Poéticas

Homenaje a Ángel González

«No fueron tiempos fáciles, aquéllos. / Me amamantó una loba. / ¿Quién si no?»

Angelgrafía

/ Por Ricardo Labra /

En numerosas ocasiones he destacado la línea de continuidad que existe —en mi opinión— entre el personaje que habita los poemas de Ángel González y el propio autor, trazada por un evidente nexo autográfico (por utilizar la expresión afortunada de Carlos Barral). Al igual que en sus poemas, con Ángel González puede suceder cualquier cosa, ya que lleva su herramienta —o su magia— lógica hasta los lugares más insospechados, que son aquellos por los que más le gusta transitar. La noche con Ángel se transforma casi siempre en un enigma que hay que saber descifrar con el misterioso capote de los sentimientos y de las ideas. Sólo entonces se podrá salir de ella, más o menos airoso, por la puerta ancha del alba. Recuerdo una noche en la que el peligro resbalaba como la sombra de un reptil por las paredes del tugurio en el que nos encontrábamos, en una calle sin nombre de Oviedo. La discusión se desató de una forma tan absurda como violenta; dos hombres pugnaban por cantar y ninguno de los dos se ponía de acuerdo, sus voces eran tan dispares como disímiles sus características físicas. Uno era grande y musculoso, el otro pequeño y avieso (o debiera decir travieso). La situación parecía irreparable; por aquellos frustrados cantores hablaban las vísceras y un viejo rencor, sin duda acumulado durante años. El conflicto aplazado estaba a punto de pasar del insulto descarnado a la carnalidad de las manos; en el más pequeño se podía apreciar un brillo metálico camuflado en sus dedos. Ángel se levantó ante aquellas figuras contrapuestas y se dirigió de manera temeraria al más grandullón:

—«Tiene razón este señor —dijo señalando al más pequeño—. A ver, cante usted». Y volviéndose con un giro inesperado, ordenó al más grandullón: —«No se le ocurra interrumpirle». El grandullón asintió con un gesto de sorpresa, como si le hubieran arrojado un vaso de agua helada por la espalda. El pequeño comenzó a cantar, a desplegar con orgullo el abanico de sus matices. Cuando ya iba cogiendo vuelo su canción, Ángel le cortó tajantemente. —«Ahora le toca a usted», le dijo al todavía atónito grandullón. El pequeño no parecía muy conforme, pero escuchó sin rechistar las tonalidades de su oponente, que vibraban en el aire como un gas comprimido. Ángel nuevamente cortó al esforzado cantor cuando iba a acometer la estrofa que requería un mayor lucimiento personal. —«Y ahora —les ordenó sin dejarles otra opción—, los dos a la vez». Ángel los controlaba delicadamente con el movimiento de sus manos, como el que sujeta con cuidado dos frágiles cristales; poco a poco, sus movimientos fueron adoptando una actitud más enérgica, hasta anudar en ellas definitivamente las riendas de la situación. El peligro había sido conjurado; casi sin darse cuenta, los dos contendientes se abrazaban mansamente en torno a su Ángel conciliador, «[…] cuando voy por el sendero / hago las piedras llorar / de tanto como te quiero […]», mientras entonaban canción tras canción. Incluso los dos rivales terminaron por alabar y reconocer las cualidades del otro. El pequeño —el avieso, travieso—antes de que abandonásemos el local, dijo con sincera admiración a Ángel González: —«Oiga, usted es algo especial, un director de orquesta, un músico importante o algo así..». Y no andaba muy descaminado nuestro pendenciero cantor. En realidad es lo que siempre ha hecho Ángel como autor literario, armonizar los contrarios, potenciar con ellos los matices de la expresión, dar la vuelta a las cosas mostrándolas verdaderamente como son. Y es que la lógica de Ángel jamás conduce al absurdo, aunque a veces lo parezca, sino a una finalidad muy concreta.

