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Diamantes por tractores

En vista de esta ósmosis tecnológica y financiera, varias preguntas se agolpan inmediatamente: ¿cómo entender esta identificación de sistemas aparentemente enfrentados?; ¿cómo explicar el hecho de que un Secretario del Tesoro americano usase su fortuna personal para financiar el socialismo en la Rusia de Stalin, en un periodo en el que la producción de acero en los Estados Unidos había descendido bruscamente, generando índices de paro estratosféricos?

La revolución rusa y el mecenas americano

/ por Míchel Suárez /

Este mes se cumple el centenario de la Revolución Rusa, un acontecimiento capital en la historia contemporánea sobre el que se han escrito, y se seguirán escribiendo, bibliotecas enteras. Tentativa de regeneración social basada en el evolucionismo progresista de Marx y ahormada en la doctrina leninista de vanguardia política, la Revolución fue interpretada por los jerarcas del Partido comunista como el clarín que llamaba a incorporar a una nación de la magnitud de Rusia al proceso histórico que culminaría con el advenimiento de la sociedad sin clases. Este objetivo exigía la transformación de la obsoleta estructura productiva nacional mediante el desarrollo frenético de las fuerzas productivas, la movilización total de los recursos naturales y el encuadramiento burocrático de la población. Con estos ingredientes, y sabiéndose respaldados por el juicio de la Historia, los revolucionarios alimentaron el temible plan de moldear un hombre nuevo, el homo sovieticus, que con tanta maestría ha diseccionado Svetlana Aleksiévich. Como aseguraba Kirilov, la Historia estaría “dividida en dos partes: del gorila hasta la muerte de Dios, y de la muerte de Dios hasta el cambio de la tierra y el hombre psíquico”, obra del régimen soviético.

La voluntad de erigir una sociedad radicalmente nueva hizo que los bolcheviques atribuyesen, con Hegel, un “significado espiritual” a la máquina, una fuerza titánica que acabaría con la opresión y abriría las puertas de la abundancia material. En su lucha contra Cronos como condición necesaria para superar etapas históricas de desarrollo tecnológico, la revolución vio en la máquina una herramienta de aceleración indispensable para incorporarse en tiempo récord al nivel de las potencias capitalistas.

Esta proyección utópica de la capacidad de la tecnología para aquilatar un hombre nuevo, indiscutiblemente moderna, encontró en la organización científica del trabajo de Taylor y Ford un dispositivo que contribuía de forma decisiva a optimizar recursos, racionalizar la vida económica y social y centralizar el poder. Henry Ford poseía un enorme prestigio en la Unión Soviética, hasta el punto de que su nombre integraba el santoral de próceres de la Revolución. A diferencia de otros grandes capitanes de industria americanos, nunca se le atribuyó la etiqueta de “explotador capitalista” o despiadado “lacayo del imperialismo”, y no era raro encontrar su retrato en las paredes de muchos hogares escoltando al “padrecito” Stalin; después de todo, sus innovaciones habían puesto al alcance de la mano el despegue industrial ruso. El señor Ford también tenía motivos para estarles agradecido a los soviéticos. En plena depresión americana, con una recesión que había hecho que las cifras de ventas de la compañía Ford se desmoronasen, la Unión Soviética se convirtió en un cliente providencial. Los rusos adquirieron material y bienes de equipo por cifras fabulosas, un gesto que el señor Ford correspondió con el envío de asesores, recambios, piezas y combustible de forma gratuita.

Como sostiene Susan Buck-Morss en el muy recomendable Mundo Soñado y Catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y en el Oeste (Madrid, Editorial Machado, La Balsa de la Medusa, 2004), el Primer y el Segundo Plan Quinquenal de Stalin constituyeron el mayor trasvase de tecnología en la historia del capitalismo, un hecho insospechado que, de haberse hecho público, habría puesto en un brete a los dirigentes de ambos países. Sin embargo, en esta transferencia había un pequeño detalle que los soviéticos tuvieron que enfrentar: el dinero. La financiación de un programa industrializador tan vasto y ambicioso requería fuertes sumas de dinero de las que el Estado soviético no disponía, a pesar de la plusvalía que arrancaba de su sistema de trabajo militarizado nutrido de mano de obra esclava, es decir, de “caballeros que viven sin ninguna ocupación y que son incapaces de trabajar sin ser obligados”, como afirmaba elegantemente el chequista Dzerzhinski.

La solución no tardó en aparecer. Fundado por la emperatriz Catalina la Grande en su residencia del Palacio de Invierno en San Petersburgo, el esplendoroso Ermitage, además de constituir un museo de antigüedades de primer nivel, albergaba una de las pinacotecas más importantes del mundo. Fruto del esfuerzo diplomático de los zares por acumular obras de arte, el museo fue utilizado por los bolcheviques como fuente de divisas para sufragar el esfuerzo desarrollista. Era un negocio redondo que no planteaba ningún remordimiento ideológico, puesto que para los nuevos propietarios del Estado ruso ese patrimonio era simple “arte burgués”, residuo de un pasado abocado a ser substituido por un arte proletario que expresaría la nueva fe pragmática revolucionaria. Alekséi Gan, animador de “Kinó-Fot”, la primera revista sobre cine soviética, lo explicó sin tapujos: “el arte fue alimentado artificialmente por la hipocresía de la cultura burguesa y, finalmente, se vio enfrentado al mundo mecánico de nuestra época. ¡MUERTE AL ARTE! El arte nació de forma natural, se desarrolló de forma natural, llegó de forma natural al momento de su desaparición. Los marxistas deben esforzarse para explicar de una forma científica la muerte del arte y formular nuevos fenómenos del trabajo artístico en el nuevo marco histórico de nuestro tiempo”. En consecuencia, como declaró un comisario ruso para justificar las transacciones, deshacerse de la obras maestras del genio humano era un método perfectamente socialista de transformar “diamantes por tractores”.

