Oficios sagrados, de Pedro Luis Menéndez (Gijón, 1958), comenzó casi como un ejercicio de estilo: extensión homogénea de los textos e ingredientes parecidos que, combinados, iban produciendo distintas recetas. Hasta que un buen día dio un salto cualitativo y se convirtió en lo que hoy es, una obra en proceso de construcción. También un juego de espejos, o una superposición de capas de papel de cebolla que van impregnándose entre sí, entre la realidad y la ficción, el juego, la parodia. El título obedece a la intención de encontrar lo sagrado en lo profano, en las cañas de un bar, en una heladería, en una calle, en la vida de cualquiera; algo así como sacralizar el oficio de vivir.
Oficios sagrados
01
Hay un rincón al fondo de la clase que siempre me ha gustado, porque ellos no te ven. Los días que están más tranquilos me siento allí, en una silla con pala y hago como que leo, pero en realidad vacío mi mente y dejo que pasen los minutos. Es agradable.
De pequeña quería ser maestra porque me parecía un buen trabajo. No, no es cierto. Es más sencillo. En la escuela alguien daba las órdenes, y eso resulta cómodo, lo más confortable del mundo. Pagabas un precio pero no era demasiado elevado, unas cuantas tareas y algunos puñetazos cuando tocaban en el recreo. Pero, a cambio, había siempre cuatro paredes y una voz de mando.
Yo no tengo voz de mando, por eso me gusta sentarme en el fondo de la clase. Ellos lo saben, y a veces me torturan con esa mirada retorcida con la que se comunican. Y con los papelitos. Todo el tiempo se pasan papelitos. No hablan de mí, yo existo lo justo, pero son los amos conduciéndome a la ansiedad.
Supongo que he equivocado el camino. Demasiado tarde. Mi amiga Ingrid, que es todo corazón, me envidia y lamenta haberse dedicado a los negocios, como su padre. Yo no tengo corazón. Por eso resisto.
02
Mi padre era fotógrafo de paisajes. Durante las vacaciones, cuando mi madre nos dejaba con él a mi hermano y a mí y se iba a su vida, mi padre nos llevaba a lugares inverosímiles. Tenía una caravana con baño que servía también de laboratorio.
Hacíamos viajes fascinantes, pueblos perdidos en la sierra, lagos inmensos en los que no veíamos la otra orilla y jugábamos con la canoa de remos que alguien había dejado abandonada, escalábamos montañas, descendíamos a desiertos sobrecogedores. Mi padre se levantaba antes del amanecer y no volvía hasta después de dos o tres horas. Luego se encerraba en el laboratorio. Si necesitábamos ir al baño, salíamos fuera, hiciera frío o calor. Por la tarde nos contaba historias. A veces eran repetidas pero no se lo decíamos.
Algunas noches nos obligaba a acompañarle. Buscaba un lugar, situaba el trípode con la cámara y realizaba largas exposiciones mientras quedábamos en silencio mirando al infinito. Mi hermano le hacía preguntas sobre fotografía. Yo no. En alguna ocasión me permitía, cuando todo estaba dispuesto, accionar el cable del disparado
Al volver con mi madre, mi hermano le contaba nuestras aventuras. No era un mal narrador, aunque a ella no le gustaba escuchar las historias de mi padre. Yo me aburría.
03
Mi madre siempre quiso tener un comercio de lanas. Cuando se convenció de que las lanas no daban suficiente dinero, empezó a vender hilos y más tarde también prendas de confección.
Llegó tarde al negocio, la gente empezaba a comprar en boutiques o almacenes, y tenía pocas clientas. Las había bastante exigentes, entre ellas la madre de mi padre, que le compraba las madejas con que hacía nuestros jerseys cada invierno. Como se decía en Obanza, masuñaba el producto antes de comprar, y mi madre se ponía bastante nerviosa con eso, pero a mi abuela no parecía importarle. A lo mejor lo hacía adrede.
Todo el mundo sabe que los jerseys de lana pican. Por lo tanto, toda mi familia caminaba por el mundo llena de picores. Es una manera como otra. Peor ser hijos de peluqueros con tintes diferentes cada semana. Como te acostumbras a todo, con los años dejé de rascarme.
Ahora nunca uso nada que lleve lana, pero los picores me siguen acompañando. Ya sé que lo harán durante toda mi vida, porque la piel conserva su memoria. La mayoría de personas no hereda más que objetos inútiles, colecciones de sellos, litografías, calcetines desparejados y cosas así. Mi hermana pequeña maldice cuando hablamos de ello, pero a mí no me parece una mala herencia después de todo. Es de las que no olvidas.
04
Cuando mi madre decidió ir a la Universidad, la familia no lo entendió. De aquella todavía no era mi madre, era sólo una adolescente que había terminado el Bachillerato. Pero entendió peor aún que se hubiera matriculado en Farmacia, porque éramos una familia tirando a pobre.
