A propósito de Sinfonía de Praga
/ por José Manuel Querol / Universidad Carlos III de Madrid.
Todas las ciudades tienen una condición compleja, unas habitan dentro de otras, dentro de otras, dentro de otras. Una ciudad encierra en su perímetro laberintos que se desarrollan dentro de otros laberintos y que se interconectan convocando un rizoma por el que los seres humanos deambulamos mientras pensamos en aquello de si habitamos la caja de Schrödinger y si, por tanto, estamos vivos y a la vez muertos. Lo mismo ocurre con algunas novelas.
Muy a finales de 2017, lo justo para que Sus Majestades de Oriente lo hayan dejado junto a nuestros zapatos, La Pajarita roja ha publicado un “objeto artístico” que ha sido bautizado como Sinfonía de Praga y que lleva la firma de Demetrio Fernández González. Este objeto también puede definirse como un rizoma ciudadano, un cúmulo de laberintos narrativos y estilísticos, pero también gnoseológicos, por los que poder perdernos al tiempo que nos acoge la cuidad de Praga, contexto, actante y, diría, hasta protagonista, del texto. Tiempo y espacio, un modelo einsteiniano de arte que concilia el proceso creador, la estructura del objeto y el tema (su tópico nuclear) explicando la Teoría de la Relatividad con la vida humana.
Es posible que el texto de Demetrio Fernández sea una novela, quizás quiere ser una novela posmoderna, y se acoge voluntariamente a aquellas seis propuestas que describiera Italo Calvino para la narración en el Próximo Milenio (ya este milenio), bien flanqueada por las matizaciones de Eco sobre el arte de narrar, y que no olvida por ello la tradición metaliteraria española, desde Lope o Cervantes, hasta nuestros modelos más recientes, pero esta novela (o nowwwela, o nowebla, en guiño unamuniano, como quiere el autor), de compleja composición fragmentada, y sí, tan postmoderna que dinamita la teoría de los géneros narrativos un paso más allá de los de Calasso (Las bodas de Cadmo y Harmonía) o de Tabucchi (Tristano muere), tiene vocación también de Gesamtkunstwerk (wagneriana “obra de arte total”) y aloja en sus páginas todo un tratado de Teoría de la Literatura, un compendio de tramas alternadas que imitan a la vida, y reconstruye, al tiempo, una autoficción externalizada combinada con una falsa biografía (más que falsa, ambigua, deberíamos decir), a lo que se suma el ensayo, la ficción y la metaficción. Este es el carácter de este texto, y suele serlo de la mejor novela contemporánea con vocación de objeto complejo, experimental y artístico, mutando sobre sí misma (carácter proteico) y haciéndose miscelánea, que es lo mismo que hacerse vida.
Relatividad entonces también en la literatura, porque una novela como esta necesita tanto de Einstein, como veremos, como de Frege, de Russel y de Wittgenstein en tanto que, como modelo autorreferencial, no es sino una función de verdad replegada sobre sí misma (aquello de las relaciones entre weltstruktur y la textstruktur de Janos Sandor Petöfi). Un rizoma de interconexiones, a fin de cuentas, en el que nada es estable, todo es cambiante, mutable, y el lector se ve arrastrado a transitar por cada una de las vidas que parecen concentrarse sobre las calles de Praga, sobre el laberinto físico de sus puentes, del barrio judío, de las salas de conciertos; vidas amontonadas en segmentos de tiempo diferentes sobre el mismo adoquín mientras tiempo y espacio se pliegan para reunir a todas esas vidas que deambulan por la ciudad con rumbo incierto.
Decíamos que necesitábamos a Einstein, y es bien cierto, no sólo por el carácter compositivo de la novela, sino por su alma también. Hay una vida, dos vidas, quizás tres vidas (Lieserl, el narrador y el autor) y muchos fantasmas en sus páginas, y el tiempo y el espacio se relativizan en todas ellas. Asistimos al relato del buscador, trasmutado en autor de un “ricercare” etimológico (cíclico, por tanto, y rítmico) que va desbrozando con mentalidad filológica los diarios de Lieserl, aquella hija primera de Einstein -de incierto destino- que Internet no sabe si murió de escarlatina al año de edad o si fue adoptada con un nombre diferente, y a la que el científico sólo mencionó en una carta a su entonces prometida, y madre de la niña, Mileva Marić, para luego sumirla en el olvido. Los diarios de una Lieserl, superviviente a su propia biografía real, van llegando a la vida de un funcionario de la embajada española, podríamos decir que “diletante” (en su sentido más estricto), a través de una misteriosa Atenea-Mentor disfrazada de atractiva espía israelí. La narración es, al tiempo, los diarios de Lieserl, la vida de ese funcionario en Praga y el trabajo de investigación al que se ve impelido como parte de la necesidad de creación de una novela sobre ella.
