/ por César Iglesias /
Prometeo robó a los dioses el fuego para hacer a los hombres más libres, para “dominar y regular las fuerzas del mundo”, como dijo el barbudo Gaston Bachelard, descifrador de las poéticas de los cuatro elementos. Pero los seres humanos, siempre débiles, siempre frágiles, optamos por activar la maldad del fuego, convertirlo en herramienta de destrucción. Y esa maldad abrasadora, antesala de los infiernos, se aviva con más fiereza en esa esquina europea, la de los territorios del Lejano Oeste ibérico que conforman Asturias, Galicia, León y el norte Portugal, los distritos de la República del Poniente nunca proclamada, salvo en la invención de Antonio Pereira y de otros cartógrafos de la imaginación.
Desde el regalo de Prometeo, el fuego se ha convertido en los dominios occidentales de la Península en el domador de los potros salvajes de la naturaleza, una forma sabia y ancestral de dialogar con la tierra para cumplir con la máxima schumpeteriana de la “destrucción creativa”. El fuego forma parte de la memoria emocional de los pobladores de estos territorios atlánticos. Pero cuando el hombre se echa al monte con el alma encendida y los ojos sanguinolentos renuncia a toda herencia. Ahí está entonces el Caín de la tierra. En ese momento se transmuta en un traidor a esa nacionalidad que no exige pasaporte ni sabe de fronteras, desertor de la única nacionalidad en la que nos reconocemos: la de ser y estar vivos. Su quijada de llamas abomina de la “infancia terrenal y libre” que narró Álvaro Cunqueiro. Él mismo relató que pocas cosas existen “en las que el hombre se reconozca tan libre, rico y fabulante como en un viaje en la mañana, en el tiempo nuevo, a través de un bosque”.
“Ella hace una señal y comienzan los bosques”, escribió Emily Dickinson. Y ahí, donde dijo la Dickinson, nos hacemos cunquerianamente libres, ricos y fabulantes. ¿Hay mejores adjetivos para el bien vivir? Ser ciudadanos de los bosques, de as fragas, de os arvoredos, de les viesques nos convierte en pobladores de la vida. Crémenes, Zalambral, La Baña, El Faedo de Ciñera, Cofal, Bécares, Marronda, Eume, Fervenza, Souto da Retorta, Catasos, Muniellos, Peloño, Hermo, Pome, La Teyera del Sueve… son nombres, sean dichos en cualquiera de las lenguas de este Extremo Occidente, que no necesitan de adjetivos en su belleza sintáctica. En sus fonemas está el tesoro semántico del latido de la vida.
Hay gente que se abraza a los árboles. Dicen que el arce alivia el dolor, que el sauce equilibra la presión arterial, que la higuera purifica el corazón y que el pino nos acerca a la inmortalidad. Los koalas se estrechan a los troncos de los eucaliptos y de las acacias para combatir los abrasadores veranos australianos. Lo llaman arboterapia. No en vano el señor Merlín, a decir de Cunqueiro, se jubiló en la selva de Esmelle, donde se sitúa la frontera de lo visible y lo invisible, para que los achaques de su vejez encontrasen alivio en los abrazos arbóreos.
“No sé en qué lengua hablan, pero les entiendo” tiene escrito Xuan Bello, señor de Paniceiros, al regreso de sus caminatas por las frondas de las Asturias de Tineo y Cangas. Tal vez porque sabe como pocos el trazado de las sendas secretas que unen las raíces de los carbayos y les fayes de esa geografía que conjuga la lengua silenciosa de la savia. Cuando este verano ardieron los bosques de La Cabreira leonesa dicen que algunos oyeron sus lamentos en la carbayera de Espinaréu, al otro lado de la cordillera cantábrica. ¡Qué extraña la solidaridad de los silenciosos!
Maldito el día en que Prometeo se le ocurrió hurtar el fuego a los dioses, lamentarán por ahí. No les quito razón. Nuestra ponzoña pirómana es mas fuerte que la lealtad debida a la tierra. Ahora, que el fuego ha asolado los parajes de esa República de Poniente, donde los árboles dolidos lloran en portugués, castellano, gallego y asturiano, sólo nos queda anhelar que se cumplan las palabras de Manuel Rivas: “Puedo estar feliz. Se cae la casa, pero mis hijos huyeron al bosque con la cabeza llena de pájaros”.
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