Poéticas

La pleamar de un poeta amigo

‘En tierras como estas’ reúne la poesía publicada por Juan Ignacio González entre 1985 y 2020, permitiendo a los muchos lectores del poeta tener en un solo volumen la dilatada trayectoria de una voz que se ha ido personalizando mientras ganaba en compromiso y oficio. Una reseña de José Carlos Díaz.

/ por José Carlos Díaz /

Los dioses tutelares cobran a veces forma humana. Y, si hay suerte, hasta habitan benéficamente pedazos de nuestras vidas. En la vida de Juan Ignacio González, la empresa generosa de un hombre bueno (quizás una de esas deidades favorecedoras) ayudó pronto a que sus inquietudes literarias se encauzaran a través de un grupo poético y de una sociedad cultural. Juan Garay, que presidió Gesto durante más de treinta años, tuvo la feliz idea de reunir, allá por el año 1982, a las voces más jóvenes de la poesía gijonesa en unos recitales celebrados en la vieja Cátedra de Extensión Universitaria de la calle Begoña. Allí se reunieron unas cuantas trayectorias inaugurales y unos pocos escritores veteranos. Fruto de la iniciativa surgió el Grupo Literario Cálamo, la revista que con el mismo nombre se publicó durante unos pocos números, un premio de poesía erótica, los encuentros Cálamo/Gesto y la colección literaria que publicó fundamentalmente a los autores premiados con ese galardón, pero que también editó, al mismo tiempo, algunos otros poemarios.

Y fue precisamente el libro Otros labios acaso, de Juan Ignacio González, el primer cuaderno impreso por Cálamo/Gesto. Corría el año 1985 y era, también, la primera publicación de un autor nacido en Mieres en 1960, que había vivido la emigración con sus padres en Bruselas y que, una vez regresado a su tierra, residía en Gijón desde 1971. Un libro, así pues, de un joven de veinticinco años que buscaba su propia voz y que, entretanto, se dejaba tentar por la belleza culturalista de autores como José María Álvarez, Luis Antonio de Villena o Antonio Colinas. Sus versos eran fundamentalmente sensoriales, de amor carnal y noches de exceso; pero aparecía ya en ellos, entre otros indicios de lo que iba a ser su poesía, un recurso, el monólogo dramático, al que luego recurriría a menudo y con creciente pericia en otros libros, siguiendo así la estela de quienes lo practicaron en España a partir sobre todo de la segunda mitad del siglo xx, y que, a su vez, lo habían descubierto en el posromanticismo inglés: se tomaba un personaje de la cultura o de la historia y a su través se asumían y transmitían en primera persona las emociones que el escritor deseaba expresar como propias. En ese primer poemario de Juan Ignacio González los personajes elegidos fueron John Milton, Rimbaud, Leopardi, Gauguin, Casanova, Chopin, Botticcelli, ToulouseLautrec o Lorca. Vendrían luego muchos más.

Aquella línea de poesía sobre todo suntuosa se mantuvo igualmente en Velar la arena, un libro colectivo del grupo Cálamo, editado también por Gesto, en el que Nacho González colaboró con una serie de poemas que nos ponían en la pista de otra de sus influencias creativas: el ascendiente grecolatino. En Instrucciones para una larga ausencia, su aportación a aquella obra colectiva, asumía la voz de un«Desconocido muerto de la Ilíada», ponía voz a la «Despedida de Ulises», letras a la carta de un orfebre que tenía su taller junto a Santa Sofía, apuntaba un episodio de la «Crónica troyana», describía cómo aguardaba Petronio la ira de Nerón o en qué entretenía sus últimos días «Homero en Ios»: «Ciertas tardes/ acude el sol lejano hasta mi túnica/ me calienta los miembros/ y oigo risas de niños/ por el puerto. Es todo lo que pido».

Su tercera publicación consistió en la primorosa edición —compartida con quien esto escribe— de dos plaquettes contenidas en una cajita de cartón lacrado a la que nombramos Contra la oscuridad. La mitad de Juan Ignacio González llevaba a su vez por título El cuaderno de la ceniza, y en ella se anunciaban asuntos, sociales y de memoria personal, que luego, poco a poco, empezarían a cobrar mayor protagonismo en su discurso literario. La impresión de este volumen se incluyó en una colección denominada Cuadernos del Bandolero, auspiciada por la modesta pero muy generosa empresa editorial puesta en marcha en paralelo a su labor creativa por el propio autor.