Pero si sólo fuera esto el texto sería nada más que un ejercicio autocomplaciente, evocador y nostálgico. Un modelo de belleza que guardaría un estilo muy personal, cuajado de erudición y de ironía (fantástico guiño por el cual el coronel encargado de la seguridad de la embajada española en Praga se llama Huberto Heco). Lo que el diario de Liesserl abre en esta novela es el laberinto del tiempo, la posibilidad de plegarlo en nuestra memoria activa, y da pie a nuevas narraciones que se interconectan, se interfieren y superponen de nuevo, y nos regala así a los lectores otro deambular por Praga en una dimensión diferente, hipostasiada en la Praga actual, la de la ciudad en los años treinta, por la que desfila un entusiasmado Otto Schödinger (¿Realidad, ficción de una biografía humana? Rogamos no confundir Schrödinger el del gato), admirando la lámpara de una iglesia para pensar en su anillo, o Max Brod, paseando los diarios de Kafka, quien se vuelve un fantasma omnipresente, que a su vez provoca la evocación (matrioska) de la Praga de 1900 a través de juegos interpuestos de historias, de otras biografías, que parecen errantes hasta que el lector se da cuenta de que realmente tienen vocación circular, y nos devuelven al momento pregnante (que diría Lessing) de la narración, y todo ello lo hace el autor con la certeza de que el lector piensa que algo se le escapa y de que todo está encerrando el mismo significado que huye delante de él, provocando la ansiedad por saber qué aparecerá en la página siguiente por si lo atrapa.
Y en la página siguiente está también la triste historia de la Praga de los años treinta y cuarenta (los diarios de Lieserl abarcan desde 1930 a 1945). Convive en ella la actividad teatral y editorial de la Praga culta y centroeuropea con la ocupación alemana y el Holocausto judío; junto al infame Reichsprotektor de Bohemia y Moravia Reinhard Heydrich, el carnicero de Praga, pasean con nosotros, a nuestro lado, los judíos, mostrando, no su biografía emocional, sentimental, sino su tarjeta de transporte a Terenzin, y de ahí a Auschwitz, a Mittelbau-Dora y tantos otros Lager. Documentación, no lágrimas, que esas se las deja el autor al lector.
El significado de este tiempo plegado sobre la geografía laberíntica de Praga, mientras la recorremos visitando todas las casas en las que vivió y tuvo pesadillas Kafka, tiene su bisagra en las interrelaciones que la estructura narrativa sostiene. Párrafos que se repiten en su lugar preciso, para que el lector caiga en la cuenta de que todo es un único artefacto artístico, citas que también, aunque sean literarias, resumen el significado profundo de los trabajos de Einstein, enzarzándose y quitándose la palabra en ellas Cervantes y su gitanilla, trasmutada en Meme, la espía, aliento de la narración, junto a Joyce o Faulkner (el ruido y la furia) y Lope, y la poesía renacentista española, que vive en las descripciones de las secretarias de la embajada española, y cientos y cientos más de referencias que se van rítmicamente alternando, reiterando y resignificándose, y que parecen dialogar como lo hace el fraseo de una partitura musical, tan importante como la literatura en la obra, no sin que en cada una de las referencias se cuele esa ironía que dicen que es tan posmoderna porque, a fin de cuentas, como advierte Eco, la cita es necesaria a esta modernidad cansada hasta para poder hablar de amor, y la ironía de saber que uno sabe que el otro sabe es nuestro único modo de poder hablar de lo que ya está dicho. Por ello, y como ejemplo, no se cita a Faulkner, sino el título de su obra contextualizado como modelo de un tiempo, desaparece la referencia postmoderna clásica para ir un paso más en su reconstitución semántica, pero sí aparece la tradición literaria plena como punto de apoyo, como necesidad expresiva para que el sentido de lo narrado se produzca. La vida como continuum.
Sinfonía de Praga no es un texto fácil ni difícil, lo será como quiera que lo sea su lector. Admite multitud de lecturas, desde la ingenuidad de una lectura lineal de los supuestos diarios de Lieserl Einstein y la labor investigadora del narrador, a la más compleja de quien busca (y seguro halla) cosas más complicadas. Nuestra propuesta de lectura es sólo una de tantas. Al margen, alguna curiosidad encontraremos que nos haga sonreír o nos sorprenda (e si no è vera, è ben trovata), y hasta nos reconciliaremos con el autor cuando al final nos explique el título de su nowebla, archilexema que cuando comenzamos a leer nos parecía un tanto cursi y hasta anticuado, pero que al final nos convence (como casi todo lo que dice Demetrio Fernández).
El problema ( y la virtud) de esta narración no está en el texto, el problema (y su virtud) está en nuestra debilidad como lectores cuando pretendemos hacer un dogma del principio aquel de literatura y vida de Goethe, cuando, al final, la verdad y la mentira son como un gato al que Schrödinger hubiera encerrado en una caja, y al final puede que todo sea a la vez una cosa y la contraria, mentira y verdad, gato muerto y gato vivo, de lo que en última instancia sólo puede uno decir que merece la pena leer el texto sin pensar en el gato, y disfrutar de una historia nueva, diferente a lo que encontramos en el panorama editorial español, tan centrado en el propio ombligo histórico de nuestra tragedia civil, tan provinciano que le da miedo ser europeo y salir a la geografía y a la Historia de la que somos periferia, leer la novela y descubrir que la narración sentimental no tiene nada que ver con la educación sentimental y que un modo de narrar diferente es posible para atrapar a todo tipo de lectores (o casi todo tipo de lectores).
Una línea más: Nulla aesthetica sine ethica, y esto lo lleva a rajatabla el autor, lo que, en estos tiempos de ruido y furia en sordina es muy de agradecer.
Sinfonía de Praga
Demetrio Fernández González
La Pajarita Roja Ediciones, 2017
532 páginas; 22.80 €
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