[ Fotografía: © Iván Martínez]
El pasado 7 de noviembre de 2016, Leonard Cohen fallecía en su casa de Los Ángeles a los 82 años. Su semblante judío, la sonrisa irónica, su porte impecable y el sombrero de los últimos años se echarán de menos. Ese hombre se ha ido, pero deja miles de fotos, centenares de poemas y un buen número de canciones memorables. Deja, sobre todo, la memoria de una forma estudiada de estar en el mundo. Una lección. El efecto de un imán.
En el primer aniversario de su fallecimiento, El cuaderno le dedica a lo largo de esta semana “Flores para Cohen”, un homenaje al artista con el que comenzamos nuestra singladura como suplemento cultural del diario La Voz de Asturias un domingo de octubre de 2011. Muchas cosas han cambiado para nosotros desde aquella portada memorable de Helios Pandiella, pero Leonard Cohen permanece inalterable.
«Hice todo lo que pude, ya sé que no es mucho»
Una fría madrugada de principios de noviembre de 2016, suena el teléfono de Alberto Manzano y Adam Cohen, el hijo de Leonard Cohen, le confirma el fallecimiento de su padre. “Estoy bastante desencajado. El corazón es una furia de sensaciones ahora mismo”, diría pocas horas después en una entrevista matinal concedida a una emisora de radio. Había conocido a Cohen en Barcelona en 1980, cuando el canadiense errante presentaba su disco Recent Songs. Manzano se presentó en el Hotel Colón con un cargamento de libros que había autopublicado, entre ellos un primer volumen inspirado en letras de Cohen. Leonard lo invitó a comer y luego se fueron juntos a la prueba de sonido en el Palacio de Deportes. Un mes después, pasaba las vacaciones en la casa del cantante en la isla griega de Hydra. Alberto Manzano ha realizado numerosas traducciones de los libros de Cohen y ha escrito un buen número de páginas sobre la figura del autor canadiense. En 2007 produjo el homenaje discográfico Acordes con Leonard Cohen, en el que participó un elenco importante de artistas nacionales.
La última vez que Alberto Manzano vio a Leonard Cohen fue en la entrega del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011: “Estaba delicado, en una situación bastante crítica, solamente lo sabíamos unas pocas personas muy cercanas”. Todavía estaba por venir You want it darker, el último disco de Cohen, definido por el propio Manzano como “una aceptación de lo que sabía que se le avecinaba y un recogimiento muy especial”.
Alberto Manzano ha escrito libros fundamentales sobre Cohen, como por ejemplo, Soldado de la vida (Celeste, 2002) o Leonard Cohen. La biografía (Planeta, 2010), reeditado en tapa dura poco después de la muerte de Cohen, en diciembre de 2016. Un libro magnífico para acercarse al autor canadiense, un hombre excepcionalmente amable, elegantemente descarado, maestro y devoto a la vez, cuyo nombre empezó a resonar con los acordes de una canción titulada Suzanne a mediados de los años sesenta del siglo pasado.
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Una lluvia menuda a primera hora de la tarde. El suelo de madera está húmedo, resbaladizo. Con la guitarra a la espalda, Leonard Cohen espera turno tras Joni Mitchell y Joan Baez en el Newport Folk Festival de 1967. Es el último, espera separado del resto, junto a un cubo de basura inmaculado. Cerca de él, una silla sobre la que descansa un teléfono negro. Baez está descalza.
Hacía un año que había compuesto una de sus canciones más emblemáticas. Suzanne tenía una habitación frente al puerto de Montreal. Puede que todo haya sucedido como dice la canción o puede que no. Meses más tarde se la cantó a Judy Collins por teléfono. Le robaron los derechos, pero no le importó demasiado. Poco después, se la oyó cantar a unas personas en un barco en el Caspio.