Fue mi tía Paula la que puso en la pista al resto: Merche era muy guapa -ése es el nombre de mi madre-, de modo que pillará a algún zangolotino de posibles que dejará la carrera a medias pero pondrá la pasta para la farmacia.
Si alguna vez fue ése realmente el plan, no salió según lo previsto porque mi madre a quien pilló fue a mi padre, que también era un zangolotino, pero sin posibles. Así que montaron una parafarmacia, que es como tener un bar de ésos que sólo venden zumos, y descubrieron las virtudes de la paramedicina: leches de toda condición, cremas carísimas y el mundo maravilloso de la medicina natural.
Ahí empezó mi vida viajera porque asistían a cuanto congreso alternativo se pusiera en su camino. De esta manera, me convertí en el conejillo de indias de cualquier tipo de hierbas, flores, plantas y demás condimentos que la madre naturaleza aporta en su esplendor.
No puedo quejarme, no fue una mala infancia. Hace años que ya no les acompaño en sus exploraciones, sobre todo desde que yo misma comencé la Universidad. Tampoco nadie entendió en la familia que me hubiera matriculado en Periodismo, con la intención de especializarme en deportes. Por suerte, sigo teniendo una salud de hierro.
05
Mi padre fue pinchadiscos en la época en que los pinchadiscos no cobraban, eso sí, trasegaba cacharros con vocación de morir joven. Ahora ya no bebe, pero muchos días llega triste de las reuniones de terapia. Entonces coge la tablet y se pega a Youtube, y se queda solo en el salón escuchando música hasta que casi amanece. Son los días oscuros en que resulta muy difícil hablar con él. Tú puedes hablar pero él no escucha.
Por eso yo espero a que lleguen los días luminosos, en los que madruga y se va a hacer deporte. Luego compra churros a la vuelta y parece feliz. Esos días desayunamos juntos y hacemos planes que algunas veces se llevan a cabo. Esa es la razón de que hayamos vuelto a Tarifa, aunque sólo se trate de unas vacaciones.
Aquí fue donde rompieron mi madre y él; no aquí, sino a la vuelta de haber estado aquí. Ahora dice que necesita cerrar la herida y, mientras ocurre, se dedica a escribir poemas que va reuniendo en un portafolios, sin más destino aparente que el propio de escribirlos.
A mí no me deja leerlos porque dice que no me iba a gustar lo que cuenta de mi madre. No sé, yo nunca los he visto como una mujer y un hombre, de modo que lo que pueda afirmar de la mujer de los poemas yo no lo asociaría con mi madre. Sólo pensaría en una mujer que existió y ya no existe, porque mi madre ya no es la mujer de los poemas, es otra cosa.
En Tarifa los días son siempre luminosos. No me importaría vivir al lado de esta playa, a pesar del viento. A mi padre la gusta el viento y sale a la terraza los días de más levante, como quien hace preguntas e intenta encontrar las respuestas. Yo ya tengo mis respuestas, aunque no por eso dejaré de quererle. Creo que nunca se ha parado a pensar cuánto.
06
En casa hablaban mucho de la guerra, pero de niño yo no pensaba en soldados sino en comida porque mi familia es de ciudad. De modo que cuando hablaban de la guerra, de lo que hablaban era de la comida que no tenían, o de lo pobre que era la que sí tenían.
De los pueblos venían los del estraperlo, que eran los que tenían comida y la vendían muy cara. Les llamaban estraperlistas. No llegué a conocer a ninguno, aunque sí conocí, muchos años después, a los hijos de uno de ellos. Eran gente como yo.
Su padre, después de la guerra, traía en bicicleta desde La Camocha huevos, pollos, gallinas o fruta. Así me enteré de que había grados en los estraperlistas. Este era el más bajo. Los de los camiones eran lo más parecido a la aristocracia. Traían carne, piezas enteras, caballos, burros, conejos, también gatos.
La aristocracia del estraperlo vendía a la gente rica, y el resto se arrimaba a ver si caía alguna sobra. Los ricos, además, conseguían más cupones para las cartillas de racionamiento, porque los compraban o vaya usted a saber. El caso es que los tenían, y los del estraperlo también negociaban con los cupones.
A mi abuela se le notaba mucho que los odiaba, más bien que los seguía odiando cuando ya no existían. Yo no me daba cuenta entonces, o sí me daba cuenta pero no sabía explicarlo. Ahora ya sé.
Mi abuela era católica y muy de derechas, de los que ganaron la guerra. Tenía miedo a los rojos y también los odiaba. Los del estraperlo no eran rojos, no tenían color, eran lo de siempre. Igual que ahora.
07
Valentín había estudiado Bellas Artes en Salamanca y tenía sus ambiciones. Eran los tiempos de El Paso. Pero se casó con Nieves y enseguida llegaron dos hijos. Nieves era maestra interina y se pasaba el curso de pueblo en pueblo, así que decidieron intalarse en Cangas y Valentín quedaba con los niños mientras Nieves iba y venía.