La confiscación por parte de los bolcheviques del enorme acerbo acumulado durante siglos por el Estado y las casas nobiliarias rusas permitió la adquisición de tecnología americana. Como sucedía en la trama de la maravillosa Ninotchka, los rusos blancos en el exilio hicieron notables esfuerzos para recuperar sus antiguas pertenencias, aunque sin resultados, ya que parte de esa riqueza fue a parar a manos de coleccionistas privados o a las arcas del gobierno estadounidense. En 1928, debido a las exigencias de pago del Plan Quinquenal, casi dos mil ochocientas obras de Rembrandt, Van Dyck, Van Eyck, Botticelli, Rubens, Velázquez y Ticiano custodiadas por el Ermitage pasaron a engrosar colecciones particulares de los Estados Unidos, especialmente la de Andrew W. Mellon, Secretario del Tesoro americano, quien, encontrándose al corriente de las intenciones del régimen bolchevique, estaba en la mejor de las disposiciones para comprar a precios fuera de mercado. Mellon, que en la época dirigía la política económica con URSS, llegó incluso a darse un capricho y adquirió a precio de saldo la Madonna de Rafael. El resultado de este comercio fue crucial para la Revolución: sólo la venta de un Rafael por un total de 1,7 millones de dólares oro financió la mitad del megaproyecto industrial de Magnitogorsk, que dio trabajo miles de rusos y elevó la producción hasta cotas inimaginables para 1938.

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Andrew W Mellon (1855-1937) en portada de Time

Naturalmente, ni a Mellon y el resto de compradores privados americanos, ni al Estado soviético les interesaba sacar a la luz este turbio comercio. En el caso de los soviéticos, las voces denunciando la traición no se habrían hecho esperar, y en el caso de Mellon, en una época de vacas flacas y en puertas de una violenta crisis económica que devastaría el país, tampoco le habría resultado fácil explicar la procedencia de las obras de arte.

En vista de esta ósmosis tecnológica y financiera, varias preguntas se agolpan inmediatamente: ¿cómo entender esta identificación de sistemas aparentemente enfrentados?; ¿cómo explicar el hecho de que un Secretario del Tesoro americano usase su fortuna personal para financiar el socialismo en la Rusia de Stalin, en un periodo en el que la producción de acero en los Estados Unidos había descendido bruscamente, generando índices de paro estratosféricos? Debemos recordar que el rendimiento de las fábricas americanas no recuperó los niveles anteriores al crack de la bolsa hasta la II Guerra mundial, cuando las plantas de laminación de acero de Magnitogorsk y Pittsburgh destinaron su producción armamentística a abastecer al bando aliado contra el fascismo.

Pienso que la respuesta a estas cuestiones no puede ser ideológica, al menos en el sentido corriente de ideología. Las razones que subyacían a esta transacción estaban más allá de la geometría política de la Modernidad, que delimitaba el arco político, de forma más o menos clara, entre la izquierda y la derecha. La explicación está en que tanto el comunismo soviético como el capitalismo americano apelaron con igual entusiasmo a un mesianismo tecnológico que ofició como proa ideológica en ambos casos. Cegados por el crecimiento exponencial de potencia y fuerza mecánica provocaron un enorme desequilibrio entre medios y fines que aniquiló la posibilidad de crear sociedades verdaderamente justas, democráticas y orgánicas. Estados Unidos había abrazado el ideario del industrialismo a gran escala, pero lo había hecho a otra velocidad y de forma más extendida en el tiempo, lo que, en parte, mitigó los daños sociales y ecológicos, que de todas formas fueron altísimos. En realidad, las substanciales diferencias de organización y orientación política entre soviéticos y americanos no pueden ocultar su denominador común: la fe en el mito del crecimiento, la cruzada contra la naturaleza y la creencia en la neutralidad tecnológica.

Con el auxilio de una dogmática, los bolcheviques consolidaron un grandioso proyecto industrializador sustentado en el terrorismo de Estado y el imperialismo, un proyecto que constituyó uno de los más explosivos cócteles de modernidad, tecnología, opresión y totalitarismo. Todas las penurias, injusticias y crímenes fueron justificados por la necesidad de subirse al tren de un progreso que prometía la abolición del trabajo alienado y de la explotación del hombre por el hombre. En diciembre de 1991, tras el derrumbe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, no quedó más que un pudridero de corrupción, un ultranacionalismo larvado e inflamable, una legión de ex miembros del Partido Comunista reconvertidos en oligarcas y el recuerdo de un poder criminal escudado en la cínica escatología de las fuerzas productivas que se había llevado por delante millones de vidas humanas. También restó el homo sovieticus, usado años antes como masa de maniobra para desescombrar el holocausto nuclear de Chernóbil con la promesa, incumplida, de apartamentos, neveras, automóviles y la distinción de héroe de la Unión Soviética.

Asediado por la Hacienda americana y acusado de evasión de impuestos, Andrew W. Mellon se vio obligado a desvelar el origen de su fabuloso tesoro, actualmente propiedad del gobierno y depositado en la Galería Nacional de Washington. En su descargo confesó que lo había hecho porque “todo hombre quiere vincular su vida a algo que sea eterno”. No deja de resultar curioso comprobar que mientras los bolcheviques se deshacían de las intemporales obras del espíritu como símbolo de un pasado a superar por el comunismo, el capitalismo americano financiaba la feroz utopía soviética en nombre de la eternidad individual.


 

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