¿Sirven para algo los talleres de escritura creativa? José Ovejero nos invita a abrir Incómodos (Relee, 2016) y luego decidir si sirven o no sirven. Una antología de cuentos escritos por autores jóvenes, alguno de los cuales ya tiene recorrido en la mesa de novedades.
Los autores incluidos en esta antología son Cristina Barba, Diego Rinosky, Emma Prieto Rubio, Juan Guillermo Múnera, Almu Ballester, Iván Saiz Gutiérrez, Ángel Corgo Cabana, Juanjo Valle-Inclán, María Bellido, Kike Parra Veïnat, Vicente Fernández Almazán, Óscar Amador, Óscar Vellosillo, Nacho Viñuela, Leticia Rodríguez, Jaime Madrid, Joana Delgado, Laura Erre, José Sainz de la Maza, Julio Rodríguez Díaz, Rosa Márquez, Adela Iglesias, José Jesús García Rueda e Isabel Cañelles.
Isabel Cañelles, responsable del proyecto Relee, nos comenta el origen y finalidad de esta antología. A continuación ofrecemos una selección de fragmentos.
Incómodos, una antología de relatos
/ por Isabel Cañelles /
El proyecto Relee tiene que ver con la escritura colaborativa, con aunar la idea de los talleres literarios y un sello editorial. Creemos que ahora es en los talleres literarios donde se están cociendo las nuevas tendencias literarias y queremos apostar por esas personas que invierten tanto esfuerzo e ilusión. Al escritor inédito le es muy difícil dar los primeros pasos en el mundo editorial. Por tanto Relee- Red Libre de Escritura y Edición viene a llenar ese hueco, publicando los textos más valiosos, los textos que merecen publicarse dentro de los que se crean en los talleres de Relee y también de los talleres amigos.
En este sentido Red Libre Ediciones no es nada convencional, no es una editorial al uso. La palabra colaboración la diferencia de otro tipo de proyectos. En Relee se colabora en muchos aspectos. En las clases colaboran los profesores con los alumnos, también se colabora entre los profesores y los alumnos por la parte editorial, eligiendo los textos que merecen la pena para ser editados. De la misma manera, vamos sumando nuevos talleres que aportan textos. Las iniciativas más llamativas en torno a la literatura son las que están consiguiendo generar comunidad, o círculos, en torno a redes sociales, talleres o clubs literarios, que permiten a la gente encontrarse, además de con el producto literario, con otras personas.
Relee llega a acuerdos también con librerías amigas que ayudan en la difusión de nuestro proyecto. Somos una editorial pequeña, independiente que no se mueve por los canales habituales. Y finalmente hay que destacar la colaboración por parte de los lectores, ya que muchos ejercen el papel de mecenas, con una pequeña cantidad anual apoyan a los nuevos talentos y obtienen los libros que se van publicando.
De esta forma, Incómodos nace de la colaboración entre muchas personas. La idea surgió hace tiempo. Se trataba de reunir los mejores relatos nacidos en diversos talleres. Tratamos de darles una temática común. Algo que hiciese del libro algo homogéneo. Ángeles Lorenzo, de Ítaca Escuela de Escritura, hace un concurso de relatos incómodos, y de ahí tomamos el nombre prestado para esta antología. Ya que soy de la opinión de que son los mejores relatos los que nos dejan un poso de incomodidad.
La confección de este libro ha sido un laborioso proceso de selección. Pedimos a todos los talleres con los que colaboramos que nos mandaran los mejores relatos de sus alumnos (taller literario Primaduroverales, Hotel Kafka, taller literario Ítaca y los de Relee). En la recta final fueron cincuenta relatos que venían ya filtrados de cada taller. A partir de ahí un comité lector filtró los mejores, digamos que evaluaron el grado de «incomodidad» de los relatos. De ahí quedaron seleccionados los 24 relatos que conforman este libro. Entonces comenzó el laborioso trabajo de corrección y edición de los textos a cargo de Clara Redondo, en estrecha colaboración con los autores. Fue un proceso de revisión muy minucioso.
El lúcido prólogo de José Ovejero redondea esta antología. La idea que propone Ovejero como punto de partida, tomada de una frase que se atribuye a Chejov, y que comparto, es que ya es hora de que los escritores reconozcan que en el mundo no se puede entender nada.