En la buhardilla, amplia, de planta entera, Valentín montó su estudio con los cuadros de entonces. Nunca había sido tallador, pero un amigo de Pola, sobrino de un párroco en Salime, le pidió el favor de intentar arreglar una talla románica que estaba un poco chamuscada y que nadie hasta entonces se había atrevido a restaurar.
Valentín, no era restaurador, así que propuso a su amigo hacer una talla nueva lo más parecida posible a la original. Este habló con su tío y le pareció bien. Descubrió entonces que tenía mano para la escultura de pequeño formato y que además se había sentido muy feliz mientras daba cuerpo, doraba y envejecía aquella imagen.
Parece ser que el párroco corrió la voz y empezó a conseguir encargos de otras parroquias. Nunca se preguntó que hacían con las tallas originales del XII pero coincidió con una época de cierta prosperidad en bastantes de aquellas parroquias, una época en la que muchos párrocos cambiaron las caballerías por las primeras motocicletas o los primeros seiscientos, que les facilitaban cumplir con su labor en las aldeas más apartadas, al menos cuando no había nieve. Con nieve, volvían a los caballos.
A Valentín le pagaban bien y Nieves sacó la plaza. Eso fue cuando se trasladaron a Villaviciosa. Allí siguen. La última vez que estuve en su taller, estaba completando unos encargos de Palencia.
Las vírgenes de Valentín son muy valiosas, tan valiosas que les gustan mucho a los de Patrimonio. Dice Valentín que los de Patrimonio son previsibles: llegan a la iglesia, certifican, comen, beben, y después vuelven a Oviedo. Expertos, buena gente.
08
Lo más aburrido era llegar a la fábrica y esperar el turno tras incorporarse a la hilera de camiones, así que aprovechaba esos minutos para echarse a dormir. Con los años, se había convertido en un experto en parovechar minutos para dormir. Una cabezada y seguía. En una ocasión, volviendo de Santander, en un atasco monumental a la altura de Vidiago a causa de un accidente, había dormido más de treinta minutos con la radio puesta a todo volumen a las once de la mañana.
Le gustaba conducir. No era exactamente lo suyo pero apareció la oportunidad de un sueldo fijo y la aprovechó. De todos modos, nunca hacía ni siquiera rutas nacionales, prefería ganar un poco menos y pasarse los fines de semana en casa. Cuando se estaba cansando de ir y venir a León con paquetería de imprenta, surgió lo de la leche. Vas de noche, recoges en los puntos que te asignan, llegas, descargas, y a mediodía estás de vuelta. Eso sí, o duermes de tarde o te acuestas a las ocho, tú eliges. De manera que, como la mayor parte de los días ni lo uno ni lo otro, acabas durmiendo cuando puedes.
Lo de la leche tiene su cosa y, si estás en el asunto, acabas aprendiendo. Lo que les vale a unos no les vale a otros. Lo que unos aceptan, otros lo desechan. Lo que no quiere nadie, hay una fábrica en concreto que sí lo quiere, que coge todo. Siempre me contaba esas cosas. Luego quedó fijo en una de las grandes y le faltaba un año para jubilarse. No, no se quedó dormido. Ni él ni el de enfrente. El de enfrente venía bien puesto, con coca hasta las trancas y se quedó allí mismo, en el sitio.
A él lo sacaron entre los guardias y los de la ambulancia. No volvió a conducir pero le gusta contar sus historias. Dice que nunca querría esa vida para un hijo y cosas parecidas, pero yo sé que lo echa de menos. Él y yo sabemos que se lo noto.
09
Fueron los primeros y durante mucho tiempo los únicos. A él se le ocurrió después de un viaje a Roma, al que no quería ir. Fueron juntos porque se empeñó ella. Y sin embargo, fue él quien lo vio con claridad. A la gente le gustan los helados y los souvenirs, de modo que a la vuelta instalaron, junto a la playa, una heladería que vendía postales, bibelots, camisetas, sombreros, botellas de sidra, quesos de la zona, embutidos de ciervo y jabalí que traían de Extremadura, y cosas por el estilo.
Cuando entras, siempre te apetece comprar alguna cosa. No lo haces porque son caras y, si eres de aquí, no tienen mucho sentido como recuerdo de un viaje. Pero por lo menos te llevas un helado. Son buenos, y además abren los doce meses. Al principio no, era un negocio de temporada que cerraba cuando se iban los últimos turistas. Después, al empezar a haber competencia, ya no cierra nunca, ni siquiera en febrero, con los temporales que les azotan el negocio.
Él, de joven, pescaba y marisqueaba, pero era una vida dura, y eso que entonces todavía había algo que pescar. Ahora ya no. Se conocieron porque ella trabajaba en las oficinas de la lonja. En la lonja ahora ya no se vende pescado, la han reconvertido en oficina de turismo y también se la enseñan a los turistas, para que vean cómo eran estos pueblos cuando había pescadores, y entraban los barcos con pescado.