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«Ya nada ahora» (Deixis en fantasma). Dibujo y Caligrafía de Lázaro Enríquez (© Luna de Abajo)

Un amigo me comentó que en cierta ocasión Ángel decidió alargar un poco más la noche, invitándoles a desayunar en un conocido hotel de Oviedo en el que se hospedaba. El camarero, un señor orgulloso de su profesión, recibió con cierto recelo aquella horda de adoradores nocturnos, del alcohol y de otras lunas, que hacían esfuerzos por mantenerse de pie, contemplando con resignado desagrado cómo se introducían con torpeza entre la ordenada hilera de sillas y de mesas que tan primorosamente había dispuesto, antes de acercarse retadoramente, con una inmaculada servilleta colgándole del antebrazo, a escuchar las demandas de aquellos inoportunos —inapropiados por las horas— clientes.—«¿Qué desean los señores?», preguntó con una voz estrictamente profesional.

—Póngame un whisky. Ángel apenas pudo terminar su petición. Al camarero le brillaban los ojos con ciertos acentos triunfales, a la ocasión la pintan calva, y esta era la suya.

—«Perdone, señor —dijo con una entonación de un hombre que está curado de escándalos, pero que se escandaliza—, esta es la hora del desayuno, y no se pueden servir más que desayunos. El bar a esta hora no lo tenemos abierto». Tras lo que adoptó cierto aire marcial para reafirmar la solidez de sus intenciones y propiciar la desbandada del gremio invasor, un tanto pintoresco y debilitado por la profusa navegación bajo las constelaciones.

Ángel acusó el golpe apenas unos segundos, acaso el tiempo suficiente para percatarse de cómo podría darle la vuelta a una realidad tan adversa. Su sonrisa de cazador de instantes afloró en sus labios.

—«Está bien, desayunemos. ¿Qué tienen ustedes para desayunar? Supongo que tendrán café».

—«Sí, señor, tenemos café».

—«¿Todo tipo de cafés, como cabe esperar en un sitio tan distinguido como éste?»

—«Sí, señor, tenemos todo tipo de cafés». El camarero comenzaba a manifestar cierto grado de impaciencia.

—«Bien, pues tráigame usted un café irlandés»

—«¿Un café irlandés, señor?». El camarero comenzaba a no dar crédito a lo que oía.

—«Sí, como tienen todo tipo de cafés, yo quiero para desayunar un café irlandés».

—«Bien, ahora se lo traigo».

—«Ah, si no tiene inconveniente —el camarero observaba con horror a Ángel González—, tráigame el café en una taza y el whisky en un vaso para mezclarlo yo».

Los camareros de los grandes hoteles son ciudadanos del mundo, viajeros impenitentes de un universo de mesas; unos breves pasos les separan de distintas fronteras, de París a Lisboa, a la velocidad de una cerveza. El camarero, al que le sobraban horas de vuelo, enseguida se dio cuenta de que había perdido la partida, de que un inesperado jugador —sin duda un maestro— le había dado jaque mate sobre el mismísimo tablero de su bandeja. Y no le costó trabajo reconocerlo, cualidad que tienen los buenos oponentes. Ya sin rodeos, le dijo a Ángel González:

—«Dígame el whisky que desea tomar y muy gustosamente se lo traeré al señor. Como no puede ser de otro modo, invita la casa».

Un buen comienzo, sin duda, para una larga amistad.

He hablado de la noche —quizá demasiado— y de la lógica de Ángel González. A veces no sé si es viernes, casi miércoles, o si el sol de agosto me despierta en diciembre por las mañanas, mordisqueándome los tobillos, si cruzo una calle o simplemente es que doblo la esquina de una página de sus poemas, si esa música que recorre las aceras nace del hombre que canta o de la mujer que llora, o si procede de la viola o del saxo que habita en el sótano de sus renglones, si la poesía es esa mujer desnuda que agita al viento su negra cabellera o la loca que persiguen con saña los loqueros… hasta que las farolas se apagan y el libro se cierra.