Muchos autores pretenden explicar la realidad, pero eso es imposible. Lo únicio que puede hacer la ficción es mostrar la complejidad de lo real. No explicar sino ofrecer una intuición. El problema es que los libros que hacen eso son libros incómodos, ya que después nos dejan solos con esa intuición. Nos permiten vislumbrar pero no acabamos de entender, no acabamos de estar seguros. Como apunta Ovejero, en efecto la mayoría de relatos de esta antología gira en torno a una elipsis, algo que no está, algo que se sugiere. Para generar esa incomodidad a veces hay que utilizar la violencia, para romper la corteza de la cotidianeidad e ir más allá, al fondo de las cosas.
Otra de las cosas a señalar respecto a Incómodos es que son relatos que no sólo presentan ese interés por ir más allá e incomodar al lector, es que tienen también los recursos para hacerlo. Cuentan con las herramientas necesarias para llevarlo a cabo. Esto es importantísimo, porque aquí se ve el trabajo laborioso y muy fructífero en los talleres. Por eso a la pregunta de ¿sirven de algo los talleres de escritura? la mejor respuesta es la que propone el propio José Ovejero: Lea este libro y luego me dice.
Extractos

Rosa Márquez ⇒ The way you look tonight
Ruth ha vuelto a soñar que la persiguen unos soldados. Nunca llega a verlos, pero escucha los ladridos de los dóberman cada vez más cerca, rastreando en busca de su olor. Se despierta sobresaltada y, como siempre, le cuesta unos segundos acostumbrar la vista a la tenue luz que se filtra por la tapa que cubre el pozo. Aunque dentro ya no hay agua, la humedad de la tierra se pega a su piel como una escarcha invisible durante la noche, haciendo que todas las mañanas se levante temblando. Coloca la manta por encima de sus hombros y se sienta a esperar que llegue Bertha mientras se peina.
Ruth sabe que es absurdo acicalarse tanto y, sin embargo, cada día se preocupa de lavarse la cara, de limpiar la roña que se acumula bajo las uñas y recogerse el pelo en dos trenzas que va enroscando alrededor de la nuca. Está pálida y tan flaca que puede quitarse y ponerse el vestido sin desabrochar un solo botón, pero aún así procura estar presentable, parecerse lo más posible al recuerdo de aquella fotografía que le regaló a Christian el día que él partió hacia el frente.
Mientras termina de sacudir el barro de sus zapatos, oye a lo lejos el silbido de una melodía de swing. Reconoce a Bertha tarareando In the mood y por un momento olvida el vacío que siente en el estómago y le entran ganas de bailar. Cuando su amiga abre el candado y levanta la pesada tapa, la luz del exterior la ciega por unos instantes.
—Date prisa, tengo que hacer pis.
Bertha le lanza la escalerilla de cuerda y Ruth va trepando por los peldaños de madera hasta salir del pozo. Camina hacia la arboleda y vuelve a notar el aire fresco del campo, que resulta un alivio después de pasar tantas horas bajo tierra, pero al mismo tiempo le produce cierta angustia. Sabe que están solas, pero cree ver unos ojos que la espían entre las ramas de los árboles mientras se remanga el vestido. En cuanto termina vuelve al pozo y se sienta en el borde, con las piernas colgando hacía el interior. Le da un poco de vértigo mirar los casi cuatro metros que la separan del fondo y aun así es la única postura en la que se siente segura.
Bertha saca de su morral una tartera y una hogaza de centeno envuelta en una servilleta, que Ruth destapa con desgana.
—Lo que daría por una tarta de manzana de las que hacía la señora Alder, ¿las recuerdas?
—Toda la ciudad las recuerda.
—¿Sabes qué ha sido de ella?
Bertha se encoge de hombros mientras rebusca algo entre los bolsillos del macuto.
—No es una tarta, pero seguro que esto también te gustará.
Le entrega un pequeño paquete envuelto en papel marrón. Al abrirlo, Ruth descubre que es una chocolatina. La mira incrédula, como si tuviera entre los dedos un diamante, le da la vuelta, se la pasa de una mano a otra para comprobar su peso y finalmente estalla en una carcajada y se abraza a su amiga.
—¿Cómo sabías que las de almendras son mis favoritas?
Se lleva un pedazo a la boca y cierra los ojos, extasiada.
—Y eso no es todo, he conseguido algo más… —Bertha le muestra dos cigarrillos perfectamente liados y con filtro—. Tabaco rubio, de importación.
—Pero ¿de dónde has sacado todo esto?, ¿eres la amante de un oficial?
Bertha sonríe haciéndose la interesante mientras se lleva el cigarrillo a la boca. Echa la cabeza exageradamente hacia atrás y entorna los ojos, simulando fumar como una estrella de cine.
—¿No vas a decirme quién es? —insiste Ruth.
—Solo es un soldado de infantería.
—A lo mejor conoce a Christian.
—Ya le pregunté.