Por eso, cuando los restaurantes necesitan pescado para los arroces y las calderetas, lo traen en camiones frigoríficos. Vienen de Galicia o de Madrid. Algún barco sí queda, para pasear a los turistas. Por sesenta euros te dan la comida y todo, con sardinas que fríen en el mismo barco y toda la sidra que puedas beber. Hace gracia por la tarde verlos llegar al puerto y desembarcar. Nunca saben si el mareo viene del mar o de la sidra, o de las dos cosas.
Ahora quieren jubilarse y traspasar el negocio pero no es fácil. Nadie les da lo que piden. Mientras tanto han puesto todos los productos -los helados no- en liquidación. Por eso un día no pude resistir y me compré un imán para la nevera por veinte céntimos. Y unas chanclas con la bandera de Asturias, que son las que uso para bajar a la playa. Me costaron dos euros, menos que en el chino.
10
En la calle era el único que quería ser profesor. Los demás querían ser otras cosas, o no querían ser nada. Él no, porque estudiaba con beca y le había prometido a su madre que iría a la Universidad. No era un mal estudiante. Leía mucho, leía siempre, sobre todo desde que le pusieron gafas. Cuando los demás jugaban como comanches, él se quedaba en un rincón leyendo, a veces en el portal para que no lo vieran o no le cayera encima alguna pelota perdida. Por eso engordó, de tanto estar sentado.
A la facultad llegó gordo y con gafas. Se le veía bien por los pasillos porque además hablaba con todo el mundo. Se hizo militante de la Joven Guardia Roja. En aquellos tiempos, no había nadie que no fuera militante de algo. Los de la calle no, esos seguían sin querer ser nada, aunque empezaban a serlo. Su padre los llevaba a la obra, o se metían de pinches en alguna tienda, o se metían caballo. Mucho. Todo el que podían.
Y así daban los primeros palos, primero en otras calles, en farmacias, en quioscos, en lo que pillaran y, cuando las cosas se torcieron, en la misma calle, a las madres de otros, en casa, a su madre. Después morían, o quedaban como siguen hoy. Él preparó las oposiciones y sacó la plaza. Ya no era maoísta porque no quedaba ninguno. Empezaban a ser otras cosas y algunos prosperaron, en la inspección, en los centros de profesores, en la delegación provincial. Él no, él preparó la cátedra.
De esto hace ya tanto que se acaba de jubilar ahora, al terminar el curso. Si le preguntas, te dirá que estaba harto del desagradecimiento, y de hacer papeles y de toda la milonga de las programaciones que nadie cumple. ¿Sabes?, si llevan con nosotros desde los doce y vienen a clase y se portan más o menos, les damos el título. ¿A dónde van si no? Ya ves, pasó la vida. Me lo dice pero yo sé que es una verdad a medias, como casi todas las verdades.
11
Cuando le conocí, había visitado ya ciento treinta y cinco países. Los llevaba anotados en un bloc, sólo los nombres. No escribía sobre ellos, no hacía fotos, sólo los visitaba y lo anotaba en el bloc. Pensaba seguir, recorrer el mundo entero antes de hacerse demasiado mayor y perder las ganas. Ya sé que ahora los mayores siguen viajando y visitando países, pero es porque lo hacen los demás, ellos han perdido las ganas aunque no lo digan. Esto funciona como una rueda; mientras estás en la rueda te sigues moviendo, como los hámsteres.
En los meses en que no viajaba, es decir, en los meses en que reunía el dinero trabajando para irse otra vez, dedicaba todo su tiempo libre a organizar las rutas. En eso resultaba muy eficiente gracias a la experiencia porque su plan era siempre el mismo: recorrer el mayor número de países, hasta dos en un día cuando era posible, porque lo único que le gustaba de sus viajes era conocer países para anotarlos en el bloc. Nada más.
Daba igual el viaje por el que le preguntaras, la crónica era idéntica: no le había gustado la gente, ni los hoteles, ni la comida. La comida local no le gustaba nunca; por eso buscaba siempre hamburgueserías y sitios parecidos, para comer más o menos lo mismo fuera donde fuese. Tampoco compraba souvenirs ni nada que le recordara luego que había estado allí.
Hace tiempo que no sé nada de él. Me contaron que sigue en las mismas. Con frecuencia me he preguntado qué hará el día en que complete el círculo, cuando en su bloc estén los nombres de todos los países del mundo. ¿Volverá a empezar? No lo creo, no le daría tiempo a completar un segundo círculo. ¿Se quedará en su casa sin moverse nunca más, atrapado en un sillón? Si ocurre, le sobrevendrá una amalgama de recuerdos imposibles de situar, como si el cerebro te bombardeara con todas las imágenes de tu vida. Supongo que estallas, o simplemente te quedas vacío como una página en blanco. Ese debe ser el miedo de los escritores, que algún día no haya más que contar y, sin embargo, la vida siga.
