Lo comentaba con unos amigos hace unas semanas: hubo un tiempo en el que salir a la palestra exigía plantearse en serio las cuestiones que se pretendía dilucidar. En primer lugar, había que coger papel y bolígrafo, ordenar ideas y estructurar argumentos, jerarquizar datos y ponderar las valoraciones que surgían a partir de su escrutinio. Luego se trataba de poner todo eso por escrito con la mayor pulcritud posible, enviar el texto al periódico correspondiente y sentarse a esperar su publicación, en el caso de que la persona encargada de hacer la criba así lo decidiera. Era un proceso laborioso y muchas veces exasperante, pero también sumamente higiénico para emisores y receptores. Los primeros se aseguraban de presentar una exposición meditada y legible, y los segundos tenían la certeza de que quien fuera que se dirigía a ellos lo hacía desde un cierto conocimiento y un acreditado interés. Me temo que eso ha cambiado ahora que nos hemos acostumbrado no ya a forjarnos una opinión inmediata sobre cualquier tema, sino también a formularla lo antes posible, reducida a ciento cuarenta caracteres, y exigir además que los otros nos la respeten, por muy poca idea que podamos tener del asunto que se trata. Es probable que nunca antes se haya hablado más con menos conocimiento, y seguramente jamás estuvo la ignorancia tan satisfecha de sí misma. Es lo que nos toca. Leí el otro día que un individuo se había presentado ante su auditorio como «filósofo autodidacta». Poco más hace falta para probar que estamos instalados en tiempos peripatéticos.
Por todas esas razones, y desde un tiempo, intento resistirme a la tentación de bajar al barro para discutir obviedades. Pero se habla mucho estos días de la lengua asturiana, una vieja conocida de cuantas discusiones bizantinas vienen dándose en estas décadas últimas entre el Pajares y el Cantábrico, y he disfrutado cada vez más atendiendo a los argumentos de sus detractores —bastante absurdo es ya de por sí que una lengua tenga detractores—, empeñados en emitir juicios sobre algo que desconocen y pretender, encima, que se los tome en serio. Por eso he querido escribir tres breves apuntes no para que entren en razón quienes tan torpemente dirigen sus coces dialécticas contra un idioma que nada les ha hecho, porque no espero milagros ni conversiones, sino por puro vicio o por aburrimiento. A veces, qué se le va a hacer, el cuerpo pide guerra.
1) El asturiano es una lengua. Desde el punto de vista filológico, la cuestión no admite dudas. Se trata, al igual que el castellano, de uno de los dialectos que surgieron en la Península Ibérica tras la dominación romana, mediante deformaciones del latín vulgar, y que adquirieron el rango de lenguas cuando quedó extinguido el idioma a partir del cual se crearon. Dichas lenguas convivieron en condiciones más o menos igualitarias hasta que una de ellas, el castellano, se impuso a las demás adquiriendo una posición casi hegemónica. Desde el punto de vista administrativo o jurídico, el asturiano es una lengua porque así se recoge en el Estatuto de Autonomía del Principado de Asturias, si bien bajo la denominación ya arcaica de «bable», y como tal se desarrollan sus aplicaciones y su difusión en la Ley de Uso y Promoción del Bable/Asturiano, aprobada en 1998 bajo el gobierno de Sergio Marqués, que por si alguien no lo recuerda era un señor muy de derechas. Dicha ley, bastante desconocida y que no siempre se ha hecho valer como debiera, viene a constituir una especie de oficialidad de corto alcance que bien pudo haber sido —o bien debió ser— el paso previo a una situación de cooficialidad real. Quienes la desconozcan y quieran leerla, quizá se sorprendan al constatar que el idioma asturiano está incluso más reconocido de lo que se piensa por parte de la administración pública. En cualquier caso, lo que queda más o menos claro es que, con todo ese bagaje, lo raro no es que se pretenda declarar la cooficialidad de la lengua asturiana, sino que tal cosa no haya sucedido todavía.