Bertha le ofrece el otro cigarro y enciende ambos con una cerilla. Ruth comienza a toser nada más tragar la primera bocanada de humo.
—Mi madre me mataría si me viera fumando —lo dice sin pensar, y de forma instintiva se lleva la mano al bolsillo para asegurarse de que el diente sigue allí, antes de apresurarse a cambiar de tema—. ¿Ya te ha besado?
—¡Pero Ruth! —exclama Bertha con falso pudor—. Solo hemos salido un par de días. Ayer fuimos a un club de jazz, cerca del puerto.
—¿El que está junto a la fábrica de cerveza?
—Sí.
—¡Lo conozco! Christian me llevaba allí a bailar. Creía que lo habían destruido las bombas.
—Tiene un agujero en el techo, pero sigue en pie.
Ruth hace una pausa para tomar aire. El sabor del tabaco le ha dejado un regusto amargo en la boca:
—¿Cuándo va a acabar esto?
—Pronto, ya verás.
—¿No dicen nada en la radio?
Bertha niega con la cabeza y ambas se quedan un rato en silencio, hasta que la amiga apaga el cigarro:
—Me tengo que ir antes de que mi tía me eche en falta.
—¿Tan pronto? —Saca un sobre de su bolsillo y se lo tiende—. ¿Puedes mandarle esta carta a Christian?
Bertha lo guarda en el zurrón y se pone en pie, pero, antes de que pueda irse, Ruth la agarra del brazo.
—Hace mucho que no me escribe. Si le hubiera pasado algo, ¿tú me lo dirías, verdad?
La amiga sonríe tratando con delicadeza de zafarse de su mano.
—Seguro que está bien, ten paciencia.
Y esa sonrisa es lo último que Ruth ve antes de adentrarse de nuevo en el pozo. Cuando ha terminado de bajar los peldaños, observa cómo Bertha recoge la escalera, tapa la entrada, echa el candado y todo vuelve a quedarse en penumbras. Sabe que el resto del día será largo e intenta animarse tarareando el estribillo de aquella película que vio con Christian en su tercera cita. Era uno de esos musicales de Fred Astaire que tanto le gustaban. El bailarín se despedía de su prometida, una morena de facciones toscas, para ir a Nueva York, donde conoce a Ginger Rogers. Mientras en la pantalla Fred le cantaba al piano The way you look tonight, ellos se besaban en la oscuridad de sus butacas, en uno de aquellos días, ahora lejanos, en los que su única preocupación era no llegar tarde al cine, y su vecina Elsa Alder todavía vendía tartas de manzana.

Kike Parra ⇒ Amor de derribo
Me sentí atraído por Iván C. M. nada más verlo. En el colegio, más o menos a su edad, me pasó lo mismo con Mario Jara, un compañero de clase. No me había vuelto a pasar algo así. Que me guste un chaval de once años, que quiera tocarlo, como entonces ocurrió con Jara. Al finalizar el curso, dejó la escuela y no lo volví a ver. Ahora, Iván C. M. me recordó mucho a Jara. Como la primera vez que lo vi no sabía su nombre, pensé que podría ser su hijo. En el colegio no le conté a nadie lo de Mario, igual que ahora me he callado lo de Iván. Quienes te conocen son los que más daño te pueden hacer. Eso lo sé bien desde pequeño, cuando mis compañeros se metían conmigo porque estaba gordo. A lo mejor ahora las cosas han cambiado y a los niños que son así ya no les llaman vacas o ballenatos, no sé, igual me equivoco: los críos son eternamente hostiles con lo que es distinto. Ahora, a los ojos de los demás, soy un tipo normal, me refiero a que ni gordo, ni flaco, mido un metro ochenta, tengo un negocio propio, una floristería, soy algo reservado, es cierto (todos tenemos épocas en las que preferimos pasar desapercibidos). Mi vida de ahora está aceptada. Me refiero a mi soltería, a que sea florista, tenga una gran casa para mí solo, edad para tener una familia sin que esto haya ocurrido. El siglo xxi es el siglo de los solteros. La gente suele pensar de nosotros que somos promiscuos. Con lo promiscuos que son los solteros, piensan. Pero los que vienen a mi tienda no me dicen nada ni se meten conmigo: tengo buena mano para las flores y mis precios son mejores que los de la competencia.

Jaime Madrid ⇒ Junto a la ciudad
Elvira levantó con dificultad el cortinón que hacía de puerta de la chabola. Quería ver si el chaval volvía ya de rebuscar comida entre la basura, pero un dolor punzante le cortó la respiración. Se apoyó en el quicio para recuperar el aliento y vio cómo le temblaba la mano. Con ese dolor y esos putos nervios iba a ser muy difícil ocultar lo que había pasado. Esta vez el malnacido de su marido le había hecho daño de verdad, igual hasta le había roto algo, «puta rata».