12
Mi profesora de escritura creativa me dice que no me precipite, que no escriba tanto. Pero es que yo soy así, me precipito y me paso el día contando cosas. También cuando escribo. En realidad, no sabe que ahora estoy escribiendo sobre ella. De todos modos, no se lo pienso decir. A veces me gusta guardarme cosas que no enseño, para tener el gusto exquisito de ser mi único lector. Parecido a masturbarse, lo hago para mí y ya está. Es placentero.
Mi profesora dice que no debes forzar nunca un texto, que se nota si te inventas lo que no sabes, y que por eso resulta más cómodo construir la historia a partir de la manipulación de datos conocidos. No se trata de contar tu vida, aunque ahora esté de moda, sino de utilizar tus datos y los datos que conoces de otros para deformarlos en nuevas situaciones, algo así como recorrer los otros caminos que hubieran podido existir en la realidad, pero quedaron al margen.
La idea no parece mala, aunque a mí me da poco juego. Vale, ¿qué pasaría si hubiera entrado a trabajar en el banco en que mi padre no quiso enchufarme? ¿Y si me hubiera ido a California como profesor y no me hubiera quedado aquí? Suena interesante pero yo de ahí no saco nada, porque me parecen muñones sin crecer, deformaciones de nacimiento.
Por eso prefiero explorar lo real. ¿Qué ocurre cuando alguien como yo, en mis circunstancias, se siente atraído por su profesora? Un tópico. Le ocurre a casi todos. No funciona. ¿Y la semana pasada, cuando me quedé atrapado en el ascensor junto al vecino y al perro que más odio de todo el portal? Otro tópico. Tampoco funciona. Así que queda lo que queda, precipitarme, escribir todo lo que se me ocurra, aunque a ella no le guste. No se va a enterar.
El lunes llegaré como si nada, con mi cuaderno, y seguiré fielmente sus instrucciones. Escribiré un relato con la primera palabra de una hoja del diccionario y con la última de otra. Pero haré trampa y llevaré las palabras marcadas de antemano. Necesito que sean alfiler y corazón. Quedará satisfecha del resultado. Yo también.
13
Sentí la intensidad de su perfume cuando me crucé con ella, como una luz que olía a flores. Luego se desvaneció y ni siquiera sabría reproducir su aroma. Tampoco me volví a mirarla. No era eso. Era sólo la percepción del instante, algo que ninguna imagen puede fijar.
Dejó el libro a un lado y miró a sus alumnos. Parecían concentrados en la tarea. Aprovechó para decirles que faltaban diez minutos para terminar. Algunos se removieron inquietos en sus sillas. Sobre todo Daniel, que se le quedó mirando con sus enormes ojos hiperactivos. Se trata de reproducir el esquema. Cuando conoces el esquema, todo fluye. Dar clase, examinar, dar clase, examinar, dar clase, examinar. De novato resulta muy difícil asumir esa rutina, sobre todo porque tu mayor preocupación eres tú mismo. Después, el río se amansa y llegan los tiempos de la placidez.
A ellos, los estudiantes, les da igual. Y si no les da igual, lo parece. Ellos siguen otros ritmos, los suyos propios, y bastante trabajo tienen con lograr el ajuste. La literatura es una materia obligatoria. Punto. El legislador huele a flores muertas, a esa ranciedad a la que huelen los sepulcros. Existe un programa oficial. Punto. Cumplir y hacer cumplir ese programa. Punto final.
Tomó el libro de nuevo e intentó seguir leyendo pero había perdido la concentración. Algunos alumnos empezaban a entregar la prueba y a salir del aula. Poco a poco iban quedando menos. Volvió a avisar, esta vez de que faltaba un minuto. Seguían entregando y sólo algunos rezagados agotaron el tiempo. Daniel entregó el último. Volvieron a mirarse.
Cuando quedó solo en el aula, recordó el perfume, ya perdido en la distancia de los años. La semana que viene asistirá a un curso sobre innovación educativa. Dar clase, examinar. La máquina perfectamente engrasada de la pulidora suena al otro lado del pasillo, aun con la puerta cerrada. Recoge sus cuadernos, los ejercicios de los estudiantes y la cartera. Es la hora del café. Descafeinado. Solo. Con azúcar.
14
No, no pasa nada porque un día no te tomes la medicación, seguro. El médico lo ha repetido varias veces. No, no voy a llamarle a la consulta para esto. Sí, lo he oído perfectamente. No, no me equivoco. Sí, puedo llamar desde el coche pero no voy a hacerlo. No, tampoco voy a dar la vuelta para asegurarnos. De verdad, puedes estar tranquilo.
Le vinieron a la memoria las visitas al zoo con su padre. No recordaba si su madre iba también. Si era que sí, está claro que su presencia no había aportado nada que conservar. A su padre le entusiasmaban los elefantes, también en los documentales de televisión. En el zoo se sentaba en un banco frente a ellos, sacaba una libreta y los dibujaba una y otra vez. Podía pasar horas haciéndolo. En casa guardaba ordenadamente las decenas de álbumes que había completado durante años y años de sus dibujos. De algunos de esos dibujos realizaba reproducciones a gran escala que acababan colgadas en el pasillo.
