En la periferia de una ciudad norteña, un fotógrafo se cita con un amigo que escribe. El fotógrafo busca la belleza, mientras que su acompañante se siente incómodo porque no encuentra ningún sentido en un lugar convertido en espacio baldío. Este artículo es resultado de la conversación que tuvieron, a través del arte.
Las fotografías son analógicas, han sido tomadas en un carrete de blanco y negro de 120mm de haluro de plata o sales de plata, revelado en proceso químico artesano. La cámara utilizada fue una cámara de fuelle TLR (twin réflex lens) de formato medio. Se han practicado experimentaciones tales como las doble exposiciones en un mismo marco del carrete, rebobinados, reflejos en los planos y fuertes difuminados utilizando los objetivos gemelos Sekor del año 1960.
Fran Arellano (Santander, 1993) es fotógrafo y tiene un taller laboratorio de procesado químico. Además de sus propias series de fotografía analógica, ha colaborado con El Diario Montañés, el suplemento Cantabria DModa y El Corte Inglés. Su instagram es @frans.af
Ventura Cagigal (Salerno, 1992) es ingeniero marino. Escribe a mano un particular cuaderno de bitácora en el que recoge algunos sucesos y textos que salvan sus días. Visita cada año los Museos Vaticanos.


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En este rincón donde comienza a adivinarse la ciudad, de vez en cuando alguien dobla un recodo y pasa sin saludar. Este es el sitio donde la gente pierde la costumbre. Nadie se saluda en esta periferia literal, existencial, total. Dos paseantes hablan en voz baja. Y miran con distancia al fotógrafo, que parece decidido a conquistar este espacio.
Es un lugar con muros, torres de alta tensión eléctrica y varias industrias. Llueve y el agua que no filtra la hierba corre sinuosa hacia una corriente que recibe nombre de Virgen. Hoy es una ironía muy amarga. Se trata de una ría insalubre, como aquella a la que, después de arrojar una cerilla, prendió fuego uno de los personajes rebeldes de G. K. Chesterton en los Cuentos del Arco Largo.
A unas decenas de metros transita el tren: pasa ruidoso y los árboles que guardan las vías no esconden sus secretos. Cuando desaparecen los vagones, toda la enmienda al silencio son todas estas letras chillonas en los muros, estos grafitis en los que el yo comienza a desbocarse en firmas toscas. Sólo una pared balbucea, en un intento de diálogo: “Joven drogao, victoria del Estao”. Aquí la oscuridad de la noche compensa las quemaduras que produce el spray barato en los dedos que aprietan la boquilla. Algunos chorretones de pintura negra evidencian impericia.
Como la vía está desierta podemos calcular la distancia entre los carriles: 1668 milímetros. La tierra está encharcada. Por un instante ha amainado la lluvia. Un ciclista embarrado pasa rápido por el camino sin evitar las salpicaduras. El humo de la industria oculta por momentos el más allá de esta patria resbaladiza donde nos explicaron que nuestras vías de tren son únicas, especiales para prevenir una invasión. Los 1668 milímetros reciben el nombre de “ancho ibérico”, superior al que se estila en Europa.
Aquí hace frío y el cielo exhibe algunos claros color plata. El fotógrafo ha venido en torno a la vía para profundizar en algunas certezas que, por decirlo de alguna manera, él posee. Por ejemplo: que es posible conocer el mundo. A ver si es tan valiente para conocer donde otros tan sólo nos planteamos sobrevivir. ¿Qué niño chapotearía aquí con sus katiuskas?
Ya vuelve a llover. El tren pasa otra vez, más rápido que el anterior. En realidad, el célebre ancho ibérico de 1668 milímetros no nació del miedo a una invasión. La idea era lidiar con la orografía a través de locomotoras más grandes. La Península Ibérica exigía más velocidad y se construyó una red ferroviaria con vías de mayor anchura. Ahora sobre ellas comienza a levantarse una pequeña niebla, el fotógrafo insiste en que debemos movernos. La humedad puede deteriorar la cámara.
La ciudad aquí empieza. Quizá sea mejor apretar el paso. Un coche de policía permanece estacionado junto al camino. Este es esa clase de sitio donde proclamar que las apariencias engañan, porque impera la sospecha. La lluvia amenaza fundirse con todo. En este rincón untuoso, el fotógrafo contempla la realidad, muy digno, la admira y juega con ella.
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