2) De entre todas las enseñanzas con que tenazmente nos ilustran los justicieros odiadores del bable (permítaseme a mí usar el término esta vez, la jocosidad lo pide), mi favorita es ésa que dice que en Asturias no se habla uno, sino muchos bables, y que lo que conocemos como lengua asturiana es una especie de monstruo de Frankenstein engendrado en oscuros quirófanos por los maquiavélicos miembros de la Academia de la Llingua. Es de sobra conocido ese axioma que dicta que el fascismo se cura leyendo y lo del nacionalismo se soluciona viajando. En el caso de los opinadores a los que me refiero, cabe aplicar ambas recetas. Basta con coger dos libros cualesquiera de cuantos vieron la luz en los siglos de oro de la literatura española —cosa que ellos no han hecho, por mucho que aseguren amar la lengua del viejo imperio— para ver con qué recurrencia la misma palabra se presenta ante nuestros ojos con grafías bien distintas. Basta también con viajar un poco por España para cerciorarse de que el español que habla una estudiante de Cádiz se parece bien poco al que emplea un oficinista de Valladolid, y que a la jueza de Badajoz le cuesta muchas veces hacerse entender ante el abogado de Pamplona, por mucho que se expresen todos ellos, aparentemente, en idéntico román paladino. Si estas diferencias en el español oral no se dan actualmente en el español escrito se debe a la tarea que en el siglo XVIII emprendió la Real Academia Española con el objetivo, precisamente, de dotar de unidad e inteligibilidad al idioma —inventándose o sistematizando normas ortográficas y procedimientos gramaticales—, de forma que un vecino de Zaragoza pudiese entender lo que le escribía una señora de Murcia y viceversa. Así pues, también el español fue, siguiendo las teorizaciones de nuestros entrañables opositores a la normalización de los idiomas autóctonos, un «monstruo de Frankenstein» forjado en los laboratorios de la Ilustración. Que, por cierto, eran los mismos desde los que un tal Gaspar Melchor de Jovellanos —que mucho suele agradar a los apóstoles del neoliberalismo, seguramente porque no se han molestado en leerlo— comenzó a clamar por la necesidad de una institución que hiciera con la lengua de su tierra natal lo mismo que la RAE empezaba a hacer con el idioma de todos los españoles.
3) Escribía el otro día alguien que eso del bable era cosa de podemitas. Había uno más allá que se atrevía a sugerir que el estudio de la lengua asturiana suponía el primer paso hacia el terrorismo independentista. Hasta un ex-alcalde se atrevió a afearle a quien ahora le sucede, urnas mediante, que estuviera a punto de aprobar el uso oficial del topónimo que, en el idioma autóctono, designa a la ciudad donde ambos viven. No deben de recordar que fue Manuel Fraga, nada sospechoso de rojazo ni de soberanista, quien más consolidó la situación del gallego en la comunidad vecina, ni que su discípulo Alberto Núñez Feijoo se maneja perfectamente en la lengua de Rosalía sin padecer por ello arrebatos revolucionarios. Conviene recordar que las lenguas no constituyen más, ni menos, que meras herramientas de comunicación, organismos vivos que definen lo que somos al tiempo que nos cuentan de dónde venimos, y que no son buenas ni malas por sí mismas. Que luego haya quienes se apresuren a envolverlas en banderas para escenificar su peculiar juego de patriotas es otra cuestión, allá cada cual con sus traumas y sus taras. Yo no voto a Podemos ni me dejo subyugar por los nacionalismos. Tampoco escribo en asturiano y, para más inri, acostumbro a traducir los topónimos a la lengua en la que me expreso, que es habitualmente el español, y ambas cuestiones hacen que de vez en cuando algún asturianista contumaz dirija contra mí sus dardos («españolista llingüísticu», me llamó una vez uno). Sin embargo, estoy a favor de que se reconozca la cooficialidad del asturiano porque ni creo que el bilingüismo entrañe ninguna perversión, ni me parece que una reforma del Estatuto en esa dirección vaya a traer las siete plagas de Egipto, ni opino que los derechos deban regularse en función de la demanda social.
Nada más que decir, o quizá sí: no deja de sorprenderme la escasa coherencia de quienes tanto y tan bien dicen defender la lengua española. Por un lado, permiten constantemente su arrinconamiento a manos del inglés, una lengua que lleva años colonizando nuestra cultura sin que nadie se moleste mucho en impedirlo; por otro, ni siquiera se molestan en tratar con un mínimo de cariño y corrección aquello que dicen amar. «No van en contra del asturiano si no de la oficialidad…» (sic), escribía hace bien poco uno en Twitter. El pobre Cervantes, mientras tanto, se revolvía en su tumba.
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