Sus amigas del colegio, de muy niñas, se asombraban y hasta les daba un poco de miedo cruzar aquel pasillo hasta su habitación. Sin embargo, en la maldita adolescencia se había enfadado con su mejor amiga porque se había reído de los dibujos de su padre. En su propia defensa tiene claro que nunca llegó a sentirse avergonzada por aquellos elefantes.
Hoy tiene prisa. Ha acompañado a su padre al médico pero debe dejarlo pronto en la residencia porque mañana le toca entregar las ilustraciones para una edición de Peter Pan. En Peter Pan no hay elefantes aunque sabe que, para llegar a su estudio, deberá cruzar antes el pasillo con los dibujos de su padre. Los conoce de memoria. Podría dibujarlos ella misma con los ojos cerrados. Nunca lo hará, claro. O tal vez sí.
15
La pensión estaba muy cerca de la Audiencia Nacional y algunas mañanas veíamos los furgones que traían a los de ETA. Lo sabíamos por los camareros del bar de abajo, que eran de Murcia, y nos contaban que los abogados de los etarras desayunaban allí. Hacía calor, mucho calor, mientras preparábamos las oposiciones a juez. Mi amigo Manu se había venido también a Madrid y yo aproveché para trasladarme de pensión. Hasta entonces había estado metido en un cuarto sin ventana en la calle Fuencarral.
No sé cuál sería la historia de Virginia. La tenía, pero nunca la averigüé. La pensión estaba siempre llena. Muchos de ellos viajantes de comercio que volvían una y otra vez a recoger mercancía o a ferias de lo suyo. Un fin de semana llegaron dos gallegas y no sé cómo Virginia se las arregló para que saliéramos los cuatro. Recuerdo que visitamos el Palacio Real y no recuerdo mucho más. Sí que acabamos en el bar de abajo y ellas al final se quedaron con los de Murcia.
Manu y yo no comíamos en la pensión de modo que teníamos poco trato con los demás huéspedes. El más peculiar era un periodista mexicano que guardaba en un álbum todos sus reportajes. Por supuesto, nos lo enseñó. Tenía pinta de hacerlo con todo el que pillaba. Además, llevaba peluquín. Con los de Murcia hacíamos tertulia en la calle, por la noche, cuando echaban el cierre. Nos quedábamos fumando en los bancos, sin prisa. Total, cuando subíamos, no podíamos dormir por el calor.
Los de Murcia odiaban a los etarras. Nosotros también. Eran los tiempos en que mataban mucho. Manu, que había estudiado en Deusto porque su familia era medio vasca, se había dejado de hablar con su mejor compañero de la carrera, peneuve del todo, por este asunto. Nuestro preparador nos decía que estaba seguro de que el gobierno acabaría llegando a un acuerdo porque había negociaciones secretas. Las había, aunque se equivocaba en lo del acuerdo.
Manu sacó la oposición. A mí me dio un día un ataque de ansiedad en medio de la calle y me volví para casa. Hace un año pudo haberse ido de magistrado a la Audiencia, pero no quiso. Cuando nos vemos, siempre intentamos acordarnos de los nombres de las gallegas y nunca lo logramos. Creo que una era Pilar.
16
Mi hermana es cantante. No ha parado de cantar desde que nació. No siempre resulta fácil tener una hermana así, pero te acostumbras. De bebé tarareaba zarzuelas porque mi padre, cuando estaba en casa, ponía música de continuo. Mucha zarzuela. Cuando ya supo hablar, empezó con los éxitos de la radio. Y así hasta hoy.
Ayer les ayudé, a ella y al grupo, a llenar el camión. Esta noche están tocando en Navia. Habían anunciado lluvia pero, al final, se quedó en nubes con aire frío. No sé allí. También da clases. De la música se saca poco. Mi padre le puso un profesor de canto para abrirle la voz. Lo demás ya lo llevaba ella, tiene un oído absoluto. Es curioso esto de las familias, la herencia genética y todo eso, porque yo malamente llego a un fa.
El camión lo conducen entre Jorge guitarra y Roberto percusión. Son los que tienen carné. Los demás duermen o se aburren. Cuando llegan, montan entre todos. Mi hermana no, siempre se da una vuelta por donde vayan a tocar y llega para probar sonido. Dice que en esos paseos, por el estilo del pueblo, le gusta imaginar cómo será el público de esa noche. Dice también riéndose que acierta pocas veces.
Tito bajo, también vocalista, y ella estuvieron en los cástines de Operación Triunfo los años en que merecía la pena. Pasaron los primeros cortes pero fueron quedando por el camino. Los dos cuentan que aprendieron cosas. Tito, más escéptico, subraya que sobre todo a no perder el tiempo más. Por el verano están a tope. Llegan las fiestas de prao y quien más o quien menos se estira para tener un grupo como el suyo. Son buenos.