Ya en Editorial Norte, y también en un libro escrito con la complicidad de otro amigo, en este caso Javier García Cellino, La vieja música, publicó Nacho Cuaderno de aves para un príncipe. Era el año 2004, y desde hacía ocho había llegado a la vida del autor un príncipe heredero al que dedicó entonces este poemario. Contenía también este volumen un bello homenaje a Cernuda, con dos poemas en los que encarnaba su voz desterrada. Y había igualmente en su contenido versos influenciados por otro de los mundos emocionales, el arábigo andalusí, que siempre ha cautivado al autor.

Desde entonces y casi durante una década, Nacho González dejó de publicar, lo que no significaba que no siguiese escribiendo con letra menuda en los cuadernos de los que siempre se ha acompañado, sobre en todo en sus viajes de tren a Madrid, tan frecuentes por la actividad política a la que en el ámbito de la izquierda ecologista le ha dedicado una infatigable brega en su vida. Ese ocasional pero largo silencio, de lecturas y ejercicio sin imprenta del oficio, le permitió apropiarse, definitivamente, de una voz personal, reconocible, ya constante en toda su obra posterior, que le ha permitido en los últimos años no sólo publicar con más constancia, sino también con mayor seguridad y el creciente favor de muchos lectores.

Llegó así en 2013 El cuaderno de la ceniza, incluido en una segunda época de la colección Heracles y Nosotros, que el propio Juan Ignacio González había puesto en marcha a finales de la década de los ochenta y en la que se publicaron, en su primera etapa, nueve plaquettes de autores como Jaime Priede, Aurelio González Ovies o Jordi Doce. El cuaderno de la ceniza era un libro de madurez, que mantenía la marca de la casa, ese ritmo preciso, musical, con que dice sus versos Nacho González. Persistían en él algunas de las referencias culturales que siempre lo han acompañado, como su devoción por la poesía neohelénica de postguerra, de Odiseas Elitis, Yorgos Seferis o Yannis Ritsos, o la incursión en la metapoesía con unos versos que llevan por título Ella, maldita sea, y que abrieron la puerta a lo que vendría en sus libros siguientes, con los que se propuso «besar los sepulcros de los antepasados» —en su doble vertiente, familia y maestros— y ensalzar a los que vieron cómo se quemaban sus banderas y se arrasaban sus himnos —compromiso ético—.

Cuando enero fue pasto de las llamas (La Cruz de Grado), de 2015, lo puso en contacto con César García, que le editaría posteriormente dos poemarios más ya en Bajamar, y con quien ahora inaugura, a través de esta recopilación que prologamos, un nuevo reto en el sello: dar a conocer la obra completa de algunos de los autores señeros del mismo. Es quizá Cuando enero fue pasto de las llamas uno de los libros capitales en la trayectoria de Juan Ignacio González. Por la musculatura de su formato, por su tirada y por la repercusión del mismo, dado que sus presentaciones, lecturas y ventas lo acercaron a un público que ha ido creciendo desde entonces en número y fidelidad. Y es un libro, además, donde la propia biografía se convierte en argumento no solo de memoria personal, sino de estigma de clase, la de los humildes que, a pesar de sus penurias, mantienen la dignidad de una conducta noble y combatiente: «amar, ser fiel al tiempo,/ hacer de la memoria la espuma de la vida./ no claudicar jamás a la barbarie,/ ser cauterio en la herida del dolor de los otros,/ recoger en las calles la semilla del duelo/ y sembrarla en los campos de honor,/ arriar cada mañana en la bandera del miedo,/ no temer, y ser libres». Esa semilla del duelo,de la que hablan los versos extractados prendió en uno de los poemas más leídos y difundido de Nacho González en estos años, «Lampedusa o jamás», incluido también aquí y que ha servido decenas de veces para poner voz a la aventura suicida del mar a tantos refugiados e inmigrantes: «Algunas veces nos comemos los peces que alimentan».