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De otro modo

Cuando escribo mi nombre,
lo siento cada día más extraño.

¿Quién será ese?
lo siento cada día —me pregunto.
Y no sé qué pensar.

Ángel.

Qué raro.

(de Deixis en fantasma, 1992. Caligrafía de Lázaro Enríquez / © Luna de Abajo)






Selección de poemas de Ángel González


Extraídos de la antología temática que el propio Ángel González realizó para Luna de Abajo en Guía para un encuentro con Ángel González (1985).


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«El hecho de hacer una selección de mis poemas con un criterio temático, no quiere decir que yo valore la poesía por sus contenidos. Sé que los textos poéticos son, en efecto, poéticos, no por lo que dicen, sino por la forma en que lo dicen. No obstante, en esta oportunidad me he decidido a destacar ciertas recurrencias temáticas que pueden encontrarse en mis libros, para tratar de evitar esos mismos poemas que siempre elijo cuando me veo en el compromiso de seleccionar una muestra representativa de lo que he escrito. Debo confesar que mis propias preferencias han llegado a cansarme a mí mismo, y además tampoco sabría justificarlas. Los capítulos en los que se divide esta breve muestra podrían ampliarse en función de otros temas —el erótico-amoroso o el metapoético, por ejemplo, en los que con tanta frecuencia he insistido—. Si esos temas no están representados en esta breve antología ha sido por obra del azar, por mi deseo de que el azar sea el único responsable de la reunión en Luna de abajo de un grupo de poemas encontrados, no —en esta ocasión— buscados, evitando así que mis gustos personales sean una vez más los culpables de ese error que, según dicen, es siempre una antología.» (Ángel González)

 

♦♦♦

BIOGRAFÍA

Aquí, Madrid, mil novecientos
cincuenta y cuatro: un hombre solo.

Un hombre lleno de febrero,
ávido de domingos luminosos,
caminando hacia marzo paso a paso,
hacia el marzo del viento y de los rojos

horizontes —y la reciente primavera
ya en la frontera del abril lluvioso…—

Aquí, Madrid, entre tranvías
y reflejos, un hombre: un hombre solo.

—Más tarde vendrá mayo y luego junio,
y después julio y, al final, agosto—.

Un hombre con un año para nada
delante de su hastío para todo.

Dato biográfico

Cuando estoy en Madrid,
las cucarachas de mi casa protestan porque leo por las noches.
La luz no las anima a salir de sus escondrijos,
y pierden de ese modo la oportunidad de pasearse por mi dormitorio,
lugar hacia el que
—por oscuras razones—
se sienten irresistiblemente atraídas.
Ahora hablan de presentar un escrito de queja al presidente de la república,
Y yo me pregunto:
¿en qué país se creerán que viven?;
estas cucarachas no leen los periódicos.

Lo que a ellas les gusta es que yo me emborrache
y baile tangos hasta la madrugada,
para así practicar sin riesgo alguno
su merodeo incesante y sin sentido, a ciegas
por las anchas baldosas de mi alcoba.

A veces las complazco,
no porque tenga en cuenta sus deseos,
sino porque me siento irresistiblemente atraído,
por oscuras razones,
hacia ciertos lugares muy mal iluminados
en los que me demoro sin plan preconcebido
hasta que el sol naciente anuncia un nuevo día.

Ya de regreso en casa,
cuando me cruzo por el pasillo con sus pequeños cuerpos que se evaden
con torpeza y con miedo
hacia las grietas sombrías donde moran,
les deseo buenas noches a destiempo
—pero de corazón, sinceramente—,
reconociendo en mí su incertidumbre,
su inoportunidad,
su fotofobia,
y otras muchas tendencias y actitudes que —lamento decirlo—
hablan poco en favor de esos ortópteros.