Leonard Cohen nació en Montreal el 21 de septiembre de 1934, de familia judía acomodada procedente de Lituania. La sinagoga, la escuela hebraica y el Sabbath conformaron el calendario de su infancia y adolescencia. La familia contaba con niñera, un chófer que también hacía de jardinero y una sirvienta que fue la primera víctima hipnotizada por el joven Leonard, a la que hizo desnudarse. Fue el principio de sus poderes extraordinarios. «Quería transformar a la gente, hacerla hermosa», reconocería posteriormente. El hipnotismo, que estudió en sus años de instituto, fue la primera manifestación de tal propósito. Pronto le siguieron la música y la poesía.
“Mi familia es vieja como los indios. Más poderosa que los Ancianos de Sión, los últimos comerciantes que se tomaron la sangre en serio. Y yo sentía con fuerza aquello que mi familia representaba conscientemente. Por ejemplo, mi apellido, Cohen, significa “sacerdote”. Y siempre he tenido la sensación de que los miembros de mi familia le otorgaban mucha importancia, que se consideraban sacerdotes por transmisión hereditaria y creían pertenecer a una casta de religiosos. Supongo que sin la impresión algo irracional de su significado, nunca podría haber escrito una canción como First we take Manhattan. Creo que procede de ese linaje, de esa idea pomposa, de ese sentimiento heredado”.
Leonard comienza a escribir el día en que murió su padre. Tenía nueve años. Dejó por escrito sus sentimientos en un papel, rasgó una corbata de su padre, metió en ella el papel y la enterró en el jardín. «Fue la primera vez que establecí una relación entre la literatura y las cosas importantes de la vida.»
Siempre le gustó la pintura de Henri Rousseau, su forma de detener el tiempo.
En realidad, su afición a escribir poesía surge tras la lectura de una antología de Lorca. Abrió ese libro por casualidad en una librería de Montreal a los dieciséis años y su mundo le resultó muy familiar. Allí estaba la razón de ser del lenguaje: «Era como la música folk bañada por la luz de la luna». En 1974 puso a su hija el nombre de Lorca. En 1987 participó en el disco de homenaje que se realizó en España con el título Poetas en Nueva York.
“Era la primera vez que un poeta me tocaba de verdad, la primera vez que leía una poesía que me conmovía. Aquellas líneas terribles se clavaban en mi corazón. Y después leí otras que decían: “Porque me arrojará puñados de hormigas…” y me pregunté por qué alguien iba a querer arrojarme puñados de hormigas. Sin embargo, seguí leyendo: “Sus muslos se me escapaban / como peces sorprendidos…” ¡Ese era mi mundo! ¡Ese era mi paisaje! Un universo que entendía perfectamente. Ese poeta me destrozó la vida. Su nombre: Federico García Lorca”.
Poco después se unió Yeats a sus libros de cabecera. Siempre se llevaba de viaje una antología de poesía inglesa. Sus amigos la abrían al azar, le leían una línea y él debía completar el poema. Keats, Shelley, Wordsworth, Irving Layton…
En el Murray Hill, el parque que había delante de su casa en Westmount, se encontró con un gitano de diecinueve años que tocaba la guitarra flamenca. Cohen recibió tres clases magistrales del “Hispano de Montreal”. Nunca abandonaría esa pasión. En 1996 encontró la forma de conectarse con el flamenco en una colaboración con Enrique Morente que culminó en el mítico álbum titulado Omega. Morente adaptó cuatro temas de Cohen e incluyó el “Pequeño vals vienés” de Lorca, con música de Cohen.
Comparemos mitologías supone su estreno como poeta en 1956. El libro inaugura una colección dirigida por Louis Dudek y el propio Irving Layton. Lo primero que se advierte es la adicción al estilo bíblico, una constante en Cohen. El poeta es una voz sagrada que se mezcla con el surrealismo lorquiano y destellos beat. Poco después comienza a consumir drogas para «expandir la imaginación». En opinión de su biógrafo y amigo Alberto Manzano, también busca en las drogas un buen sustituto de la religión al percibir que el judaísmo se había institucionalizado y perdido «su magia». Pero, sobre todo, le ayudan a combatir las profundas depresiones que parece haber heredado de su madre.