En 2016 apareció Los nombres de la herida (Playa de Ákaba), en el que se aplica el cauterio del verso a las pérdidas o los ultrajes. A la «Sombra luminosa» del amigo muerto —Juan Garay vuelve a este prólogo—, «que todo lo rodea con un halo de tristeza/ cada vez que te nombro y no apareces». A la búsqueda tenaz de las «Madres de Mayo». A las «Tarjetas postales» de su abuelo, el ferroviario, que ponía en los ojos del exilio infantil las praderas de la aldea perdida. A las «Trece Rosas». A las «Casas de acogida» que fueron escuela de vida para el poeta. A «Los niños perdidos de Lídice», que tantas preguntas desesperadas, sin respuesta, provocan en el poema y en la conciencia misma del mundo civilizado. Los nombres de la herida se fue forjando, por tanto, en la queja y la denuncia. Pero también, a cuentagotas, en la ironía. Con la paródica censura, por ejemplo, del Arte de la guerra (de Sun Tzu): «Inútil distraernos con argucias/ propias de tiempos de legiones sórdidas/ que acatan la orden ciega de morir con honor/ por exiguas soldadas y para gloria ajena./ Un guerrero que huye/ siempre es un combatiente para futuras luchas». O con la mala sangre que destilan los poetas: «Los poetas tenemos mala sangre,/ resistimos muy mal el paso de los años,/ nos ahogamos en charcos pequeñísimos,/ no sabemos remar contracorriente./ Llevamos las corbatas sin estilo,/ meamos a dos manos sobre el crítico/ que desguaza con saña nuestros libros».

En 2017 llegó El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) (Bajamar), quizás el libro con el que más repercusión y ventas ha obtenido la obra de Juan Ignacio González. Ejemplifica la particular y firme trayectoria personal de un autor que sigue escribiendo desde sus inicios hasta ahora con un pulso muy similar: su corazón bombea con ritmo épico un canto que, sobre cualquier otra cosa, honra a los desposeídos (por miseria, guerra o persecución); una elegía que evoca el destierro de la infancia y el esfuerzo de sus padres. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) es, desde su título, un libro de urgencias. Está escrito desde el frente de batalla, que es un lugar donde, más que reflexión, se ejerce la defensa de la vida, la propia y la de quienes elegimos por compañeros de destino. Hay un poema breve, «Manifiesto en favor de la prohibición del ajedrez», que resume el espíritu de este ejercicio literario cimentado en el compromiso: «Sacudid el tablero, la partida/ debiera terminarse/ cuando se mueren todos los peones». El autor se pone al lado de los peones y anima al lector, a través un modo imperativo que configura un destinatario colectivo al que se interpela a defender su causa, la de los débiles, en una alegoría que equipara vida y ajedrez, rey y poder, peones y oprimidos. La intención queda expresada y también el ámbito de responsabilidad cívica desde el que se postula, que tiene el poder de provocar la creación, pero que no la justifica, porque como acertadamente afirmó John Ashbery, que había vivido en una era de turbulencias políticas sin por ello sentirse obligado a escribir himnos sociales. «Poesía es poesía. Protesta es protesta». Los poemas de Juan Ignacio González parten mayormente del desgarro social, pero se construyen con propósito de belleza. La urgencia no les exime de la imprescindible exigencia formal, siguiendo la senda ejemplar que en tal sentido dejó abierta la obra de Yannis Ritsos, a quien se homenajea en dos composiciones que constituyen un oportunísimo epílogo al cuaderno de la guerra, de tal modo que cerrándolo así queda explicitada la inspiración no solo de fondo, sino también de forma, que lo alumbró.