Pretexto

No fueron tiempos fáciles, aquéllos.
Me amamantó una loba.
¿Quién si no?

Yo no tengo la culpa

de haber bebido
desde tan joven tanta sed de sangre,
tanto deseo de morder la vida,
tanto amor.

♦♦♦

HISTORIA

Otro tiempo vendrá distinto a éste.
Y alguien dirá:
«Hablaste mal. Debiste haber contado
otras historias:
violines estirándose indolentes
en una noche densa de perfumes,
bellas palabras calificativas
para expresar amor ilimitado,
amor al fin sobre las cosas
todas».

Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.

El campo de batalla

Hoy voy a describir el campo
de batalla
tal como yo lo vi, una vez decidida
la suerte de los hombres que lucharon,muchos hasta morir,
otros
hasta seguir viviendo todavía.

No hubo elección:
murió quien pudo,
quien no pudo morir continuó andando,
los árboles nevaban lentos frutos,
era verano, invierno, todo un año
o más quizá: era la vidaentera
aquel enorme día de combate.

Por el oeste el viento traía sangre,
por el este la tierra era ceniza,
el norte entero estaba
bloqueado
por alambradas secas y por gritos,
y únicamente el sur,tan sólo
el sur,
se ofrecía ancho y libre a nuestros ojos.
Pero el sur no existía:
ni agua, ni luz, ni sombra, ni ceniza
llenaban su oquedad, su hondo vacío:
el sur era un enorme precipicio,
un abismo sin fin de donde,
lentos,
los poderosos buitres ascendían.

Nadie escuchó la voz del capitán
porque tampoco el capitán hablaba.
Nadie enterró a los muertos.
Nadie dijo:
«dale a mi novia esto si la encuentra
sun día».

Tan sólo alguien remató a un caballo
que, con el vientre abierto,
agonizante,
llenaba con su espanto el aire en sombra:
el aire que la noche amenazaba.

Quietos, pegados a la dura
tierra,
cogidos entre el pánico y la nada,
los hombres epeeraban el momento
último,
sin oponerse ya,
sin rebeldía.

Algunos se murieron,
como dije,
y los demás, tendidos, derribados,
pegados a la tierra en paz al fin,
esperan
ya no sé qué—quizá que alguien les diga:
«amigos, podéis iros, el combate…»

Entre tanto,
es verano otra vez,
y crece el trigo
en el que fue ancho campo de batalla.

Inventario de lugares propicios al amor

Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos.
El invierno elimina muchos sitios:
quicios de puertas orientadas al norte,
orillas de los ríos,
bancos públicos.
Los contrafuertes exteriores
de las viejas iglesias
dejan a veces huecos
utilizables aunque caiga nieve.
Pero desengañémonos: las bajas
temperaturas y los vientos húmedos
lo dificultan todo.
Las ordenanzas, además, proscriben
la caricia (con exenciones
para determinadas zonas epidérmicas
—sin interés alguno—
en niños, perros y otros animales)
y el «no tocar, peligro de ignominia»
puede leerse en miles de miradas.
¿A dónde huir, entonces?
Por todas partes ojos bizcos,
córneas torturadas,
implacables pupilas,
retinas reticentes,
vigilan, desconfían, amenazan.
Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio.

♦♦♦

SOBRE LA MÚSICA

Vals de atardecer

Los pianos golpean con sus colas
enjambres de violines y de violas.
Es el vals de las solas
y solteras,
el vals de las muchachas casaderas,
que arrebata por rachas
su corazón raído de muchachas.

A dónde llevará esa leve brisa,
a qué jardín con luna esa sumisa
corriente
que gira de repente
desatando en sus vueltas
doradas cabelleras, ahora sueltas,
borrosas, imprecisas
en el río de música y metralla
que es un vals cuando estalla
sus trompetas.