Para huir de sus fases maniaco-creativas y de una intensa actividad social, se traslada a Nueva York con veintitrés años. Entra en contacto con los beats, pero nunca se sintió aceptado por ellos. Regresa a Montreal y estrecha su relación con Layton, que se convierte en su mentor y guía. Comienza a leer sus poemas en los cafés, al modo de Kerouac, con un fondo de jazz.
“Nos conocimos en Montreal cuando todavía no había premios para la poesía. A mí no me importó que fuera tan bueno porque éramos de distintas generaciones. Yo entonces trabajaba e una fábrica textil y le enseñé a vestirse. Él me enseñó a vivir eternamente”.
En 1959 obtiene una beca para escribir una novela en Londres, pero decide comprarse un impermeable azul, una Olivetti y un pasaje a Grecia. Tomó un ferry hasta Hydra, rumbo a una colonia de artistas en la que conoció a Marianne, modelo noruega que se convertiría en la musa de muchas de sus canciones. Con el dinero de la beca se compra una casa en la isla. Cumple con los ritos del judaísmo y entra a formar parte de un círculo interesado en el esoterismo: «Grecia fue donde por primera vez sentí calor en mi interior. Nada más llegar a Grecia me tumbé sobre una roca durante una par de semanas, y recuerdo la sensación de pequeños fragmentos de hielo fundiéndose en el centro de mis huesos». Contra lo que pueda parecer, a Cohen nunca le gustó el invierno.
En 1961 publica su segundo libro de poemas, La caja de especias de la tierra, un éxito inmediato que sigue siendo uno de los libros de poesía más vendidos en Canadá. Hay en él una curiosa mezcla de tradición y experimentación que recuerda a alguno de los poetas del 27, pero llevado a su terreno con un poderoso misterio poético a través del cual invoca la religión de la carne.
Tras la publicación de El juego favorito, su primera novela, y de Parásitos del paraíso, un libro de tono salmódico e intensa atmósfera espiritual, en el que recoge los poemas dedicados a Suzanne y otros que serían germen de sus canciones más celebradas, Cohen firma Flores para Hitler. La editorial se las prometía muy felices tras haberse convertido en una leyenda con los anteriores libros. Pero nada que ver. «Este libro me apartó del mundo del “chico dorado de la poesía” para llevarme a la pila de estiércol del escritor de primera línea.» No fue bien recibido por la crítica, sorprendió su tono tan alejado de la reposada y misteriosa marca registrada en anteriores libros. Flores para Hitler resulta más complejo, tiene lugar en la mente, trata del horror mental, como apunta sagazmente Alberto Manzano. El fascismo alemán sirve como punto de partida para analizar su herencia genocida en el fascismo higiénico del mundo de su época: «El peligro de una época en la que no hay asesinos, en que los asesinos son como nosotros». Desde una perspectiva que hereda elementos románticos, los héroes serán los freaks, los revolucionarios, los drogadictos, «no porque tengan brillantes armas, sino porque tienen brillantes heridas», señala Manzano.
Con un corte de pelo budista, en una foto tomada por Suzanne en el lavabo de un hotel en Acapulco, Cohen se fuma un puro en la portada de La energía de los esclavos, nuevo libro de poemas de abierta temática social y política en el que ensaya valientemente una deconstrucción de su propia poética: «Es mi manera de decir que la cultura literaria ya no nos alimenta, que no podemos vivir con la descripción que hace el poeta. El arte es sólo una laca de uñas. La cultura está podrida y todas las manifestaciones culturales son una engañifa».
De regreso a Montreal, publica en 1977 Memorias de un mujeriego, documento fiable de su obsesión por las mujeres en todo tipo de posturas, especialmente telefonistas de hotel y periodistas a las que pide educadamente que se abran la blusa antes de entrevistarle. Es un híbrido de poesía y glosa, una recopilación de apuntes poéticos a la que suma sus propias notas comentando la génesis de los textos, aportaciones de su diario, versiones de un mismo poema y fragmentos de diálogos.