Los jardines en ruinas (Bajamar) toma su título de un verso de Kostas Steryopulos, en un préstamo que aúna dos, al menos, de las características del libro: la influencia de lo griego (a la que debe añadirse también el tributo rendido en las composiciones de la segunda parte a la poesía arábigo-andalusí) y el propósito que alienta esta recopilación de poemas escritos desde 1987 y casi hasta el momento de la publicación: ser eslabón que enlace épocas separadas entre sí, al modo en que lo hacen las propias ruinas a las que alude el título, que no en vano son,ese vínculo que pone en contacto mundos aislados en el tiempo pero unidos en su condición fugaz y en su ansia de perduración. «Esto es el hombre», decía Cernuda frente a las ruinas, recordando que estamos hechos de «materia fragmentaria/ con que se nutre el tiempo». Hay por tanto, en esta visión de la poesía, una voluntad de que emerja trascendiéndonos al modo como lo hacen las propias ruinas, renaciendo lo que un día fue para que la curiosidad de los que nos sucedan recupere una memoria que, en su trama sentimental, probablemente se les antoje muy parecida a la suya. En este poemario se apela a los sentidos, honrando, como dicen los versos de «Homero en Ios», «las más hermosas costumbres de los griegos,/ que son, como tú sabes,/ la música y los cuerpos». Esa música viene acompañándonos a lo largo de toda la obra poética de Nacho, que tiene para el ritmo poético una facilidad adiestrada en la lectura de muchos de los autores citados en esos jardines. Un ritmo que endurece casi hasta la épica en sus composiciones más sociales, que dulcifica en las más líricas y que prosifica en las estrictamente narrativas. En la que vuelve, una vez más, al monólogo dramático, un ejercicio de otredad que se mantiene a lo largo de todo el poemario, por lo que uno tiene la sensación de que participa de una prolongada confidencia que nos es susurrada al oído por los labios de un sinfín de personajes suplantados prodigiosamente por quien toma de cada uno aquello que mejor sirve a su causa: conmover, denunciar, seducir, consolar o consolarse. Hay que poseer un acendrado espíritu empático para encarnar tantas y tan variadas sensibilidades. Hay que haberse empapado durante años de lecturas para transitar con tanta seguridad los escenarios literarios e históricos evocados en el libro.

Y finalmente, tras los primeros meses de pandemia, y una vez finalizado el confinamiento, aprovechando la inmediatez que otorga un formato como el de Heracles y Nosotros, Nacho ha dado a luz en 2020 el Cuaderno para un confinamiento, al que el crítico cántabro Carlos Alcorta se refirió así: «El sincero latido de su corazón no podía quedar expuesto de mejor manera». Como tampoco, cree uno, podría exponerse mejor el inventario exacto de sus constantes expresivas y referenciales. Por un lado, el verso largo, medido, rítmico, que no escatima recursos ni distancias. Por otro, los nadies sin amparo, las persecuciones genocidas del siglo pasado, su infancia de niño de emigrantes, el amor ya sin artificio, la perspectiva de la vejez o las reflexiones sobre el oficio. Esta pleamar que parece cumplirse con esta última entrega poética, quizás se llene de más olas, pero estoy seguro de que todas romperán en los mismos diques: la belleza irrenunciable, la música que la hace posible, los asuntos que la vuelven trascendente.

La calidad literaria de una obra no se mide, es sabido, por la calidad humana de su autor. Hay canallas que escriben como ángeles y ángeles, en cambio, que le guardan vasallaje a los renglones más torcidos de Dios. Así que no siempre nos encontramos con una obra como la de Juan Ignacio González, escrita por un tipo ejemplar en lo civil y admirable en lo creativo, que se ha ido granjeando como profesor de la Escuela de Trabajo Social el afecto sucesivo de unas cuantas promociones de alumnos; que antes, ejerció de educador durante varios años en casas de acogida, ofreciendo a muchos chavales sin suerte en su niñez algo más que un resquicio de esperanza (y sé bien que es ésa una de las tareas que le han reportado más satisfacciones a Nacho); que ha sido cofundador del Grupo Cálamo en los años ochenta y del premio de poesía que lleva ese mismo nombre; que como editor, ha dado a luz las colecciones Cuadernos del Bandolero y Heracles y Nosotros; y que en el compromiso político ejerce como militante veterano y con galones de la izquierda ecologista. Un poeta, que eso se trata de reseñar aquí, que ha ido forjando una obra que no sólo ya es extensa, sino que además cuenta con la lealtad de muchos lectores y la admiración de sus compañeros de oficio.


