status quo tecnológico y, de algún modo, artistas o terroristas del mercado que refutaban con sus gusto el ranking de los discos más vendidos, entre los que nunca figuraban sus preferencias, en general álbumes inhallables de bandas que se presentaban en bares rasposos frente a una elite de fanáticos, dejando en el ambiente babas de distorsión y sordera.
Vendían discos de colección, lo que llevaba el nivel de adoración de sus objetos a una situación paradójica: la de un comercio que no ofrecía sus productos sino que los sustraía del circuito mercantil, los atesoraba, los volvía cada vez más exclusivos, antiguos y deseables, anulando de ese modo las categorías de consumidor y consumo (había situaciones extremas como cuando, directamente, negaban tener el incunable que la fan pedía de rodillas frente al mostrador, dispuesta tanto a asaltar un banco como a ofrecerse al sexo grupal para poder pagarlo).
Funcionaban como una logia o una mafia, por lo tanto no le vendían esas reliquias a quienes solo tuvieran el deseo y el dinero suficiente para comprarlas, sino a aquellos que supieran todo de ellas: ficha técnica del disco, historia de la banda, biografía de los músicos y, ya en el terreno resbaladizo en el que tarde o temprano los fanáticos se desnucaban, fechas de todo tipo: la de los nacimientos y muertes de los integrantes, y las de las madres y los padres de los integrantes; las del debut de la banda en estudio y en vivo, y las de las composiciones, una exigencia que se situaba a la altura de los trabajos de Hércules. Ellos mismos no ignoraban que las estrellas de rock podían comenzar a escribir una canción hoy y terminarla el año que viene o nunca, o escribir un disco doble en dos minutos (el tiempo de la inspiración era incalculable).
Lorenzo pasó de un tema al otro en una misma frase. Mercedes Duffau estaba sacando las entradas y él, parado detrás de ella pero de frente al hall alfombrado del Cinema City, vio entrar a Laura Vázquez y se le paró el corazón. Laura negó con la cabeza y sonrió de una forma imperceptible para cualquiera menos para él. En una mano llevaba una revista doblada y en la otra dos barras de chocolate. “¿Dos barras de chocolate?”, le pregunté. Lorenzo me contestó como si me empujara: “¿Yo qué te dije, Chino? ¿Dije dos barras de chocolate o tres barras de chocolate? ¿Dije tres? Dije dos, ¿no? Entonces eran dos: una y dos. ¿Te cuento o no te cuento?”.
La vio venir reuniendo en la imagen que veía de ella los detalles que había ido descubriendo con los años: el calce de los pantalones, el modo en que sus pies deformaban las puntas de las botas, las manos cubiertas hasta la mitad por las mangas del abrigo, el interior cóncavo de las piernas, las olas lacias en las que el cabello oscuro se sacudía al caminar, los ojos claros que se adherían a lo que miraba, su perfume inglés (que en ese momento no tenía pero Lorenzo sintió en el recuerdo). Todo eso se le vino encima cuando se detuvo a un metro de él, frente a la boletería, donde se miraron varios segundos sin decirse una palabra, mientras Mercedes Duffau, divina pero invisible para él, peleaba por un descuento que no le concedían y el novio de Laura, que Lorenzo veía por primera vez, se despedía de una persona con la que se había encontrado y caminaba hacia ella sonriendo y moviendo una mano que parecía decir cosas que Laura entendía sin palabras. La abrazó, ella apoyó su cabeza sobre el pecho y le dijo, a un metro de Lorenzo: “Hola, lindo”. “¡Hola lindo!”, gritó Lorenzo con un golpe de voz que me dejó sordo, “¡Cómo puede ser tan puta una persona! ¡Hola, lindo! ¡Hola lindo! ¡Lo mismo que me decía a mí!”.
Lorenzo Costa y Mercedes Duffau entraron abrazados a la sala casi llena. Laura Vázquez y su novio fueron los últimos en entrar. Lo hicieron en la oscuridad, como dos sombras tomadas de la mano. Pasaron al lado de Lorenzo y se sentaron tres o cuatro filas más atrás, desde donde Laura lo controló con la mirada las dos horas y media que duró la película. Dos horas y media controlando la nuca de Lorenzo que se movía nerviosa, como el cráneo de una marioneta, hacia el balde de pochoclo o hacia la cabeza de Mercedes, a la que a veces chocaba por distracción o error de cálculo.
