Dóra Faix, profesora de la Universidad de Budapest, toma como punto de partida para introducir el término «autoficción» la idea del fotógrafo estadounidense Spencer Tunik de reunir en el Zócalo de México DF a cerca de 19.000 personas desnudas que se ofrecieron como voluntarios para formar parte de una de las habituales instalaciones (a cambio de una foto firmada de su colaboración) en diferentes grandes ciudades del mundo. Esas instalaciones representaban a multitudes desnudas, colocadas en determinadas posturas y que se agrupan en composiciones. La vulnerabilidad del cuerpo y su recorrido desde la intimidad al ámbito público dan pie un fenómeno que guarda relación con la exhibición de los detalles más íntimos en los medios de comunicación a través de programas como Big Brother o The real world. En la literatura se produce un fenómeno paralelo con la aparición cada vez más frecuente del autor (cuerpo, corazón y mente) en el texto. Se habla de autoficción, así que hablemos de ella.
La autoficción como categoría transversal
/ por Ana Casas / Universidad de Alcalá
En 1977 el escritor y profesor Francés Serge Doubrovsky inventa el neologismo «autoficción» para definir su novela Fils como una «ficción de acontecimientos estrictamente reales». De este modo, la memoria de un narrador llamado Serge Doubrovsky se inserta en una trama imaginada: una sesión de psicoanálisis que nunca ha tenido lugar, pero que sirve de marco desde el que fluyen los deseos, los temores y los recuerdos del personaje, que sí son reales. Para su autor no se trata de una autobiografía; al contrario, en la contracubierta del libro, Doubrovsky apuesta por la existencia de un género mestizo en el que, contradiciendo a Lejeune, sí es posible que un héroe de novela lleve el mismo nombre que el autor: es decir, el pacto de ficción sí es compatible con la identidad de nombre entre autor, narrador y personaje (cosa que Lejeune, en su fundamental artículo de 1973, no veía factible).
A partir de que Doubrovsky llamara la atención sobre sí mismo, algunas voces empezaron a aplicar el concepto «autoficción» a obras que se estaban publicando por esos años y también a textos muy anteriores. Así, por ejemplo, Jacques Lecarme afirmaba en 1984 que la casilla de Lejeune no estaba vacía desde hacía mucho tiempo, y, para corroborarlo, aportaba los ejemplos de Malraux, Céline o Modiano. A este trabajo siguieron otros a propósito de los vínculos y dependencias entre la autobiografía y la autoficción: los artículos de Jacques Lecarme (1994, 1997), la tesis de Marie Darrieussecq sobre Serge Doubrovsky, Hervé Guibert, Michel Leiris y Georges Perec (1997), o su artículo de un año antes en Poétique; etc. En un primer momento, por lo tanto, la autoficción nace apegada a la autobiografía, en tanto que expresión posmoderna de ésta.
No obstante, a mediados de los 80, empieza a vincularse también a la novela, cuando algunos críticos se muestran reacios a aceptar sin más la ambigüedad genérica de esta modalidad narrativa. Vincent Colonna es quien amplía el concepto al entenderlo como la serie de procedimientos empleados en la ficcionalización del yo (cfr. su tesis doctoral, de 1989, y su libro Autofiction & autres mythomanies littéraires, de 2004). La autenticidad de los hechos apenas entra en consideración, ni la autoficción se limita al periodo bajo el signo de la crisis del sujeto: al parecer de Colonna, también son autoficcionales La Divina Comedia o «El aleph», aunque en ellos no haya sombra de duda con respecto a su ficcionalidad. Esta línea, que permite revisar los textos desde una perspectiva diacrónica y establecer un hilo histórico que una las obras autoficcionales de distintas épocas, fomentó el interés, partiendo de la identificación entre autor y personaje, por determinadas figuras y recursos de la ficción, tales como la metalepsis o la mise en abyme.
Ambas vías —tanto la que entiende la autoficción como una versión experimental de la autobiografia, como la que la concibe como un subgénero de la novela— han tenido un importante desarrollo en el ámbito de los estudios literarios francófonos. En general, la perspectiva adoptada en estos trabajos e investigaciones es de cariz teórico —se preguntan por los deslindes genéricos de la autoficción, sus características, alcance y manifestaciones más relevantes—, aplicándose casi en exclusiva a la literatura francesa contemporánea, con algunas pocas fugas a la literatura producida en otras lenguas. Sólo en la última década, la crítica española —y más tardíamente la producida en Hispanoamérica— se ha ocupado de la cuestión. Por motivos que valdría la pena esclarecer (entre los que probablemente esté el papel desempeñado por el centro de investigación Unidad de Estudios Biográficos, de la Universidad de Barcelona, con respecto a la recepción de la teoría francesa en torno a la autobiografía y sus formas afines), la española es una de las pocas tradiciones no francófonas que ha incorporado la noción de autoficción (la anglosajona, por ejemplo, prefiere otros conceptos, como faction, que, aun pudiendo incluir el de autoficción, lo rebasa ampliamente). Manuel Alberca —de la Universidad de Málaga e integrante de la citada Unidad de Estudios Biográficos— es quien más ha contribuido a la divulgación de la teoría en torno a la autoficción, aplicándola a la narrativa hispánica. Desde sus primeros artículos sobre el tema, en los que elabora la teoría del «pacto ambiguo» (1998), hasta su libro de 2007 —El pacto autobiográfico. De la novela autobiográfica a la autoficción—, aúna los postulados pragmáticos de Lejeune y las categorías establecidas por Lecarme.