Selección de poemas

Cuaderno de aves para un príncipe

Para Adrián

Este hermoso cuaderno que miráis con asombro
fue escrito para vos,
                                  humedecido
por plumajes de alondra y primavera.  
Luz y canto de pájaros tristísimos
                                                        en los bosques de Viena.

En él serví a las artes bajo luces huidizas
y mis manos hicieron de la espera el milagro
ahuyentando las ruinas del corazón del hombre.

En las soirées de luna,
                                    curvado sobre el lienzo,
fielmente atado al raso rojizo de las noches,
agotadas las horas,
                                fui dejando los ojos.

Y estos dedos teñidos de azul y trementina
—sombras escarnecidas por ácidos y pócimas—
son dolorosos restos de un cuerpo que no espera
sino una señal vuestra de amor,
                                                     para morirse.

Primera capital

Escucha esto:
                       debajo del dolor,
debajo de la sima del dolor,
ella tiene los ojos abiertos por septiembre,
la llave de la vida
y el agua en sus postigos.

Y todo este artificio;
la forma en que la sangre aguarda el sueño
para verterse adentro,
la bocana del sexo,
                                de arribada,
la piel por la que he visto correr, severo, el tiempo.

Quizás hablar de lluvia resulte necesario
y verla caminar como un dios aterido
en medio de la noche.

Ella,
que tiene escrito el aguacero de los besos últimos
en el vientre, en el vientre,
                                             en la ceniza.

Luis Cernuda. Sic transit

Que la vida sea esto,
el amor a la grupa del hombre,
                                                    los arcángeles
persiguiendo a la muerte en Placentines,
en la arcada de luz de la Giralda.

Horas de azul intenso bajo el manto de albero
en la pared proscrita de la Calle del Aire
y un muchachito triste
                                      que no volveré a ver,
anclado como estoy entre dos libertades
en el claustro de Oxford.

La primera para ir confundiendo en la tarde
realidad y deseo,
la segunda en un cuerpo que me sabe hacer daño
cada vez que lo nombro.

Giacomo Leopardi escruta en sus tinieblas

No sé cuál es la forma del regreso,
el modo de tornar, sin despertar las nieves,
al jardín añorado de tu cuerpo.

Ni sé quién me ha traído a este imperfecto,
a esta historia cruenta de los lirios,
que mueren bajo el légamo del tiempo
al son
           de la cadencia
                                    de las lluvias.

Noli me tangere (no me retengas)

Dame tu mano cuando comience la batalla,
ayúdame a llorar hasta que el viento
me reseque los ojos
y no queden ya lágrimas con que anegar la vida.

Ya nada sé de imperios,
                                        las murallas,
que ahora cercan mis días,
son las viejas paredes de la casa,
humilde y solitaria en la que habito
y todo el universo es esta vieja estancia,
vacía de tus manos,
                                 donde yacen,
desnudos de palabras, los poemas
que nunca te escribí.

Dime que ha sido tuyo
el paisaje del agua que hoy cubre la maleza,
que en él fuiste feliz, al menos un instante,
en aquel tiempo de cereza y mirto.
Será el triste cauterio a mis heridas.

El invierno ha traído hasta mi puerta
el manto del olvido.

Desde los anaqueles me contemplan los héroes
de un tiempo que ya ha muerto
y vienen a buscarme para el último sueño.
Hoy podemos amarnos como nunca lo hicimos.
Pero no me retengas cuando claudique el día
y la señal anuncie que mi tiempo ha vencido,
solo somos la lluvia que hemos dejado en otros,
la leve brisa del amor efímero,
                                                    y esa queda contigo.

Cuando enero fue pasto de las llamas

«¿Con quién, si no, podrías reanudar la travesía que se quedó en el lugar del sufrimiento?»

Dinu Flamand

Cuando enero fue pasto de las llamas
y nada quedó en pie,
ella fue recogiendo trocitos de cerámica
de las casas amadas de la infancia,
teselas del camino que jalonó mi vida.

Que el viento iba a alejarla de mi lo supe siempre,
la lluvia inevitable de su ausencia
fue un tiempo inconfesable.
Y viví desde entonces como ordenan los códices,
con el sayal del monje
y con los pies desnudos sobre el barro.