Dio como pudo apenas unos pasos para mirar a lo lejos, por encima de la basura, buscando una bocanada de aire limpio. Las montañas de desechos crecían tanto que un día se les iban a venir encima y los iban a enterrar. El humo de los incendios que hacían los buscadores de cobre al quemar los cables dibujaba los rascacielos lejanos como una postal de ensueño al atardecer. Los reflejos del sol en las cristaleras de aquellos edificios aparecían difuminados, o tal vez fuera efecto de sus ojos hinchados por los golpes. Recordaba su vida en la ciudad, cuando luchaba por conseguir sus sueños, y aquellas mismas ventanas le devolvían su imagen con el moño desgreñado, la bata azul y los guantes de goma. Ahora añoraba el olor de la lejía y del limpiacristales, de la colonia y de su bebé, pero no quiso dejarse llevar por la melancolía, ya era demasiado tarde para soñar.
Se acercaba la noche. A esas horas las ratas salían por todas partes. Era mejor estar resguardado, «y mi niño sin venir». Si tuviera fuerzas para dar unos pasos más, habría subido a buscarlo. El simple ruido de un bote que rodó hasta sus pies la sobresaltó. De nuevo una punzada le atravesó el costado y la dejó prendida en el aire como una mariposa de colección atravesada por un alfiler, sin respirar, sin atreverse a mover ni una pestaña mientras un tranvía de rencores y culpas la atropellaba. Elvira necesitaba calmarse, revivía los golpes, los gritos, aquella mirada de loco, la sangre.
Las sombras de la noche se iban tragando los reflejos y empezaban a encenderse las luces en los edificios. Una rata bajó por el montón de basura hacia ella. Era un animal grande, demasiado grande. Cuando Elvira pudo moverse por fin para ahuyentarla, la rata se incorporó desafiante. En sus ojos había un brillo irracional, sin miedo, como si estuviera acostumbrada a jugar a vida o muerte. Se erguía amenazando, y su mirada inquietó tanto a Elvira como aquellos ojos turbios y enajenados de su marido cuando se emborrachaba, «puta rata». Por un momento temió estar viéndolo allí delante. ¡Qué horror! Un escalofrío, otra punzada. Ay, si hubiera tenido el machete a mano, se iba a enterar la rata.

Vicente Fernández Almazán ⇒ Fregaderos
De repente varias alcantarillas, como tapones de gaseosa, han comenzado a volar por encima del tercer piso entre los aplausos del vecindario. Hasta donde me deja ver la lluvia, las cuerdas que sujetaban la urbanización y alineaban los setos del jardín, brotan restallando al fondo de la parcela. Dan la impresión de haber sido cortadas a mordiscos. No sé si podré cruzar por la puerta y decido ir por detrás, donde el lodo no hace sino extenderse. Las boyas gigantes que delimitaban la parcela y nos mantenían unidos flotan ahora errantes (sin ataduras) junto a la guardería de ancianos que tanto recelo te daba mirar desde nuestra habitación.
La brigada de bomberos apostada en el primer piso dice que ayer recogió, de manera espontánea, una docena de carritos de la compra, los restos de dos bicicletas (una de ellas estática) y un somier. ¡Todo eso solo del alcantarillado del garaje! En cualquier caso, nada que ver con lo que la corriente sigue exhalando a través de los sumideros de la bañera, los sanitarios y la arqueta de nuestro jardín. Les oigo gritar; empiezan a estar hartos de tanta súplica y lamentaciones; y en vez de responderme si han encontrado algún anillo (alguna nota; cualquier cosa tuya), se miran entre ellos como si estuvieran ocultando una trama estúpida: «Amigo, tarde o temprano, los agujeros dan estos disgustos —me dice al fin uno de ellos—. Le sugiero que se marche de aquí; pronto tendremos que usar mascarillas y aguantar la respiración más de lo que ya lo hacemos».

Adela Iglesias ⇒ Fecha de caducidad
Respira profundo, estira las piernas y se zafa los zapatos, que caen sin vida sobre el tapete. Y entonces, con la mirada fija en el techo, se pasea las manos por todo el cuerpo para confirmar que sigue viva. Se masturba, rastreando el olor de su hermano en la almohada. Una punzada en el clítoris la saca de su ensoñación. Vuelve a poner la colcha sobre la cama y la estira para borrar toda evidencia de su desfachatez. Sale del dormitorio como una polizón, aterrada de ser descubierta.