Estrechamente deudor de la crítica francesa, el Hispanismo no ha eludido determinados debates teóricos y terminológicos —abordados antes por Philippe Forest, Philippe Gasparini o Arnaud Schmitt, quienes proponen, frente al de autoficción, los términos «novelas del yo», «autofabulación» y «autonarración», respectivamente—. Así, Vera Toro, Sabine Schlickers y Ana Luengo prefieren, en su introducción a La obsesión del yo. La auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana (2010), «auto(r)ficción» para aquellos relatos ficcionales «en los que hay una «intromisión» del autor in corpore o in verbis en el mundo narrado», reservando el término «autoficción» para designar «una ficción menos paradójica, pero ambigua y lúdica, que en los textos literarios suele ser autodiegética». José María Pozuelo Yvancos (2010), por su parte, «denuncia», en Figuraciones del yo en la narrativa (2010) la excesiva dependencia del concepto con respecto del referente, al entender que dicha relación resulta hoy obsoleta; en cambio, la expresión «figuración del yo» —acuñada también por el argentino Julio Premat en Héroes sin atributos (2009)— transciende la dimensión referencial o autobiográfica, y engloba todos aquellos narradores que, si bien poseen algunos rasgos del autor, se caracterizan fundamentalmente por exagerar los dispositivos irónicos que lo separan de aquél.
Todos ellos aplican el concepto de autoficción fundamentalmente a la narrativa. Bien es cierto que es en ese terreno donde «nació» el neologismo, coincidiendo, a finales de los 70, con un momento de auge de la autobiografía (y, en consecuencia, de sus formas afines). La progresiva ampliación del espacio autobiográfico que venía fraguándose desde finales del siglo XIX, así como su colonización de la novela, fomenta la apropiación de la primera persona como voz del relato, la expresión introspectiva y frecuentemente digresiva, o el abandono del esquema episódico y la sucesión de aventuras como organizadores de la trama, a favor de convertir el universo íntimo de los personajes (y, cada vez más, de los propios autores) en materia narrativa. Esto, suficientemente documentado con respecto a la literatura occidental, vale también para la literatura producida en español, sobre todo la de aquellos lugares, como España, Chile o Argentina que, saliendo de experiencias colectivas traumáticas (dictadura, represión, censura), encuentran en las literaturas del yo un cauce de libertad a través del cual comunicar los deseos, las frustraciones y los anhelos individuales.
Desde entonces y hasta la actualidad, C. Martín Gaite, J. Semprún, F. Umbral, E. VilaMatas, J. Marías, A. Muñoz Molina, J. Cercas, A. Orejudo, G. Hidalgo Bayal, L. G. Martín, M. Sanz, M. Vilas, en España; C. Aira, S. Molloy, R. Piglia, F. Bruzzone, M. E. Pérez, P. Pron, A. Pauls, D. Guebel, L. Alcoba, en Argentina; M. Levrero en Uruguay; S. Pitol, M. Bellatin, M. Glantz, A. Muñiz-Huberman, A. Rossi, J. Herbert, G. Fadanelli, en México; F. Vallejo, D. Jaramillo, en Colombia; P. de Souza en Perú; P. J. Gutiérrez en Cuba; R. Rey Rosa en Guatemala; L. Barrera Linares en Venezuela, entre otros muchos, han practicado la autoficción en sus distintas modalidades: la que cuaja en cierto tipo de relato intimista, fundamentalmente referencial y centrado en la experiencia personal, pero narrado con los recursos de la novela (Umbral, Molloy, Herbert, Pauls); la que se cruza con el relato testimonial, donde los elementos ficcionalescolaboran en la construcción de la memoria y de los valores morales, más allá de la vivencia histórica (Cercas, Pron, Bruzzone); el relato auto-metaficcional (Vila-Matas, Piglia, Pitol, Levrero); o la autoficción concebida como relato humorístico, en el que la proyección del autor se carga de ironía, sátira y hasta distorsión grotesca (Aira, Bellatin, Fadanelli, Cucurto, Vilas).