Nadie puso ya luz al borde de los labios
ni cauterio a la hoguera de la noche.

Pero ha vuelto a la orilla esta mañana,
las últimas mareas la dejaron, exhausta,
muy cerca de la playa.

Y es, ¿cómo lo diría?, como una dulce luna,
como la piel de un niño
que aquieta las miradas del espanto,
como el lomo del perro que lame las heridas.

Crees en ella y te salva,
                                            te salva para siempre
de todo lo vivido en estos años,
de todos los recuerdos de la infamia.

The last frontier

Yo recibí el encargo de velar por el fuego,
cumplí como se cumple con la vieja heredad,
como enseñan los códices de los antepasados.

Con él anduve errante preservando las brasas
por los desfiladeros donde aúllan los lobos,
por las verdes praderas donde muge el ganado
y aquietan los pastores el frío de la aurora,
antes de que los dioses impusieran sus leyes
entre el hierro y la fragua de los templos del odio
y arrojaran al cieno a los vencidos.

Desde entonces el crimen fue el oficio
y la perpetua noche su coartada.
He visto, laceradas, las pieles de los niños,
sus vísceras, aún tibias, asolando las gradas.
He sido condenado a vivir el olvido
como guarda el soldado las espadas del crimen,
bajo los aguaceros.

Tomad el fuego,

                               ya no lo necesito,
acercad a la hoguera las manos ateridas,
quemad todos los libros
que enseñan a vivir sin ninguna esperanza.

Removed las cenizas,
buscad en los rescoldos, entre el humo y las zarzas,
la esquirla que os ayude a vivir sin el miedo
en la última frontera.

En estas circunstancias

(A los poetas que vendrán) «Hay que ser implacables»

J.E. Pacheco

En estas circunstancias,
urge escribir un verso voraz y militante.
Un verso que socave los cimientos del odio,
que nada deje indemne,
                                        que te arrase por dentro.
Un verso que descubra el origen del miedo.
O mejor un poema, un poema intangible,
una lluvia infinita de palabras perfectas
ordenadas al ritmo del latido del tiempo,
que describa los ríos, los paisajes,
la cicatriz cosida al corazón del otro,
los rostros que te amaron en silencio
en la perpetua noche del exilio, en invierno.
Dejar escrito un mundo lejos de las tinieblas
para los semejantes que habrán de sucedernos.

En estas circunstancias propongo un cataclismo.
Hacer el inventario de azares y desdichas
y arrojarlo a la hoguera.
Reclinar la cabeza al paso del cortejo
para rendir tributo
a los ajusticiados en la noche.
Procede tener hijos para el crimen
de la desobediencia.
Urge tener un árbol con una sombra dentro 
y encontrar en los surcos la raíz
de las cosas pequeñas.

Y en el bajorrelieve de la dicha
preservar, escondidas, las promesas
y que paguen los héroes por su eterna victoria
frente a los agraviados de la ausencia.

En estas circunstancias vivir no es suficiente.
Parece necesario guardar la rebeldía
a prueba de estandartes,
someter el placer a la piedad del beso,
llevar ante los jueces al escriba del frío,
que levantó las actas del oprobio.
Marcar a fuego el día y guardar muy adentro
los lugares que habitas en secreto.
Que nadie te despierte
si no llama a la puerta con las manos vacías.
Abrir de par en par las cancelas del agua
y dejar que te anegue,
en la última oleada que llegue hasta tu puerto,
un mar que desemboque en una fuente
y nazca en la planicie de tu vientre.

En tierras como estas

Yo vengo de otras tierras, de lugares extraños
donde las cataratas del dolor
vierten su sed de siglos sobre la piel de un niño.

Otros mares he visto donde las tempestades
del odio se alimentan y el hacha fratricida
acecha como un lobo hambriento en la espesura.

Vengo huyendo del lodo en que se ahogan los justos,
de la pared proscrita  de los fusilamientos,
de las fosas abiertas frente a las libertades.

Aquí traigo, escondidas, estas pocas palabras
que logré cosechar y rescatar del frío.

He llegado hasta ti, no me preguntes cómo.