Durante las tres décadas siguientes, se dedica a componer y se refugia largas temporadas en Hydra. Inicia también su acercamiento al zen. Desde 1972 practica la meditación y en la que le inicia Roshi, un maestro japonés. Se pasa al menos tres meses al año internado en monasterios budistas de Nueva York y finalmente decide ingresar en el Centro Zen de Mount Baldy, cerca de Los Ángeles. En 1993 se hace monje y habita su propia cabaña de madera en el monasterio. Como responsable de la cocina, corta las verduras, cocina y, una vez a la semana, baja al pueblo de Clermont para comprar en el mercado. Terminada la jornada, regresa a su cabaña, donde solo tiene una pequeña cama, un mueble con varios cajones, una alfombra, un espejo, un pequeño lavabo, una radio, un teléfono, un ordenador con impresora y un sintetizador Technics KN 3000 con el que compone nuevas canciones. Prepara también su último libro de poemas, El libro del anhelo.
«Sentado en meditación, he llegado a escribir algunas canciones. Creo que siempre hay cosas que quieren hablar, y si te quedas lo bastante callado, puedes oírlas, y si eres lo bastante hábil, puedes escribirlas.»
En el monasterio lo llaman Jikan («el silencioso»). No es un monje ortodoxo. A estas alturas ya ha renunciado a aprender de Roshi, y él a enseñarle. Después de trece horas de meditación, lo que le gusta es beberse una botella de coñac con Roshi e irse contento a la cama.
En mayo de 2005 la paz se escapa de nuevo. Cohen acusa a su mánager, Kelley Lynch, a la que había adorado hasta entonces, “Dios la bendiga, puso orden en mi casa, y desde que la conocí, he podido ganarme la vida”, de haberle robado cinco millones de dólares. Fue precisamente un amigo de Lorca quien le comentó a la hija de Cohen: “Tu padre debería mirar su cuenta bancaria porque se podría llevar una sorpresa”. Una vez realizada la consulta, se comprobó que habían desaparecido 8,4 millones de dólares de la cartera del cantante. Leonard Cohen se vio obligado a hipotecar su casa para poder pagar los gastos legales derivados de la demanda y poder hacerse cargo de la factura millonaria correspondiente a los impuestos que generó el “destape” de sus cuentas bancarias. En marzo de 2006, la Corte Superior de Justicia de Los Ángeles falló a favor de Cohen la restitución de 9,5 millones de dólares por parte de Kelly Lynch, pero esta no apareció, estaba en paradero desconocido, y el dinero, tampoco.
“Dios me dio un corazón fuerte, así que no me voy a hundir. Este asunto me ha dado gran impulso para trabajar. No puedo hacer otra cosa. Pero no me quejo. Creo que conozco lo suficiente cómo funciona el mundo para entender que esta cosas pasan”.
Lo primero que hizo Cohen fue publicar su Libro del anhelo, que había comenzado a preparar en los años ochenta. Se lo dedicó a Irving Layton, que acababa de fallecer en enero de 2006, a la edad de noventa y tres años.
Se suceden rápidamente una serie de discos en homenaje y apoyo al cantante. El 10 de marzo de 2008 entró en el Hall of Fame en reconocimiento a su “legendaria trayectoria artística” y el 15 de mayo, quince años después de haber pisado por última vez un escenario, Cohen vuelve a la carretera, una larga gira dictada por la necesidad de rehacerse financieramente. Treinta canciones de un repertorio que recorría toda su obra y veintinueve países en doscientos días. El 17 de junio de 2010 volvió a entrar en el Hall of Fame, esta vez en reconocimiento a “su elevada talla como compositor”. En septiembre de ese mismo año aparecía Songs From the Road, que incluía doce de sus canciones más emblemáticas, grabadas en las giras de 2008 y 2009.
Escribía por amor.
Después escribí por dinero.
Con alguien como yo
es lo mismo.
Leonard Cohen. La biografía
Alberto Manzano
Libros Cúpula, 2016
336 pp. / 17,95 €
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