Algo más que literatura
Sin embargo, el llamado giro subjetivo que tiene lugar a partir de las últimas décadas del siglo xx no sólo se produce en las narrativas hispanas; también tiene lugar en nuestras dramaturgias y cinematografías, ya que, cada vez con mayor frecuencia, los dramaturgos y cineastas emplean experiencias personales como objeto de sus obras más allá de la mera inspiración, al asumirlas como materia dramatizable. Ello, unido a los procesos, también cada vez más habituales, de hibridación discursiva (convergencia de distintos géneros; diversificación de las formas de autorrepresentación; problematización de la dualidad factualidad-ficción; inclusión de nuevos soportes y medios), explica en esta época la emergencia y el desarrollo de los relatos dramáticos y cinematográficos que hemos caracterizado como autoficcionales.
Queda, pues, como tarea pendiente de los investigadores reflexionar más detenidamente sobre la operatidad del concepto de autoficción aplicado a otras artes y a otros medios distintos de la narrativa. La desatención por parte de la crítica contrasta con la proliferación de las nuevas cinematografías y dramaturgias que en el momento presente están explorando las posibilidades de la autoficción de un modo más experimental, si cabe, a como se ha venido haciendo en la novela: así, los documentales perfomativos de Elías León Siminiani, Albertina Carri o Juan Barrero, en el medio audiovisual; o las obras dramáticas de Angélica Líddell y Lola Arias. Este tipo de análisis también podría aplicarse al cómic, la fotografía o las artes plásticas, como, de hecho, atestigua algún que otro trabajo sobre la cuestión. La necesidad de una síntesis teórica que haga permeable el concepto de autoficción a otras artes distintas de la novela, así como la necesidad de ampliar enfoques metodológicos ha guiado la investigación del Grupo semiosferas, de la Universidad de Alcalá, vinculado al proyecto de investigación La autoficción hispánica (1980-2013). Perspectivas interdisciplinarias y transmediales (ref. FFI2013-40918-P). Dicho grupo organizó, en octubre de 2013, el congreso La autoficción hispánica en el siglo xxi con el objeto de reunir a especialistas de los distintos ámbitos y animar el debate entorno a la autoficción narrativa, dramática y cinematográfica; dos años después, en 2015, volvió a repetir la experiencia escogiendo la autoficción como línea principal del congreso Palabra, imagen y escrituras: La intermedialidad en los siglos xx y xxi. Entre los resultados más relevantes del grupo destaca el libro colectivo El yo fabulado. Nuevas aproximaciones críticas a la autoficción (ed. Ana Casas, 2015) y el monográfico «La autoficción hispánica en el siglo XXI» (ed. José Manuel González, 2015), de Pasavento. Algunos de estos trabajos, presentados en forma de ponencias o artículos, se ocupan precisamente de establecer las concomitancias entre las diversas manifestaciones autoficcionales más allá de su soporte, a la vez que valorando la especificidad de cada uno de los distintos medios.
Esta clase de enfoque se enfrenta a varios retos. Por un lado, el investigador/a debe lidiar con el concepto de autor en ámbitos en los que difícilmente puede individualizarse esta figura: el director, el guionista o autor del texto, los actores, el escenógrafo, el director de fotografía, etc., conforman, en efecto, una suerte de autor colectivo, muy distinto del autor tal y como lo pensamos en literatura. Y por otro lado, debe tener en cuenta la noción también problemática de referencialidad, no siempre asumida en el llamado, con todas las precauciones, cine autobiográfico y a menudo negada en el drama. Las soluciones que la crítica adopta no son siempre las mismas: cualquiera de las instancias enunciadoras puede ser asimilada, en determinados casos, a la figura del autor —con preferencia por el director de la película o de la obra teatral, pero también el guionista, el autor dramático e incluso el actor o la actriz—. Por otra parte, la potencia de las imágenes —poseedoras de una evidente carga referencial—, así como la configuración del cuerpo vivo del actor en significante y significado, funcionan como un marco de referencia de gran estabilidad, de modo que determinadas rupturas de la transparencia del lenguaje mimético —e incluso de la ilusión autobiográfica— se hacen sentir con enorme fuerza: es lo que sucede cuando se emplean la metalepsis o la mise en abyme, se introducen inverosimilitudes o se aplica la distorsión humorística. Porque no es raro, en este sentido, que la autoficción cinematográfica y teatral desafíe los mecanismos de construcción del cine y el drama comerciales, situando la figura del autor en el centro de un discurso que, de manera paradójica, construye una referencialidad que igualmente resulta negada. Lo que nos lleva a pensar que la autoficción en ámbitos distintos de la novela también cuestiona la noción de autoría y escenifica las tensiones entre factualidad y ficción, sólo que lo hace con otros medios, que apelan a la imagen antes que a la palabra.
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