Abro la mano, extiendo las cenizas,
muestro las cicatrices que laceran mi piel
y escruto tu mirada en busca de clemencia.

Solo sé que este sol es cauterio a mi herida,
que he logrado secarme al calor de tu hoguera,
que dejo de temblar cada vez  que te nombro.

Y en tierras como estas
quiero hallar mi consuelo y germinar mi estirpe
—lejos del frío y lejos de la noche—
sobre tu vientre dulce de mujer.

Los códigos secretos

Fíjate bien, los verbos, tienen hambre de guerras.
Junto a cada adjetivo
hay seres clandestinos que reclaman
la filiación completa de la dicha
—no les daré tu señas por si vuelves—.

Detrás de cada uno de los adverbios caben
infinitas canciones.
Los pronombres, son como las mareas,
arrastran hasta el puerto la sirga que te lleva
por los embarcaderos del olvido.
Ciertas interjecciones asustan a los pájaros.

Ten cuidado, los faros sustantivos
no son nada seguros,
                                        alumbran el camino
que dejan en la arena tus sandalias
para seguirte como una jauría.

Borraré de tu piel las conjunciones
—no sé muy bien qué hacer con las copulativas—.

Desde ahora,
tendremos que escribirnos en códigos secretos
a buen recaudo de las preposiciones,
llevan tatuado el cuerpo de criaturas celestes
para mimetizarse con la noche.

Ella, maldita sea

Para que la poesía deje huella en nosotros,
debe hurgar en la herida del costado del tiempo,
ahormarse en la matriz de la mirada
sin alterar el orden de la vida:
primero la esperanza,
                                         después las cicatrices.

Debe ocupar su sitio alrededor del fuego
donde los justos hacen sus promesas de aurora,
antes que el gallo anuncie la alborada del crimen.
Volver la tierra verde y hacer que el sueño crezca
sobre la piel de un niño con su mapa de arenas.

Un mundo debe abrirnos a través de los mares
bajo las blancas velas que conducen a Delphos.
Llevar ramas de olivo sobre la tumba amada
y besar los sepulcros de los antepasados
que nos dieron el arma:
                                             la palabra.

Imán de soledades y destierros,
ella,
         maldita sea,
debe asolar los cuerpos y la dicha,
y morir con nosotros en el último puerto.

Y aquellos que escribieron sus primeras estrofas
sentados sobre el suelo,
rodeados de pueblo y combatientes,

y vieron, una a una, quemarse sus banderas
y arrasados sus himnos,
públicamente, un día, deben ser ensalzados.

Oración laica para una casa en ruinas

Jamás volverá el rio a ser el rio.
Donde habitó la vida solo quedan
pisadas junto al fuego, los meandros,
aquellas amapolas marchitadas,
un canto, un triste canto que recuerda
el arrullo apacible de los mirlos.

Hace mil años ya de aquel milagro
junto al muro desnudo de una casa
que ya no existe más que en la memoria.

¿Cómo eran sus paredes?
                                              ¿Alguien sabe
por qué la claridad ya no me encuentra
sentado en su zaguán
junto a la blanca tela del invierno?

Fue tan distinto el tiempo de la dicha
de este tiempo de luto y despedidas. 


En tierras como estas (poesía reunida, 1985-2020)
Juan Ignacio González
Bajamar, 2020
507 páginas
20€

José Carlos Díaz Pérez (Gijón, Asturias, 1962) es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Oviedo (1985). En 1984 fue fundador, con Juan Ignacio González, del Grupo Poético Cálamo, que desde entonces, entre otras actividades, viene convocando el Premio de Poesía Cálamo/GESTO. Junto a colaboraciones esporádicas a lo largo del tiempo en distintas publicaciones, es editor desde 2006 la bitácora digital Los diarios de Rayuela y autor de los siguientes títulos de poesía: Velar la arena (1986), La ciudad y las islas (1992), Contra la oscuridad (2004), Convalecencia en Remior (2015), Cantata de los días tasados (2017). En cuanto a obra narrativa, es autor de los siguientes títulos: Letras canallas (2009), Aunque Blanche no me acompañe (2014) y Vísperas de nada (2017).

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