La película era, además de una épica sobre adoradores del disco, una historia de amor. El protagonista que administraba la compraventa situada por la novela en un suburbio de Londres, y por su versión cinematográfica en Chicago, tenía una mujer joven y hermosa, una princesa de la paciencia que toleraba sus obsesiones de coleccionista, una actividad improductiva que los arrastraba a vivir en el pasado (el coleccionista no vivía en el presente, un tiempo que solo le servía para coleccionar). En cierto momento discuten, pero él no puede sostener la discusión; algo, quizás un repentino edema de glotis o simplemente la falta de argumentos, le impide hablar. Ella lo abandona y comienza una relación con un vecino del mismo edificio, un hombre que combina las características del semental y el psicópata (y la amenaza velada de esa combinación: podría matarla mientras se la coge, preferentemente en cuatro patas) y refrenda públicamente esos caracteres con una cola de caballo larga y aceitosa atada con una banda elástica.
El melómano se deprime y llama a todas las novias que ha tenido y las va entrevistando con el fin de volver a los años que han pasado. Un obstáculo común desbarata las reuniones: todas están viviendo en el presente, como lo hace la princesa que el psicópata sacude a pijazos todas las noches en el piso de arriba. Pero ella, cansada —ha muerto su padre—, regresa, lo perdona y terminan en una disco viendo el concierto de uno de los socios del melómano que se ha lanzado, por fin, a vociferar en público sus impresentables composiciones de dos tonos.
“Bueno, eso fue antes de ayer”, me dijo Lorenzo. “Pero no es el tema. El tema es que hoy me llamó a casa. Me dijo que lo que hicimos en el cine nos coloca a mí y a ella por encima de Mercedes y el pajero de su novio. Según ella, nosotros dos estaríamos en un plano superior. Se la coge el flaco este, ni hablar, pero nosotros estamos en un plano superior. No se puede creer. Vos fijate: ‘Lo que hicimos’. ¿Yo qué hice? Fui al cine y nada más. Bueno, sí, tuve la mala leche de encontrarla. ¿Qué iba a hacer?, ¿salir corriendo? Pero de ahí a que hayamos hecho algo juntos. Yo creo que no está bien de la cabeza”.
“Loro”, le dije, “yo sé que ustedes terminaron mal y todo eso. La verdad es que no sé cómo decírtelo. Tomalo con calma porque todavía faltan unos estudios y no sabemos qué puede pasar, pero el tema es que Laura está enferma. Muy”. Lorenzo, primero mudo detrás del teléfono, y después engañosamente locuaz y un poco sordo, aturdido por el terror, escarbó en el pequeño montículo de información que le había dado: “¿Cómo que enferma? ¿Qué significa enferma? ¿Se va a morir?”.
1998
Lorenzo estacionó en doble fila y entró a una tienda de deportes. En el interior se alineaban muestras de zapatillas sobre bases de acrílico de las que colgaban el precio de lista y, ampliado, el de contado. No vio nada de esas ofertas ni de las consideradas secundarias: aros de básquet, redes de tenis, pelotas de todos los tamaños y materiales, palos de golf, guantes de béisbol envasados al vacío y un tambor enorme con las liquidaciones de los artículos discontinuos (calzados para gigantes, camisetas para enanos).
Mucho antes de llegar al mostrador le dijo a una empleada: “Patines”. Pero ella no regresó de sus pensamientos sobre la libertad y el encierro hasta que Lorenzo repitió: “Patines, patines, ¿tenés patines?”. La empleada cortó el flujo de esa vaguedad con otra y cantó, como si volviera en sí pero en otro lado, sobre la balada que salía de unos pequeños bafles. Y no le contestó. Recién después de unos segundos de eternidad trajo de la vidriera dos muestras de patines de plástico desteñidos y resecos por el sol. Lorenzo le clavó los ojos: “Patines, querida: pa-ti-nes. Estos son rollers. ¿Ves que tienen ruedas de plástico? No sé si ves. Porque por ahí no ves bien, ¿no es cierto? Yo quiero patines-patines, con ruedas de metal y freno de goma. Metele que estoy apurado”.