Todavía inquietas,
vuelan las flautas hacia el cordelaje
de las arpas ancladas en la orilla
donde los violoncelos se han dormido.
Los oboes apagan el paisaje.
Las muchachas se apean en sus sillas,
se arreglan el vestido
con manos presurosas y sencillas,
y van a los lavabos, como después de un viaje.

Quinteto enterramiento para cuerda en cementerio y piano rural

El primer violín canta
en lo alto del llanto
igual que un ruiseñor sobre un ciprés.

Como una mariposa,
la viola apenas viola
el reposo del aire.

Cruza el otro violín a ras del cello,
semejante a un lagarto
que entre dos manchas verdes
deja sólo el recuerdo de la luz de su cola.

Piano negro,
féretro entreabierto:
¿quién muere ahí?

Sobre los instrumentos,
los arcos
dibujan lentamente
la señal de la cruz
casi en silencio.

Pianista enlutado
que demoras los dedos
en una frase grave, lenta, honda:
todos
te acompañamos en el sentimiento.

Canción, glosa y cuestiones

Ese lugar que tienes,
cielito lindo,
entre las piernas,
ese lugar tan íntimo
y querido,
es un lugar común.

Por lo citado y por lo concurrido.

Al fin, nada me importa:
me gusta en cualquier caso.

Pero hay algo que me intriga.

¿Cómo
solar tan diminuto
puede ser compartido
por una población tan numerosa?

¿Qué estatutos regulan el prodigio?

♦♦♦

TEMPUS IRREPARABILE FUGIT

Mensaje a las estatuas

Vosotras, priedras
violentamente deformadas,
rotas
por el golpe preciso del cincel,
exhibiréis aún durante siglos
el último perfil que os dejaron:
senos inconmovibles a un suspiro,
firmes
piernas que desconocen la fatiga,
músculos
tensos
en su esfuerzo inútil,
cabelleras que el viento
no despeina,
ojos abiertos que la luz rechazan.
Pero
vuestra arrogancia
inmóvil, vuestra fría
belleza,
la desdeñosa fe del inmutable
gesto, acabarán
un día.

El tiempo es más tenaz.
La tierra espera
por vosotras también.
En ella caeréis por vuestro peso,
seréis,
si no ceniza,
ruinas,
polvo, y vuestra
soñada eternidad será la nada.
Hacia la piedra regresaréis piedra,
indiferente mineral, hundido
escombro,
después de haber vivido el duro, ilustre,
solemne, victorioso, ecuestre sueño
de una gloria erigida a la memoria
de algo también disperso en el olvido.

Introducción a unos poemas elegíacos

Dispongo aquí unos grupos de palabras.

No aspiro únicamente
a decorar con inservibles gestos
el yerto mausoleo de los días
idos, abandonados para siempre como
las salas de un confuso palacio que fue nuestro,
al que ya nunca volveremos.

Que esas palabras,
en su inutilidad

—lo mismo que las rosas enterradas
con un cuerpo querido
que ya no puede verlas ni gozar de su aroma—

sean al menos,

cuando el paso del tiempo las marchite
y su sentido oscuro se deshaga o se ignore,

eterno —si eso fuese posible— testimonio,

no del perdido bien que rememoran;

tampoco de la mano
—borrada ya en la sombra—
que hoy las deja en la sombra,

sino de la piedad que la ha movido.

Carta

Amor mío:
el tiempo turbulento pasó por mi corazón
igual que, durante una tormenta, un río pasa bajo un puente:
rumoroso, incesante, lleva lejos
hojas y peces muertos,
fragmentos desteñidos del paisaje,
agonizantes restos de la vida.

Ahora,
todo ya aguas abajo
—luz distinta y silencio—,
quedan sólo los ecos de aquel fragor distante,
un aroma impreciso a cortezas podridas,
y tu imagen entera, inconmovible,
tercamente aferrada
—como la rama grande
que el viento desgajó de un viejo tronco—
a la borrosa orilla de mi vida.

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