Son de los pocos que hacen versiones de La Oreja o de Nacha Pop. Si les quitas eso, lo demás como todos. El público manda. Por eso mi hermana además lleva vestido de tres tallas menos, de los que parece que van a estallar por poco que te muevas, y brillantes, muy brillantes. Tiene unas piernas guapas, es evidente. Con los tacones más.
Hace dos semanas vinieron Roberto y ella a cenar a mi casa, para ver juntos la Madama Butterfly que retransmitió en directo el Teatro Real. No dejó de llorar desde Un bel dí, vedremo hasta Con onor muore. Roberto y yo tampoco.
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Cuando el boom de la construcción, yo montaba cocinas de obra. Me pagaban treinta euros por cocina. Así que el asunto estaba en no parar ni un minuto, correr, correr y terminar pronto, para pasar a la siguiente. Fue mi madre la que se empeñó en que hiciera el módulo de carpintería, visto que no lograba terminar la ESO. A mi padre se lo conté por teléfono y le pareció bien.
También le pareció bien que me comprara el coche. Él nunca había tenido un coche como el mío. El día que lo saqué del concesionario fui a enseñárselo y le dejé conducir hasta Mieres. Le prestó un huevo y a la vuelta, mientras conducía yo, creo que no dejó ni un botón sin tocar. De aquella no estaba enfermo, o no lo sabíamos.
Ahora viene a comer un día a la semana pero lo veo tan bajo que me da mucha pena. Fue él quien me apoyó desde el principio. A mi madre le daba miedo. Desde hace un año está más tranquila porque ve que nos va bien. Este verano vamos a contratar dos camareros más y, si podemos, ampliar un poco la terraza. Mi padre se pasa la comida hablando con Mirian. Se caen bien.
Mirian me dice que tengo un gran padre. A veces me río. Otras veces le contesto que cuando era un chaval no de daba cuenta. Quizás lo sea. Algunos días hago un hueco y lo llevo yo a la quimio. Casi no hablamos en el viaje. Ponemos música. Mejor dicho, él pone la música porque le dejo escoger, aunque podría ponerla yo por él. Siempre es Bruce. A la vuelta no. Venimos en silencio. Lo dejo en casa y apenas si nos despedimos. No puedo. El nudo que me queda no se me quita en toda la semana. Hasta que lo vuelvo a llevar.
18
Me ha dicho que no me moleste en entenderlo, que no lo haré nunca. No soporto que me tomen por tonta, así que le he mandado a la mierda. En realidad, no sé a qué juego estamos jugando. Anoche no fui a su casa. Hoy no lo mencionó. Eso sí, a la hora de comer, bajó con Bego.
Supongo que me llamará por teléfono, porque había quedado con unos clientes y salió antes de la oficina. Yo quedé pegada al ordenador hasta las seis. No comí. Ahora, ya en casa, he metido en el horno unos canelones de los precocinados que no me apetecen ni lo más mínimo. Cuando llamaron a la puerta, me habría sorprendido que fuera él. No lo era.
Lo primero que pensé fue en qué joven era la chica y qué agradable resultaba. Sonreí todo lo que pude pero sé que no le sentó bien que no la dejara entrar. Me habrá puesto a parir por dentro. Yo también empecé a puerta fría. Ganaba muy poco y casi no alcanzaba para el alquiler. Todos los meses mi madre tenía que mandarme algo de dinero. Lo siento por la chica pero hoy no estoy para escuchar ofertas de gigas ni de megas. Hoy estoy para poco.
Mañana tenemos que cerrar un contrato. Iremos juntos. Espero que no haga el bobo ni me ponga ojitos o algo parecido durante el viaje. Cuando estoy en algo importante, me gusta estar concentrada. Y el contrato de mañana es importante. Además, esto duró lo que tenía que durar o, si quieres, un poco menos. Pero alargar agonías no es mi fuerte.
Si todo sale bien con el contrato, igual cenamos juntos. Lo pienso pero no lo convierto en un plan. He empezado a no tener más planes que los de mi agenda, y en la agenda sólo anoto cuestiones de trabajo. Si le gusta, bien, y si no, ya sabe lo que hay. Me parece que por hoy cierro el quiosco, le envío un correo con la hora para que pase a recogerme, y hasta mañana.
No sé por qué pensaba que había tenido un día negro, cuando realmente está blanqueando por momentos. Como Michael Jackson. Que le den.
19
Mi tía Belén era una mujer muy guapa. Recuerdo el escándalo en la familia el día en que se fue a vivir con Colin. Corrían otros tiempos. Colin había nacido en Rhodesia cuando aún existía. Se habían conocido en Llanes, en un camping. Mi tía Belén estaba con unas amigas celebrando el fin de carrera. Colin trabajaba para la Brittany Ferries y se había acercado desde Santander a pasar unos días libres. Cuentan que fue un flechazo, instantáneo, como dicen que son los flechazos genuinos.