Un empleado que se había mantenido en una posición de reserva esperando el momento de superar la inepcia o la malicia de su compañera, dijo que había patines en el depósito: “Alguna vez los vi”. La ansiedad de Lorenzo trataba de amoldarse a la extensión de la espera que se abría como un desierto de aire. El empleado llamó al subsuelo y describió los patines con las palabras de Lorenzo. No hubo ninguna ironía en esa fidelidad. Simplemente había captado la desesperación de su cliente cuando escuchó “patines-patines” como si fuera la única palabra que podía pronunciar. Lorenzo pisaba el terreno mágico en el que se mezclan el mundo en el que se desean las cosas con aquel otro donde pueden obtenerse. “Ya me avisan”. Las palabras del empleado reunieron ambos confines. Entonces pasó de la decepción a la penitencia insoportable que vigila las promesas, un vacío que difería su alegría al tiempo que le iba dando forma. Para experimentar esa ansiedad era que se prometía o se aceptaba una promesa. A los dos o tres minutos sonó el teléfono del mostrador. Se cortó. Sonó otra vez. Era la llamada del subsuelo. El empleado apretó un botón y por una guía metálica comenzó a bajar un pequeño montacargas de medio metro cúbico. Lorenzo no vio los patines sino por partes, como si los estuviera inventando: chasis corredizo de metal plateado, correas anaranjadas con puntas de velcro, frenos de goma (una rueda de caucho atornillada al frente) y taloneras de cuero. “Estos te duran toda la vida”, le dijo el empleado.
1998
“¿Nosotros no estábamos separados?”. La voz de Laura Vázquez perforó el ruido de los autos que bordeaban la plaza dejando estelas de bocinazos, frenadas, crujidos de amortiguadores y de carrocerías y una masa residual de zumbidos que solo podía estar formada por el flujo continuo de muchos vehículos silenciosos pero en movimiento (dos o tres autos menos y la masa se hubiera deshecho).
La caja cayó al piso. No fue una torpeza; tenía relación con la forma en que Laura la había recibido y con su capacidad nula para abrirla en calma, controlando su expectativa y el desorden que la materializaba. Adentro brillaban los patines. Fue verlos y llorar. No tuvo tiempo para pensar, ni hubo siquiera una chispa de reflexión que situara el regalo en el universo del juicio. Más que verlos Laura Vázquez sintió esos patines flamantes envueltos con papel de seda. Las lágrimas regaban la plaza. No era buena para iniciar el llanto, ni para darlo por terminado una vez que aparecía, y además era incompetente en la regulación de sus más y de sus menos; pero a pesar del descontrol, las lágrimas funcionaban como la conexión de todas las partes que la constituían. Si no lloraba no podía ser comprendida en su totalidad, y nunca lloraba sin reírse al mismo tiempo, sin que en medio de ese afluente que caía desde las cumbres del dolor, y que estaba siempre más atrás de la dolencia del momento, se filtrara una medida ínfima de alegría que respondía a la misma cadena causal del llanto, pero iluminada por el optimismo.
Lorenzo Costa sabía que Laura no lloraba por los patines nuevos, y también sabía que no la afligía recordar la infancia que se había ido con los patines viejos y la juventud de su padre, quien la acompañaba a los entrenamientos y la miraba apoyado en la baranda que rodeaba la pista. Si le hubiera preguntado por qué lloraba, hubiera contestado como le contestó siempre: con más llanto. Pero Lorenzo decidió aportar su obsequio al mundo de los hechos, que nunca necesitaron palabras, y sin decirle nada le sacó los zapatos, la subió a los patines y la acompañó de la mano hacia la playa de cemento.
Estaba muy cansada por la última sesión de quimioterapia: “No voy a poder, no voy a poder”. Lorenzo apuró el paso y le soltó la mano. Laura juntó las rodillas y se dejó ir. En un segundo era la mujer del pasado, una niña enfrentando los riesgos de la velocidad, como deslizándose en un sueño. Dio dos vueltas completas mirando hacia delante, y hacia el horizonte retrospectivo de la infancia, saludando al pasar frente el banco donde Lorenzo se había sentado a contemplarla mientras hacía fuerza para que el tiempo no pasara (en cierto modo lo logró). Al completar la tercera vuelta la vio venir levantando un patín sobre otro en un gesto técnico lleno de ortodoxia y memoria carnal, cambiando de pie y frenando a un metro de su cuerpo con un medio giro que la dejó de espaldas y con las piernas abiertas, en una posición en la que se la cogió, según sus cálculos, no menos de mil quinientas veces, acabándole adentro unas mil.
