[Portada: Ángel González, 1984. Fotografía Pepe García, ©Luna de Abajo]
Es sabido que los novelistas, cuando mueren, no van al cielo ni al infierno, sino a un purgatorio en el que permanecen hasta que la posteridad se aviene a decidir si su nombre merece ser incorporado a los mármoles del Parnaso o, por el contrario, debe verse arrumbado en el desván donde encuentran acomodo los objetos inservibles. Me vienen a la memoria, a modo de ejemplo, Miguel Delibes, Juan Benet —de cuya muerte se cumplió un cuarto de siglo el otro día sin que se vieran grandes conmemoraciones—, Gonzalo Torrente Ballester, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute o todo un Premio Nobel como Camilo José Cela. Figuras cuyo prestigio estuvo fuera de toda duda, o casi, mientras estuvieron sobre el mundo, pero cuyos ecos se apagaron o suavizaron en cuanto dejaron de existir y a los que sólo unos pocos siguen reivindicando hoy en día. Tengo la impresión, sin embargo, de que en el ámbito de la poesía —un género que cuenta con muchos menos lectores, a tenor de lo que muestran las últimas estadísticas— esas precauciones póstumas o bien no se dan tanto o bien se toman con más relajo. Es cierto que hay poetas de los que se supo mucho en el pasado y a los que apenas se menciona en el presente, a no ser que la efeméride de turno los rescate —vivimos hace bien poco la apoteósica resurrección de Gloria Fuertes—, pero también que parecen mantenerse en buena forma los versos de autores que ya gozaron de buena fama en vida y que desaparecieron no hace mucho, como pueden ser José Hierro, Leopoldo María Panero, José Agustín Goytisolo o Jaime Gil de Biedma.
Uno de esos poetas que no han visto menoscabada su autoridad es Ángel González, cuyo fallecimiento el 12 de enero de 2008 no sólo no apagó las palabras que dejó escritas, sino que puede que incluso les diera un nuevo impulso. Se cumplen este viernes los primeros diez años sin su presencia y abundan en Madrid y en Asturias los homenajes que celebran su paso por el mundo y testimonian la plena actualidad de su obra. Es cierto que él ya había padecido en vida los rigores de su purgatorio particular y que el reconocimiento público, y hasta cierto punto multitudinario, le llegó en el tramo final de su biografía, pero también que pocos de los de su gremio pueden presumir de un séquito de fieles tan constantes y entregados como para mantener la llama en lo más alto. Empezaron a agitarla con el estreno de la democracia, allá por los albores de los felices ochenta, y no han dejado de alimentarla desde entonces. Con Ángel se reunieron un grupo de intelectuales asturianos en lo que fue uno de los primeros tributos a su figura —se hizo a partir de aquel encuentro un libro que coordinaron Ricardo Labra y Miguel Munárriz y que bien hubiera podido rescatarse, en edición popular, con ocasión de esta efeméride— y que a su modo marcó el preludio de todo lo que vendría después y que, por suerte, no fue poco: recibió el Príncipe de Asturias y el Reina Sofía, se vio constantemente apoyado por poetas más jóvenes y hasta por novelistas o ensayistas que reconocían la deuda contraída con sus escritos, vio cómo ponían música a sus versos Pedro Guerra y Paco Ortega y hasta fue destinatario de sendas canciones compuestas por Joaquín Sabina y Nacho Vegas. En esta última década no ha decaído el ritmo: se reeditan sin parar sus poemarios, se elaboran nuevas antologías, existe en Oviedo una cátedra que lleva su nombre y las generaciones que van llegando suelen hacer gala del magisterio que aún ejerce sobre su vocación y su poética. El legado literario de Ángel González, lejos de agotarse, se fortalece, y no deja de resultar contradictorio el que esa consolidación progresiva y evidente no haya propiciado una estrategia que permita clarificar de una vez por todas el destino definitivo de su otro legado, el material, que permanece a la espera de un acuerdo que permita concederle las atenciones que merece. Disuelta —primero por las desavenencias entre quienes estaban llamados a gestionarla, luego porque la crisis económica desaconsejó embarcarse en aventuras de ese calibre— la Fundación que se proyectó con el fin de mantener activa su memoria, no sería mala idea olvidar ese propósito para ir en pos de iniciativas quizá menos sonoras, pero seguramente mucho más eficientes, que permitan que los documentos y la biblioteca de Ángel González se queden en Asturias, como según se ha dicho siempre que era su deseo. La Biblioteca Pública Ramón Pérez de Ayala —que custodia y analiza y pone a disposición de los investigadores otros depósitos célebres, entre ellos el de Leopoldo Alas Clarín— o la Universidad de Oviedo —a la que el mismo Ángel pensó donar sus pertenencias antes de que optara por modificar el testamento para invocar en sus disposiciones esa Fundación que nunca llegó a nacer— no son malos puertos para el amarre de la embarcación que uno de nuestros mejores poetas fue construyendo, palabra sobre palabra, a lo largo de una vida que, como aquel amor del que hablaba Quevedo, se ha revelado mucho más poderosa que la muerte.

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