A mi abuela Belén -mi tía Belén se llama como su madre- la tuvieron que llevar a Urgencias alarmados por la taquicardia feroz que le produjo la noticia. Mi abuelo se fue a tomar sol y sombras y no volvió hasta la madrugada. A mi madre -no hace mucho que me lo confesó- le dio un poco de envidia porque todo era como de cine. Mi tío Mario contó a los amigos que le iba a partir la cara al tal Colin en cuanto lo tuviera delante. Mi tía Asun se echó a llorar y durante bastantes años volvía a hacerlo cada vez que nombraban a la tía Belén. Luego se le pasó.
Yo fui la primera en ir a visitarlos a Londres. Colin había dejado la Brittany y trabajaba como administrador en unos almacenes. Mi tía Belén aparcó sus intereses literarios y empezó a estudiar diseño de moda en una escuela de prestigio. Se les veía felices. Yo volvía cada verano -no tenían hijos- y me trataban como a una princesa. Lo siguen haciendo. Los dos resultaron ser lo que ahora se llama emprendedores y acabaron por montar una empresa, diseñando y produciendo su propia ropa. Una marca cara, exclusiva, de las que no se anuncian y sólo los iniciados conocen.
Hace años que trabajo con ellos. Voy y vengo bastante a Gijón porque mis padres empiezan a estar mayores y además -por qué no decirlo- echo en falta su cercanía. Mis padres, mi tía Asun, mi tío Mario y hasta mi abuelo han ido algunas veces a Londres, no mucho, y por poco tiempo. Mi abuela Belén no ha ido nunca. Dice que irá a la boda cuando se casen. Parece posible que se muera sin ir.
A veces, cuando vengo a Gijón, traigo vestidos y chaquetas y bolsos que manda mi tía Belén para su madre. Nunca ha estrenado nada. Dice que ella tiene su modista de toda la vida y que en Inglaterra no tienen estilo para vestirse, que no hay más que ver a la Reina con esos sombreros. Y eso que en la tele -dice ella- la sacan más guapa de lo que debe ser.
20
Mi cuñado, de joven, se dedicaba al trapicheo. No llegó a ser un camello de verdad, sólo trapicheaba lo suficiente para comprarse la moto y salir con la peña. Sacar para gastos, decía. De aquella no era mi cuñado aunque ya nos conocíamos. Realmente nos conocemos desde niños, cuando nos metieron en la misma escuela. Todo esto fue antes de que pasara las pruebas para entrar en la Policía Nacional.
Su primer destino fue Irún. Ganaba más. Allí se tiró casi cinco años hasta que pudo venirse a Burgos. Fue entonces cuando se casó con mi hermana. Llevaban bastante tiempo de novios. Como éramos colegas, mi hermana y él quisieron que fuera su padrino. No teníamos padre. Tener lo teníamos pero hacía mucho que no sabíamos nada de él. Desapareció cuando murió mi madre. No fue capaz de soportarlo, de seguir en la misma casa, con los mismos muebles y con la misma vida. Mi hermana y yo andábamos por los veinte, y allí nos quedamos. Bien. Mis padres tenían dinero y él nos lo dejó todo a nosotros al irse. No se llevó nada.
Ahora sabemos muy poco de él, pero sabemos que no le va mal. Vive solo, en una aldea perdida junto a Llanes, y ha montado una casa rural. Con el tiempo -mi hermana y yo lo hemos hablado- acabas teniendo una sensación extraña, como si no nos hubiéramos conocido nunca. La vida es así, al menos para algunos.
Cuando veo a mi cuñado, siento que está tranquilo. No siempre lo estuvo. Pasó una época muy mala y estuvo de baja por depresión casi seis meses. Lo peor fue que vino a coincidir con el mes en que nació la segunda cría. Ahora tienen tres, y yo los veo tranquilos a todos. Como no me casé ni tengo hijos, ejerzo de tío favorito y me llevo por ahí a las crías de viaje. El año pasado estuvimos los cuatro durante las vacaciones en Port Aventura. Cuentan -y no mienten- que lo pasaron genial. El año que viene, si ahorro, quiero llevarlas a Orlando.
Con mi cuñado vemos siempre el fútbol en su casa. Nos hacemos risas y nos tomamos todas las cervezas que podemos. Además, los partidos nos salen gratis porque tengo hackeado el sistema. Soy informático. De los viejos tiempos nos acordamos poco. Sólo a veces nos da como un aire nostálgico y entonces nos fumamos unos canutos -de hierba sólo- y ponemos cedés de los Ramones. Se nos pasa pronto.
Pedro Luis Menéndez (Gijón, 1958).
Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), “Pasión del laberinto”, en Libro del bosque (1984), “Navegación indemne”, en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), “La conciencia del fuego”, en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), y la novela Más allá hay dragones (2016).
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