Estaba agitada y tosía siguiendo los espasmos que vagaban en la sequedad. Quiso decir algo. La agitación le impidió hablar pero no le impidió expresarse con los recursos lujosos del silencio: la sonrisa, el color vital que había regresado a su piel después de meses de palidez, la ropa desaliñada por el esfuerzo que la volvía más joven y menos enferma. Subieron al auto de Lorenzo por la puerta del acompañante (la del lado del conductor no abría) y llegaron al departamento.
Lorenzo no entendía cómo le duraban tanto las cosas. Cada objeto revivía, en secreto, una fecha inolvidable. Fue al baño, abrió la cortina que separaba la ducha y vio todo tal como estaba la última vez que se bañó allí. Solo había cambiado la cama. Ahora era de dos plazas, y había dos mesas de luz. Pensó en hacerle una pregunta general sobre su nueva vida sin él, o sea con el otro, pero al ver que Laura lo esperaba en el sillón cambió de idea. Estaba vestida pero descalza, tomando un helado de limón en una cazuela de barro de la que salía un humo a contraluz. Lorenzo se acercó, le levantó un pie y lo besó como si besara la mano de una reina. Se abrazaron unos minutos y se miraron el doble de ese tiempo al separarse, en un instante de goma en el que se detuvo todo: el día que se veía caer por las ventanas y todo el pasado común que sostuvo ese momento.
“Vos eras para mí”. La comunión de silencio no se quebró del todo con las palabras de Laura, utilizadas en el mismo tono que Lorenzo empleó para contestarle en el volumen de un rezo: “Vos también eras para mí”. Decirse las mismas cosas, pero más aún decirlas de un modo similar, como si se imitaran, los volvió a unir por un momento. Lorenzo pensó en pedirle que se desnudara, pero el impulso original se perdió en el impulso secundario, y mucho más profundo, de cumplir un deseo que Laura no alcanzó a pedir pero invadía el ambiente con sus evidencias: el de no mostrarle el cuerpo enfermo. Con el sol se iba algo más que la tarde. Se iban otras cosas, incluso todas. Lo que sucedía entre ellos estaba sucediendo por última vez, aunque no lo vivieran como una despedida porque, ante la certidumbre de ya no volver a verse, acordaron el próximo encuentro, que nunca sucedió.
El helado se derretía en la cazuela. Estuvieron mirándose hasta sentir que otra vez había pasado, segundo por segundo, todos los años compartidos. La eternidad que les había tocado cerraba su círculo. Laura tomó con las dos manos una mano de Lorenzo, la apoyó en su boca y la mantuvo allí con los ojos cerrados, mientras él se preguntaba por qué esas cosas no duraban mil años, o al menos cien (si hubiera sido posible los hubiera vivido así). “No quiero que me ames. Mirá si me muero”. Lorenzo disimuló el golpe tremendo de la frase, demasiado sencilla para que pudiera entenderla en su totalidad, y le respondió con un gesto de descalificación y una emoción interior —el terror— de la que no dejó escapar nada.
Al intercambio emocionado le siguieron risas, risas trágicas que se burlaban de su propio dolor, un coro de piedad que aplastó, como pudo, la verdad de esa conversación triste y apagada. Lorenzo se detuvo frente al cuadro preferido de Laura, la imagen de un naufragio en medio de un mar agitado por la tormenta, con fragmentos de una embarcación saltando sobre las fuerzas destructivas y dispersas de las olas y algunos náufragos desesperados por mantenerse a flote. “¿Por qué no te gusta?”. Lorenzo miró el cuadro menos para entrar en sus detalles que para descansar un poco de ella: “Las maderas me gustan. Lo que no me gusta es el agua”. Laura le clavó por última vez el resplandor de su mirada inolvidable: “¿Te llamo?”
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