Toma una silla, la coloca frente a la nevera y se sienta. Abre la puerta y va sacando, uno por uno, los restos de comida envasada de la semana anterior. Para cerrar la operación, llena un recipiente con agua y lo pone en el centro de la mesa. Hace una fila con los huevos, colocando uno detrás de otro, con cuidado de que no se rueden. Respira profundo y va introduciendo, con suma atención, cada huevo en el agua. Los deja encontrar el equilibrio durante unos segundos. Los que se hundan volverán a la nevera, hasta el domingo siguiente. Los que floten, en cambio, acabarán junto con las demás inmundicias. Casi nadie se salva de su furia sanitaria.
En automático, enciende el televisor y se encuentra con una pareja de belugas en pleno ritual de apareamiento.

Leticia Rodríguez ⇒ La buena madre
El plomo que parecía aplastarme cada vez que veía a una madre dedicada a darle el pecho a su hijo, a un grupo de mujeres empujando orgullosas los carritos de sus bebés o a un padre tratando de entretener a un niño que se enconaba en salpicar de puré la tranquilidad de una cafetería, cobró un sentido mucho más claro el día que salí del hospital con Él en los brazos. No sabía muy bien cómo cogerlo, cómo colocarlo, cómo mirarlo; cuando mirarlo era apenas una opción, y ni siquiera el asomo de una necesidad. Empecé a vivir una vida que no era la mía, era la de millones de mujeres, la vida de un atavismo inevitable, la de una tradición milenaria que une todas las culturas. Y mientras yo recorría, con una mochila portabebés a cuestas, un mundo que parecía ahora tan encogido y hermético como las cochinillas que me hacían hurgar la tierra en la escuela, Hugo recorría otro sin tiempo para conocerlo, con la preocupación de tenerme a mí atrapada en una ratonera que él se negaba a ver. Y era comprensible. Yo misma me preguntaba qué había de malo en mí, qué tipo de trauma rehuía a mi recuerdo y mutilaba mi instinto, por qué era incapaz de disfrutar lo que para tantas otras era «la mejor experiencia de su vida». Mujeres trabajadoras, amantes, amigas, madres: las supermujeres de nuestro tiempo. Cómo las envidiaba a todas. Y eso era envidiar mucho.
(…)
Así transcurrió el tiempo, hasta que mi marido ya no pudo más y dejó de tragarse sus ganas junto a la cena que él mismo cocinaba cuando no llegaba demasiado tarde y se tropezó con alguien con más ganas que él. Por un momento saltó una especie de alarma en mi interior y de alguna forma sentí la tentación de gritarle y acusarlo, creí sentir un atisbo de odio, pero solo fue eso, un atisbo de algo que más tarde reconocí como convencionalismo, uno más de los que me rondaban desde hacía demasiado tiempo y por culpa de los cuales me encontraba atrapada en aquel cepo que yo misma me había puesto.
El día en que me lo contó, mientras se extendía en unas excusas innecesarias, escuchamos el estruendo al fondo de la casa. Después, el llanto. Corrimos alarmados, con el preludio de lo terrible agarrado a las tripas, haciéndonos el pasillo, ya de por sí largo, interminable. Al fondo estaba Él: la culpabilidad pintada en los ojos, la pálida angustia en sus mejillas. Estaba sentado en el suelo, rodeado por pedazos de cerámica, de vidrio roto. De alguna forma se las había ingeniado para tirar la pequeña vitrina de mi colección de tazas y nos miraba, en medio del desastre, con el mueble escorado junto a Él. Lloraba inconsolable, incapaz de sacudirse el susto. Nos arrodillamos a su lado, le recorrimos el cuerpo con las manos, le barrimos la piel con la mirada. «Está bien, está bien», intentaba tranquilizarme Hugo, pero yo no paré hasta que Él estuvo desnudo, entre mis manos, y pude cerciorarme de que estaba intacto. Él se quejaba aún con más fuerza, ahora con la incomprensión y el frío temblándole en la piel. Fue entonces cuando empecé a gritarle. Como si en lugar de un niño de dos años fuera un adulto, le eché en cara su inconsciencia, su falta de cuidado, le describí la tragedia que había estado a punto de provocar, las heridas, las cicatrices. Solo cuando Hugo me apartó de Él, me detuve y, mientras el padre consolaba al hijo, miré mi colección de tazas, los dibujos imposibles hechos añicos por el suelo. Saqué un pequeño pedazo de porcelana que se me había clavado cerca de la rodilla y lo sostuve entre mis dedos: sus flores manchadas con mi sangre. Comencé a llorar.
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